DOI: 10.22187/rfd2022n53a8
Doctrina
La racionalidad democrática como condición
normativa para la aplicación del margen de
apreciación nacional en el ámbito del control de
convencionalidad.
Una herramienta para la protección de las minorías
The democratic rationality as a normative condition
for the application of the margin of state appreciation
in the conventionality control.
A tool for the protection of minorities
A racionalidade democrática como condição
normativa para a aplicação do margem nacional de
apreciação no âmbito do controle da
convencionalidade.
Uma ferramenta para a proteção das minorias
Luis Fleitas de León1 ORCID: 0000-0001-9935-4316
1Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de la República.
Máster en Derecho Constitucional, Universidad de Sevilla. Doctorando
por la Universidad de Sevilla. Profesor adjunto (grado 3 contratado)
de Derecho Constitucional, Universidad de la República.
Contacto: luisflei@hotmail.com
Resumen:
El objeto de este trabajo es proponer a la racionalidad democrática
como condición normativa para la aplicación del criterio del margen
de apreciación nacional creado por el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos en el ámbito del control de convencionalidad, que profiere
un margen de deferencia a favor del Estado enjuiciado en la solución
nacional del caso y supone una autolimitación del Tribunal en el
ejercicio de su potestad jurisdiccional. El estudio se realizó a partir de
la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los
casos planteados contra Francia por la aplicación de la Ley de laicidad
en las instituciones educativas, n.º 2004-228, que concretó el valor
constitucional de la laicidad desde la perspectiva religiosa de la
cultura mayoritaria, omitiendo ―a mi criterio― la perspectiva de los
grupos minoritarios y afectando, en consecuencia, los derechos de
sus integrantes. Naturalmente, las reflexiones que se vierten son
extensibles a cualquier tribunal o corte internacional de derechos
humanos que se plantee la posibilidad de aplicar este criterio en el
marco del control de convencionalidad.
Palabras clave: control convencionalidad, margen apreciación
nacional, democracia, minorías, laicidad, neutralidad, libertad
religiosa.
Abstract:
Based on the criterion of margin of state appreciation, or discretion,
produced by the European Court of Human Rights, the aim of this
paper is to propose a democratic condition to the possibility that the
Court can grant such deference from conventionality control to the
prosecuted country, posing what should be its normative sense. The
start-up is the Court’s jurisprudence in cases brought against France
by the application of the Law of secularism in educational institutions
n.º 2004228, where secularism, neutrality ―in the way understood
by the majority―, and the religious freedom of minorities were in
conflict. Naturally, these reflections are extensible to any
international court of human rights that considers the possibility of
applying this criterion in the framework of conventionality control.
Keywords: conventionality control, margin of state appreciation,
democracy, minorities, secularism, neutrality, religious freedom.
Resumo:
O objetivo deste artigo é propor a racionalidade democrática como
condição normativa para a aplicação do critério da margem nacional
de apreciação construída pela jurisprudência do Tribunal Europeio de
Direitos Humanos no campo do controle de convencionalidade, que
prevê uma margem de deferência em favor da o Estado processado
na solução nacional do caso e supõe uma autolimitação do Tribunal
no exercício de seu poder jurisdicional. O estudo foi realizado com
base na jurisprudência do Tribunal nos processos movidos contra a
França pela aplicação da Lei de laicidade nas instituições de
educativas, nº 2004-228, que especificou o valor constitucional da
laicidade na perspectiva religiosa da cultura majoritária, omitindo -em
minha opinião- a perspectiva dos grupos minoritários e afetando os
direitos de seus membros. As reflexões expressas podem ser
estendidas a qualquer tribunal ou corte internacional de direitos
humanos que considere a possibilidade de aplicar esse critério no
âmbito do controle de convencionalidade.
Palavras-chave: controle de convencionalidade, margem de
apreciação nacional, democracia, minorias, laicidade, neutralidade,
liberdade religiosa.
Recibido: 10/02/2021
Aceptado: 24/03/2022
1. Objeto
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha desarrollado
en su jurisprudencia el criterio del margen de apreciación nacional, a
partir de cuya aplicación dispensa en ciertos casos del control de
convencionalidad a un Estado sujeto al Convenio Europeo de Derechos
Humanos, si la solución a la que hubiese arribado tal Estado en su
jurisdicción interna tiene lo que se considera como apariencia de buen
derecho. Concretamente, la pauta del margen de apreciación nacional
permite un espacio de inhibición de la protección internacional en
deferencia de la apreciación nacional sobre el contenido de algunos
elementos normativos indeterminados de la protección internacional
de derechos humanos.
Este criterio no ha sido recibido por la Corte Interamericana de
Derechos Humanos (Corte IDH), más allá de algunas fugaces
apariciones en su jurisprudencia1 en las que la Corte IDH lo ha referido
a los efectos de reconocer en favor de los Estados un espacio para la
implementación nacional de las medidas para dar cumplimiento a los
derechos convencionales, mas no como un criterio de renuncia o
inhibición de su potestad del control de convencionalidad.
Este trabajo no se centra en tratar los contornos y límites del
concepto de margen de apreciación nacional construido por la
jurisprudencia del TEDH, sobre lo que existen profusos estudios, sino
que tiene como objetivo plantear cuáles son las condiciones normativas
a la posibilidad de que el Tribunal pueda otorgar válidamente tal
deferencia o margen discrecional de apreciación favorable al Estado
enjuiciado, aspecto trasladable a cualquier corte o tribunal
internacional de derechos humanos ―universal o regional― que adopte
este criterio.
Específicamente, me centraré en la condición democrática a la
aplicación del criterio del margen de apreciación nacional, entendida
en forma preliminar como la debida racionalidad democrática ―deber
que según veremos es jurídico normativo― con la que el Estado en su
jurisdicción interna debió resolver un caso luego procesado ante el
TEDH, como presupuesto normativo de la posibilidad de ser
destinatario de tal deferencia.
El estudio se desarrollará puntualmente a partir del análisis de la
jurisprudencia del tribunal en los casos planteados contra Francia como
consecuencia de la aplicación de la Ley de laicidad en las instituciones
educativas n.o 2004-228, en los cuales entraron en conflicto la laicidad
del Estado francés y su pretensión de neutralidad frente al fenómeno
religioso, planteada desde la perspectiva cultural de la mayoría
dominante, con la perspectiva cultural de los grupos minoritarios y la
consecuente la afectación de los derechos de sus integrantes.
2. El margen de apreciación nacional: concepto
e inserción en el espacio europeo de
protección de los derechos humanos
La gestación y el desarrollo del criterio del margen de apreciación
nacional son propios del espacio europeo de protección de los derechos
humanos. La complejidad del espacio europeo ―comparado con el
sistema interamericano de derechos humanos― exige ciertas
precisiones en cuanto a la ubicación del criterio del margen de
apreciación nacional en este, antes de su definición.
En las Américas funciona monolíticamente el sistema
interamericano de derechos humanos, en cuya base está el control de
convencionalidad del derecho interno de los Estados americanos
respecto de la Convención Americana de Derechos Humanos. El
sistema interamericano tiene un régimen propiciado por la
jurisprudencia de la Corte IDH que admite dos niveles. Por un lado, el
control de convencionalidad concentrado, de la propia Corte, que
puede reputar inconvencionales las normas de derecho interno
contrarias a la Convención. Por otro lado, a partir del caso Almoacid
Arellano2 de 2006, la adopción del criterio de exigir a los jueces de
cada Estado que ellos mismos desapliquen en el caso concreto las
normas de derecho interno que se opongan a la Convención, planteado
por la propia Corte.
En el espacio europeo coexisten dos sistemas de protección de los
derechos humanos: uno en el ámbito de la Unión Europea (UE) y otro
en el ámbito del Consejo de Europa, ambos con distinta naturaleza y
operatividad.
En el ámbito de la UE rige la Carta de Derechos Fundamentales,
que es parte del derecho de la Unión, es decir, es derecho comunitario.
La Carta se originó en la Declaración de Niza de 2000, pero fue
reconocida con valor jurídico de tratado ―es decir, de derecho primario
u originario en el derecho comunitario― a partir del artículo 6.1 del
Tratado de la UE vigente desde 2009.
En la UE funciona un órgano jurisdiccional supranacional que es el
Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), a cargo de controlar
la aplicación del derecho comunitario por cada Estado parte de la Unión
en lo que se ha denominado «control de comunitariedad», lo que
incluye el control de la aplicación de la Carta de Derechos
Fundamentales.
En el ámbito del Consejo de Europa, desde 1953 está vigente el
Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), del que son
signatarios Estados que forman parte de la UE y otros que no, y
respecto del cual está aún pendiente la adhesión de la propia UE según
el artículo 6.2 del Tratado de la Unión Europea. En el ámbito del
Consejo de Europa funciona otro órgano jurisdiccional que es el TEDH,
que tiene a cargo el «control de convencionalidad» de las normas
internas, de las acciones y las omisiones de los Estados respecto del
Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Adicionalmente, los jueces de los Estados parte de la UE y de los
Estados parte del Consejo de Europa tienen distintas responsabilidades
respecto del aseguramiento de la aplicación interna de la Carta ―como
parte del derecho comunitario― y del Convenio.
En materia de derecho comunitario, el TJUE, principalmente a
partir del caso Simmenthal3, ha atribuido de forma específica a los
jueces nacionales el deber de aplicar las disposiciones del derecho
comunitario ―lo que incluye a la Carta― en el ámbito de su
competencia y de garantizar su plena eficacia dentro del Estado en
virtud de la primacía del derecho comunitario respecto del interno.
En cambio, el TEDH, que centraliza el control de convencionalidad
respecto del Convenio Europeo de Derechos Humanos, no ha ordenado
con claridad a los jueces de los Estados signatarios del Convenio la
desaplicación el derecho interno si contraviene al Convenio ―como
lo ha hecho la Corte IDH desde el caso Almoacid Arellano―, si bien ha
condenado a los Estados a reparar a los lesionados por una violación
en alguno de los derechos reconocidos por la Convención y ha
dispuesto que los Estados deben establecer mecanismos para remediar
el incumplimiento de las obligaciones contraídas en el Convenio. Por
ello el control de convencionalidad interno ha sido dificultoso y
heterogéneo, según el entendimiento de los jueces de cada país.4
Entre las tópicas que se generan en este marco de complejidad
―que no es nuestro objetivo agotar―, está el conflicto que se suscita
entre la protección comunitaria de los derechos fundamentales y el
margen reivindicado soberanamente por algunos Estados para tutelar
o restringir derechos, atento a las particularidades de la cultura
jurídico-política manifestada en sus constituciones y en las normas
legislativas, así como en el modo de interpretar, concretar y aplicar el
derecho por sus órganos jurisdiccionales.
Este conflicto tiene diferentes formas de desanudarse, según
ocurra en el ámbito del derecho de la UE, donde ubicamos a la Carta
de Derechos Fundamentales, o en el del CEDH, sin perjuicio de que
ambos instrumentos dialogan normativamente a través de lo que
dispone el artículo 52 apartado 3 de la Carta5 y el artículo 53 del
Convenio.6
En el ámbito del derecho de la Unión, la Carta de Derechos
Fundamentales es la clave de bóveda en materia de derechos
fundamentales7 y es, como ya señalara, derecho originario por tener
valor jurídico de Tratado. En la órbita del derecho de la UE, del que es
parte la Carta, el partido se juega sobre la base del criterio de primacía
del derecho comunitario sobre el derecho interno de los Estados, en el
ámbito de competencia de la UE, y así opera el control de
comunitariedad del derecho interno de los Estados, a cargo del Tribunal
de Justicia y de los jueces nacionales en su caso.
En este ámbito no hay lugar para un margen discrecional de
apreciación nacional de cada Estado respecto de la aplicación de la
Carta.
Los Estados ceden competencias a la UE y en ese espacio cedido,
atento a la jurisprudencia del TJUE8, el derecho de la Unión ―en
especial, el derecho originario― tiene primacía sobre el de los Estados
parte a los efectos de asegurar su eficacia interna directa. Ello permite
una plataforma de protección uniforme de los derechos entre los
miembros, cuyo centro reside en una confianza recíproca entre los
Estados, en el respeto mutuo de la normativa de la UE, incluida la
Carta. Un Estado parte de la UE no puede imponer al resto su estándar
de protección allí donde el derecho de la Unión ha establecido normas
uniformes que no dejan margen para la competencia normativa interna
de cada Estado ni para la apreciación interna de la aplicación de estas
normas, y su rol es el de aplicador o ejecutor del derecho de la Unión.
Tal principio es una regla incólume en el derecho de la Unión, sin
perjuicio de que el TJUE ha expuesto alguna dualidad que debe ser
anotada, como advierte Ana Carmona (2018), y que puede detectarse
en los casos Aranyosi9 y Melloni10 sobre la aplicación de la Orden
europea de detención de personas y entrega entre los Estados
miembros (Euroorden), adoptada por el Consejo de la UE en la Decisión
Marco n.o 2002/584/JAI y modificada por la n.o 2009/299/JAI.
El criterio del margen de apreciación nacional a favor de los
Estados enjuiciados ha sido una construcción del TEDH, en el ámbito
del control de convencionalidad del derecho intraestatal respecto del
Convenio Europeo de Derechos Humanos, a partir de una
interpretación de su artículo 15.111 y de una jurisprudencia cimentada
desde los casos De Wide, Ooms et Versyp c. Bélgica12 Irlanda c. Reino
Unido13 y Handyside c. Reino Unido14.
Los Estados parte del Consejo de Europa otorgaron al TEDH la
competencia de juzgar las concretas violaciones a los derechos
convenidos en el CEDH y en este marco tiene un rol tutelar del estándar
común de protección de derechos en tanto este solo tiene sentido si
resulta equivalente para todos los Estados, sin que ninguno pueda
imponer a los demás su parámetro de tuición, lo que caracteriza al
Convenio en los términos que señala Francisco García Roca (2019),
como una norma constitucional de orden público europeo o de
collective enforcement.
Ahora bien, el sistema europeo de los derechos humanos ―al igual
que el interamericano― ha sido adoptado para reforzar la garantía
interna de los derechos fundamentales de las personas, pero no para
reemplazar las vías nacionales de tutela. Esto significa la
subsidiariedad del sistema regional, cuyo efecto es añadir una garantía
internacional a aquella que surge de los sistemas jurídicos de los
Estados parte. La lógica de la subsidiariedad obliga a las víctimas a
agotar los recursos internos antes de acudir a la jurisdicción del TEDH,
por lo que los Estados, a través de sus jueces y en último término de
su corte o tribunal constitucional, son los que deben valorar y ponderar
en primer lugar los derechos en juego, a riesgo de que el Estado pueda
sufrir una condena ulterior en la jurisdicción del TEDH.
Lo señalado se ve potenciado porque el Consejo de Europa está
integrado por una multitud heterogénea de Estados, endógenamente
multiculturales y a su vez con particularidades culturales que los
diferencian entre sí, lo que dificulta la compresión común del sentido y
alcance de algunos de los derechos acordados en el Convenio. Por tal
razón, expresan García Roca (2019, pp. 99-102) y Eduardo Ferrer Mac-
Gregor (2017, pp. 790, 791), el TEDH construyó y desarrolló en su
jurisprudencia el criterio del margen de apreciación nacional, como un
reconocimiento a que la protección internacional sobre los derechos
convive con las diversidades y el pluralismo cultural de los Estado
parte. En este sentido, el TEDH ha entendido que los Estados tienen
un margen de discrecionalidad para dar contenido o significación a
alguno de los derechos o libertades previstas en el Convenio, cuando
no existe un consenso europeo sobre el contenido o la significación de
ese derecho, es decir, cuando no existe un contenido o significación
común trasladable por igual a todos los Estados.
Adicionalmente, hay una diferencia sustancial en la naturaleza de
la organización en la que se inserta el Convenio, en comparación con
la UE, que expone una razón sistémica por la que el TEDH ha podido
construir el criterio del margen de apreciación nacional. El Convenio
fue aprobado y orbita en el Consejo de Europa, una organización
internacional sin la característica de supranacionalidad de la Unión
donde no opera un desplazamiento de competencias desde los Estados
hacia el Consejo y sus órganos, como ocurre en la UE. La referida
característica incide en que sea más difuso el límite entre el ámbito de
aplicación del estándar común de protección de derechos
fundamentales acordados por los Estados en el Convenio y los
márgenes de soberanía reclamados por algunos Estados europeos, si
se lo compara con la aplicación de la Carta de Derechos
Fundamentales, en la medida en que, en el caso del derecho de la UE,
el desplazamiento de competencias y el principio de primacía aportan
reglas estructurales que resuelven con mayor certeza el clivaje entre
el estándar común de protección de derechos y los reclamos de
espacios de soberanía de los Estados.
El criterio del margen de apreciación nacional implica una
deferencia del Tribunal hacia el Estado enjuiciado en el reconocimiento
de un cierto margen de discrecionalidad para interpretar y aplicar el
Convenio y, a su vez, una regla de no decisión por la cual el Tribunal
se inhibe en el ejercicio de su poder jurisdiccional en un caso concreto.
Al aplicar el criterio del margen de apreciación nacional, el Tribunal
evita enjuiciar aspectos fácticos y normativos relevantes en un caso y
se limita a ratificar la decisión adoptada en el ámbito la jurisdicción
nacional, cuando la controversia está centrada en cuestiones en las
que tiene una relevante incidencia las características más esenciales
del Estado enjuiciado derivadas de su diseño institucional o de la
realidad cultural de la sociedad.
Al recurrir a este criterio de construcción jurisprudencial, el
Tribunal puede autolimitarse en el ejercicio de su potestad
jurisdiccional de control de convencionalidad frente al Estado cuando
la decisión adoptada en el ámbito nacional tiene apariencia de buen
derecho. De esta forma, el Tribunal evita cuestionar la perspectiva del
Estado en casos con las características señaladas, respetando una
razonable deferencia hacia el Estado, cuya justificación deriva de la
subsidiariedad inherente a la protección internacional de los derechos
humanos frente a la nacional y de la idea ―a mi criterio controversial,
según analizaré en la sección 4― de que la mejor posición frente al
caso la tiene el juez nacional, por ser más próximo a las circunstancias
de la controversia, frente al distante juicio del Tribunal.
El criterio del margen de apreciación nacional pone sobre el tapete
el clivaje entre la protección convencional de los derechos y el reclamo
de espacios de soberanía por los Estados, como residuo del viejo
paradigma de la soberanía irrestricta, que en ocasiones incluso ha
provocado posiciones paranoicas de algunos Estados europeos de estar
―formal― y no estar ―sustancial― en el ámbito de la protección
convencional de los derechos, como es el caso explícito del Reino
Unido15.
En un ámbito continental donde la heterogeneidad cultural es
palpable, los debates pendulares entre la protección convencional de
los derechos y los reclamos de espacios de soberanía de los Estados
deben aceptarse y darse. Ahora bien, lo que parece no ser tolerable es
que el criterio del margen de apreciación nacional ―que apunta a
tomar en cuenta las perspectivas institucionales y culturales de un
Estado, su incidencia en el modo de interpretar, concretar y aplicar la
normativa estatal y convencional y en la resolución de un caso―
permita abrir un orificio que mengüe el estándar convencional de
protección común de los derechos en perjuicio de las personas que
integran grupos minoritarios con un sentir cultural diferente al
mayoritario e imperante en ese Estado.
Por esta razón pienso, al igual que García Roca (2007), que una
vez aceptado el margen de apreciación nacional como criterio pasan a
ser claves los presupuestos y condiciones para su aplicación a los
efectos de no desvirtuar el estándar común de protección de derechos
humanos.
3. Jurisprudencia del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos en los casos contra Francia
por la aplicación de la Ley n.o 2004-228.
El inciso 1º del artículo 1 de la Ley francesa n.o 2004-228, del 15
de marzo de 2004, dispone una expresa interdicción a la libertad
religiosa: «Está prohibido, en las escuelas, colegios públicos y escuelas
secundarias, el uso de símbolos o atuendos por los que los estudiantes
manifiesten ostensiblemente una afiliación religiosa».
El inciso 2º del artículo establece la pauta de lo que será la
consecuencia jurídica del incumplimiento de dicha obligación de no
hacer: la instauración de un procedimiento disciplinario, previo diálogo
con el estudiante, cuyo acto final será una sanción que puede culminar
incluso con la expulsión, como ocurrió en los casos que se abordarán
a continuación.
La ley dispone así un límite a la libertad religiosa en los términos
que consagra el artículo 9.1 del CEDH, pues la norma convencional lo
define, genéricamente, como el derecho de toda persona a la libertad
de pensamiento, conciencia y religión, para luego aclarar de forma
explícita que implica: «la libertad de manifestar su religión o sus
convicciones, individual o colectivamente, en público o en privado».
La ley francesa pretende insertarse en el artículo 9.2 del Convenio,
que habilita a los Estados parte a establecer restricciones al derecho
por la vía de las leyes.
Ahora bien, la norma convencional es prístina al indicar las
razones legítimas para que estas restricciones sean toleradas. Dichas
razones pueden ser agrupadas en dos. Por un lado, las medidas
necesarias en una sociedad democrática para la seguridad pública, la
protección del orden, la salud o los derechos de las demás personas,
que son razones objetivables como límites y, en cuyo caso, la cuestión
será la proporcionalidad de la medida respecto del valor a proteger.
Por otro lado, aquellas medidas necesarias en la sociedad democrática
para la protección de la moral pública, que son razones que en
deberían reflejar e incluir ―o, como nimo, no excluir― a las
diferentes perspectivas culturales mayoritarias o minoritarias―
democráticamente aceptables que coexisten en un Estado.
La razón única y exclusiva del límite de la ley francesa es impedir
el uso de vestimentas y símbolos religiosos ostensibles en los centros
de educación, lo que centra la cuestión no en una razón de salud, de
seguridad u orden público, sino en la laicidad como un valor susceptible
de ser protegido por Francia, en tanto nota adjetiva de la República de
acuerdo al artículo 1 de su Constitución. Lo señalado parecería
categorizar a tal límite dentro del segundo grupo de las razones de
restricción toleradas por el Convenio, es decir, la razón del límite se
asentaría en un valor propio de la moral pública de la cultura francesa.
Ahora bien, atento a lo expresado en el parágrafo anterior, el aspecto
clave es si la concreción que hace la ley del valor laicidad es común
―y, por lo tanto, inclusiva― a las diferentes perspectivas culturales
―mayoritarias o minoritarias― democráticamente aceptables que
coexisten en Francia.
La Ley n.o 2004-228 presupone un conflicto entre laicidad y
libertad religiosa en las instituciones educativas, a cuyo respecto la
norma preceptúa una solución que no se agota en sí, sino que impacta
en el acceso y en la integración de quienes profesan determinadas
religiones en tales centros ―dada la posibilidad de su expulsión― lo
que le da una dimensión aun más problemática a ese conflicto. Esto
presupone además un segundo nivel conflictivo que anida en la
pretensión de equidistancia neutral del Estado y la multiculturalidad de
la sociedad en la cual se asienta ese Estado, como es el caso de
Francia.
Este contexto, como el de cualquier caso, es útil para valorar las
condiciones y los límites del margen de apreciación nacional y la
procedencia de su uso por el TEDH.
A partir de la sentencia en el caso Leyla Sahin c. Turquía16, en la
que el Tribunal Europeo confirmó la decisión del Tribunal Constitucional
de Turquía que sostuvo la prohibición del uso del velo islámico y otras
vestimentas religiosas dispuesta por la Universidad de Estambul por
entenderla una medida necesaria en el contexto cultural turco, se
dieron una serie de decisiones orientadas a justificar y confirmar
políticas nacionales restrictivas del uso de simbología religiosa en
lugares públicos, recurriendo al criterio del margen del apreciación
nacional.
Transportándonos específicamente a Francia, hubo dos sentencias
en el 2008 que fueron expresivas de esa actitud del Tribunal y tuvieron
la particularidad de recaer sobre hechos ocurridos antes de la entrada
en vigencia de la Ley n.o 2004-228.
Los casos Dogru17 y Kervanci18 fueron dos conflictos suscitados en
una escuela pública a partir de la prohibición a dos estudiantes
musulmanas de llevar velo islámico, que están en la base de la
deliberación de lo que luego fue la referida ley francesa. En los dos
casos, el profesor de educación física, aduciendo razones de higiene y
seguridad, no les permitió continuar la clase de deporte con la cabeza
cubierta. Las estudiantes, a su vez, se negaron a concurrir a estas
clases sin el velo que usan por motivos religiosos. Luego de algunas
instancias conciliatorias, el comide disciplina las expulsó del colegio,
por falta de asistencia a las clases de deporte. La decisión
administrativa fue confirmada por el Consejo de Estado en 2004.
El TEDH declaró en sentencia unánime que la medida disciplinaria
adoptada por las autoridades educativas ―la expulsión de la escuela―
estaba justificada por el principio de proporcionalidad. Por lo tanto, a
su criterio, no había habido violación de la libertad religiosa ni tampoco
del derecho a la educación garantizado en el Protocolo n.o 1 del
Convenio.
La argumentación del TEDH retomó la doctrina ya establecida a
partir del caso Leyla Sahin, subrayando la importancia de la laicidad
como principio constitucional de profunda raíz cultural en Francia, la
necesidad de preservar un entorno de neutralidad en la escuela,
manteniéndolo libre de expresiones excesivas que puedan constituir
proselitismo o provocación para los otros alumnos, y todo en el marco
del reconocimiento de un amplio margen de apreciación a las
autoridades nacionales para aplicar medidas restrictivas de la libertad
de religión y de manifestación, que vayan declaradamente
encaminadas a proteger los derechos de los demás miembros de la
comunidad escolar.
Vayamos así al caso que nos ocupa. El Tribunal se pronunció en
idéntico sentido al expuesto ante las expulsiones de alumnos de
escuelas en Francia por negarse a concurrir sin sus vestimentas o
símbolos religiosos, por aplicación de la Ley n.o 2004-228, tanto en
asuntos en los cuales el objeto en cuestión era el velo islámico
femenino ―véase el caso Aktas19 como en asuntos donde el objeto
era el keski, un bajo turbante que usan alumnos de la religión sij
―véase el caso Jasvir Singh20, entre otros―.
Las instituciones educativas entendieron que se trataba de
símbolos ostensibles, por lo que, por aplicación de dicha ley, la decisión
de expulsión dictada por las autoridades educativas se consideró
legítima y así fue confirmada por el Consejo de Estado.
El TEDH, con sentencias casi idénticas de contenido, y siguiendo
la jurisprudencia asentada en los casos Dogru y Kervanci ―y otros―,
encontró justificadas y proporcionadas las medidas disciplinarias
contra los alumnos, a pesar de que la prohibición no refería solo a una
clase de deporte sino a todo el recinto y horario escolar, ni estaba
motivada en una razón de higiene y seguridad sino en el carácter
ostensible de la vestimenta religiosa.
Llamativamente, en las sentencias dictadas en tales casos, puede
leerse que las demandas se fueron rechazadas por el Tribunal por
entenderlas «manifiestamente infundadas», asentándose en el margen
de apreciación que les queda a las autoridades nacionales en este
ámbito.
Volviendo a lo que se señalara antes, el detalle más importante
radica en que el apoyo del TEDH a la Ley n.o 2004-228 tiene una
dimensión que va más allá de otras decisiones anteriores en las que
este Tribunal había declarado, y justificado, siempre a partir del
margen de apreciación, el rechazo de las autoridades francesas a
otorgar excepciones a normas o prácticas impuestas para proteger la
salud o la seguridad de los alumnos cuando estas imponían el despojo
momentáneo del objeto religioso en una clase de gimnasia ―casos
Dogru y Kervanci―. En dichos casos se trataba de limites basados en
razones objetivables y su finalidad no parecía tener que ver con la
religión y sus manifestaciones sicas o, al menos, su relación con lo
religioso era tangencial.
Por el contrario, la Ley francesa de 2004 tiene por objeto explícito
la limitación general del ejercicio de la libertad religiosa en su expresión
física personal, fundada únicamente en lo ostensible del vestido o
símbolo religioso, y no está vinculada a otra razón objetivable
(Martínez-Torrón, 2009, p. 107). El mite legal pretende ser una
legítima concreción de la laicidad como valor común de la cultura
francesa de anclaje constitucional, y es esa su razón jurídica. Ergo, los
casos Aktas y Jasvir Singh en los que se aplicó la Ley, fueron resueltos
internamente por los órganos jurisdiccionales franceses a partir de tal
parámetro jurídico, en decisiones que se mantuvieron sin revisión del
TEDH al inhibirse este en el uso de su poder jurisdiccional al amparo
del margen de apreciación nacional.
La cuestión que se nos plantea es si este límite previsto en la ley
francesa encierra un modo de entender la religiosidad, en el marco del
valor laicidad, común e inclusivo de las diferentes perspectivas
culturales ―mayoritarias o minoritarias― que coexisten en Francia, o
si, por el contrario, solo refleja la predominante en la cultura francesa,
con un carácter centrífugo sobre las minorías que entiendan de modo
diverso la religiosidad, jaqueando la libertad religiosa de sus
integrantes, su acceso e integración plena a los centros educativos y,
como última consecuencia, su inclusión como ciudadanos del sistema
democrático francés con posibilidades de participación en los asuntos
públicos.
La interrogante entonces es si en un caso con tales características
resulta admisible la aplicación del criterio del margen de aplicación
nacional por el TEDH o por cualquier corte o tribunal internacional de
derechos humanos que se enfrentara a un asunto similar.
4. La racionalidad democrática como condición
normativa del margen de apreciación nacional:
su orientación hacia la tutela de las minorías
4.1 Condiciones normativas para la aplicación del
criterio
Los contornos conceptuales del criterio del margen de apreciación
nacional tienen «geometría variable», como señala García Roca (2007)
y estos han sido abordados con mayor o menor profundidad por la
jurisprudencia del TEDH, pero, adicionalmente, hay ciertas condiciones
―que, como veremos, son normativas― para la aplicación del criterio
de margen de apreciación nacional.
Hay dos premisas conceptuales ―ya desarrolladas― que nos
colocan de frente ante las condiciones referidas. Por un lado, el sistema
europeo de derechos humanos fue diseñado para reforzar la garantía
de derechos fundamentales de las personas, mas no para reemplazar
las vías estatales de tutela, lo que conlleva la subsidiariedad del
sistema. Por el otro, el criterio del margen de apreciación nacional se
inserta en ese sistema y su sentido radica en que, como ha entendido
el TEDH, los Estados tienen un margen de discrecionalidad para dar
contenido o significación a alguno de los derechos o libertades
previstas en el convenio cuando no existe un consenso europeo sobre
el contenido o la significación de ese derecho trasladable por igual a
todos los Estados.
Tanto la convención del estándar común y recíproco de protección
de derechos humanos con carácter subsidiario al de los Estados como
la aceptación del criterio de margen de apreciación nacional en ese
marco reposan sobre una base irreductible de confianza recíproca entre
los Estados. Esta base irreductible descansa en la confianza entre
Estados que se asumen mutuamente bajo el imperio del derecho, con
un diseño constitucional y un funcionamiento democrático, y, por
virtud de tales características, con una concepción común de los
derechos humanos y con medios de tutela ―sobre todo
jurisdiccionales― similares más allá de matices en sus formatos. Lo
señalado es la condición que da racionalidad, justifica y legitima al
sistema y a su vez permite su funcionamiento.
Ahora bien, tal condición ―que según veremos al final puede
desbrozarse en dos condiciones― no permanece en el plano de la
dogmática, sino que está anclada en el Estatuto del Consejo de Europa
de 1949 y en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, por lo que
adquiere carácter prescriptivo normativo para los Estados parte del
Consejo y signatarios del Convenio, en tanto conforman ―junto a otros
instrumentos accesorios― un sistema normativo que funciona como
tal, de forma vinculada y en constante diálogo con las Constituciones
de los países e incluso con el derecho de la UE del modo que
brevemente indicamos en la sección 2.
En el Estatuto del Consejo de Europa, tanto en su preámbulo como
en el artículo 3, los Estados reafirman la adhesión y reconocimiento al
«imperio del Derecho» y a los «principios sobre los cuales se funda
toda auténtica democracia». Del mismo modo lo hace el CEDH, pues
su preámbulo declara que el espíritu y patrimonio común de los Estados
europeos signatarios son el «respeto a la libertad y de primacía del
Derecho» y agrega que las libertades fundamentales a las que adhieren
«reposan esencialmente, de una parte, en un gimen político
verdaderamente democrático». Incluso en la Declaración de
Copenhague, de 13 de abril de 2018, los Estados que integran el
Consejo han reconocido la importancia del Convenio para la defensa
de la democracia.
Al ser la condición de Estado constitucional de derecho con un
diseño y funcionamiento democrático un deber normativo que el
sistema convencional prescribe a los Estados, como presupuesto de
base para el funcionamiento del sistema; y, siendo el criterio del
margen de apreciación nacional un espacio de deferencia que el TEDH
asume conferir a favor del Estado respecto de la resolución de un caso,
inhibiéndose de actuar, resulta imperativo para el sistema ―por
prescripción de las normas convencionales― que el TEDH verifique, al
aplicar el criterio de deferencia, si el Estado involucrado cumple con tal
condición o no.
Así las cosas, esta condición normativa que el sistema europeo de
protección de los derechos humanos le impone a los Estados es, por
traslación, una condición normativa que le impone al TEDH para aplicar
este criterio y conceder tal deferencia a favor del Estado. En la medida
en que en el marco del control de convencionalidad orientado hacia la
tutela de los derechos humanos la responsabilidad última del TEDH
reside en tutelar la comunidad de derechos convenida por los Estados
e impedir que uno imponga a los otros su estándar de protección, el
Tribunal no debe conceder dicha deferencia de apreciación a favor de
un Estado cuando algún aspecto de la condición normativa no se
cumple plenamente, en la medida en que esta delinea el nadir
normativo aceptable de la actuación del Estado en el sistema europeo
de protección de derechos humanos que es la base de la confianza
recíproca que lo sustenta.
Por último, por una cuestión de orden para este estudio,
señalamos que esta condición normativa puede desbrozarse en dos
condiciones o precondiciones ―tomando la nomenclatura que utiliza
Francisco Barbosa (2013, pp. 1099-1011)―. La primera condición
consiste en que el Estado sea un Estado de derecho y funcione como
tal. Ello significa, básicamente, que la presunta víctima haya podido
accionar ante un órgano jurisdiccional independiente de forma efectiva,
para así obtener la restitución del goce de su derecho y su reparación
en un tiempo razonable, en la medida en que entienda que haya sido
lesionada. La segunda condición consiste en que el Estado sea
democrático. Ello implica que, además de contar con un sistema
constitucional de gobierno que sea democrático y con legitimidad
democrática en sus gobernantes, el Estado debe haber operado con
racionalidad democrática en todos los aspectos vinculados al caso.
En la dimensión normativa y conceptual de la condición
democrática me centraré en las siguientes apartados.
4.2 Sentido y normatividad de la racionalidad
democrática
Centrémonos entonces en la condición democrática que, entiendo,
fue la desatendida por el TEDH en los citados casos de aplicación de la
Ley francesa n.o 2004-228.
Recapitulemos. El Estatuto del Consejo de Europa y el Convenio
Europeo de Derechos Humanos, que delimitan el ámbito normativo de
los Estados sujetos al Convenio y a la jurisdicción del TEDH, parten de
una premisa que es normativa ―por lo tanto prescriptiva― y a partir
del cual se estructura el sistema de protección de derechos humanos,
incluido el criterio del margen de apreciación nacional creado por el
TEDH en su jurisprudencia: los Estados parte son democráticos y deben
funcionar democráticamente.
Para adjetivar un Estado como democrático con toda la carga
que implica― no basta con que su Constitución consagre un sistema
democrático de gobierno, sino que es necesario además que su
actuación sea conforme a un deber ser adecuado a una racionalidad
jurídica propiamente democrática. Las interrogantes que surgen a
continuación son: si es posible identificar una racionalidad de lo
democrático y si la racionalidad democrática tiene prescriptividad
normativa para los Estados en sí y para quienes expresan la voluntad
de los órganos estatales en el ejercicio de sus diferentes funciones, la
legislativa, la administrativa o ejecutiva, e incluso la jurisdiccional.
Comencemos por la segunda interrogante. La racionalidad
democrática, como forma de funcionamiento y de comportamiento
adecuada a la racionalidad de un Estado constitucional y democrático
no es una noción programática sino un concepto prescriptivo normativo
en sentido jurídico. En la democracia como concepto, con todo lo que
implica y a pesar de su inexactitud descriptiva dada la variedad de
formas que puede asumir, hay una racionalidad cierta que permite
sostener un ideal claro sobre lo que la democracia debe ser. Así las
cosas, lo que una democracia sea no debe separarse de lo que debe
ser. Lo descriptivo ―ser― y lo prescriptivo ―deber ser― en la
democracia establecen un juego de tensión que es constante. La
democracia resulta de, y es conformada por, las interacciones entre el
deber ser y su realidad, «el empuje del deber y la resistencia del es»,
como explica Giovanni Sartori (1988, pp. 26, 27).
Así, la democracia tiene una función prescriptiva que es
persuasiva y normativa de las conductas humanas que se desarrollan
en el plano del ser. El carácter normativo prescriptivo del concepto de
democracia se evidencia en la medida en que su justificación no está
en lo que cada comunidad crea subjetivamente que es, sino en aquella
racionalidad ―Carlos Nino (1997, pp. 21-22) se refiere a valoresque
en realidad hace que la democracia esté, en efecto, justificada ante a
los ciudadanos.
La pretensión de captar en una fórmula abstracta a la racionalidad
democrática puede parecer contradictoria con su noción en dada su
inexactitud descriptiva, como alerta Martin Kriele (1980, p. 51), y sin
embargo hay un núcleo de lo democrático que lo distingue de otros
sistemas ―piénsese en los sistemas totalitarios o feudales― y que se
debe reflejar en instituciones concretas de un Estado democrático,
como son su sistema de gobierno, la división entre poderes, el sistema
de fuentes del derecho, el principio democrático para la creación de las
leyes, los derechos humanos, etcétera.
Este núcleo, que es su deber ser, determina la normatividad de la
democracia, que depende de una racionalidad propia que, como señala
Sartori (1988, p. 27), abreva del sentido etimológico y
ontológicamente abierto, plural e inclusivo del demos que gobierna por
y para sí, que determina la ratio de los diferentes aspectos del sistema
democrático ―que reseñé de forma enunciativa en el parágrafo
anterior― como garantía de la dignidad humana (Häberle, 2018, p.
183) o, más precisamente, como garantía de la autonomía relacional
del ciudadano democrático entendida como la capacidad de
autonormarse en su vida en relación (Blanca Rodríguez, 2019, p. 133)
y que lo distingue de la racionalidad imperante en otros sistemas como,
por ejemplo, en los Estados totalitarios.
La pluralidad del demos, que es una de las matrices de la
democracia, supone la variedad de carácter de los seres humanos con
independencia de su etnia u origen y la posibilidad de expandirse o
manifestarse en diversas direcciones, incluso antagónicas. La apertura
y la inclusión del demos plural en el cratos, que es la otra matriz
democrática, exige el reconocimiento de derechos a todos los
individuos aun en la diferencia ―en el sentido liberal de la
democracia― que permite su participación directa o indirecta en la
adopción de las decisiones sobre los asuntos públicos ―en el sentido
republicano de la democracia―, lo que exige un procesamiento
dinámico del consenso entre los diferentes sobre la base del principio
de discusión, tempranamente planteado por John Stuart Mill (1964, pp.
6569), discusión que debe darse en el proceso deliberativo racional
previo a toda decisión legislativa, como señala Sartori (1988, p. 124),
pero con un necesario reflejo en la decisión en sí, como se desprende
con luminosidad del principio discursivo de Jürgen Habermas (2010):
«válidas son aquellas normas [solo aquellas] a las que todos los que
puedan verse afectados por ellas pudiesen presentar su asentimiento
como partícipes de discursos racionales» (p. 172).
La deliberación apunta al consenso y no a la unanimidad ―¿o
quizás sí, en un sentido ideal?―, y por supuesto que no supone la
negación de las mayorías como cnica para adoptar decisiones
jurídicas en los Poderes representativos propios de un Estado con un
sistema de gobierno democrático. La virtud de la deliberación es
epistémica (Nino, 1997, pp. 180-182) en tanto evita que el principio
de las mayorías opere de forma absoluta o avasallante, pues de ser así
se excluiría a las minorías, habría un demos y un no demos, es decir,
una parte del pueblo se convertiría en no pueblo o, dicho de otro modo,
una parte del pueblo dejaría de participar con posibilidades de
incidencia en la decisión de los asuntos públicos, lo que sería
contrademocrático. La deliberación racional permite de un modo u otro
la inclusión de todos ―mayorías y minorías― y apunta, en específico,
a la inclusión de la perspectiva de las minorías aun en la decisión sobre
un asunto público finalmente adoptada por la técnica de la mayoría, lo
que sistematiza con la idea del autogobierno o gobierno desde y para
el pueblo ínsita en la democracia.
Esa normatividad ínsita en lo democrático no es meramente ética
o política, sino que es jurídica para los Estados que en sus
Constituciones se definen como democráticos, desde su frontispicio
hasta su diseño, lo que en el caso de los Estados parte del Consejo de
Europa y signatarios del Convenio ―lo mismo puede decirse en el caso
de los Estados del sistema interamericano de derechos humanos― es
a su vez positivizado e impuesto por normas de derecho internacional
de origen convencional como el Estatuto y el Convenio Europeo, en
tanto ―como se analizó en el apartado 4.1― obligan a los Estados a
ser democráticos y a actuar en forma democrática. De hecho, la
pluralidad y la inclusión que conforman el deber ser de la racionalidad
democrática están expresamente positivizados en los artículos 6 y 8 al
11 del CEDH, al colocar en escena la relación entre mayorías y
minorías, su impacto en el proceso legislativo y en la calidad
democrática de las normas estatales, la contemplación de la pluralidad
y la búsqueda de la acomodación mutua entre grupos sociales.
Sintéticamente entonces, al haber sido positivizados los principios
ético políticos ínsitos en el concepto de democracia, se han convertido
en principios jurídicos vinculantes para todos los titulares de funciones
normativas dentro del sistema y son, siguiendo en cierta forma la
perspectiva iuspositivista que postula Ferrajoli (2012, pp. 23, 24),
fuente de legitimación y, sobre todo, de deslegitimación, interna o
jurídica para tales actores y su accionar dentro del sistema.
4.3 Operatividad de la racionalidad democrática como
condición normativa
Dicho lo expuesto, veamos si el TEDH efectivamente ponderó la
actuación del Estado francés a partir de los cánones de la racionalidad
democrática ―con el sentido normativo que he preconizado― en la
resolución de los casos en los que aplicó la Ley n.o 2004-228 como
condición normativa para la aplicación del criterio del margen de
apreciación nacional por el cual dispensó a Francia del control
jurisdiccional en los asuntos referidos.
A los solos efectos didácticos y para seguir un orden en el análisis,
plantearé cómo opera la racionalidad democrática como condición
normativa, y cómo debió operar su ponderación por el Tribunal en los
casos referidos, desde tres dimensiones íntimamente ligadas:
sustancial, procedimental y jurisdiccional.
Comencemos por la dimensión sustancial.
Asumiendo el riesgo de la torpeza de las síntesis, puede decirse
que el Tribunal razonó del siguiente modo para conceder el margen de
apreciación nacional: las decisiones de las instituciones educativas,
confirmadas por el Consejo de Estado francés, tuvieron apariencia de
buen derecho, pues el acto de expulsión de los estudiantes se adop
por aplicación de la Ley n.o 2004-228, en tanto consecuencia jurídica
de la violación a una prohibición expresa preceptuada en la Ley,
prohibición que, si bien limita el derecho fundamental a la libre
manifestación de la religión, lo hace al amparo del artículo 9.2 del
Convenio a partir de un valor ínsito en la moral pública francesa
―respetando la expresión que utiliza el Convenio, aunque quizás sería
mejor hablar de valor ínsito en la cultura francesa― como el de
laicidad, positivizado en el artículo 1 de su Constitución.
Si se desmenuza este razonamiento, puede decirse que la
inhibición jurisdiccional a la que recurre el Tribunal encierra una cesión
del espacio de aplicación de esta norma convencional ―el artículo 9 del
CEDH― en favor de la aplicación de una norma considerada de
consenso nacional en Francia la norma constitucional que positiviza
el valor laicidad―, de la que la Ley n.o 2004-228 es un desarrollo.
A partir de lo expuesto, y si aceptamos que la inhibición
jurisdiccional que implica la deferencia del margen de apreciación
nacional es admisible solo si el Estado constitucional de derecho
enjuiciado operó con racionalidad democrática en ese caso, cabe
interrogarse sobre cuál es el sentido del consenso en una democracia
―lo que ya adelanté en el apartado 4.2―, su traslado al contenido de
una norma constitucional de textura abierta como es el artículo 1 de la
Constitución francesa ―que consagra el carácter laico de la República
como valor o concepto normativo indeterminado― y a la legislación
que la concreta, y cómo puede impactar en los derechos de las
minorías en Estado multicultural como el francés.
La forma en la que normalmente se entiende el consenso en
democracia es la que Konrad Hesse (2012, p. 134) llama «democracia
identitaria», en tanto noción que supone una unidad política en la cual
existe un común denominador que es querido por todos, que determina
una situación de valores estáticos aceptados por todos y sobre los
cuales no hay conflictos.
Al seguir este razonamiento, como advierte John Hart Ely (1997),
estos valores en principio ampliamente compartidos por la sociedad
son los que entonces debieran dar contenido a las disposiciones
abiertas de la Constitución. Ello, a su vez, dispara fórmulas legislativas
de desarrollo de tales normas constitucionales abiertas basadas en
valores que se suponen consensuados, que son amplias, genéricas y
equidistantes para todos los individuos por igual, en tanto su base son
esos valores de aceptación pacífica.
Ahora bien, en todos los Estados, pero muy en particular en
aquellos en los que hay una cultura social mayoritaria que coexiste con
diferentes minorías culturales ―en referencia particular a las étnicas,
sean originarias o inmigrantes―, como ocurre en Francia, cabe
cuestionarse si el Estado ocupa, o se puede entender que ocupa, una
posición de equidistante neutralidad respecto de todas las expresiones
culturales que coexisten en la sociedad civil, sean mayoritarias o
minoritarias y, acto seguido, cuál sería una noción de consenso
aceptable de acuerdo a los cánones de la racionalidad democrática.
Will Kymlicka (1996a) despeja la primera cuestión al señalar que
en los Estados con democracias liberales no existe la neutralidad, pues
estos nacen y se construyen sobre la base inicial de una nación con
determinados elementos culturales comunes que conforma una cultura
social dominante, a partir de la que se establece una lengua principal
que luego será la oficial, se desarrolla su sistema educativo, sus
instituciones y su sistema jurídico, e incluso una posición ante la
religión, todo lo cual es permeado por los códigos de la cultura
dominante.
Por esta razón, siguiendo a Iris Marion Young (2000, pp. 43, 44),
si bien el modelo de democracia deliberativa tiende a asumir que la
deliberación en el proceso de producción de las leyes es neutral
culturalmente y universal, en realidad en todos los procesos de
discusión política hay sesgos y exclusiones que tornan ilusorio el
consenso igualitario entre personas. Este sesgo deriva del modo de
deliberación que se considera más aceptable y será más exitoso en la
discusión política, que no es otro que el que responde a los códigos de
esta cultura social común sobre la que se erigió el Estado y que es la
dominante.
Señala Young (2000, p. 48) como una de las características
salientes del discurso dominante que se trata de discursos en los cuales
se busca afirmar una posición a partir de principios que se invocan
como de aplicación general a toda instancia particular. La noción de
bien común, interés general o unidad que se utiliza como base para la
construcción del discurso particular está dominada por el sesgo cultural
de quienes lideran la deliberación en el Estado. Esto implica que la idea
del bien común utilizada como marco axiológico para la justificación
discursiva de una norma no es en realidad una idea consensuada ―al
menos no en principio―, sino la que entiende sesgadamente la cultura
dominante en la sociedad.
Por lo dicho, toda construcción institucional y normativa del Estado
está permeada por los valores de la cultura dominante en la sociedad.
No existe la neutralidad, lo que no implica una valoración negativa en
sí, sino la constatación de un dato trascendente.
Veamos el caso de la Ley francesa n.o 2004-228, cuya aparente
neutralidad fue apañada por la referida jurisprudencia del TEDH como
una razón para autolimitarse en el ejercicio de su poder jurisdiccional.
Esta Ley se asienta sobre una realidad: Francia es un Estado laico,
según el artículo 1 de su Constitución, y secular, desde la Ley del 9 de
diciembre de 1905. Ambos aspectos hunden sus raíces en la revolución
francesa. A su vez, tomando los datos del Informe anual de 2020 sobre
de libertad religiosa internacional del Departamento de Estado de
Estados Unidos (2021), surge a grandes rasgos, que la población del
Estado francés tiene una mayoría de católicos ―en torno al 50 %―,
luego hay un amplio porcentaje de no religiosos ―en torno al 34 %―
y finalmente existen varias minorías religiosas ligadas, en gran medida,
a la población inmigrante, entre las cuales, la musulmana ―con un
3 %― es de las mayores.
La pretendida neutralidad de la Ley francesa se asienta en que la
interdicción de la manifestación ostensible de la religión a través de los
símbolos o vestimentas es común para todas las religiones. Sin
embargo, tal formulación no es neutral y plasma una opción normativa
del Estado que a su vez refleja lo que podemos captar con facilidad
como el sentir de la cultura mayor o dominante en Francia, a partir de
lo que sencillamente se expuso en el parágrafo anterior.
En primer lugar, la formulación legal parte del valor laicidad de
raíz constitucional, y la laicidad, cualquiera sea su conceptualización,
contiene un distanciamiento especial frente a lo religioso, pues
pensemos que no es en necesaria para la secularización del Estado
ni para asegurar el tratamiento equitativo de las religiones, pero sí es
bastante el reconocimiento de la libertad religiosa y la no declaración
de una religión oficial estatal. La laicidad en no es por tanto una
opción neutral si se considera que la religiosidad es un dato social e
histórico en la humanidad. La laicidad como fórmula de neutralidad no
es tal, lo cual, si bien no es negativo en propio, invalida todo
razonamiento construido a partir de dicha premisa no verdadera.
En segundo lugar, tampoco hay neutralidad en la fórmula legal.
La interdicción se refiere exclusivamente a un carácter propio de un
signo o vestimenta religiosa: aquel que manifieste su profesión
ostensible. La interdicción no se justifica en un valor externo como la
salud o la seguridad personal cuya afectación pudiera obrar como razón
de un límite temporario a la expresión religiosa. Por ejemplo,
imaginemos la siguiente regla hipotética: por razones de salud e
higiene en las clases de gimnasia no se podrá utilizar ninguna
vestimenta o accesorio que cubra la cabeza.
La norma prohíbe un tipo determinado de símbolo o vestimenta
religiosa personal, basada en el criterio de lo ostensible y en ese criterio
no hay neutralidad, sino que hay una opción determinada por los
valores de la cultura dominante en la sociedad francesa. En este
sentido, véase que lo ostensible en la simbología y la vestimenta no es
una característica de la religión católica mayoritaria en Francia, pero
de la religión musulmana, hindú, sij o judía, que son las minoritarias.
La prohibición tiene un claro sesgo y un objeto focalizado de afectación,
que no es neutral ni equidistante.
Además, hay un sesgo incluso más sutil asociado a lo laico: la
característica no ostensible de la manifestación religiosa personal
resulta el modo natural en el que los laicos toleran el fenómeno
religioso, en tanto es la forma en la que lo religioso menos se expresa
hacia el exterior.
No hay neutralidad en el valor laicidad y no hay neutralidad en la
Ley de 2004, como no la hay en ninguna construcción normativa del
Estado. Ahora bien, como ya despuntamos, esto no debe valorarse
necesariamente de modo negativo, pues es lo natural en la
construcción de cualquier Estado, sobre la base inicial de una nación
con determinados elementos culturales comunes ―como bien analiza
Kymlicka (1996a)―, sino que lo contrademocrático, o lo contrario a la
racionalidad democrática, es que el sentido dado a los valores o
conceptos jurídicos indeterminados consagrados en normas de textura
abierta de la Constitución, desde la perspectiva de la cultura
mayoritaria recogida en las leyes que los desarrollan, legitime y
justifique la afectación del contenido esencial de los derechos de una
minoría y, lo que es más cuestionable, que a partir de ello se excluya
a sus integrantes ―normalmente niñas, niños y adolescentes― del
acceso a un servicio estatal tan relevante como la educación, con el
mediato impacto que ello puede tener en su futura participación en la
decisión de los asuntos públicos como ciudadanos democráticos del
Estado en el que residen, considerando a la ciudadanía no solo el
sentido estatutario formal clásico, sino además sustantivo participativo
(Blanca Rodríguez, 2018, pp. 3 - 15).
Un Estado democrático, y que por lo tanto funciona conforme a
los cánones de deber ser que impone la racionalidad democrática en el
sentido normativo reseñado, no supone negar la existencia de una
cultura social común sobre la que se erigió ese Estado ni que esta sea
hoy la mayoritaria o dominante, sino que supone que esta racionalidad
coexista con las minoritarias, en el sentido del reconocimiento mutuo
y de la comprensión (Hesse, 2012, pp. 134-137), pues una no puede
prevalecer sobre la otra en tanto implique una imposición tal que
horade el contenido esencial de un derecho fundamental y, sobre todo,
excluya a la persona del acceso a los servicios estatales, y
eventualmente de los procesos de participación política, por el solo
ejercicio de un derecho de forma acorde al grupo cultural al que
pertenece.
Siguiendo de cerca a Kymlicka (1996a), puede decirse que la
ficción de la igualdad en democracia radica en que las personas
integrantes de los grupos culturales minoritarios puedan tomar
decisiones libres, relevantes en el marco de su propia cultura, aun
cuando no sea la cultura social mayor, o en un Estado y tengan igual
trascendencia y relevancia jurídica e institucional que aquellas que
tome un miembro de la cultura social mayor del Estado, y se evite así
una lógica de dominación entre culturas.
En todo Estado democrático, señala Michael Walzer (2001), al
igual que lo hicieron a lo largo de la historia los integrantes de la cultura
social mayoritaria que conformaron la nación que luego gestó el
Estado, las minorías étnicas y religiosas tienen derecho a reproducirse
culturalmente, es decir, a transmitir sus valores culturales de
generación en generación, sin que ello suponga la negación del sistema
democrático en ni de la calidad de ciudadanos del sistema
democrático de sus integrantes.
Salvo en el caso de las comunidades minoritarias iliberales o
totalizantes, cuyos integrantes tienen una lealtad absoluta al grupo y
niegan el sistema democrático estatal, la clave del acomodamiento
está en que, por un lado, las comunidades minoritarias estén
dispuestas a aceptar las lealtades divididas de sus miembros y en que,
por el otro, la cultura social mayoritaria esté dispuesta a tolerar y
aceptar a las personas con una conexión distinta con sus vidas derivada
de una concepción cosmogónica diferente, sea por elección o porque
han heredado sus vidas en vez de haberlas escogido o porque sus vidas
están determinadas por el colectivo al que pertenecen ―¿y quiénes
no?―21.
La acomodación mutua entre culturas ―y no la asimilación de la
cultura minoritaria por la mayoritaria―, en los términos que analiza
Frank Lovett (2010, p. 258), exige un acuerdo sobre principios
fundamentales, como entienden Kymlicka (1996b, pp. 227, 231)
―desde una perspectiva liberal de la democracia― y Walzer (2001)
―de modo más escéptico desde su perspectiva comunitarista―, que
reflejen lo que llamamos racionalidad democrática, es decir, la
aceptación de la pluralidad ínsita en la aceptación del otro que es
diferente y la posibilidad de participación de todas las personas
integrantes de la sociedad en los asuntos públicos, en clave de
ciudadanía democrática, sea que integren la cultura mayoritaria o una
minoría cultural, sea en los asuntos del Estado democrático o en los
asuntos de su propia comunidad minoritaria.
Finalmente, cabe reparar en que, dado el sentido normativo y
prescriptivo que tiene adjetivar con carácter democrático un Estado,
los valores y conceptos normativos abiertos o indeterminados anclados
en la Constitución de ese Estado democrático solo pueden concebirse
y desarrollarse con un sentido de consenso adecuado a la racionalidad
democrática, en los términos analizados.
El sentido del consenso adecuado a la racionalidad democrática no
refiere a unanimidades ―como señalé en el apartado 4.2―, sino a que
solo pueden considerarse de consenso aquellos valores o conceptos
normativos que admiten una concepción centrada en la pluralidad y la
inclusión ínsitas en lo democrático, y cuyo desarrollo― legal,
jurisprudencial o de otra índole― permita establecer una
infraestructura de condiciones que posibilite a las todas personas, sea
que pertenezcan a la cultura mayoritaria o a culturas minoritarias,
adquirir las condiciones necesarias para ejercer la capacidad de
autonormarse en su vida en relación dentro de un Estado democrático
―me refiero al concepto habermasiano de autonomía relacional que
plantea Blanca Rodríguez― y participar así con vocación de incidir y en
posiciones iguales, según las formas admitidas por el Estado, en los
procesos de formación de las decisiones, primero políticas y luego
jurídicas, sobre los asuntos públicos.
No tendrá un sentido de consenso, adecuado a la racionalidad
democrática, aquel desarrollo ―legislativo o jurisprudencial― de
valores o conceptos normativos anclados en la Constitución desde el
sesgo o la perspectiva de la mayoría, cuando esta sea centrífuga de las
minorías. No puede entonces identificarse lo consensual con el sentir
dominante de la cultura social mayoritaria sobre un valor o concepto
normativo previsto en una norma abierta de la Constitución si excluye
a las minorías, aun cuando este sentir hubiese sido adoptado por una
mayoría legislativa con legitimidad democrática en una ley. No será un
problema de legitimidad democrática de la mayoría legislativa que
aprobó la ley, ni por transitiva de la propia ley, sino un déficit de
racionalidad democrática de la ley, concepto que es normativo e
ingresa a los sistemas jurídicos desde el derecho internacional de los
derechos humanos y las Constituciones de los Estados democráticos, y
que oficia perfectamente como baremo para la apreciación de la validez
de una norma en los Estados con dicha genética.
La dimensión democrática sustancial que desarrollamos tiene su
correlato en el grado de participación de las minorías en los procesos
legislativos, es decir, en los procesos en los cuales se adoptan
decisiones de carácter legislativo sobre asuntos públicos, cuestión
relevante en los casos objeto de este estudio. Ingresamos entonces en
la dimensión procedimental de la racionalidad democrática.
En este sentido, la construcción de la unidad parlamentaria por
efecto del principio de la mayoría ―como técnica jurídica para la
adopción de una decisión en los órganos plurales― ciertamente solo se
legitima desde el punto de vista de la mayoría (Hesse, 2012, p. 138).
Si bien desde la perspectiva de la igualdad democrática la mayoría
decisoria no necesita de aceptación real o presunta de aquellos que
disienten, reflexiona con acierto Hesse, desde la perspectiva de la
minoría será un modo de decisión aceptable, en un sistema
democrático, cuando exista la posibilidad de relaciones de mayoría
cambiantes, de modo que quienes están sometidos a las decisiones
tengan a su vez una posibilidad real e igual de lograr la mayoría en un
supuesto posterior.
Por lo tanto, el principio de mayorías, como criterio de
construcción de la voluntad del Parlamento de un Estado democrático,
se debe comprender en una lógica deliberativa adecuada a la
racionalidad democrática (Fleitas de León, 2021).
Sartori (1988, pp. 57, 58) analiza la cuestión desde el sentido
etimológico de democracia. Si democracia es ‘gobierno del y para el
pueblo’, el principio de mayorías no puede entenderse de forma
absoluta, pues se excluiría a la minoría, habría un demos y un no
demos, es decir, una parte del pueblo se convertiría en no pueblo. Dado
que el pueblo comprende un global conformado entre mayorías y
minorías, el Parlamento democrático se rige por el principio de
mayorías limitadas, por el cual en los órganos parlamentarios, si bien
la voluntad jurídicamente se conforma por la mayoría, esto no supone
excluir a la minoría, sino que su derecho queda también resguardado.
No solo se trata del resguardo del derecho de la minoría a
manifestarse, sino además de la protección de la posibilidad de que su
opinión expresada en un discurso racional pueda convertirse en la de
la mayoría, en virtud del procedimiento deliberativo de intercambio de
argumentos racionales con un fin de persuasión recíproca, en los
términos antes expuestos.
La dinámica en la conformación de las mayorías, más allá del
momento electoral, es lo que le da a la democracia su racionalidad
plural, autodirigida y autolegislada, y este movimiento ocurre por
virtud de la deliberación que permite, en principio22, desacralizar las
mayorías formadas en la elección.
Ahora bien, esta adecuación entre el principio de mayorías y la
racionalidad democrática es de difícil logro y, como expresa Ely (1997,
p. 90), las legislaturas son imperfectamente democráticas, pues si bien
las minorías existentes en los parlamentos pueden estar en condiciones
de obstaculizar una legislación cuando su aprobación requiere
mayorías especiales, difícilmente estén en condiciones de hacer
aprobar una posición que enfrente a la mayoritaria y, si lo logran,
deberán enfrentarse además a la posibilidad del veto parcial o total del
proyecto de ley aprobado, por parte del poder ejecutivo o gobierno,
según las características de cada sistema.
Los grupos étnicos minoritarios, y en especial los de inmigrantes,
tienen un acceso muy limitado a los cargos políticos electivos. En el
caso francés esto resulta claro por una doble dimensión. Por un lado,
quienes tienen la calidad de electores son únicamente los nacionales
franceses, como determina el artículo 3 inciso 4 de la Constitución. El
extranjero queda excluido, salvo si adquiere la nacionalidad por
intermedio del procedimiento voluntario de naturalización previsto en
la legislación23, previo cumplimiento de un exigente proceso de
adhesión a la cultura francesa, que no busca la acomodación mutua
―en los términos analizados―, sino una asimilación unilateral. Por otro
lado, solo pueden ser electas como senadores y diputados en la
Asamblea Nacional las personas que al momento de la elección
cumplan la condición de ser electores, es decir, las nacionales, de
acuerdo a lo dispuesto por la Ley Orgánica n.o 2011-410 del 14 de abril
de 2011.
Esto hace que los grupos culturales inmigrantes sean lo que Ely
(1997, p. 184) llama «minorías discretas e insulares». La insularidad
radica en que, aun cuando logren alcanzar en algún caso cargos
políticos electivos, en principio no lograrán alcanzar el control político
del Parlamento ―por o juntando suficientes aliados― para incidir o
aprobar una legislación que derrote a la mayoría y a las perspectivas
de la mayoría, con los prejuicios y estereotipos propios la cultura social
mayoritaria.
Así, entonces, continúa Ely (1997, pp. 188-193), la legislación
tiende a desarrollarse sobre la base de estereotipos, lo que no es algo
negativo en sí, sino un dato trascendente para el análisis. Los
estereotipos suponen generalizaciones y prejuicios ―no en un sentido
negativo, sino de idea, creencia o sentimiento previo a un juicio sobre
algo, que lo condiciona24 que provienen de las personas que forman
parte de la mayoría ―que a su vez refleja la cultural social
predominante― y están naturalmente sesgadas por su perspectiva.
Dichas generalizaciones ínsitas en los estereotipos tienden a estar
sesgadas por las perspectivas de la cultura mayoritaria, cuyos
integrantes son quienes acceden a los cargos electivos, y ello se
traslada a las decisiones políticas. Entonces, las categorías legislativas
pueden quedar bajo una razonable sospecha en cuanto a su contenido,
en función de esa natural construcción estereotípica, en particular
cuando concretan un concepto normativo indeterminado anclado en la
Constitución y con un sentido que restringe el ejercicio de derechos.
Por lo ya expuesto, el precepto prohibitivo contenido en la Ley n.o
2004-228 que recae sobre símbolos o vestimentas que manifiesten
ostensiblemente la religión parece partir de un estereotipo ascético
―consciente o inconsciente― sobre el modo en que se considera
aceptable la manifestación personal de la religiosidad en la perspectiva
de las personas católicas y de quienes manifiestan no tener religión,
que conforman la cultura mayoritaria en la sociedad francesa ―ya que
sumadas ascienden a un entorno del 84 %, como detallamos antes―,
lo que a su vez guarda una estrecha correlación con la conformación
de la Asamblea Nacional y las mayorías legislativas que allí se puedan
lograr.
Legislar sobre la base de estereotipos es natural. expresa Ely
(1997), ahora bien, lo que resulta problemático es que a partir de
esta legislación se eyecte a las minorías culturales de la estructura
pública estatal.
Entonces, mientras se procura una mayor democratización de los
parlamentos, que permita ampliar su espectro de representatividad
―con la mejora de los sistemas electorales, la aplicación de los
mecanismos de cuotas, la apertura y desbloqueo de las listas de
candidatos, etcétera―, y para mitigar el riesgo de una dispensa
centrífuga de la minorías, un Estado democrático que funciona con una
racionalidad acorde a debe dispensar una protección especial a la
minorías a partir de la Constitución ―en su interpretación, concreción
y aplicación, aunque siempre partiendo del dato normativo― en
especial en cuanto a las posibilidades de participación en los procesos
de formación de la voluntad política de las leyes, es decir, en la
deliberación.
Sea cual fuere la relación de poderes en un Estado democrático y
la posición de los órganos jurisdiccionales en ella, hay alguien dentro
de este que debe ser la garantía de protección de las minorías en
democracia. Esa garantía de protección no le puede caber a los
legisladores, por las razones señaladas, y siguiendo la tesis de Ely
(1997, pp. 91, 203), sino que les cabe a los órganos jurisdiccionales
independientes y competentes de cada país.
Existe entonces un deber normativo dado por la racionalidad que
deriva del sistema democrático positivizado, para los órganos
jurisdiccionales de un Estado constitucional de derecho y democrático,
en los casos en los que pueden estar en juego los derechos de las
minorías ―normalmente en el ámbito del control de constitucionalidad
de las leyes, de los recursos de amparo y de los procesos contencioso
administrativos―, cuestión que nos deposita en la siguiente dimensión
de la condición normativa democrática, que es la jurisdiccional.
Que a los órganos jurisdiccionales nacionales les corresponde la
garantía de protección especial de las minorías parece obvio. Ahora
bien, lo que no resulta tan obvio es cuál debe ser la posición de los
tribunales que, de acuerdo a la distribución de competencias en el
Estado, tengan jurisdicción para entender en el caso de una violación
a un derecho fundamental alegada por una persona que pertenezca a
una minoría cultural, por una decisión estatal adoptada al amparo de
las normas legales y constitucionales que reflejan valores de la cultura
mayoritaria.
Se debe descartar de plano la idea de que los tribunales son, por
su carácter de elite no democrática, los que están en mejor posición
que los parlamentos para descubrir y determinar cuáles son los valores
de la cultura mayoritaria que dotan de un sentido y concretan las
normas constitucionales abiertas o los conceptos jurídicos
indeterminados. Se trataría de una idea contrademocrática.
También debe descartarse la idea de que el rol de los tribunales
deba ser limitarse a constatar que la decisión acusada se ajusta a una
ley aprobada por procedimientos constitucionales y, a su vez, la ley a
una norma constitucional que refleje los valores mayormente
aceptados en la cultura de un país, pues se los colocaría en igual
posición que el legislador, nominalizando su responsabilidad tuitiva
respecto de los derechos de las minorías pautados por la normatividad
de la racionalidad democrática.
La respuesta sobre cuál debe ser la posición de los tribunales parte
de lo que no deben hacer. Así lo expresa con brillantez Ely (1997): «no
tiene sentido utilizar los juicios de valor de la mayoría como medio para
proteger a las minorías de los juicios de valor de la mayoría» (p. 92).
La posición democrática de los tribunales debe ser
contramayoritaria por definición, para proteger a las minorías del
eventual ejercicio excedido de la voluntad mayoritaria. Ello significa
que los tribunales nacionales deben transitar el procedimiento
legislativo por el cual se dictó la ley en la que se ampara la decisión
administrativa y el procedimiento en el cual se dictó el acto
administrativo, no para cuestionarlos políticamente, sino para verificar
el ajuste de su tracto a la racionalidad democrática que es parte de la
normatividad constitucional, en los términos señalados. No se trata,
por ejemplo, de que los órganos jurisdiccionales a cargo del control de
constitucionalidad de una ley, sustituyan la opción política que adopten
los Poderes cuyos integrantes tienen legitimidad democrática, lo que
jaquearía la incuestionable autolimitación democrática de los
tribunales, sino de verificar la racionalidad democrática del proceso de
decisión legislativa con un enfoque protector hacia las minorías
eventualmente avasalladas por esa legislación, hacia su inclusión y su
participación, (Fleitas de León, 2021, p. 128).
La dimensión jurisdiccional cierra así el círculo tridimensional de
la condición democrática, basada en la racionalidad democrática, que
debe ser testeada por las cortes y tribunales multilaterales de los
sistemas internacionales de derechos humanos ―universales o
regionales―, antes de otorgar la deferencia del margen de apreciación
nacional ―si es que admiten el criterio― hacia un Estado en el marco
del control de convencionalidad.
Las cortes o tribunales internacionales de derechos humanos
deben ponderar si el Estado enjuiciado actuó con racionalidad
democrática en la resolución interna del caso enjuiciado, aun cuando
ello haya implicado la movilización de sus funciones legislativa,
administrativa y jurisdiccional. Las cortes y tribunales internacionales
son la última línea de defensa a la que pueden recurrir las personas en
general para la tutela de sus derechos, pero muy en particular las que
pertenecen a colectivos minoritarios en un Estado multicultural.
La relevancia de las cortes o tribunales internacionales o
multilaterales de derechos humanos es particularmente destacable
respecto de los Estados multiculturales como el francés, señala
Kymlicka (1996b, pp. 232, 233), dado que en ellos son latentes los
conflictos entre las cosmogonías de las minorías culturales y de las
mayorías, con su trascendencia en el modo de diseñar, interpretar,
concretar y aplicar las normas; y además, porque los tribunales
nacionales o federales pueden tender ―según el método de su
integración― a reflejar en su composición a la mayoría nacional y, así,
al sesgo de esa mayoría.25
Así las cosas, no es suficiente para satisfacer la condición
normativa democrática del margen de apreciación nacional, que el
tribunal o corte internacional que admita este criterio se limite a
constatar lineal y formalmente que una decisión que afecta derechos
fundamentales de las minorías sea la simple ejecución de una ley
aprobada conforme a los procedimientos constitucionales y al amparo
de una norma constitucional de textura abierta cuyo valor o concepto
jurídico indeterminado concreta, sin ingresar en el análisis de todas las
dimensiones involucradas en el deber normativo de actuación
adecuado a la racionalidad democrática que le cabe al Estado
democrático.
Sin embargo, esta ponderación ―formal y lineal― le bastó al TEDH
para aplicar el criterio del margen de apreciación nacional en los casos
planteados contra Francia por la expulsión de los centros educativos
de estudiantes de religión islamita y sij, por la aplicación de la Ley n.o
2008-224. El Tribunal aplicó el criterio del margen de apreciación
nacional a favor de Francia, sin verificar una de sus condiciones
normativas: la racionalidad democrática en la actuación del Estado
francés.
Admitido que la racionalidad democrática es una condición
normativa para la aplicación del criterio del margen de apreciación
nacional por el TEDH, lo que resta definir ―y quedará inconcluso― es
qué ocurre desde el punto de vista jurídico si el Tribunal lo aplica sin
verificar esta condición: si se trata de un problema de admisibilidad del
criterio o de validez de la sentencia que lo aplica o de un ámbito aún
librado a la plena discrecionalidad del Tribunal dada la construcción
jurisprudencial del criterio.
5. Conclusiones y precisiones
Al inicio del trabajo mencionaba que el criterio del margen de
apreciación nacional pone sobre el tapete el clivaje entre la protección
convencional multilateral de los derechos humanos y el reclamo de
espacios de soberanía por los Estados como residuo del viejo
paradigma de soberanía irrestricta estatal, pero también, como una
consecuencia de la pluralidad en el sentido de heterogeneidad cultural
y normativa de los Estados signatarios del CEDH, discusión que es
trasladable a todos los sistemas multilaterales de protección de
derechos humanos, regionales o universales.
Además del propio Tribunal en su jurisprudencia, el Estado que ha
impulsado este criterio en el sistema europeo de protección de
derechos humanos ha sido el Reino Unido, un país históricamente
reticente respecto del sistema convencional ―ver nota n.o 15 al final
del texto―, lo que posa alguna nube sobre la última ratio de este
artificio.
Sin negar su sentido en el marco del clivaje referido, es claro que
la receptividad del criterio y su aplicación por parte del Tribunal exige
celo extremo, pues, como he explicado a lo largo del texto, este no
puede operar como un mecanismo que horade el estándar
convencional de protección de derechos.
El atributo democrático de los Estados ―junto con el carácter de
Estado de derecho―, como presupuesto normativo a partir del cual se
asienta y desarrolla el sistema europeo de derechos humanos, no es
un factor extraño a la jurisprudencia del Tribunal, cuestión que se
manifiesta con particular claridad a partir de la sentencia del 7 de
diciembre 1976, en el asunto Handyside c. Reino Unido, sin perjuicio
de algún otro antecedente.
Más aún, dentro de la jurisprudencia reciente del TEDH, pueden
encontrarse referencias a la calidad democrática del proceso
parlamentario como elemento a valorar al momento de aplicar el
criterio del margen de apreciación nacional, a lo cual se refiere el
Tribunal en el caso Hirst c. Reino Unido26; a la necesidad del respeto
de las minorías, invocado en el caso S.A.S c. Francia27; y al
compromiso de recíprocas concesiones entre individuos y grupos de
individuos que implica la pluralidad en democracia, invocado en el caso
Leyla Sahin c. Turquía28.
En un estudio pormenorizado de la citada jurisprudencia reciente
del Tribunal, Alejandro Saiz Arnaiz (2018, p. 243) hace hincapié en que
parecería detectarse un novel criterio por el que el TEDH ha establecido
como medida para conceder el margen de apreciación nacional a los
Estados, la calidad del proceso democrático en el que se adoptó la
legislación tanto desde el punto de vista formal como sustancial. Si el
proceso que se ha seguido para la aprobación de una ley que limita
derechos reúne las características requeridas por el Tribunal, se
reforzaría la presunción de compatibilidad de la actividad del legislador
con el Convenio, ensanchándose las posibilidades de admisión del
margen de apreciación nacional.
Sin embargo, si bien tales fórmulas y giros aparecen en la
jurisprudencia del TEDH, cabe anotar que esta jurisprudencia es
coetánea con las sentencias de 2009 que dispensaron a Francia del
control de convencionalidad por los casos de expulsiones de
estudiantes de religión islamita y sij de las instituciones de enseñanza
en Francia por aplicación de la Ley n.o 2004-22829. En ellas, como se
analizó, lejos estuvo el Tribunal de hacer una ponderación en el sentido
desarrollado en este trabajo, tributario del innegable carácter
normativo del deber de actuar con racionalidad democrática por parte
de los Estados.
Pienso que el Tribunal ha expuesto criterios de corte democrático
en las sentencias en las que pondera el margen de apreciación a favor
del Estado enjuiciado, pues es lo que se espera de él, dada su razón
ontológica en el sistema y el anclaje convencional del criterio. Pero su
buceo en la racionalidad democrática como condición para la aplicación
del criterio, en su carácter normativo, en sus dimensiones y en
definitiva en su aplicación, parece aún superficial.
Incluso, y más allá de las atractivas fórmulas literales que ha
utilizado, el propio Tribunal ha revelado cómo hace esta ponderación.
Así lo expresó en el caso Defensores Internacionales de Animales c.
Reino Unido: «cuanto más convincentes sean las justificaciones
generales de la medida general, menos importancia otorgará el
Tribunal a su impacto en el caso particular»30. Tal afirmación está muy
alejada del análisis con el que el Tribunal debería abordar las
condiciones normativas que el sistema le impone para aplicar este
criterio sin poner en riesgo el estándar común de protección de
derechos humanos.
Si el sistema europeo multilateral y convencional de protección de
derechos humanos ―al igual que cualquier sistema universal o regional
de derechos humanos― establece normativamente que la condición
que da racionalidad, justifica, legitima y permite su funcionamiento es
el recíproco reconocimiento entre los Estados parte como Estados
constitucionales de derecho y democráticos ―pautando una
racionalidad jurídica acorde a tales atributos que prescribe un deber
ser normativo para los Estados―, la admisión de un criterio como el
del margen de apreciación nacional dentro del sistema, que permite un
espacio de discrecionalidad a favor del Estado en la concreción de los
derechos convenidos de acuerdo a su realidad interna, no puede
entenderse ni aplicarse al arcén de tales condiciones, sino que solo
podrá concebirse si, al igual que todos los elementos del sistema, se
justifican y legitiman en la racionalidad del propio sistema y, a su vez,
retroalimentan la legitimidad y racionalidad del sistema en sí. No es
admisible que el criterio del margen de apreciación nacional ―en tanto
construcción que forma parte del sistema― se aplique de un modo que
sea regresivo para el propio sistema del que forma parte y para su
racionalidad.
Toda corte o tribunal universal o regional de derechos humanos
que intente adoptar y aplicar el criterio del margen de apreciación
nacional debe salir de la cómoda posición de la fórmula general y
adoptar un análisis individualizado al caso concreto en los términos que
se intentó exponer. Pueden ser los derechos humanos de las minorías
los que estén en juego.
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Sentencia TEDH, 4 de diciembre de 2008. Caso Kervanci c. Francia.
Sentencia TEDH, 30 de junio de 2009. Caso Aktas c. Francia.
Sentencia TEDH, 30 de junio de 2009. Caso Jasvir Singh c. Francia.
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Internacionales de Animales c. Reino Unido.
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Del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
https://curia.europa.eu/jcms/jcms/Jo2_7045/es/
Sentencia TJUE, 15 de julio de 1964, Asunto Costa c. ENEL.
Sentencia TJUE, de 9 de marzo de 1978, Asunto Administración des
finances italiennes c. Simmenthal.
Sentencia del TJUE, 26 de febrero de 2013. Asunto Melloni (C-
399/11).
Sentencia del TJUE, 5 de abril de 2016. Asunto Aranyosi (C-404/15).
Notas:
1Por ejemplo, Corte IDH. Caso Ulloa vs. Costa Rica. Excepciones
Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 2 de julio
de 2004, párrafo 161. Caso Barretto Leiva vs. Venezuela. Fondo
Reparaciones y Costas. Sentencia de 17 de noviembre de 2009,
párrafo 90. Caso Castañeda Gutman vs. México. Excepciones
preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 6 de
agosto de 2008, párrafo 161. Opinión Consultiva OC-4/84 de 11 de
enero de 1984 solicitada por la República de Costa Rica por propuesta
de modificación de la Constitución política relacionada con la
naturalización, párrafos 58 y 62.
2Corte IDH. Caso Almoacid Arellano y otros vs. Chile. Excepciones
Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 26 de
septiembre de 2006
3Sentencia del TJUE, de 9 de marzo de 1978, Asunto Administration
des finances italiènnes c. Simmenthal.
4En este sentido, véase el desarrollo que hace Sagüés (2013, pp.
1015-1027).
5La Carta tiene la particularidad de establecer que cuando prevé
algún derecho consagrado también en el Convenio Europeo de
Derechos Humanos, su contenido mínimo será el aportado por este
último.
6A partir de lo dispuesto por el artículo 53 del Convenio, el contenido
de los derechos previstos en la Carta no puede ser interpretado en
una forma limitativa de los derechos y las libertades reconocidos por
el derecho de la Unión, el Convenio Europeo de Derechos Humanos,
el Derecho Internacional, los convenios internacionales de los que sea
parte la UE o los Estados miembros y las constituciones de los
Estados, en su respectivo ámbito de aplicación.
7Más allá de su valor jurídico como derecho primario, la Carta no
puede exceder ni ampliar las competencias de la UE dadas por los
tratados: artículo 6.1 TUE y artículo 52.1 de la Carta.
8Desde la sentencia del TJUE, 15 de julio de 1964, Asunto Costa c.
ENEL.
9Sentencia del TJUE, 5 de abril de 2016. Asunto Aranyosi (C-404/15).
En este caso, a diferencia del caso Melloni, el Tribunal reconoció al
Estado de la autoridad judicial ejecutora de la medida la posibilidad
de condicionar la entrega del condenado al Estado requirente, a que
este acreditase que las condiciones de reclusión eran adecuadas dada
la existencia de factores objetivos que podrían evidenciar un riesgo
de trato inhumano del condenado, lo que supuso el reconocimiento
de cierto espacio de valoración para uno de los Estados involucrados
al ejecutar la norma comunitaria.
10Sentencia del TJUE, 26 de febrero de 2013. Asunto Melloni (C-
399/11).
11Artículo 15.1 del CEDH: «En caso de guerra o de otro peligro
público que amenace la vida de la nación, cualquier Alta Parte
Contratante podrá tomar medidas que deroguen las obligaciones
previstas en el presente Convenio en la estricta medida en que lo
exija la situación, y a condición de que tales medidas no estén en
contradicción con las restantes obligaciones que dimanan del derecho
internacional».
12Sentencia TEDH, 10 de marzo de 1972. Caso De Wide, Ooms et
Versyp c. Bélgica.
13Sentencia TEDH, de 25 de enero de 1976. Caso Irlanda c. Reino
Unido.
14Sentencia TEDH, de 7 de diciembre de 1976. Caso Handyside c.
Reino Unido.
15Véase el esfuerzo del Reino Unido por normativizar dicho concepto,
junto al principio de subsidiariedad, a partir de una secuencia de
Sentencias en su contra dictadas desde el Asunto Hirst del 2004, al
intentar su incorporación al preámbulo del Convenio, a través del
Protocolo Nº 15 de 2013, aún no vigente.
16Sentencia TEDH, 29 de junio de 2004. Asunto Leyla Sahin c.
Turquía.
17Sentencia TEDH, 4 de diciembre de 2008. Asunto Dogru c. Francia.
18Sentencia TEDH, 4 de diciembre de 2008. Asunto Kervanci c.
Francia.
19Sentencia TEDH, 30 de junio de 2009. Asunto Aktas c. Francia.
20Sentencia TEDH, 30 de junio de 2009. Asunto Jasvir Singh c.
Francia.
21Señala Walzer (2001, p. 21) como uno de los argumentos centrales
a favor de la tolerancia de los grupos minoritarios, cimiento de lo que
se denomina «multiculturalismo», que los seres humanos
necesitamos el alimento y el apoyo de una comunidad cultural para
poder vivir dignamente.
22Sin olvidar cómo opera en el parlamentarismo racionalizado
francés, al igual que el presidencialismo atenuado uruguayo, el eje
gubernativo conformado entre el Poder Ejecutivo y las mayorías que
los sustentan en el Parlamento.
23Ley n.o 2011-672, 16 de junio de 2011.
24Ferrater Mora (2004, p. 2888).
25Kymlicka se refiere específicamente la problemática del
sometimiento de las decisiones producidas en el autogobierno de los
grupos minoritarios ―cita el caso de las tribus indígenas
norteamericanas― a tribunales federales ―como la Corte Suprema
de los Estados Unidos―, pero el análisis que expone es
evidentemente general.
26Sentencia TEDH, 6 de octubre de 2005. Asunto Hirst c. Reino Unido
(n.o 2)
27Sentencia TEDH, 1 de julio de 2014. Asunto S.A.S c. Francia. Este
caso versó sobre la prohibición del uso del velo en espacios públicos,
preceptuada por la Ley n.o 2010-1192, 11 de octubre de 2010,
concluyendo, igual que en los casos analizados, la no vulneración del
CEDH.
28Sentencia TEDH, 10 de noviembre de 2005. Asunto Leyla Sahin c.
Turkey, entre otras.
29Sentencias TEDH, 30 de junio de 2009. Asuntos Aktas c. Francia y
Jasvir Singh c. Francia.
30Sentencias TEDH, 22 de abril de 2013. Asunto Defensores
Internacionales de Animales c. Reino Unido, parágrafos 108, 109.
Nota de contribución autoral: La elaboración del artículo es obra
únicamente del autor.
Nota de aprobación del editor: El editor es el responsable de la
publicación del presente manuscrito.