DOI: 10.22187/rfde2021n52espa13
La Seguridad Social como Instrumento de Distribución del Ingreso Nacional
A Segurança Social como Instrumento de Distribuição da Renda Nacional
Social Security as an Instrument for Distribution of National Income
Matilde Colotta Sosa 1 .
Viviana López Dourado, 2
1 Aspirante a Profesora Adscripta en Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8513-7468 Contacto matilde.colotta@gmail.com
2 Profesora Asistente de Derecho de la Seguridad Social en la Facultad de Derecho de la Universidad Montevideo. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5069-4109 Contacto vlopez@dourado.com.uy
La Seguridad Social es un instituto esencial en la lucha contra la pobreza, la indigencia y la desigualdad, en la medida que cumple una finalidad de distribución del ingreso nacional.
El análisis en perspectiva histórica nos permite detectar que importantes logros en el combate de la desigualdad se alcanzaron cuando se verificó una expansión del Estado benefactor. Por el contrario, en épocas en las que el gasto social se contrajo, la desigualdad aumentó.
Una sociedad cohesionada, se logra mediante un sistema de Protección Social desarrollado, basado en los principios de solidaridad, suficiencia y universalidad.
Palabras clave: Seguridad Social. Protección Social. Pobreza. Indigencia. Desigualdad. Solidaridad. Suficiencia. Distribución.
A Segurança Social é um instituto essencial no combate à pobreza, indigência e desigualdade, na medida em que cumpre a finalidade de distribuição da renda nacional.
A análise em perspectiva histórica permite detectar que importantes conquistas no combate à desigualdade foram alcançadas quando houve expansão do Estado de bem-estar. Ao contrário, em tempos de contração do gasto social, a desigualdade aumentou.
Uma sociedade coesa é alcançada através de um sistema de Proteção Social desenvolvido, baseado nos princípios da solidariedade, suficiência e universalidade.
Palavras-chave: Segurança Social. Proteção social. Pobreza. Indigência. Desigualdade. Solidariedade. Suficiência. Distribuição.
Social Security is an essential institute in the fight against poverty, indigence and inequality, insofar as it fulfills the purpose of distributing national income.
The analysis in historical perspective allows us to detect that important achievements in the fight against inequality were reached when there was an expansion of the welfare state. On the contrary, in times when social spending contracted, inequality increased.
A cohesive society is achieved through a developed Social Protection system, based on the principles of solidarity, sufficiency and universality.
Keywords: Social Security. Social Protection. Poverty. Indigence. Inequality. Solidarity. Sufficiency. Distribution.
Recibido:30/06/2021
Aceptado:01/09/2021
Los Estados miembros de la Naciones Unidas aprobaron una resolución en la que reconocieron que el mayor desafío del mundo actual es la erradicación de la pobreza. Sin lograr este objetivo, no es posible un desarrollo sostenible (Naciones Unidas, 2015).
En el 2015, alrededor de 736 millones de personas aún vivían con menos de US$ 1,90 al día (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, 2015). Esta situación se agravó con el shock mundial provocado por la pandemia del covid-19. La disrupción generada por la pandemia ha provocado la pérdida de cinco años de avances hacia la erradicación de la pobreza laboral (OIT, 2021, p. 1).
La OIT da cuenta que con relación al 2019, el empleo total se redujo en 114 millones de trabajadores. El déficit mundial del empleo aumentó en 144 millones de puestos de trabajo en 2020, acentuando la escasez de oportunidades de empleo que ya existía antes de la pandemia. Esta realidad, que se vio encrudecida en América Latina y el Caribe, Europa y Asia Central, produjo una fuerte caída de los ingresos laborales y un aumento de la pobreza. Comparado con 2019, se estima que otros 108 millones de trabajadores son ahora extremada o moderadamente pobres, lo que significa que ellos y los miembros de sus familias tienen que vivir con menos de US$ 3,20 al día (OIT, 2021, p. 1 y 2).
Muchas son las causas de la pobreza y otras tantas las medidas que se han ensayado para combatirla. Pero hay una, que en los momentos históricos en los que se ha registrado menor desigualdad estuvo presente y demostró su valor, que es la Seguridad Social 1.
En el presente trabajo abordaremos la Seguridad Social como herramienta para combatir la pobreza y la desigualdad, como instrumento de distribución del ingreso nacional. También haremos referencia al desafío actual al que se enfrenta el país, en el marco de la inminente reforma del sistema de seguridad social. Se trata de un estudio que no pretende ser exhaustivo. Procura brindar un panorama del estado actual del tema, poniendo de manifiesto algunos puntos sobre los que es necesario profundizar para la búsqueda de soluciones.
Desigual es aquello que no es igual. Para precisar el concepto a los efectos de nuestro estudio, debemos distinguir entre desigualdad de oportunidades (concepto ex ante) y desigualdad de resultados (concepto ex post).
La igualdad de oportunidades se alcanza cuando, las circunstancias –los antecedentes de familia, por ejemplo–, no juegan ningún papel en el resultado (Atkinson, 2016, p. 26). Si algunas personas estudian una carrera universitaria, al menos parte de sus salarios más altos como profesionales se deben al esfuerzo personal. Pero si ingresan a la facultad mediante influencia familiar (por ejemplo, preferencia a hijos de alumnos egresados), existe desigualdad de oportunidades (Tawney, 1964, como se citó en Atkinson, 2016).
Anthony Atkinson (2016) hace notar que la igualdad de oportunidades es un concepto atractivo, pero no debe hacernos desatender la desigualdad de resultados (p. 26 y 27). Esto porque:
(i) A lo largo de su vida, los individuos pueden esforzarse, pero pueden tener mala suerte. En cualquier sociedad humana en la que una persona caiga en la pobreza, se le suministrará ayuda. Sería moralmente reprochable “condicionar la repartición de sopa a una inspección de si fue la circunstancia o el esfuerzo lo que condujo al resultado de que el individuo (…) esté en la fila de la sopa (Kanbur y Wagstaff, 2014, p. 5, como se citó en Atkinson, 2016)”.
(ii) Es necesario distinguir entre igualdad competitiva y no competitiva de oportunidades. La última permite que todas las personas tengan igual oportunidad de satisfacer sus proyectos de vida. Mientras que la primera sostiene que todos tenemos una oportunidad igual de participar, pero los premios son desiguales.
No todas las diferencias en resultados económicos representan desigualdad injustificada. Pero la realidad nos obliga a detenernos en si la estructura de premios, los resultados, es adecuada o es excesivamente desigual.
(iii) La desigualdad de resultado afecta directamente la igualdad de oportunidades para las próximas generaciones. Como expresa el autor, la desigualdad de resultados ex post de esta generación configura las condiciones ex ante de generaciones futuras.
La desigualdad de resultado tiene consecuencias negativas para la sociedad actual. Genera falta de cohesión social, aumento del crimen, problemas de salud, embarazos en adolescentes, obesidad entre otras consecuencias sociales (Atkinson, 2016, p. 28). Y este impacto negativo, fue una de las causas que dio nacimiento a la Seguridad Social.
El Canciller Bismarck, en el Mensaje Imperial al Reichstag de 17 de noviembre de 1881, afirmó que “(…) la superación de los males sociales no puede encontrarse exclusivamente por el camino de reprimir los excesos socialdemócratas, sino mediante la búsqueda de fórmulas moderadas que permitan una mejora del bienestar de los trabajadores (…)” (Pérez del Castillo y Rodríguez Azcúe, 2020, p. 37).
A mediados del siglo XX y en el marco de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, Beveridge elaboró un plan con el propósito de solucionar los problemas del retorno de los soldados que no tendrían trabajo cuando el conflicto terminase. Apuntó a que la reconstrucción de la posguerra se lograría combatiendo los cinco males gigantes: la Indigencia, las Enfermedades, la Ignorancia, la Suciedad y la Ociosidad. Beveridge, quien se definió como un social liberal, es considerado junto a Keynes como creador del Estado de Bienestar (Monereo Pérez, 2015, p. 280). Pretendía dejar un amplio espacio a la iniciativa privada en materia de previsión social, dejando a salvo el mínimo vital que garantizase una vida digna a las personas necesitadas, “desde la cuna hasta la tumba” (Monereo Pérez, 2015, p. 281).
El Plan de Seguridad Social se propuso hacer desaparecer la indigencia proporcionando ingresos mínimos en todas las épocas de la vida. El Plan, “entraña una redistribución del ingreso nacional tanto en sentido vertical como horizontal por medio de contribuciones de seguro (Ortiz, 1946, p. 93 como se citó en Monereo Pérez, 2015)”.
Antes de ingresar al análisis de este apartado, es pertinente delinear los conceptos de pobreza e indigencia y exponer cómo se mide la desigualdad.
La pobreza se mide con criterios objetivos según los ingresos de la familia, a través de la encuesta continua de hogares, con independencia de la situación concreta de la persona y de su auto calificación (Ferreira-Coimbra y Forteza, 2004, p. 39).
Persona pobre es aquella cuyos ingresos no le permiten costear los gastos de una serie de bienes y servicios en salud, educación, vestimenta, vivienda y transporte. El valor de esos bienes, conforman la línea de pobreza (Pérez del Castillo y Rodríguez Azcúe, 2020, p. 21).
Para determinar la indigencia, se utiliza el criterio de la canasta básica de alimentos. Indigente es aquella persona que percibe un ingreso per cápita mensual que no alcanza para cubrir el valor de una canasta básica de alimentos para una nutrición adecuada (Pérez del Castillo y Rodríguez Azcúe, 2020, p. 21).
Existe una discusión a nivel de la economía, si para medir la desigualdad debe evaluarse el ingreso o el consumo.
Atkinson se centra en el ingreso como un indicador de control potencial de los recursos. Cuando se mide la desigualdad nos preocupamos, no sólo del consumo de los ricos (por importante que sea), sino también del poder que la riqueza puede representar (Atkinson, 2016, p. 63).
La desigualdad se mide con el coeficiente de Gini, que es un número índice de desigualdad que varía de 1% a 100%. Cuanto más alto es este valor, más desigual es la distribución y viceversa.
A continuación, nos proponemos analizar la historia, con la finalidad de detectar el factor presente en los momentos en que se registró menor desigualdad.
Tomando como punto de partida la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se constata que las participaciones en el ingreso de los más ricos en Reino Unido eran menores después de la guerra. Esto ocurrió, entre otras cosas, debido a la pérdida de activos de ultramar. Pero no se registró ninguna reducción sobresaliente de la desigualdad en los otros países combatientes. Incluso en los países no combatientes como Dinamarca y Holanda, la participación del ingreso de los más ricos aumentó (Atkinson, 2016, p. 89).
En contraste con la anterior, en las décadas posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial ocurrió una notable caída de la desigualdad en los países europeos. En el Reino Unido la desigualdad global medida por el coeficiente de Gini disminuyó tres puntos porcentuales en los años setenta (de 1972 a 1977). En Finlandia el coeficiente de Gini disminuyó de 31% en 1966 a 21% en 1980. En Dinamarca la disminución fue del orden de diez puntos porcentuales. En Suecia la disminución total desde los años cincuenta fue de ocho puntos porcentuales. En Alemania fue de cuatro puntos, en Francia y Holanda de ocho puntos y en Italia de diez puntos (Atkinson, 2016. p. 99).
Se hace notar que la aplicación práctica del informe Beveridge fue realizada por el Gobierno laborista, elegido a la finalización de la guerra mundial (Monereo Pérez, 2015, p. 283).
Después de la Segunda Guerra Mundial, en Estados Unidos los ingresos comenzaron a ensancharse. Sin embargo, este ensanchamiento no se acompañó con un aumento en la desigualdad de los ingresos de los hogares (Atkinson, 2016, p. 93).
La razón por la que la desigualdad no aumentó tiene fundamento en distintas causas. Una de estas fue el crecimiento de las transferencias del gobierno. Entre 1955 y 1970, el gasto federal en pagos a los individuos se duplicó como porcentaje del ingreso nacional (Break, 1980, cuadro 9.17, como se citó en Atkinson, 2016). Atkinson da cuenta que el crecimiento de las transferencias, incluyendo la maduración del programa Seguro de Vejez, Sobrevivencia y Discapacidad del Nuevo Trato (1935), redujo la desigualdad de los ingresos de los hogares (Atkinson, 2016, p. 96).
La revolución keynesiana iniciada por Roosevelt en el decenio de los treinta continuó desarrollándose hasta la presidencia de Ronald Reagan (Mesa-Lago y Bertranou, 1998, p. 165).
Después de los años ochenta ocurrió lo que se llamó el “vuelco de la desigualdad”. Entre 1977 y 1992 el coeficiente de Gini aumentó en 4.5 puntos porcentuales y desde 1992 se incrementó en tres puntos (Atkinson, 2016, p. 39). El autor da cuenta que, en Estados Unidos, el 1% más rico recibe cerca de la quinta parte del ingreso bruto total.
Desde el decenio de los cincuenta hasta fines de los setenta la CEPAL fue el organismo que tuvo mayor influencia en América Latina. Promovió el desarrollo de los países “hacia adentro”. Para ello, motivó el desarrollo de la industrialización, con un fuerte apoyo de la industria local a través de subsidios fiscales. Por intermedio de esta política y de la aplicación de altas tarifas a las importaciones, se buscó desalentar a estas últimas. Otra política de la CEPAL fue la planificación, la reforma agraria, el desarrollo de servicios sociales, la reforma tributaria y la distribución progresiva del ingreso (Mesa-Lago y Bertranou, 1998, p. 164).
En los ochenta, América Latina atravesó la peor crisis desde la Gran Depresión, que fue calificada por la CEPAL como la década perdida (Mesa-Lago y Bertranou, 1998, p. 163). La influencia de la Escuela de Chicago impulsó el neoliberalismo y monetarismo, modelo tomado por el Banco Mundial y el FMI. Estos organismos ofrecieron ayuda a los países para salir de la crisis, pero con la condición de que introdujeran programas de ajustes estructurales (Mesa-Lago y Bertranou, 1998, p. 167). El ajuste más profundo fue instrumentado por Chile (terapia de shock).
En la mayoría de los países de América Latina, la crisis y la reforma provocaron un aumento de la desigualdad (Mesa-Lago y Bertranou, 1998, p. 175).
El análisis en perspectiva histórica nos permite detectar que los momentos en que se registraron los índices más bajos de desigualdad, coinciden con una expansión del Estado de bienestar.
Contrariamente, cuando se desmantelaron las políticas redistributivas, la desigualdad aumentó.
William Beveridge realizó un decisivo aporte en lo que se llamó Estado de bienestar, como forma evolucionada del Estado Social de Derecho. El objetivo del plan Beveridge fue abolir la indigencia, buscando alcanzar la justicia social. Para ello, propuso la técnica del seguro social generalizado y unificado y el pleno empleo de base keynesiana (Monereo Pérez, 2015, p. 295).
El estado de bienestar (o welfare) es un sistema político que asume la responsabilidad de procurar la protección social y el bienestar básico de sus ciudadanos a través de la coordinación de intervenciones públicas, organizaciones sociales y familias (Pérez del Castillo y Rodríguez Azcúe, 2020, p. 19).
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) define los gastos sociales como:
La provisión por parte de agentes públicos y privados de beneficios y contribuciones financieras destinadas a hogares e individuos con el fin de ayudarles en situaciones que afecten adversamente su bienestar, siempre que la provisión de los beneficios y contribuciones financieras no constituyan pagos directos para bienes o servicios específicos ni contratos o transferencias individuales (OCDE, 2007, tal como se citó en Goudswaard y Caminada, 2010, p. 8).
En base a la evidencia empírica relevada en 18 casos del mundo desarrollado, Gøsta Esping-Andersen agrupó el Estado de bienestar contemporáneo en base a los tres modelos que fueron sistematizados por Álvaro Rodríguez Azcúe (2019) y que se exponen a continuación (p. 511):
Primer modelo - El modelo conservador o corporativista.
En este modelo se verifica una estratificación social. Se tiende a conservar las diferencias de estatus social de sus miembros.
Se caracteriza porque rige el principio de “subsidiaridad”. En virtud de ello, el Estado interviene cuando la familia no tiene capacidad de atender a sus integrantes.
Esping-Andersen ubica en este modelo a Alemania, Francia e Italia. Rodríguez Azcúe (2019) da cuenta que es la misma matriz adoptada por Uruguay a fines del siglo XIX (p. 511).
Segundo modelo – El modelo liberal o residual. La característica del modelo liberal es el otorgamiento de ayudas a aquellos que no tienen medios. Las transferencias universales son modestas, igual que los seguros sociales.
El Estado interviene solo en caso de que fracase o sea insuficiente la asistencia de la familia y del mercado.
Ejemplos de este modelo de Estado de bienestar es Estado Unidos, Canadá y Australia.
Tercer modelo – El modelo socialdemócrata o universalista. Esta modalidad proyecta la igualdad en los estándares más elevados. Expresa Rodríguez Azcúe (2019):
El modelo procura socializar los roles (y costos) que en otras sociedades recaen principalmente en la familia o en el mercado. En la configuración de este modelo las políticas de pleno empleo son centrales, entre otros aspectos para asegurar su sustentabilidad económica. Se trata de un tipo de Estado de bienestar con mayor grado de “desmercantilización” en el acceso a las prestaciones y servicios, concepto al que destina un desarrollo particularmente destacado (p. 512).
Ejemplos de este modelo son Suecia, Noruega y Dinamarca.
El análisis histórico, nos permite detectar que en las épocas en que existió una expansión del Estado de bienestar, la desigualdad disminuyó.
En efecto, en la segunda posguerra, Europa registró una caída histórica del índice de Gini. Esto coincidió con la implementación de las políticas incluidas en el Plan Beveridge.
En Estados Unidos, la caída de la desigualdad ocurrió cuando aumentaron las transferencias y se verificó la maduración del programa Seguro de Vejez, Sobrevivencia y Discapacidad del Nuevo Trato (1935).
En América Latina y el Caribe, la reforma estructural de la Seguridad Social y el cambio de las políticas promovidos por el Banco Mundial y el FMI fueron causas importantes de la crisis de los ochenta.
Chen Wang et al (2012) han estudiado la repercusión de las transferencias sociales y de los impuestos sobre la redistribución de ingresos en veintiocho países de la OCDE. Los autores constatan que los impuestos y las prestaciones sociales provocan una reducción del 35 por ciento del coeficiente de Gini. Estas últimas (prestaciones sociales), tienen un mayor impacto en la reducción de la desigualdad inicial de ingresos (p. 49).
Los programas de prestaciones sociales con mayor efecto redistributivo son los programas públicos de pensiones de vejez y las prestaciones familiares y por hijos. En los países nórdicos programas sociales como el régimen de invalidez, son una herramienta en el combate de la desigualdad. Mientras que los impuestos sobre la renta también tienen un fuerte impacto (p. 49).
El Derecho de la Seguridad Social constituye una de las manifestaciones centrales del Estado de bienestar contemporáneo (Rodríguez Azcúe, 2019, p. 511). Y al ser un pilar del Estado de bienestar, la distribución del ingreso nacional está en la esencia de la seguridad social tal como la concebimos moderna y contemporáneamente. Con ello no nos referimos, únicamente, a una distribución horizontal, entre sanos y enfermos o entre generaciones. También hacemos referencia a una verdadera redistribución del ingreso, la vertical, la que se da desde los individuos que tienen mayores ingresos hacia aquellos que tienen menores o desde los más ricos a los más pobres 2 .
Tanto desde su etimología, como desde su origen histórico, la noción de seguridad social supone que existen ciertas contingencias de la vida humana en sociedad que impactan generando inseguridad a los individuos respecto de sus medios de vida. Esto no constituye un problema exclusivamente individual, sino que es colectivo. Las comunidades deben velar por el bienestar de sus miembros, ya que redunda en el bienestar colectivo. Muy difícilmente cada individuo solo, pueda hacer frente a estas inseguridades.
Se ha producido una evolución significativa del concepto de Seguridad Social. Cada vez es más comprensivo de distintos instrumentos (seguro social, asistencia social y prestaciones universales o, expresado en otros términos, prestaciones contributivas y no contributivas) y de distintas contingencias y programas (incluida la salud, la vivienda, los cuidados). Esto al punto que, cada vez más, seguridad social se utiliza como sinónimo de protección social.
Así, Carmelo Mesa-Lago y Fabio Bertranou (1998) han incluido en la seguridad social, en sentido amplio, siguiendo el concepto tradicional de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los programas de seguros sociales, las asignaciones familiares, la asistencia social y los sistemas nacionales de salud (p. 19 y 20).
Lo más reciente en la materia es el informe Nº V elaborado para la 109ª Conferencia Internacional del Trabajo de la OIT de 2021, denominado “Forjar el futuro de la protección social para un mundo del trabajo centrado en las personas”. Este informe utiliza los términos en forma indistinta a lo largo de todo el documento y ya desde el subtítulo: “Discusión recurrente sobre el objetivo estratégico de la protección social (seguridad social) en el marco del seguimiento de la Declaración de la OIT sobre la justicia social para una globalización equitativa, de 2008” (Oficina Internacional del Trabajo, 2021, p. 1).
El Informe establece, desde su introducción, afirmaciones bien ilustrativas respecto de cómo la seguridad social se concibe como un instrumento fundamental para el combate a la pobreza y a la desigualdad:
Existen poderosos argumentos en favor de la protección social. Es un derecho que pertenece a todas las personas y una inversión que reporta importantes beneficios sociales y económicos. Contribuye enormemente a reducir la pobreza, la exclusión, la vulnerabilidad y las desigualdades, al tiempo que favorece la estabilidad política y la cohesión social. También favorece el dinamismo económico, en la medida en que mejora la productividad, refuerza la capacidad de las personas para beneficiarse de las oportunidades de un mundo del trabajo en continua evolución, y estimula la demanda agregada, especialmente durante los periodos de contracción económica. La protección social permite obtener resultados concretos: la seguridad del ingreso y el acceso a la atención de salud inciden realmente en la vida de las personas.
Seguidamente veremos cómo esta concepción se ha ido afirmando desde inicios del siglo XX, tanto en el seno de la OIT, como en la Organización de Naciones Unidas (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea (UE) y el Mercado Común del Sur (MERCOSUR).
La pobreza, como manifestación de la desigualdad, ha sido considerada como problema a atender ya desde la creación de la OIT en 1919, en términos de justicia social. En efecto, en el preámbulo de la Constitución de la organización se estableció:
Considerando que la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social;
Considerando que existen condiciones de trabajo que entrañan tal grado de injusticia, miseria y privaciones para gran número de seres humanos, que el descontento causado constituye una amenaza para la paz y la armonía universales y considerando que es urgente mejorar dichas condiciones, por ejemplo, en lo concerniente a (…) protección del trabajador contra las enfermedades, sean o no profesionales, y contra los accidentes del trabajo, protección de los niños, de los adolescentes y de las mujeres, pensiones de vejez y de invalidez (…)
Las Altas Partes Contratantes, movidas por sentimientos de justicia y de humanidad y por el deseo de asegurar la paz permanente en el mundo, y a los efectos de alcanzar los objetivos expuestos en este preámbulo, convienen en la siguiente Constitución de la Organización Internacional del Trabajo.
Sobre estos cimientos, la OIT comenzó tempranamente a adoptar normas referidas a la seguridad social, en materia de desempleo (Convenio Internacional del Trabajo -CIT- Nº 2 de 1919), maternidad (CIT Nº 3 de 1919), accidentes de trabajo (CIT Nº 17 de 1925), enfermedades profesionales (CIT Nº 18 de 1925), entre otras.
Esta preocupación de los Estados constituyentes de la OIT por la justicia social como fundamento de la paz universal y permanente, se expresó nuevamente y con énfasis en la Declaración de Filadelfia de 1944 relativa a los fines y objetivos de la OIT -que se anexó a su Constitución-. En ésta, la organización ratificó su compromiso en tal sentido, reafirmando sus principios fundamentales, entre los cuales enumera que “la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad de todos”. Con esa convicción, la Conferencia afirmó que “todos los seres humanos sin distinción de raza, credo o sexo tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunidades”; que “el logro de las condiciones que permitan llegar a este resultado debe constituir el propósito central de la política nacional e internacional”, y que “cualquier política y medida de índole nacional e internacional, particularmente de carácter económico y financiero, debe juzgarse desde este punto de vista y aceptarse solamente cuando favorezcan, y no entorpezcan, el cumplimiento de este objetivo fundamental”. Y, en esa línea:
…reconoce la obligación solemne de la OIT de fomentar, entre todas las naciones del mundo, programas que permitan: (…) (f) extender medidas de seguridad social para garantizar ingresos básicos a quienes los necesiten y prestar asistencia médica completa; (g) proteger adecuadamente la vida y la salud de los trabajadores en todas las ocupaciones; (h) proteger a la infancia y a la maternidad; (i) suministrar alimentos, vivienda y medios de recreo y cultura adecuados; (j) garantizar iguales oportunidades educativas y profesionales.
Analizando estos postulados, Alain Supiot, exhorta a rescatar el “Espíritu de Filadelfia”, transcurridos sesenta y siete años de adoptada la Declaración, afirmando lo siguiente:
Este vínculo entre la libertad de pensamiento y la seguridad del cuerpo conduce finalmente a subordinar la organización económica al principio de justicia social (…) En la Declaración de Filadelfia, la economía y el mundo financiero son medios al servicio de los hombres. (Supiot, 2011, p. 25 y 26).
Pasaron unos años desde la constitución de la OIT y la Declaración de Filadelfia, y la seguridad social fue reconocida como derecho humano tanto a nivel universal, en el ámbito de la ONU, como a nivel americano, en el seno de la OEA. Basta repasar los instrumentos más importantes adoptados por estas organizaciones en materia de derechos humanos -en especial, los económicos, sociales y culturales-, para encontrar este reconocimiento: artículos 22 y 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948; artículos 9 a 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966; artículo XVI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948; artículo 9 del Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Protocolo de San Salvador) de 1988. Tuvo reconocimiento, asimismo, a nivel regional: en el artículo 12 de la Carta Social Europea de 1996 y en el artículo 19 de la Declaración Sociolaboral del MERCOSUR de 1998. En todos ellos, se reconoce expresamente el derecho de toda persona a la seguridad social. Esto no sólo supuso un fuerte impulso al desarrollo de la seguridad social que, desde entonces, goza del más alto estatus entre los derechos, por lo menos en el plano normativo, sino que acarrea ciertas consecuencias jurídicas importantes, tal como señala Ariel Nicoliello, entre las que destacamos: la obligación de los Estados, como integrantes de la comunidad internacional, de adoptar las medidas necesarias para lograr, progresivamente, la plena efectivad del derecho; la prohibición de regresividad; la responsabilidad internacional de los Estados en caso de infracción; la incorporación del derecho a la seguridad social dentro del “bloque de constitucionalidad” (arts. 72 y 332 de la Constitución de la República); la interpretación de las normas internacionales que consagran el derecho según los criterios definidos por los órganos de control de aplicación (Nicoliello, 2019, p 56 a 58).
Interesa también destacar la adopción del Convenio Internacional del Trabajo Nº 102 en 1952 sobre la Seguridad Social (norma mínima), en el cual se enumeran nueve ramas a cubrir por la seguridad social: asistencia médica, prestaciones monetarias de enfermedad, de desempleo, de vejez, de accidente de trabajo y enfermedad profesional, prestaciones familiares, de maternidad, de invalidez y de sobrevivientes; estableciendo requisitos mínimos de cobertura subjetiva, así como en qué debe consistir la prestación y cuánto debe durar el servicio de la misma, entre otras condiciones. Este Convenio contiene, a su vez, disposiciones importantes que suponen el reconocimiento de ciertos principios, como el de solidaridad en la financiación (art. 71) y el de participación de los interesados en la administración del sistema (art. 72).
Asimismo, se adoptaron sendos Convenios Internacionales del Trabajo que desarrollaron la regulación de cada una de las contingencias referidas.
En términos generales, las Recomendaciones Internacionales del Trabajo Nº 67 de 1944 sobre la Seguridad de los Medios de Vida y Nº 202 de 2012 sobre los Pisos de Protección Social, completan -si es que vale la utilización del término en una materia de tal dinamismo y difícil respuesta- esta batería de normas de la OIT tendientes a garantizar el derecho humano a la seguridad social, en los términos más amplios posibles. La primera, estableciendo como base que los regímenes de seguridad de los medios de vida deberían aliviar el estado de necesidad e impedir la miseria, organizándose en base al seguro social. Y la segunda, brindando orientaciones a los miembros para establecer y mantener pisos de protección social en el marco de estrategias de extensión de la seguridad social, para asegurar una protección destinada a prevenir o aliviar la pobreza, la vulnerabilidad y la exclusión social, y estableciendo los principios que deben aplicarse, entre los que se encuentra, en primer lugar, la universalidad de la protección, basada en la solidaridad social.
Cabe mencionar en este repaso, que la OIT ha reiterado y reafirmado estos conceptos en sucesivas Conferencias Internacionales del Trabajo. En efecto, en 2001, a través de la “Resolución y conclusiones relativas a la seguridad social”, la Conferencia marcó fuertemente la necesidad de extender la cobertura de seguridad sobre ciertas bases o principios, destacando que “a través de la solidaridad nacional y la distribución justa de la carga, puede contribuir a la dignidad humana, a la equidad y a la justicia social” (Conferencia Internacional del Trabajo, 2001, p. 2).
En 2008, en la “Declaración de la OIT sobre justicia social para una globalización equitativa”, la Conferencia estableció como uno de los cuatro objetivos estratégicos de la organización la adopción y ampliación de medidas de protección social que sean sostenibles y estén adaptadas a las circunstancias nacionales, incluyendo “la ampliación de la seguridad social a todas las personas, incluidas medidas para proporcionar ingresos básicos a quienes necesiten esa protección, y la adaptación de su alcance y cobertura para responder a las nuevas necesidades e incertidumbres generadas por la rapidez de los cambios tecnológicos, sociales, demográficos y económicos” (Conferencia Internacional del Trabajo, 2008, p. 10). Y en 2019, en la “Declaración del centenario de la OIT para el futuro del trabajo”, exhortó a todos los miembros a seguir desarrollando su enfoque del futuro del trabajo centrado en las personas mediante el fortalecimiento de las capacidades de todas las personas para beneficiarse de las oportunidades de un mundo del trabajo en transición a través de, entre otros aspectos, el acceso universal a una protección social completa y sostenible (Conferencia Internacional del Trabajo, 2019, p. 5).
Así las cosas, el rol redistributivo de la seguridad social queda de manifiesto. Partiendo de la base de la desigualdad de hecho entre las personas, de la existencia de la pobreza y de la amenaza que ello supone para la paz universal, los Estados deben garantizar la protección de sus habitantes frente a las contingencias que generan estas inseguridades, por tratarse de un derecho inherente a la personalidad humana. En otras palabras, el Estado tiene que dar protección a los que no tienen, a quienes se encuentran en estado de necesidad por el acaecimiento de cualquier contingencia de la vida que suponga la reducción o supresión de ingresos o el aumento de los gastos de forma que no sea posible llevar una vida digna y decorosa. Y esto lo hace con la contribución de todos.
En este sentido, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, en su Observación General Nº 19 aprobada el 23 de noviembre de 2007 referida al derecho de la seguridad social (art. 9 del PIDESC), expresó: “La seguridad social, debido a su carácter redistributivo, desempeña un papel importante para reducir y mitigar la pobreza, prevenir la exclusión social y promover la inclusión social” (Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, 2007, p. 2)..
A nivel de doctrina del Derecho de la Seguridad Social, la finalidad redistributiva de la seguridad social es ampliamente reconocida y admitida.
Repasando las definiciones de seguridad social que diversos autores - tanto nacionales como extranjeros- han propuesto, encontramos que esta finalidad u objetivo está incluido expresamente en algunos casos, mientras que subyace en otros. Veamos algunos ejemplos.
Caggiani (1974), es uno de los autores que ha incluido la finalidad distributiva de forma expresa en su definición de seguridad social, sosteniendo que ésta es
…la combinación de políticas múltiples tendientes a lograr por medios adecuados una redistribución del ingreso nacional y a abolir el estado de necesidad mediante la concesión de ingresos de subsitución y complementarios de los normales originados en la actividad profesional, toda vez que un riesgo o una carga da lugar a una situación de necesidad económica del individuo o del grupo familiar a su cargo. (como se citó en Nicoliello, 2019, p. 50).
Otros la reconocen indirectamente, a través de la referencia al elemento de la solidaridad que, como veremos a continuación, constituye un principio de la seguridad social al cual se le reconoce como una de sus consecuencias la redistribución del ingreso. Héctor-Hugo Barbagelata (1998) define a la seguridad social como
el conjunto de medios y técnicas, fundados en la solidaridad social, que se organizan jurídicamente con el propósito de proporcionar a los individuos prestaciones monetarias o servicios, razonablemente suficientes para promover la igualdad de oportunidades y configurar una respuesta satisfactoria ante contingencias existenciales (como se citó en Nicoliello, 2019, p. 50).
Oscar Ermida Uriarte (1991) ha afirmado que la redistribución del ingreso es admitida como finalidad esencial de la seguridad social, coincidiendo en esto la doctrina, los instrumentos internacionales y los organismos internacionales. Destacó que autores como Dupeyroux, Paul Durand, Patricio Novoa Fuenzalida y Guy Perrin, han señalado la finalidad redistributiva de la seguridad social como esencial. Y que, en nuestro medio, autores como De Ferrari, Plá, Caggiani y Francés han sostenido la redistribución de la renta nacional como objetivo final de la seguridad social (p. 43 y 44).
En el mismo sentido, Hugo de los Campos (2001) sostuvo que “la unanimidad de la doctrina especializada sigue situando la finalidad de la Seguridad Social, en la redistribución de la renta y del ingreso nacional” (p. 47 y 48). Agregando que no hay ninguna opinión de relieve en contrario y que el principio redistributivo es considerado un elemento esencial de la seguridad social por lo que, sin redistribución, no existe técnicamente un verdadero sistema de seguridad social (p. 49).
Tal como se desprende de buena parte de las definiciones que la doctrina especializada ha postulado, uno de los principios esenciales y fundamentales de la seguridad social es el principio de solidaridad. Muchos autores han destacado este principio como el central, el más importante dentro del conjunto de principios de la seguridad social, precisamente por revelar la esencia de todo sistema de seguridad social: la contribución de toda la comunidad para la cobertura de aquellos individuos que se encuentran en situación de necesidad ante el acaecimiento de contingencias de la vida que comprometen sus ingresos y, consecuentemente, el desarrollo de una vida digna, decorosa.
Así, Américo Plá Rodríguez (1998) afirmó que “sin solidaridad, no puede haber seguridad social” (p. 553). Señala el autor que no se trata de un ingrediente que puede existir o no, sino que es esencial, indispensable para que la seguridad social sea lo que debe ser, ya que toda ella se basa en la solidaridad. Concluye que “si se saca la idea de solidaridad, la Seguridad Social muere” (Plá Rodríguez, 1998, p. 554, 557 y 563).
La doctrina ha señalado que el principio de solidaridad, llevado a su máxima expresión, consiste en que cada cual contribuya al sostenimiento del sistema según su capacidad contributiva y reciba según sus necesidades. Esto erradica la idea de contraprestación: todos debemos contribuir con independencia de lo que obtendremos a cambio, por el hecho de pertenecer. El aporte al sistema se realiza “con prescindencia de la calidad de acreedor o no de la prestación” (Ermida Uriarte, 1991, p. 42).
Sobre esta base, Ermida Uriarte (1991) enfatizó que el principio de solidaridad (general) tiene dos consecuencias fundamentales: la obligatoriedad del aseguramiento y la finalidad redistributiva (p. 43).
Resulta interesante, en este punto, citar la descripción (y calificación) que realiza Alain Supiot de la solidaridad. En ella pueden identificarse las dos consecuencias a las que refirió Ermida Uriarte:
Lo característico de la solidaridad, en el sentido que adquirió en el Derecho Social, es la institución en el seno de una colectividad humana de un pote común, en el cual cada uno debe echar según sus capacidades y puede sacar según sus necesidades. La obligación que hace gravitar sobre cada uno de contribuir a la protección de todos compete ciertamente a los deberes del hombre, implícita o explícitamente reconocidos por las declaraciones de los derechos fundamentales. Esta mutualización sustituye el cálculo de utilidad individual (que prohíbe) por un cálculo de utilidad colectiva (que organiza) (Supiot, 2011, p. 156).
Ariel Nicoliello ha destacado como uno de los elementos esenciales del concepto de seguridad social a la solidaridad. Afirma el autor que:
conduce a la redistribución de recursos de la sociedad, desde aquellos que tienen capacidad de contribuir (por su condición de activos, sanos, o poseedores de mayores recursos económicos) hacia quienes se encuentran en un estado de necesidad que no pueden atender con los recursos propios (por pérdida o interrupción de la capacidad de generarlos, o por insuficiencia de los mismos) (Nicoliello, A, 2019, p. 51).
Por su parte, Álvaro Rodríguez Azcúe y Santiago Pérez del Castillo (2020) han aludido al principio de solidaridad como criterio rector que inspira el sistema, indicando que, para hacerlo posible, el monto de las prestaciones no siempre será el retorno de las contribuciones efectuadas por el beneficiario, sino que éste percibirá, en ocasiones, prestaciones contributivas o no contributivas que signifiquen una redistribución de ingresos (p. 30).
A nivel normativo, el principio de solidaridad se encuentra recogido, como vimos, en algunos instrumentos internacionales. En particular en el CIT Nº 102, art. 71, que establece que las prestaciones y los gastos de administración de éstas “deberán ser financiados colectivamente por medio de cotizaciones o de impuestos, o por ambos medios a la vez, en forma que evite que las personas de recursos económicos modestos tengan que soportar una carga demasiado onerosa”. Asimismo, se encuentra establecido como deber en el artículo XXXV de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en los términos siguientes: “Toda persona tiene el deber de cooperar con el Estado y con la comunidad en la asistencia y seguridad sociales de acuerdo con sus posibilidades y con las circunstancias”. También puede considerarse reconocido, en el ámbito nacional, por el artículo 67 de la Constitución de la República, en tanto establece que las prestaciones serán financiadas a través de contribuciones tripartitas y demás tributos que la ley establezca.
Se distinguen tres modalidades o subprincipios de la solidaridad, a saber: la solidaridad general (por la cual todos los habitantes y/o ciudadanos contribuyen al sistema en función de su capacidad contributiva, a través de impuestos), la solidaridad intergeneracional (por la cual los activos, es decir, los más jóvenes, proveen a la tutela de sus mayores, los pasivos, mediante contribuciones especiales) y la solidaridad horizontal (por la cual los sanos contribuyen para las prestaciones de los enfermos, los ocupados para los desocupados, etc). La modalidad más relevante para la finalidad distributiva del ingreso es la solidaridad general, pues es la que tiende a la distribución vertical, desde los que más tienen a los que menos tienen.
La otra dimensión a considerar al analizar la distribución a través de la seguridad social es la de las prestaciones y su alcance tanto horizontal como vertical. Naturalmente, cuanto más cercana a la universalidad sea la cobertura, tanto desde el punto de vista subjetivo, como desde el punto de vista objetivo (contingencias cubiertas), mayor puede ser el efecto distributivo. Esto porque, así como todos, en la dimensión de la financiación que vimos precedentemente, tenemos la obligación de proveer al sistema, sea pagando contribuciones y/o impuestos, todos tendremos derecho a recibir una prestación del sistema en caso de necesidad.
Tal como lo han afirmado Mesa-Lago y Bertranou (1998), “cuanto más reducida es la cobertura poblacional en el país, más regresivo se vuelve el subsidio estatal para consolidar el sistema de protección de una minoría” (p. 317).
Para lograr la universalidad subjetiva de la cobertura, los sistemas suelen combinar diversos instrumentos (seguro social, asistencia social, prestaciones universales), contributivos y no contributivos. Así, quienes tienen menos capacidad de contribuir por sus bajos ingresos, pueden igualmente recibir del sistema según su necesidad.
En este sentido, la suficiencia de las prestaciones para atender las necesidades que se presentan por la pérdida de ingresos o la necesidad de mayores ingresos por el acaecimiento de determinadas contingencias es clave para lograr la finalidad distributiva. Esto se da en mayor medida cuando la suficiencia es absoluta (la prestación cubre la necesidad con independencia del historial de ingresos) que cuando es relativa (pretende sustituir en algún grado los ingresos anteriores del beneficiario). El establecimiento de topes mínimos y máximos, cuando el sistema está fuertemente basado en la sustitución de ingresos, contribuye a la realización de la finalidad distributiva, puesto que quienes tienen menores ingresos tienen asegurado un mínimo adecuado y quienes tienen mayores ingresos recibirán prestaciones hasta cierto límite, de modo que lo que supera ese límite, se distribuye entre otros beneficiarios.
Las fuentes de financiación de la seguridad social son: (i) las contribuciones especiales de seguridad social, principal fuente de los sistemas contributivos basados en el instrumento del seguro social, (ii) los impuestos, mediante los cuales se financian las prestaciones no contributivas (asistenciales y universales), (iii) impuestos afectados al pago de prestaciones contributivas.
En un sistema como el uruguayo, fuertemente basado en la técnica del seguro social, las contribuciones tripartitas constituyen la principal fuente de financiación del sistema. Esto entraña algunos problemas en cuanto a la efectividad de la redistribución, en la medida que las contribuciones de los empleadores y del Estado pueden ser trasladadas, siendo los trabajadores los únicos que no pueden trasladar la carga de las contribuciones. En efecto, los empleadores pueden trasladar la carga del aporte patronal a los precios de sus productos o servicios, mientras que el Estado lo hace recaudando a través de impuestos al consumo como el IVA. En ambos casos se traslada la carga a los consumidores y éstos, en su gran mayoría, son trabajadores. Este juego de traslados determina que prácticamente todo o el 90% de las contribuciones al sistema sean realizadas por los trabajadores, directa o indirectamente, convirtiéndose en un gravamen al empleo. Esto afecta la consecución de la finalidad redistributiva de la seguridad social. El problema ha sido especialmente señalado por Ermida Uriarte (1991), quien también ha enseñado que la solución que se ha postulado es la financiación a través del impuesto (progresivo) a la renta, que no es fácilmente trasladable, de forma que cada cual aporte según su capacidad contributiva (p.45).
Nicoliello (2019) señala, que la elección de las fuentes de financiación no es una cuestión meramente técnico-económica, sino político-social (p. 91). Las fuentes se eligen en función de los objetivos. La solución será una si el objetivo es sustituir los ingresos perdidos (financiación a través de contribuciones) u otra si lo que se busca es garantizar un nivel mínimo de ingresos para toda la población o la población más pobre (financiación a través de impuestos, de rentas generales).
La organización financiera de los sistemas también impacta en la distribución.
Existen dos grandes formas de organización financiera de los sistemas de seguridad social: el reparto y la capitalización. Mientras que el reparto se basa en la solidaridad, el fundamento de la capitalización es el ahorro. Naturalmente, como primera conclusión de esta caracterización primaria, tenemos que los sistemas de capitalización no cumplen con la finalidad redistributiva de la seguridad social.
A través del sistema de reparto, con las contribuciones actuales se financian las prestaciones actuales: lo que ingresa se reparte. Los sistemas de reparto puro son sistemas de prestaciones (legalmente) definidas, basadas en la historia laboral, relativas a un promedio de ingresos de actividad. Dadas estas características, el equilibrio financiero del sistema es sensible a la tasa de dependencia. Existen algunas variantes como el reparto con reservas, el reparto con capitalización parcial y el sistema de cuentas nocionales, que intentan mitigar ese problema.
La capitalización puede ser colectiva (se ahorra en un fondo colectivo para cubrir las prestaciones de la misma generación de asegurados) o individual (se ahorra en un fondo individual para cubrir la prestación propia). Los sistemas de capitalización son de contribuciones definidas, pero de prestaciones indefinidas, cuyo monto dependerá del capital ahorrado, su rentabilidad (positiva o negativa) y la esperanza de vida al momento del retiro, deducidos los costos de administración.
Resulta de interés en este punto citar las consideraciones de la Comisión de Expertos de la OIT:
…“no se puede considerar que los regímenes de cotizaciones definidas cumplan con los requisitos en el Convenio Nº 102”. Cuando son sistemas puros, no aseguran un mínimo suficiente, ni redistribución de los recursos entre los trabajadores. Al vincularse estrictamente con las contribuciones efectuadas, quien tenga mayores ingresos tendrá una jubilación directamente proporcional a esos ingresos, y viceversa. No hay subsidios mediante la fijación de mínimos y máximos.
La Comisión de Expertos señaló especialmente “que los planes de pensiones basados en la capitalización del ahorro individual administrado por fondos de pensiones privados se estructuraron sin tener en cuenta no sólo los principios de solidaridad, participación en los riesgos y financiación colectiva, que constituyen la esencia de la seguridad social, sino también los principios que propugnan una gestión transparente, responsable y democrática del sistema de pensiones con la participación de los representantes de los asegurados” (Nicoliello, 2019, p. 94 y 95).
En este sentido, si la segmentación del sistema tiene efectos regresivos, es de tenerse presente que no puede concebirse una segmentación mayor que la existencia de cuentas de ahorro individual (Mesa-Lago, como se citó en López López, 2016, p. 12).
Aquí cabe referir al análisis empírico del efecto redistributivo de programas sociales públicos y privados realizado por Kees Goudswaard y Koen Caminada (2010). Los autores concluyeron que, en todos los países de la OCDE, el sistema de protección social da como resultado una distribución más equitativa de los ingresos, que los Estados de bienestar con mayor gasto social público consiguen mayor redistribución de la renta y que para los regímenes privados se halla una relación negativa débil, pero estadísticamente significativa, con la redistribución de la renta. Los sistemas de pensiones privados favorecerían a las personas con ingresos más altos y los países que confían en mayor medida en programas privados consiguen menor redistribución de la renta (p.19).
Existen problemas vinculados al alcance subjetivo de la cobertura que conspiran contra la redistribución efectiva. En algunos países en los que el sistema no incluye, por ejemplo, a los trabajadores autónomos (por lo pronto, no de forma obligatoria), la distribución del ingreso a través de la seguridad social resulta de difícil realización, ya que buena parte de la población trabajadora se encuentra fuera del sistema. La informalidad también genera problemas en este sentido, afectando principalmente a sectores de la población más pobres, con menores ingresos, que quedan excluidos cuando son los que tienen mayor necesidad de cobertura.
Esto ha sido especialmente destacado por Mesa-Lago y Bertranou (1998), quienes han afirmado que:
Cuanto mayor es la estratificación del sistema de seguridad social, mayor es su regresividad en términos de distribución del ingreso. Mientras más baja es la cobertura, mayor es el efecto regresivo y viceversa. Esto se debe a que hay transferencias de la mayoría de la población, que no está cubierta y es pobre o de ingreso bajo, a la minoría que está cubierta y tiene ingreso medio. Los no cubiertos pagan impuestos o compran bienes o servicios cuyos precios incluyen en parte el costo de la cobertura del sector protegido (p. 31).
Diversos estudios han destacado el efecto regresivo que tiene la existencia de regímenes diferenciados de prestaciones y contribuciones por efecto de la influencia de los grupos de presión en la configuración de los sistemas, que generan privilegios de unos grupos en comparación con otros. Esto sucede en buena parte de los países latinoamericanos que fueron construyéndose a través de los seguros sociales.
Respecto de este problema, Mesa-Lago y Bertranou (1998) han sostenido que “cuando el sistema alcanza cobertura universal deberían eliminarse los efectos regresivos antes explicados, pero puede aún existir regresividad cuando hay regímenes especiales dentro del sistema general o sistemas independientes” (p. 32).
Cuando los sistemas no contemplan en su diseño la realidad desigual entre hombres y mujeres en el mundo del trabajo -vinculada principalmente a la desigualdad de ingresos y a los deberes de cuidados que hacen que muchas mujeres trabajen a tiempo parcial-, dada la relación entre el derecho del trabajo y la seguridad social, se reproduce la desigualdad a nivel de las prestaciones de seguridad social, en especial las que se sirven a largo plazo. Esto ha sido especialmente señalado por Adriana López López (2016), quien además consideró que el problema se agrava en los sistemas de capitalización individual puesto que la prestación se calcula en base a las contribuciones ahorradas (que dependen del nivel de ingreso formal) y a la esperanza de vida a la edad de jubilación (que es mayor en el caso de las mujeres), por lo que, en general, las mujeres perciben prestaciones menores que los hombres (p. 16 y 17).
En el caso uruguayo, esto fue en parte mitigado con la implementación del cómputo ficto de años de servicios por hijo (Ley 18.395 de 2008) y de las tablas de esperanza de vida sin distinción de sexo (Decreto Nº 221/017 de 2017).
Una medida de acción presente en las políticas para combatir la pobreza y la inequidad, son las transferencias enfocadas a proteger a la infancia.
El plan de Seguridad Social de Beveridge se estructuraba en los siguientes tres pilares: asignaciones infantiles, servicios universales de salud y rehabilitación y pleno empleo.
Gøsta Esping-Andersen y Bruno Palier sostuvieron que debe sustituirse las políticas sociales reparadoras y compensatorias por políticas preventivas de inversión social enfocadas en las mujeres y los niños. Los autores dan cuenta que es en el curso de la primera infancia, antes de que el Estado de bienestar intervenga, que quedan fijadas las bases cognitivas decisivas (Esping-Andersen y Palier, 2010, p. 9, tal como se citó en Rodríguez Azcúe, 2019). Es por ello que proponen una fuerte intervención en los primeros años de vida.
Una intervención de buena calidad destinada a los niños en situación de riesgo, desde la etapa preescolar, tiene efectos sustanciales y duraderos. Los programas de intervención precoz que incluyen un fuerte estímulo de comportamiento y cognitivo pueden contribuir eficazmente a la igualdad de resultados, en particular en beneficio de los niños más expuestos al fracaso (Rodríguez Azcúe, 2019).
El período que transcurre entre el embarazo y los primeros años de vida es el más revelador en la formación de las personas (Vegas, E., y L. Santibañez, 2010, tal como se citó en reporte Uruguay, MIDES, 2015).
En Uruguay, los niños menores de 4 años integran la franja de edades en la mayor vulnerabilidad. Esto se manifiesta en la proporción de niños bajo la línea de la pobreza -uno de cada cinco, cifra que duplica la observada en el total de la población-, así como en algunos aspectos del estado de las viviendas que habitan y de sus condiciones ambientales, que son relevantes para el crecimiento y el desarrollo infantil temprano (MIDES, 2015, p. 214).
Estudios demuestran que hogares integrados por niños que fueron beneficiarios de políticas de transferencia no contributiva registran resultados positivos que se cristalizan en resultados como mayor peso al nacer y mayor control de salud. Aspectos estos determinantes en el futuro de la infancia (Amarante y Vigorito, 2012, p. 52).
Atkinson, quien se opone a los subsidios por comprobación de medios, incluye como elemento esencial para combatir la desigualdad la implementación de un subsidio infantil, que debe pagarse a todos los niños a una tasa sustancial y gravarse como ingreso (Atkinson, 2016, p. 295 y 408).
Como expresó el ganador del Premio Nobel de la Universidad de Chicago James Heckman (2014), las inversiones que el Estado realiza en niños que se encuentran en situación de desventaja, “promueven la movilidad social, crean oportunidades y fortalecen a una sociedad y a una economía vibrantes, saludables e inclusivas” (tal como se citó en Atkinson, 2016).
Para atender las dificultades de la sostenibilidad financiera, sin desatender la sostenibilidad social, se ha desarrollado la concepción del modelo multipilar, adoptado en muchos países del mundo, aunque de diversas maneras. En esto ha habido influencias cruzadas de la OIT, por un lado, y del Banco Mundial, por otro.
Según ha señalado Nicoliello (2019) el modelo multipilar combina tres pilares o componentes. El primer pilar, público y obligatorio, asegura una prestación no contributiva mínima de monto suficiente para atender las necesidades básicas. Este pilar tiende a garantizar que nadie quede por fuera del sistema por no haber alcanzado un nivel suficiente de contribuciones. Por encima, habría un segundo pilar obligatorio, de prestaciones complementarias, contributivas, a cargo del Estado o de fondos ocupacionales colectivos. Y, luego, un tercer pilar, voluntario, de ahorro individual y privado, a cargo de empresas aseguradoras o fondos de pensión fuertemente supervisados. Cada pilar tiene una fuente de financiación diferente y persigue objetivos diversos (p. 96 y 97).
Nuestro país, si bien adoptó un sistema multipilar, no adoptó esta estructura. Este es un aspecto que se encuentra en discusión a nivel de la Comisión de Expertos en Seguridad Social creada por la ley 19.889.
Renta Básica Universal – Ingreso de Participación
A partir de las deficiencias de cobertura evidenciadas por la crisis generada por la pandemia de la COVID-19, resurgieron las propuestas de implementación de una Renta Básica Universal. Se trata de prestaciones consistentes en transferencias monetarias, periódicas, de nivel suficiente, individuales e incondicionadas, no focalizadas o asistenciales sino universales, fundadas en la ciudadanía social -a las que se tiene derecho por ser habitante o residente, en el marco de los derechos humanos-, no contributivas sino financiadas a través de impuestos, servidas por el Estado a todos con independencia del nivel de ingresos. Esto requiere una reforma profunda del sistema tributario que asegure la distribución a través de impuestos progresivos a las rentas y al patrimonio.
En nuestro país, esto ha sido propuesto por la Red Temática Renta Básica Universal de la Universidad de la República (2020), como un instrumento más dentro del conjunto de mecanismos del sistema de protección (no sustitutivo de la seguridad social), con un cronograma de tres etapas en cuanto a cobertura y alcance, plazos de implantación, y montos previstos y esfuerzo fiscal resultante.
Autores como Atkinson (2016) han propuesto la implementación de un ingreso básico de participación a nivel nacional, que complemente la protección social existente. El ingreso que propuso instrumentar en Gran Bretaña consiste en un pago que se haría a todos los ciudadanos, independientemente de su estatus en el mercado de trabajo, financiado por la tributación general.
El autor propone que el subsidio se pague sobre la base de la participación. La participación refiere a hacer una aportación social, que para las personas de edad de trabajar podría satisfacer mediante un empleo asalariado de tiempo completo o parcial o el autoempleo, mediante la educación, el entrenamiento o una búsqueda activa de trabajo, por medio del cuidado doméstico de niños o personas adultas frágiles o mediante un trabajo voluntario regular en una asociación reconocida. Habría disposiciones para las personas que no están en condiciones de participar por motivos de enfermedad o discapacidad (p. 303 y 408).
Nuestro sistema está fuertemente basado en el seguro social bismarckiano, por lo que la mayor parte de las prestaciones son contributivas. Sin perjuicio de ello, existen prestaciones asistenciales, no contributivas, desde larga data, como lo son las pensiones por vejez e invalidez, a las que se fueron incorporando otras.
Producto de la evolución a través de la creación de seguros sociales para distintos grupos de actividad, existen diversos organismos de seguridad social: el Banco de Previsión Social (estatal) que cubre a la gran mayoría de los trabajadores de la actividad pública y privada, la Caja de Jubilaciones y Pensiones Bancarias, la Caja de Jubilaciones y Pensiones de Profesionales Universitarios, la Caja Notarial de Jubilaciones y Pensiones (estos tres últimos públicos no estatales), el Servicio de Retiros y Pensiones de las Fuerzas Armadas y el Servicio de Retiros y Pensiones Policiales (ambos estatales). A su vez, dentro del Banco de Previsión Social conviven diferentes afiliaciones: Industria y Comercio, Rural y Doméstica, y Civil y Escolar. Así, existen diferentes regímenes en cuanto a cotización y a prestaciones.
El sistema de seguridad social en nuestro país, por efecto de la reforma introducida por la ley 16.713 de 1995, se caracteriza por tener, en el subsistema IVS (Invalidez, Vejez y Sobrevivencia) del BPS, un régimen mixto, con un primer componente de reparto (de solidaridad intergeneracional en los términos de la ley) público, un segundo componente de ahorro (capitalización) individual obligatorio y un tercer componente de ahorro individual voluntario -estos dos últimos administrados por privados-. Aquellos trabajadores con ingresos más altos contribuyen por una parte al sistema de reparto y por otra parte al ahorro individual. Esto limita la capacidad de redistribución del ingreso del sistema. A lo que se agrega el monopolio de hecho del Banco de Seguros del Estado (BSE) en materia de pago de las rentas vitalicias del componente de ahorro individual, que significa que la actividad no es rentable para los privados y el organismo estatal la realiza a pérdida.
En materia de financiación, la principal fuente de recursos son las contribuciones de trabajadores y empleadores. En algunos subsistemas también contribuyen los jubilados y pensionistas. Existen impuestos afectados a la financiación de las prestaciones del Banco de Previsión Social: como siete puntos del Impuesto al Valor Agregado (IVA), que es un impuesto al consumo y, por tanto, regresivo, y el Impuesto a la Asistencia a la Seguridad Social (IASS), que grava los ingresos correspondientes a jubilaciones, pensiones y prestaciones de pasividad similares otorgados por instituciones residentes en la República. A esto se adiciona el deber que tiene el Estado de asistir financieramente al BPS, así como a los servicios de retiros y pensiones militares y policiales, en caso de ser necesario. Cabe decir que el Estado no tiene esta responsabilidad respecto de las Cajas Paraestatales (Bancaria, Notarial y de Profesionales). Según un informe del Banco Mundial publicado en 2020, en el año 2018 el financiamiento del gasto público en seguridad social estaba compuesto de la siguiente manera: 52% por aportes patronales y personales, 28,5% por impuestos afectados y 19,5% por asistencia financiera (Banco Mundial, octubre 2020, p. 17).
En materia de cobertura subjetiva, la combinación de prestaciones contributivas -en especial luego de la sanción en 2008 de las leyes Nº 18.395 y Nº 18.399, que ampliaron el acceso a la cobertura de la vejez y el desempleo respectivamente; de la creación del Sistema Nacional Integrado de Salud con las leyes 18.131 y 18.211 de 2007, y de la extensión del subsidio por maternidad y la creación de los subsidios de paternidad y cuidados a través de la ley Nº 19.161 de 2013- y no contributivas -pensiones por vejez e invalidez desde 1919; asignaciones familiares en caso de embarazo gemelar múltiple de la ley Nº 17.474 de 2002; subsidio para mayores de 65 años de la ley Nº 18.241 de 2007; asignaciones familiares de la ley Nº 18.227 de 2007; pensiones a las víctimas de delitos de las leyes Nº 18.850 de 2011 y Nº 19.039 de 2012- hacen que exista una fuerte tendencia a la universalización.
Desde el punto de vista objetivo, nuestro sistema cumple con la protección de las nueve ramas básicas establecidas en el CIT Nº 102, e incluso ha avanzado en la atención de la dependencia como contingencia, mediante la implementación del Sistema Nacional Integrado de Cuidados (Ley Nº 19.353 de 2015), entre otras. Por lo que también se observa una tendencia a la universalidad.
Respecto de la suficiencia de las prestaciones, los mecanismos de ajustes, el establecimiento de topes mínimos y máximos y las tasas de reemplazo establecidas para las prestaciones contributivas, hacen que, en líneas generales, este principio se cumpla en cierta medida en el caso de las prestaciones definidas. La suficiencia no está asegurada en el caso de las prestaciones no definidas del componente de ahorro individual. Por esta razón, mediante las leyes Nros. 19.162 de 2013 y 19.590 de 2017 se permitió la desafiliación del régimen mixto en ciertas situaciones para evitar consecuencias desfavorables.
Según la exposición de motivos del proyecto de Ley de Presupuesto 2020-2024, el 97,8% de los mayores de 65 años recibe una prestación de seguridad social, de acuerdo con datos aportados por el Banco de Previsión Social. Esto nos ubica por encima del promedio de América Latina que indica que 4 de cada 10 adultos mayores no recibe ningún tipo de jubilación o pensión, según datos publicados por el Banco Interamericano de Desarrollo (Poder Ejecutivo, 2020, p. 159).
En el mismo documento se señala que el 80% de la población económicamente activa ocupada cotizaba (y estaba cubierta) a la seguridad social antes de la pandemia de la COVID-19. Esto también nos ubica por encima del promedio regional (Poder Ejecutivo, 2020, p. 159).
El alto nivel de cobertura de la población mayor a 65 años también ha sido destacado por estudios del Banco Mundial que refieren a que aproximadamente el 95% de la misma recibió algún tipo de prestación por parte del sistema de seguridad social en 2019. A la alta cobertura subjetiva se adiciona que las prestaciones no presentan grandes problemas de suficiencia, destacando que la jubilación media en los últimos años se ha situado en el entorno del 65% del salario medio y el 82% de las jubilaciones se ubica por encima de la línea de pobreza (Banco Mundial, octubre 2020, p. 1).
En 1991, Ermida Uriarte (1991) señalaba que había dos autores nacionales que habían estudiado a fondo el tema del efectivo efecto redistributivo de la seguridad social. Ariel Gianola Martegani lo había hecho analizando la incidencia de los grupos de presión, concluyendo que, en Uruguay como en toda América Latina, los grupos de presión más poderosos eran los que aportaban menos y obtenían mayores subsidios. Lo inverso sucedía en el caso de los grupos de presión menos poderosos, por lo que el efecto de la seguridad social era concentrador de la riqueza a causa de la acción de los grupos de presión. Por su parte, Anuar Francés, adoptando un enfoque referido al sistema de financiación, había concluido que los aportes tripartitos y los impuestos al consumo no conducían a redistribución alguna, sino al efecto inverso (p. 45 y 46).
En otro sentido, Pérez del Castillo y Rodríguez Azcúe (2020) refieren a un estudio encargado por el Banco Interamericano de Desarrollo, anterior a la reforma de 1995. El informe concluía que existía un efecto redistributivo en nuestro sistema previsional cuando se evaluaba la equidad y la solidaridad (p.77).
En 1998, Mesa-Lago y Bertranou (1998) señalaron que una encuesta de hogares tomada en 1982 había evaluado el impacto en la distribución del ingreso de las subvenciones estatales a la atención a la salud, el agua y el alcantarillado, las pensiones, la educación y la vivienda, concluyendo que dentro de los gastos sociales, los correspondientes a la atención de la salud fueron los que mostraron mayor progresividad 2 , contribuyendo más a una distribución igualitaria del ingreso, debido al efecto de universalización de la cobertura (p. 215 y 217).
Estos mismos autores, afirmaron en aquella oportunidad que en países como Costa Rica y Uruguay existen programas, como los regímenes no contributivos de pensiones y/o salud, financiados con impuestos, que tienen efectos progresivos, beneficiando a los grupos de más bajo ingreso (p. 34).
En 1999, un estudio publicado por CINVE, referido a los efectos económicos de la reforma de la seguridad social en nuestro país concluyó, entre otras cosas, que las mujeres empeoraban su situación con la reforma, pero mantenían un índice de rendimiento superior al de los hombres porque tenían una esperanza de vida más larga y se beneficiaban en una alta proporción con los topes mínimos (por tener salarios más bajos, como en el caso del servicio doméstico). Hacía notar que la reforma tenía un efecto regresivo si se tomaba en cuenta el flujo de ingresos a lo largo de la vida, ordenado por deciles, porque en todos los casos mejoraba el rendimiento para los individuos que se ubicaban en el decil superior, mientras que se reducía para los más bajos. En definitiva, concluía que la reforma de 1995 generaba modificaciones regresivas en la distribución del ingreso, estableciendo como necesario el análisis de la posibilidad de introducción de modificaciones legales que flexibilizaran los requisitos de acceso a la jubilación por edad avanzada y la evaluación del impacto de las condiciones establecidas para las pensiones no contributivas (Noya, Fernández Poncet y Laens, 1999, p. 35 y 36).
Un estudio publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo en 2010 concluyó que el impacto distributivo del Gasto Público Social (GPS) 4 aumentó entre 2003 y 2005 y volvió a aumentar entre 2006 y 2007 y en 2008 duplicando el nivel registrado en 1998. Destacó que en 2008 se constató el mayor avance en términos de progresividad. Esto generado por la mayor progresividad del gasto de salud a partir del SNIS (incidiendo fuertemente en la población menor de 19 años), por las asignaciones familiares del Plan de Equidad y el gasto en educación. Concluyó que era posible afirmar que el gasto público como instrumento redistributivo adquiere una relevancia creciente si las tendencias a la concentración del ingreso se mantienen y que el mayor énfasis en la función redistributiva del gasto público dependerá, en última instancia, de la aversión a la desigualdad de la sociedad o, dicho de otro modo, de los niveles de inequidad que la sociedad está dispuesta a tolerar (Llambí, Oddone, Perera y Velázquez, 2010, p. 55 a 58).
También en relación con el efecto distributivo del GPS, el MIDES y el MEF publicaron en 2020 un estudio referido al período 2009-2017. En él se concluye que el GPS (educación, salud, y seguridad y asistencia social sin considerar el componente contributivo de jubilaciones y pensiones) fue progresivo en términos absolutos como relativos, resultando en un impacto distributivo de casi 10 puntos del índice de Gini en promedio, el cual pasó de 0,443 en ausencia de políticas a 0,346 en presencia de ellas en el año 2017. Destaca que los resultados posicionan al gasto público social como un instrumento con un importante potencial redistribuidor y que aporta sustancialmente al compromiso público de mejorar el bienestar de la población (Departamento de Análisis y Estudios Sociales (DAES) DINEM/MIDES y Asesoría Macroeconómica y Financiera/MEF, 2020, p. 25 y 26).
Según afirmaciones contenidas en la exposición de motivos del proyecto de ley de Presupuesto Nacional 2020-2024, la incidencia de la pobreza entre los mayores de 65 años fue de 1,8% en 2019, destacándonos positivamente en este aspecto a nivel internacional. Pero, por otra parte, la incidencia de la pobreza en la infancia, si bien se ha reducido significativamente en los últimos años, se mantiene en el orden de 10 veces por encima, lo que revela que existe un marcado sesgo generacional del gasto público social en beneficio de la población mayor (Poder Ejecutivo, 2020, p. 159 y 160).
Respecto de la suficiencia de las prestaciones, se destaca que los niveles de las tasas de reemplazo se ubican en torno al 60%, estando relativamente alineados con los de las economías desarrolladas (Poder Ejecutivo, 2020, p. 160).
Paralelamente, en un informe publicado por el Banco Mundial en 2020, referido a la cobertura del sistema previsional en Uruguay, luego de un ejercicio aritmético que se aclara que puede ser parcial pero que revela tendencias, se destaca lo siguiente en relación con el impacto del sistema de pensiones sobre la pobreza y la desigualdad:
(…) Así, se advierte que en 2008 la pobreza afectaba al 24,56% de la población, pero de no haber habido los programas de pensiones, la misma hubiese alcanzado al 36,26%. No obstante, la distribución por edad de la incidencia de la pobreza no es homogénea. En efecto, la pobreza es mayor en dos grupos etarios bien definidos: los menores de 20 años y los mayores de 65 años. En particular para este último grupo etario, la incidencia de la pobreza en 2008 fue en promedio del 8,26% mientras que sin las transferencias de pensiones dicho porcentaje hubiese ascendido al 55,26%. El esquema de pensiones contributivo fue el programa que mayor impacto en la reducción de la pobreza entre los adultos mayores de 65 años, en tanto las pensiones sociales no tuvieron un impacto significativo.
En 2018, los resultados son similares aunque partiendo de diferente nivel. La pobreza para el total de la población fue del 8,19%, mientras que en un escenario hipotético sin transferencias del sistema previsional, la misma hubiese sido del 17,41%. Al igual que en 2008, la incidencia de la pobreza se encuentra fuertemente contenida debido al sistema previsional. En promedio, la pobreza entre los adultos mayores de 65 años fue del 1,4% mientras que dicho indicador sin considerar los ingresos de los hogares en concepto de pensiones hubiese alcanzado el 34,5%. Nuevamente aquí la importancia relativa de las pensiones contributivas en la reducción de la pobreza es superior al efecto proveniente de las pensiones no contributivas.
Las pensiones también tienen un efecto distributivo progresivo.
(…) La sustracción de las pensiones genera una distribución del ingreso más desigual, lo que da cuenta de su contribución de estas transferencias a una distribución del ingreso más equitativa.
(…) En síntesis, los resultados de los ejercicios realizados sugieren que el sistema de seguridad social cumple un rol relevante a los efectos de mitigar (y prácticamente erradicar) la incidencia de la pobreza entre adultos mayores y también en materia de generar una distribución más equitativa del ingreso (Banco Mundial, noviembre 2020, p. 15 a 17).
A partir del panorama anteriormente descripto, pueden señalarse como fortalezas del sistema uruguayo las siguientes: amplia cobertura subjetiva (sobre todo respecto de las prestaciones de vejez, de actividad a nivel de la población económica activa ocupada, y en materia de asistencia médica); inclusión de los trabajadores no dependientes o autónomos en el sistema; amplia cobertura objetiva (respecto de las contingencias cubiertas), tendencia a la suficiencia de las prestaciones (en especial las contributivas).
Se trata de un sistema fuertemente anclado en la relación de trabajo dependiente y formal, basado fundamentalmente en el seguro social, lo cual hace que sea sensible a los niveles de informalidad y desempleo. Si bien los trabajadores no dependientes están incluidos en el sistema, no tienen cobertura universal desde el punto de vista objetivo (desempleo). Se observan desigualdades en los niveles de cobertura: deficiencias en la cobertura de la infancia y la dependencia (cuidados). La financiación a través de contribuciones e impuestos al consumo presenta los problemas que referimos precedentemente. Además de los problemas que plantea el componente de ahorro individual obligatorio respecto de: su carácter neutro desde el punto de vista distributivo; el monopolio de hecho del BSE en materia de pago de rentas vitalicias (a pérdida), y la falta de seguridad en cuanto a la suficiencia de las prestaciones. La existencia de ciertos regímenes diferenciados puede generar efectos distributivos regresivos.
El desarrollo de las nuevas tecnologías que generan nuevas formas de trabajo, así como la sustitución de trabajo humano por la inteligencia artificial, el fenómeno del envejecimiento de la población, el crecimiento del desempleo y la informalidad en el empleo, son factores que impactan sobre los sistemas de seguridad social, comprometiendo su sostenibilidad financiera (en especial, en los sistemas contributivos). Los sistemas de reparto son solidarios y, consecuentemente, distributivos del ingreso, pero son muy sensibles a las variaciones de la tasa de dependencia (relación entre aportantes y beneficiarios), lo que se presenta como problema, respecto de la sostenibilidad financiera, cuando la tasa de natalidad es baja y la esperanza de vida de la población crece sostenidamente, como en el caso de Uruguay.
Los esfuerzos de la reforma parecen estar enfocados en el subsistema de contingencias IVS, fundamentalmente en el componente contributivo, tratándolo como compartimento estanco, y esto puede generar desequilibrios o, simplemente, hacernos perder la oportunidad de dar una respuesta integral a los problemas planteados, fundamentalmente al de la pobreza en la infancia.
Por otra parte, uno de los desafíos más importantes es que la consecución de la sostenibilidad financiera del sistema no suponga sacrificar su sostenibilidad social. La cobertura tiene que ser adecuada y satisfactoria para la población tanto en la dimensión horizontal como vertical, es decir, para todas las personas que lo necesiten (actualmente y en el futuro) y con prestaciones suficientes para llevar una vida digna. Y esto supone, entre otras cosas, no perder de vista que el principio de solidaridad es la columna vertebral de todo sistema de seguridad social en estrecha relación, o como parte de una misma cosa, con la finalidad redistributiva del ingreso que caracteriza a la seguridad social.
En el sentido de lo anterior, cualquier reforma debe tener a la persona como centro, considerada como parte integrante de la comunidad. Los esfuerzos económicos y financieros deben hacerse con el objetivo de contribuir al mayor desarrollo de las capacidades de los seres humanos que redunde en un mayor desarrollo de las sociedades, tal como es destacado en el informe Nº V a la 109ª Conferencia de la OIT (Oficina Internacional del Trabajo, 2021).
Asimismo, como ha sido reiteradamente señalado por los órganos de la OIT en diversas oportunidades, el éxito de las reformas en esta materia depende en buena medida de la existencia de un amplio diálogo social que dé participación a los interesados y construya ciertos consensos en torno a las soluciones propuestas.
La seguridad social cumple un rol esencial en la distribución del ingreso nacional, contribuyendo a la reducción de la pobreza y de la desigualdad.
Tal como expresó la OIT “existe un riesgo real de que, si no se ponen en marcha iniciativas políticas amplias y concertadas, persistan el aumento de la desigualdad y la deducción del progreso general en el mundo del trabajo, lo cual se hará notar en diversos ámbitos”. Es necesario “reforzar las bases institucionales de un crecimiento económico y un desarrollo inclusivos, sostenibles y resilientes, mejorando los sistemas de protección social (…)” (Organización Internacional del Trabajo, 2021, p. 5).
A nivel local, las transferencias a la Seguridad Social representan el componente principal del GPS. En términos de cobertura a la población de mayor edad, Uruguay se encuentra en niveles destacados en comparación con la región. Como lo ha destacado públicamente Rodolfo Saldain 5, más del 95% de la población mayor de 65 años recibe alguna prestación del Sistema de Seguridad Social. Esto se traduce en que es muy bajo el porcentaje de pobreza en este rango etario de la población.
Sin embargo, como lo hemos destacado, distinta es la situación de la infancia. Mejorar los instrumentos para el cuidado en la primera infancia parece ser la prioridad número uno. Las dificultades que se experimentan en esa etapa se proyectan de forma acumulada en el resto de la vida (Rodríguez Azcúe, 2019, p. 520). “En suma, el acceso de los niños a las guarderías y a centros preescolares de gran calidad podría formar parte de una política verdaderamente eficaz en favor de la igualdad de oportunidades. Todo ello sumado a los permisos de maternidad y de paternidad remunerados que duren más de un año. Dicho de otro modo, ayudar a las familias a invertir en sus hijos (p. 519)”
No caben dudas que grandes desafíos se presentan en materia de protección social y redistribución:
Como señalaba Monereo “En realidad, el problema de la protección social es un problema distributivo de rentas y no tan sólo de eficiencia del sistema, como se suele presentar; y por consiguiente, no es una cuestión de carácter meramente técnico (o tecnocrático), sino dependiente de distintas opciones políticas y, algunas de ellas, de viable realización. Es, en sentido propio una “cuestión social” de nuestro tiempo” (como se citó en López López, 2016, p. 15).
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Notas
1 En esta publicación, nos referiremos a Seguridad Social y Protección Social como sinónimos. Se reconoce que el segundo es un concepto más amplio y comprensivo del primero.
2 Cabe precisar que distribución de la riqueza y distribución del ingreso, en términos económicos, no son lo mismo, puesto que riqueza es un término más amplio que no sólo abarca el ingreso. En este trabajo ponemos el énfasis en la distribución del ingreso, aunque en ocasiones utilizamos los términos indistintamente.
3 Una categoría del gasto público es progresiva cuando los hogares más pobres obtienen una cuota proporcionalmente mayor de los beneficios que los hogares más ricos respecto de la distribución global del gasto. Es regresiva cuando se da lo contrario. Es neutra cuando el porcentaje de beneficio entre los diferentes grupos de ingreso es igual al porcentaje de ingreso del grupo (Amarante, 2007, p.17).
4 Gasto Público Social (GPS): se compone de los recursos que el Estado destina al área social e incluye educación, salud, seguridad y asistencia social.
5 Presidente de la Comisión de Expertos en Seguridad Social creada por la Ley Nº 19.889 de 9 de julio de 2020.