Doctrina
Sergio Rodríguez Salinas |
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El empleador como garante de la seguridad del trabajo en el Código Penal peruano. Globalización, riesgo típico y COVID-19 |
Profesor contratado del Departamento Académico de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), Lima, Perú. Abogado por la PUCP. Máster en Sistema Penal y Criminalidad por la Universidad de Cádiz (España). Miembro del Grupo de Investigación y Estudio de Derecho Penal y Criminología (GRIPEC) Código ORCID: 0000-0003-4543-6281 Contacto: sergio.rodriguez@pucp.edu.pe
Introducción
El interés del Estado por proteger al colectivo de los trabajadores frente a los riesgos derivados de las actividades que estos prestan para terceros representa uno de los primeros intentos de atender a las consecuencias sociales derivadas de la Revolución Industrial. Desde fines del siglo XVIII existía ya una preocupación por parte del Estado por regular ciertos aspectos del trabajo en las fábricas que afectaban la salud, y en muchos casos, la vida de las personas que prestaban servicios en dichos recintos. Sin embargo, el alcance de dichas regulaciones, así como las razones que las motivaban y los instrumentos utilizados para asegurar su cumplimiento fueron cambiando y evolucionando con el paso de los años.
En un inicio, consideraciones meramente paternalistas y económicas avalaban considerar al trabajador como una máquina o un objeto. Quien prestaba un servicio para un tercero se incorporaba a una organización estructurada que buscaba maximizar sus ingresos y reducir cada vez más sus gastos y, por ello, se le debía proteger para evitar un declive en la producción. Sin embargo, el Estado actualmente ya no avala esta situación, sino que, por el contrario, la combate, buscando evitar la mercantilización de la fuerza de trabajo. El artículo 23 de la Constitución Política del Perú de 1993 es claro en señalar no solo el deber del Estado de proteger al trabajador, sino también en prohibir que las relaciones de trabajo nieguen o rebajen la dignidad de la que es titular el trabajador. Esta es una de las conquistas laborales que se vienen gestando desde inicios del siglo XX y en las cuales el derecho penal, como derecho de libertades, juega un papel crucial.
El contexto económico y político en el que se desarrollan las relaciones de trabajo en la actualidad presenta determinadas características que inciden sobre el fenómeno de la siniestralidad laboral y, por lo tanto, condicionan la intervención del ordenamiento jurídico sobre este. En ese sentido, son ya comunes las referencias a la relación existente entre la globalización y el derecho penal. La rápida expansión de la COVID-19 es una consecuencia de la globalización. Se trata de una pandemia que ha ocasionado la muerte de aproximadamente millón y medio de personas en todo el mundo y, por ende, de una fuente de riesgo a la que los trabajadores se enfrentan en el ejercicio de sus funciones. Piénsese en el número de policías, militares o sanitarios infectados o fallecidos, trabajadores -en muchos ca- sos, estatales- que prestan sus servicios y que, aun en dichas circunstancias, merecen ser protegidos.
El análisis que se realizará a continuación pretende poner de manifiesto las condiciones en las que se interrelacionan capital y trabajo en la sociedad globalizada y cómo estas afectan la vigencia de derechos fundamentales. A partir de ahí se realizará un estudio crítico del derecho penal vigente -a la luz del ordenamiento peruano- con el objetivo de construir una interpretación del tipo penal que sea funcional al delito como fenómeno social que se pretende prevenir y, de ser el caso, sancionar. Así, se pondrá especial énfasis en el bien jurídico que se protege con la intervención del derecho penal, en el sujeto responsable de evitar la lesión de dicho bien jurídico y en los criterios para determinar el riesgo penalmente prohibido, aplicando cada una de las conclusiones a las que se arribe a la protección de los tra- bajadores en el contexto de la COVID-19.
Globalización de mercados y globalización de riesgos
La globalización no significa la internacionalización de los mercados o el intercambio de bienes y servicios a nivel global. Esta es una realidad que data de mediados del siglo XIX, producto de los avances tecnológicos propios de la Revolución Industrial y de la lucha por el posicionamiento económico de las potencias europeas. Es cierto que actualmente existe una intensificación de los alcances de los mercados nacionales y, por lo tanto, de las repercusiones de uno en otro; no obstante, la globalidad no es más que una consecuencia de este proceso (Beck, 2008, p. 36).
La globalización -como fenómeno al que se enfrenta el Estado- supone una integración económica, política y social de los mercados a través de la intervención de actores, acuerdos e instituciones transnacionales (Beck, 2008, p. 34) (Stiglitz, 2011, p. 45). Por lo tanto, la globalización enfrenta a las estructuras estatales típicas con la proliferación y poder de sujetos privados que actúan a nivel global (Beck, 2008, p. 38).
En el plano económico, se aprecia una transformación de la forma de producción y, por ende, de la economía similar -en sus efectos- a la que operó con la Revolu- ción Industrial. Los mercados nacionales pierden presencia y ceden su lugar como eje de la economía al mercado global como consecuencia del desarrollo de la global commodity chain o cadena de producción global (Hobsbawm, 1998, p. 280). La división de tareas propia del taylorismo viene sustituida por un reparto de funciones entre diferentes unidades productivas -nodos- ubicadas en diferentes países, de manera que las etapas de producción de un bien o de la prestación de un servicio se distribuyen entre diferentes empresas que se integran a través de una red que gira en torno a la autoridad de la empresa trasnacional responsable del producto (Gereffi, 1995, p. 113).
En esta nueva cadena de producción, los centros de producción se encuentran en países que tradicionalmente se encontraban fuera del mundo industrializado -Sudeste Asiático, Centroamérica y algunos países de Sudamérica- lo que trae como consecuencia, en muchos casos, menores niveles de regulación laboral, ambiental, entre otros, en comparación con los Estados donde se encuentran ubicados los centros de decisión (Gereffi, 1995, p. 102) (Mayer y Gereffi, 2010, p. 3). Son estos últimos los que fijan las necesidades de producción en torno a las que se articula todo el proceso productivo (Sanguinetti Raymond, 2011, p. 551). Por lo tanto, la cadena de producción global no es la suma de varias empresas repartidas territorialmente, sino la fusión o integración de estas en un único proceso de producción, en un único sistema coherente; en suma, en un solo mercado global (Kobrin, 2002, p. 47).
En el plano político, la globalización se caracteriza por la ausencia de un interlocutor global, dadas las limitaciones que tienen tantos los Estados como las organizaciones internacionales para actuar en este nuevo contexto. El mercado global, como se ha señalado, relativiza los límites territoriales de los Estados hasta desaparecerlos en la práctica. Sin embargo, la actuación de los Estados sí gira en torno al principio de territorialidad, lo que limita la posibilidad de aprehender el fenómeno del mercado global como una unidad. Por lo tanto, cada nodo queda sujeto a la actuación del Estado donde se encuentra ubicado, condicionada -en mayor o menor medida- tanto por la debilidad institucional y tecnológica de las administraciones públicas (Cafaggi, 2014, p. 191) (Mayer y Gereffi, 2010, p. 4), como por la tendencia de los gobiernos a reducir los niveles de protección de sus ciudadanos para asegurar la incorporación de la economía nacional en el mercado global (Kobrin, 2002, p. 58) (Mayer y Gereffi, 2010, p. 5).
Por otra parte, las organizaciones internacionales tampoco están en condiciones de abordar este fenómeno. Ello es así, principalmente, por dos razones. En primer lugar, porque se trata de un sistema que requiere de la participación de los Estados miembro tanto para la toma de decisiones como para la aplicación o trasposición de sus normas en sus territorios (Cafaggi, 2014, p. 194). En segundo lugar, porque las organizaciones internacionales no cuentan con mecanismos de coerción suficientemente efectivos para instar a los Estados a actuar, sobre todo cuando se trata de abordar conflictos sociolaborales. Así, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a través de la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones (CEACR) se limita a poner en evidencia la renuencia de los Estados miembros a poner en práctica la normativa internacional del trabajo, sin mayores mecanismos para influenciar directamente sobre estos como los que posee la Organización Mundial del Comercio (OMC) (Mayer y Gereffi, 2010, p. 5).
En la misma línea, la gestión de la actual crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19 ha puesto de manifiesto las debilidades de la Organización Mundial de la Salud (OMS) como autoridad directiva y coordinadora en materia sanitaria. No solo ha sido evidente su tardía intervención, sino además la incapacidad para fijar pautas de actuación generales que sean aplicadas, de manera obligatoria, por todos los Estados.
Ahora bien, este escenario no significa que exista un desgobierno de la economía global o, con mayor precisión, la ausencia de reglas que encaucen el funcionamiento del mercado. Desde el feudalismo, los propios actores económicos han respondido a sus necesidades autorregulándose, como queda evidenciado con la actuación de los gremios. Se ha observado, con acierto, que ante la ausencia de un Estado global y un gobierno mundial (Beck, 2008, p. 38) son los sujetos que intervienen, directa o indirectamente, en la economía los que llevan a cabo actividades de regulación (Büthe, 2010, p. 9). Así, las propias empresas, las organizaciones no gubernamentales (ONG), las asociaciones de expertos o las agencias de normalización intervienen en la autorregulación del mercado. Por ejemplo, la empresa Nike, que opera bajo el sistema de la cadena de producción global, se vincula con las distintas unidades productivas o nodos a través de un código de conducta. A través de este se busca estandarizar la protección de derechos laborales, supliendo las lagunas existentes en los Estados donde se ubican los centros de producción.
En consecuencia, estos sujetos no solamente intervienen como agentes económicos en el intercambio de bienes y servicios, sino que, además, son auténticas autoridades privadas dado que actúan como autores de políticas, reglas, normas y prácticas, y son reconocidos como tales por los destinatarios de estas (Hall y Biers- teker, 2002, p. 4). Con ello, estos sujetos detentan un poder político que ejercen ya sea de manera previa al Estado o de forma paralela a este, autónomamente o por delegación de estos (Cafaggi, 2014, p. 186).
Ello no significa, de ninguna manera, prescindir de la actividad estatal en favor de la autorregulación de las autoridades privadas, porque ello supondría correr el riesgo de privatizar bienes públicos, principalmente los derechos fundamentales. Un Estado Constitucional -como Perú y Uruguay- no puede evitar asumir su responsabilidad sobre la regulación de la economía (Black, 2001, p. 126) y, principalmente, sobre la protección de los derechos y libertades de terceros, entre los que se encuentran los derechos de los trabajadores. El pluralismo jurídico y la soberanía de la Constitución suponen que la actividad de los privados se encuentre sujeta a los principios que emanan de esta y que rigen la convivencia en sociedad. Por lo tanto, toda forma de autorregulación válida en el Estado Constitucional será, desde sus inicios, una forma de autorregulación regulada -por la propia Constitución. Solo así se puede asegurar que las autoridades o poderes privados también contribuyan a los fines y presupuestos propios del Estado (Ariño Ortiz, 1995, p. 35) (Arroyo Jiménez, 2015, p. 38).
Por ende, el Estado deberá poner atención a las particularidades del sector objeto de regulación, a los intereses que se encuentra en juego -derechos fundamentales- para ponderar la necesidad de mayores niveles de intervención, de fijar pautas adicionales que permitan encausar de mejor manera la autorregulación (Black, 2001, p. 126) (Lipschutz y Rowe, 2005, p. 120), teniendo siempre en consideración que esta se encuentra en la base del esquema regulatorio y que, por lo tanto, el impulso debe ser desde aquí hacia la cúspide, representada por mecanismos estatales de control y sanción (Esteve Pardo, 2015, p. 49).
Protección de la seguridad del trabajo y derecho penal
La sociedad en la que vivimos no es solo una sociedad del mercado globalizado, es también una sociedad globalizada de riesgo. No solo las fronteras físicas son irrelevantes para el funcionamiento del mercado global, también lo son para los riesgos que este genera. Por un lado, los riesgos pueden expandirse de tal manera que la clásica lectura de la causalidad pierde vigencia (Beck, 1998, p. 34). La emisión de gases contaminantes en uno de los centros de producción de la cadena global tiene un impacto considerable no solo en el país en el que se encuentra, sino también en otros países. De la misma manera, se puede apreciar una gran dificultad para contener ciertos riesgos naturales que, en principio, se encuentran circunscritos a un territorio determinado, pero que producto de la integración económica y social se expanden de manera acelerada y, muchas veces, descontrolada. Piénsese, en este último caso, en la COVID-19 y su rápida expansión desde el lugar donde se detectó el primer brote (Wuhan, China) hasta convertirse en una pandemia que afecta a países en los cinco continentes.
Por otro lado, al deslocalizarse la producción también lo hacen los riesgos que puedan derivar de la actividad productiva. Si bien cada nodo de la cadena responde a un único proceso global, los riesgos que se derivan de este pueden tener distintos efectos sobre la sociedad, dependiendo de las características específicas de cada centro de producción y las regulaciones estatales a las que estos se encuentren sujetos. La consecuencia de este escenario es que, aun cuando los riesgos fueran objetivamente iguales en cada territorio donde se despliega la actividad productiva, la obligación de contenerlos podrá -y, en muchos casos, será- cualitativamente distinta, lo que perjudica a los terceros que se relacionan con el mercado global.
Uno de los principales grupos sociales que son afectados por las externalidades negativas del mercado global es el colectivo de los trabajadores. Así, «al sujeto político de la sociedad de clases (al proletariado) le corresponde en la sociedad del riesgo sólo el daño causado a todos por peligros monumentales más o menos palpables» (Beck, 1998, p. 55). Que el colectivo de los trabajadores es el principal destinatario de los riesgos de las actividades productivas fue advertido desde los inicios de la Revolución Industrial. En esa línea, con la primera regulación de carácter nacional en Reino Unido -la denominada Health and Morals of Apprentices Act de 1802- se reconoció que la producción de bienes no podía darse a cualquier costo, por lo que debían preverse ciertas condiciones de higiene mínimas para proteger a aquel grupo social que se relacionaba directamente con los medios de producción -el proletariado- y que era el principal afectado con las enfermedades y accidentes derivadas de los nuevos medios de producción (Carson, 1970, p. 387) (Innes, 2002, p. 230).
Con ello, si bien se justifica la intervención del Estado frente al fenómeno de la siniestralidad laboral, ¿ello significa apelar al derecho penal? Para responder a esta pregunta se debe indagar sobre el interés que se encuentra en juego y su valor dentro del ordenamiento jurídico. En un Estado que se legitima y se justifica a partir de la protección de libertades de los ciudadanos, no se pueden prohibir ni sancionar comportamientos que no comporten una restricción ilegítima de las esferas de libertades de terceros, sobre bienes jurídicos protegidos (Meini Méndez, 2014, p. 23) (Sternberg-Lieben, 2016, p. 102). En el Estado Constitucional se erige una prohibición de exceso en virtud de la cual la prohibición penal «no se puede justificar si no se puede remitir a que persigue de forma adecuada una finalidad admitida» (Hassemer, 2016, p. 95).
Si lo que debe proteger el derecho penal son las libertades necesarias para el de- sarrollo de las personas en sociedad (Roxin, 1999, p. 56), entonces será el programa de la Constitución -los derechos y principios que ahí se encuentran reconocidos- el que sirva de marco de referencia para la intervención penal (Alonso Álamo, 2009, p. 101) (Carbonell Mateu, 1999, p. 37). La actuación del legislador no solo se justifica y limita por una prohibición de criminalización, sino también por un mandato o prohibición de defecto. El reconocimiento de determinados intereses esenciales para la vida en comunidad que necesitan ser asegurados o preservados (Welzel, 1956, p. 2) implica la existencia de un deber de protección por parte del Estado que lo obliga o presiona normativamente a intervenir a través del derecho penal (Hassemer, 2016, p. 98).
No obstante, la Constitución no será la única referencia para limitar, positiva y negativamente, la actuación del legislador penal. Si se admite que los derechos humanos son el punto de partida para protección de bienes jurídicos penales, entonces la falta de reconocimiento constitucional no será óbice para deslegitimar la intervención del derecho penal puesto que aquellos no son privativos de un orden social específico o de una tradición jurídica particular (Alonso Álamo, 2009, p. 102). Por el contrario, se tratan de intereses universales, que se desprenden de la propia esencia del ser humano, su dignidad, y que, como tales, existen de manera previa al Estado y son merecedores de tutela(1). En conclusión, «al Derecho penal le importa preservar bienes jurídicos que las Constituciones modernas se limitan a reconocer, pero cuya validez no depende del reconocimiento por las Constituciones o las Declaraciones Internacionales de Derechos» (Alonso Álamo, 2009, p. 105).
Estas reflexiones son imprescindibles para dar respuesta a la interrogante plantea- da. A la constitucionalización del derecho del trabajo -a partir de la Constitución de Querétaro de 1917 y de la Constitución de Weimar de 1919- le ha acompañado la internacionalización del conflicto entre capital y trabajo y su regulación por la comunidad internacional. Así, ya en 1919, al constituirse la Organización Internacional del Trabajo (OIT) -con el Tratado de Versalles- se ponía de manifiesto la necesidad de atender a las condiciones de trabajo como fuente de enfermedades y accidentes de trabajo y, por lo tanto, de injusticia para los trabajadores.
Este proceso de reconocimiento internacional de derechos laborales en el marco de la siniestralidad laboral se ha ido perfeccionando a lo largo del tiempo hasta llegar, en nuestros días, a su inclusión en instrumentos internacionales de derechos humanos. En ese sentido, el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) establece la obligación de los Estados de dotar a las personas de condiciones de trabajo que aseguren «la seguridad y la higiene en el trabajo». En la misma línea, el artículo 7 del Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales -el Pacto de San Salvador- obliga a los Estados parte a asegurar, como condición justa, equitativa y satisfactoria de trabajo, la seguridad e higiene. De igual manera, la Carta Europea consagra en el artículo 31 que «todo trabajador tiene derecho a trabajar en condiciones que respeten su salud, su seguridad y dignidad».
La propia OIT ha puesto de manifiesto que la seguridad e higiene en el trabajo -en la denominación utilizada por el PIDESC- se desprende de la dignidad de la persona. Así, esta organización ha venido abogando por un trabajo decente, un trabajo que debe prestarse respetando las condiciones propias de la dignidad humana (Sen, 2000, p. 133), dentro de las cuales se encuentra la seguridad en el trabajo. Solo de esta manera se puede asegurar al trabajador el ejercicio de sus derechos fundamentales (Vega Ruiz y Martínez, 2002, p. 40). En suma, se trata de superar la visión mercantilista del trabajo -según la cual se debía proteger al trabajador como medio para mejorar la producción, la economía y la posición geopolítica de los Estados- para dar paso a un principio que estandarice, a nivel global, las condiciones de trabajo, derivándolas de la propia idea de dignidad (Baylos Grau, 2016, p. 24).
A partir de este desarrollo se puede concluir válidamente que la protección frente a la siniestralidad laboral es un derecho humano. Aun cuando este no ha sido reconocido expresamente en el texto constitucional peruano -como lo hace la Constitución española o la Constitución de la República Oriental del Uruguay- ello no es óbice para reconocer su vigencia en el ordenamiento jurídico, como límite a la actuación de los sujetos en el mercado y como objeto de tutela legítimo por parte del derecho penal. Como se ha señalado, la reacción más gravosa con la que cuenta el Estado -por incidir sobre la libertad de los ciudadanos- debe aplicarse a intereses que tienen la misma validez o vigencia dentro del sistema social (Seher, 2012, p. 141), de manera que exista «una proporción adecuada entre la prohibición de acción y la amenaza penal» (Hassemer, 2016, p. 95). El principio de proporcio- nalidad obliga a concebir el derecho penal como el primer recurso ante afectaciones a bienes jurídicos más estrechamente ligados a la dignidad.
Por lo tanto, la intervención del derecho penal -a través del artículo 168-A del Código Penal (CP) peruano(2) -tiene como objeto la protección del bien jurídico seguridad del trabajo. No obstante, para justificar a cabalidad la protección penal son necesarias algunas precisiones adicionales. En primer lugar, tanto los instrumentos internacionales señalados como la doctrina que sostiene la protección de un bien jurídico colectivo hacen referencia a la seguridad en el trabajo (Arroyo Zapatero, 1981, p. 251) (Gallo, 2014, p. 39) (Hortal Ibarra, 2005, p. 61) (Montoya Vivanco, 2013, p. 93). Sin embargo, aquí se prefiere la denominación seguridad del trabajo porque pone de relieve a la actividad laboral -la prestación de un servicio para un tercero- como la fuente de riesgo que obliga al responsable de esta a actuar (Castronuovo, 2016, p. 16) (Vicente Martínez, 2008, p. 558), evitándose así que se preste especial atención al lugar donde se desarrolla el trabajo. De esta manera quedan abarcadas dentro del ámbito de protección de la norma aquellas actividades que, por su naturaleza, son prestadas fuera del centro de trabajo, así como aquellas que, por circunstancias concretas, deben ser realizadas de manera remota, como viene sucediendo en el marco de la pandemia de la COVID-19(3).
En segundo lugar, debe definirse el contenido del bien jurídico protegido. Si se parte de los instrumentos internacionales que reconocen este derecho se puede admitir, de manera genérica, que los trabajadores -como colectivo- son titulares del derecho a prestar un servicio o realizar una labor sin menoscabo de sus intereses, en un ambiente seguro (Pomares Cintas, 2013, p. 174) (Torre, 2013, pp. 345- 347), que se determinará de acuerdo la correcta evaluación, planificación y gestión de los riesgos laborales (Herrera Gonzales-Pratto, 2006, p. 445).
Contra esta conceptualización del bien jurídico se ha señalado que existiría un solapamiento con el ordenamiento administrativo sancionador -que prevé sanciones ante el incumplimiento de la normativa de seguridad en el trabajo(4)- convirtiendo el tipo penal en una mera infracción formal (Gallardo García, 2006, p. 274) (Terradillos Basoco, 2006, p. 48). Y ello sería así en tanto la sola contravención de la normativa extrapenal supondría ya la lesión de la seguridad que se pretende garantizar (Aguado López, 2002, p. 87), vulnerándose así el principio de mínima intervención.
Por ello, el artículo 168 –A CP prevé la puesta en peligro grave la vida, salud o integridad física. Lejos de fijar en estos intereses individuales el objeto de protección penal -como sostiene cierto sector de la doctrina peruana (Abanto Revilla, 2015, p. 376) (García Cavero, 2014, p. 2) (Oré Sosa, 2018, pp. 203-204)- una lectura coherente con la esencia del derecho a la seguridad del trabajo debe llevar a una interpretación según la cual dicha exigencia pone de manifiesto que, en atención al principio de lesividad, el derecho penal solo puede intervenir cuando dicha seguridad ponga en riesgo real bienes jurídicos individuales. En ese sentido, solo formarán parte del ámbito de protección de la norma aquellos deberes u obligacio- nes que aseguren esa situación de seguridad de los trabajadores y que tengan idoneidad suficiente -ex ante- para realizar el resultado que exige el tipo penal -puesta en peligro grave e inminente (García Rivas, 2005a, pp. 239-241).
Debe tenerse en cuenta, además, que todos los tratados de derechos humanos ya aludidos protegen la seguridad del trabajo de manera autónoma al derecho a la salud y a la vida de los trabajadores -derechos individuales de los que son titulares los trabajadores por su condición de personas y, por ende, de manera independiente al bien jurídico que se viene analizando. En esa línea, la Comisión Mundial sobre el Futuro del Trabajo -creada en el seno de la OIT- ha afirmado la necesidad de reconocer a la seguridad del trabajo como un derecho fundamental con un tratamiento autónomo (Oficina Internacional del Trabajo, 2019b, p. 40).
En suma, el bien jurídico protegido seguridad del trabajo se erige como un bien jurídico colectivo en tanto protege el interés de una colectividad -los trabajadores como destinatarios de los riesgos derivados del trabajo por cuenta ajena- con características propias y factores de vulnerabilidad distintos a los de sus miembros individualmente considerados (Torre, 2013, p. 347). Por lo tanto, se trata de un bien jurídico autónomo que se construye a partir de la abstracción de la individualidad de los trabajadores (García Rivas, 2005a, p. 249), pero que exige que el comportamiento trascienda esta abstracción y se manifieste sobre intereses individuales (Gargani, 2005, p. 133).
Por el ende, el concurso -real o ideal- entre este delito y el homicidio o las lesiones es legítimo y expresa, además, los diferentes niveles de protección que dispensa el ordenamiento jurídico: protección de un bien jurídico colectivo y protección de intereses individuales. Si bien el artículo 168-A CP prevé una pena agravada cuando se verifique el resultado lesivo -muerte o lesiones- ello debe ser entendido como la evidente necesidad de asignar una pena mayor a causa de los efectos o resultado de la conducta lesiva -la no adopción de las medidas de seguridad. No es posible coincidir con aquellas posturas que sostienen que, en estos casos, se aplicaría únicamente el segundo párrafo del artículo 168-A CP (García Cavero, 2014, p. 24) (Oré Sosa, 2018, p. 211). No se entiende cómo una circunstancia posterior al delito(5), entendido como creación de riesgo prohibido para un bien jurídico, puede adicionar a la protección del interés colectivo -y, por ende, al merecimiento de pena- un bien jurídico individual -que tiene una protección autónoma y, por ende, un desvalor distinto que debe ser abarcado por la sanción penal.
Concepto material de autor y posición de garante
La globalización del mercado y, con ella, de los riesgos que derivan de la actividad empresarial obliga a preguntarse por la forma cómo deben distribuirse y limitarse estos efectos secundarios (Beck, 1998, pp. 24-25). En el ámbito del derecho penal, la pregunta a responder es ¿quién es el competente por evitar la creación de un riesgo penalmente prohibido? Como se ha señalado, si el Estado busca asegurar y proteger ámbitos de libertad valiosos para el desarrollo de sus individuos en sociedad, entonces solo puede hacer responsable a sus ciudadanos cuando esas libertades se exceden, perjudicando los espacios de libertad de los que legítimamente gozan los terceros. Emergen, así, dos principios fundamentales para la atribución de responsabilidad penal: auto organización y creación de riesgos. Auto organización en tanto todo ciudadano es libre de organizar o disponer de la libertad que le es reconocida, y creación de riesgos en tanto el límite de esta libertad es, precisamente, la restricción -ilegítima- de los espacios de libertad reconocidos a los demás ciudadanos.
Por lo tanto, de una lectura conjunta de ambos principios se puede concluir la existencia de un deber de organizar los ámbitos de competencia o de riesgo de manera tal que no se cree un riesgo penalmente prohibido para bienes jurídicos protegidos. Este deber viene siempre asumido por un garante en virtud de un comportamiento previo, libre y voluntario. A través de este, el garante comunica normativamente su vinculación con bienes jurídicos de terceros y su voluntad de hacerse responsable de estos riesgos (Mir Puig, 2016, p. 328). Este deber es el que fundamenta toda imputación penal, puesto que la sociedad de riesgo impone la obligación de controlar las actividades que se realizan, aun cuando estas son objeto de cierta permisión -como sucede con las actividades laborales (Feijóo Sánchez, 2007a, p. 84) (Herzberg, 2008, p. 7).
Sobre la base de esta idea no cabe diferenciar entre la llamada responsabilidad por organización y la responsabilidad o incumbencia institucional. En ambos sub- siste el deber fundamental de «impedir peligros para bienes ajenos que procedan -sin actividad actual del titular - del propio ámbito de organización» (Jakobs, 1996, p. 48), sobre la base de una asunción previa de la posición de garante -ya sea por su participación en la sociedad o por la aceptación de una posición específica-institución. Y ello es así toda vez que el fundamento de la prohibición nunca será la vulneración de la institución, sino siempre la vulneración de espacios de libertad que se encuentran protegidos y delimitados de manera particular sobre la base de deberes especiales (Feijóo Sánchez, 2007a, pp. 78-79). Ya sea que la persona desempeñe un rol genérico de ciudadano y, como tal, cometa un delito de homicidio, o dentro de un rol específico o institucional realice un delito contra la administración pública, lo que fundamenta la prohibición de dicha conducta es la no organización correcta de su ámbito de competencia, sobre la base de deberes preconfigurados ya sea por la sociedad en su conjunto o por concretos ámbitos de esta.
En consecuencia, el criterio para atribuir responsabilidad penal en el marco de una actividad empresarial debe fundamentarse necesariamente en estos principios. Así, la libertad de empresa -que se reconoce constitucionalmente a todos los ciudadanos como personas físicas- implica necesariamente, como contrapartida para el titular de este derecho, el deber de velar por que, en el ejercicio de dicho derecho, no se deriven riesgos penalmente relevantes para bienes jurídicos de terceros -ya sean individuales, como la vida o la salud, o colectivos, como la hacienda pública, el medio ambiente o la seguridad del trabajo. Se trata, en suma, de atribuir una posición de garante al empresario como manifestación del deber general que le compete a todo ciudadano de evitar comportamientos de riesgo prohibido para los bienes jurídicos de los demás integrantes de la sociedad. Este deber de no crear riesgos penalmente prohibidos con la actividad empresarial es asumido libre y voluntariamente por el propio garante con la puesta en marcha de la empresa, con la configuración de una relación de dominio sobre la empresa y sobre los terceros a través de los cuales la persona jurídica interviene en sociedad (Arroyo Zapatero, 1981, p. 160).
En el delito contra la seguridad del trabajo, el legislador peruano ha optado por incorporar una remisión a una norma extrapenal, al señalar que el autor será aquel que se encuentre legalmente obligado a adoptar las medidas de seguridad. No obstante, ello no significa que el derecho penal deba hacer suyas las definiciones de otras ramas del ordenamiento jurídico. La tarea del intérprete, en todo tipo penal, será la de determinar el fundamento de la prohibición penal a partir del bien jurídico protegido. Todo tipo penal tiene una carga normativa que le es consustancial (Doval Pais, 1999, p. 199), la que debe determinarse actualizando e incorporando los principios que fundamentan la responsabilidad penal al concreto ámbito de competencia en el que despliega sus efectos la ley penal (Fiandaca y Musco, 1995, p. 109). Por lo tanto, dado que el legislador ya ha establecido el bien jurídico prote- gido, la remisión a la norma extrapenal no será automática, sino que deberá ser interpretada de manera compatible con el núcleo de la prohibición ya fijado.
El artículo 168-A CP peruano remite, en primer lugar, a la Ley n.º 29783, Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo (LSST). Esta norma establece como principio rector la obligación, a cargo del empleador, de otorgar los medios y condiciones que garanticen la protección de la vida y salud de sus trabajadores. Una revisión integral de la LSST permite advertir que los deberes que ahí se establecen son competencia del empleador. Sin embargo, ni la ley ni su reglamento(6) contienen una definición de lo que debe entenderse por empleador, como tampoco lo hace la norma que rige las relaciones laborales en el sector privado(7). Ello no impide dotar de contenido al elemento del tipo empleador a partir del concepto de empresario – garante que se ha esbozado previamente, esto es, entendiéndolo como aquella persona que asume determinado poder de dirección dentro una estructura empresarial o esfera de riesgo de la cual pueden desprenderse riesgos para el bien jurídico seguridad del trabajo (Meini Méndez, 2017, p. 118) (Terradillos Basoco, 1998, p. 79). Esta lectura traslada los principios de la intervención penal en el derecho penal económico al ámbito de la siniestralidad laboral y toma en cuenta la razón por la cual la LSST hace responsable al empleador de la seguridad de sus trabajadores: el ingreso de estos a la esfera de libertad del empleador para la realización de un trabajo o servicio (Montoya Melgar, 2004, p. 140).
Sin embargo, esta interpretación no sería aplicable en todos los casos, ya que como se ha evidenciado, el mercado global es uno liderado por empresas, por per- sonas jurídicas. Así, al ser estas la contraparte de la relación de trabajo cabría calificarlas dentro del concepto de empleador y, por lo tanto, sería la persona jurídica el sujeto legalmente obligado del tipo penal. Ante este escenario, se ha señalado la necesidad de recurrir a la figura del actuar en lugar de otro, regulado en el artículo 27 del CP peruano(10) (García Cavero, 2014, p. 5) (Montoya Vivanco, 2013, p. 95) (Oré Sosa, 2018, p. 204). De esta manera se individualizaría el deber especial de garante, que recae en el empleador como persona jurídica, en una persona física -el representante. Por lo tanto, sería este último el verdadero destinatario de los deberes que componen la posición de garante y, por ende, a quien se responsabiliza por la lesión del bien jurídico (Tiedemann, 2009, p. 232).
No obstante, si se parte del concepto material de autor que ha sido esbozado previamente, y, por lo tanto, del concepto de empresario-empleador, el recurso al artículo 27 CP no sería necesario (Meini Méndez, 2017, p. 119). El destinatario de la norma penal -y, por ende, de la protección del bien jurídico protegido seguridad del trabajo- no es la persona jurídica, sino todo aquel que, aceptando libre y voluntariamente participar en la organización de esta, tiene la capacidad material para adoptar las medidas necesarias para evitar los riesgos para el bien jurídico, esto es, para organizar un espacio de libertad previamente creado o aceptado. Es necesario desprenderse de criterios formales -donde la persona jurídica es la titular de la relación laboral- para atender a la capacidad de vincularse del sujeto activo con su entorno, en este caso, con la protección de intereses vitales para el conjunto de trabajadores. Esta es la solución que asume el legislador uruguayo al prever, en el artículo 1 de la Ley n.º 19196, que el sujeto activo del delito será aquel que ejerza, en los hechos, el poder de dirección que le es inherente al empleador (Meini Mén- dez, 2017, p. 117).
Esta conclusión permite abordar la delegación de funciones como uno de los deberes de organización del empleador. Resultaría sumamente gravoso y, por lo tanto, de imposible cumplimiento, exigir al titular de la empresa que emprenda per- sonalmente todas estas medidas, o que, por ejemplo, ejerza directamente la supervisión de las actividades de los trabajadores. No solo porque tendría que desatender otras funciones importantes al interior de la empresa, sino porque es imperativo que adopte una estructura organizativa que le permita cumplir con su deber como empresario-garante (Demetrio Crespo, 2008, p. 106). En consecuencia, la delegación forma parte también del contenido del deber de prevención de riesgos laborales.
En esa línea, la delegación debe ser entendida como el mecanismo del que dispone el garante -empleador para cumplir con su deber, haciendo competente a un tercero de una parcela de las obligaciones que al primero le corresponden- tercero que debe, al igual que el empresario, asumirlas libre y voluntariamente, pues supone, en puridad, asumir una nueva posición de garante. En consecuencia, no se trata de una transmisión o enajenación de la posición de garante, sino solo de una transformación del deber originario de este en un deber de control (Schünemann, 2005, p. 591). De esta manera, el empleador-delegante mantiene la obligación de supervisar que, a partir de la forma como viene cumpliendo sus deberes como garante, no se creen nuevos riesgos prohibidos. Esta supervisión o vigilancia deberá graduarse según las circunstancias y teniendo en cuenta la cercanía o lejanía con los centros de decisión a fin de determinar la manera más idónea de cumplir con este deber (Frisch, 1996, p. 121).
Por lo tanto, podrán responder penalmente tanto los directivos o titulares de la empresa, como garantes originarios, como aquellos que, sin haber intervenido en la puesta en marcha de la actividad empresarial, deciden participar de su funcionamiento, asumiendo un deber de garante a través de la delegación. De igual manera, bajo un concepto material de autor podrá atribuirse responsabilidad penal a los directivos de la sociedad matriz por lo hechos cometidos en los nodos de la cadena de producción global. Para ello será necesario que, en los hechos, cuenten con los medios necesarios para organizar y controlar el riesgo asumido, esto es, que hayan sido dotados de la suficiente autonomía funcional. Solo de esta manera el Estado, a través del derecho penal, podrá exigirles que cumplan con la posición de garante asumida y, eventualmente, responsabilizarlos por el incumplimiento de esta.
En suma, para determinar el sujeto activo del delito contra la seguridad del trabajo deberá adoptarse un concepto material de autor que se desprende de la categoría de empresario y según el cual podrá ser responsable penalmente aquel que cuente con la suficiente capacidad para organizar la fuente de peligro empresa, asumiendo facultades de dirección (Baylos y Terradillos Basoco, 1997, p. 115) (Oré Sosa, 2018, p. 204), esto es, «aquellos que en el desarrollo de la empresa tengan dominio de la seguridad, y con esto, efectivo control a las fuentes de peligro» (Salvador Concepción, 2014, p. 248).
Seguridad del trabajo y riesgo prohibido
Para determinar cuál es el contenido específico del deber de garante del em- pleador en materia de siniestralidad laboral es necesario, primero, fijar cuál es la necesidad de protección del bien jurídico protegido. El artículo 16 del Convenio 155 de la OIT, sobre seguridad y salud de los trabajadores(9), establece la obligación del empleador de asegurar que el centro de trabajo, los equipos y maquinarias que se utilizan y todo el proceso productivo no supongan riesgo alguno para la seguridad de los trabajadores. En la misma línea, el artículo 21 de la LSST señala como primera acción a realizar por parte del empleador la eliminación, desde su origen, de todo riesgo para los trabajadores. De estas referencias puede concluirse la existencia de un deber general de asegurar la ausencia de riesgo, que será el que guíe la actividad de prevención de riesgos laboral, y que se manifiesta en dos principios que deben ser incorporados al análisis de la conducta típica para determinar si se trata de un riesgo permitido o no.
El primero de ellos es el principio de precaución, que cobra vigencia a nivel internacional a partir de la Declaración de Río sobre el medio ambiente y el desarrollo de 1992. El artículo 15 de la Declaración insta a una aplicación amplia del principio de precaución de manera tal que la adopción de medidas eficaces no se subordine a la falta de certeza científica absoluta sobre los daños graves e irreversibles para el medio ambiente. Como puede apreciarse, para la aplicación de este principio se deben identificar los riesgos o peligros derivados de cierta actividad y, a partir de estos, concluir la posibilidad de su realización, si bien en un marco de incertidumbre científica.
Aun cuando este principio no se encuentra reconocido expresamente en la normativa peruana, sí es posible concluir su aplicación al contexto de la siniestralidad laboral. Como ha señalado la OIT, existe una estrecha vinculación entre la protección del medio ambiente y la protección del ambiente de trabajo (Oficina Internacional del Trabajo, 2019a, p. 42), en tanto los riesgos que puedan venir del exterior, o que puedan generarse hacia el exterior, tendrán también un impacto en las condiciones de trabajo (Terradillos Basoco, 2018, pp. 216-217). Una muestra de ello son los numerosos casos resueltos por la jurisprudencia italiana sobre la producción de asbesto o amianto y la afectación de la vida y salud, tanto de los trabajadores como de las personas que vivían a los alrededores de las fábricas. Así, también se tiene el riesgo generado por la pandemia de la COVID-19, un peligro que no es creado por el empleador, sino que se encuentra en el exterior y genera graves consecuencias también para la actividad laboral.
Por ende, no puede negarse la vigencia del principio precautorio en supuestos en los que el avance de la ciencia sea insuficiente para delimitar la real lesividad de un proceso productivo para la seguridad del trabajo (Castronuovo, 2011, p. 16). Se trata, por ende, de una pauta de actuación no solo en materia ambiental, sino también para la política de salud pública (García Rivas, 2005b, p. 96).
Empero, existen dos objeciones principales para su aplicación en el derecho penal. En primer lugar, se ha señalado que se trataría de un mandato dirigido únicamente a los Estados, ya que solo a través los procedimientos legislativos se podría dar una solución o ponderación política al conflicto entre actividad empresarial y derecho al medio ambiente (Escobar Vélez, 2018, p. 267) (Giunta, 2006, p. 238) (Salvemme, 2018, p. 252). No obstante ello, no puede perderse de vista que la ponderación de libertades no es una función privativa del legislador -penal o extrapenal- sino también del intérprete al momento de determinar si es adecuado, necesario y proporcional limitar una actuación, ejercicio que debe hacerse no según criterios probabilísticos, sino atendiendo a «la concurrencia de ciertas circunstancias en torno a la posibilidad del daño» (Frisch, 2014, p. 28).
Por ende, si el principio de precaución establece un deber de valoración, gestión y comunicación del riesgo de determinadas actividades (Castronuovo, 2011, p. 16), entonces su aplicación al delito contra la seguridad del trabajo se encuentra justificada en tanto permitirá concretar la posición de garante del empleador, debiendo velar por la no realización de conductas o de procesos productivos aun en aquellos casos en los que la entidad lesiva no se encuentra acreditada con certeza científica (Giunta, 2006, p. 232). Además, informará al garante sobre la necesidad de adoptar medidas de cuidado adicionales a las fijadas por la legislación cuando estas no sean idóneas para reducir al mínimo los riesgos que se encuentran dentro del ámbito de protección de la norma.
La segunda objeción se ha formulado como consecuencia de este planteamiento, y gira en torno a la excesiva carga que recaería sobre el empleador. Por un lado, no se cumpliría con la previsibilidad de los riesgos y, por ende, de la conducta exigida al garante, dado que se estaría reaccionando frente a peligros que, lejos de ser previsibles, son únicamente presumibles (Castronuovo, 2014, p. 75) (Feijóo Sánchez, 2007b). Como puede apreciarse, esta postura parte de entender que la incertidumbre, y la falta de previsibilidad, radica en los riesgos o peligros que se generan de la actividad empresarial (Escobar Vélez, 2018, p. 275). Sin embargo, ello no es de recibo dado que el principio de precaución sí exige que el garante conozca que su actividad puede generar un riesgo penalmente prohibido para el bien jurídico, pero sin contar con certeza científica sobre su efectiva realización. En ese escenario, el principio de precaución obliga a una actuación del empleador incluso cuando exista duda sobre el resultado de su omisión (Castronuovo, 2014, p. 68) (García Rivas, 2005b, p. 120).
En consecuencia, tampoco puede objetarse una inversión de la carga de la prueba (Escobar Vélez, 2018, p. 287) (Giunta, 2002, p. 847) (Salvemme, 2018, p. 257) ni la vulneración del principio in dubio pro reo. Ello es así dado que se deberá acreditar que el empleador ha realizado un comportamiento de riesgo, que se le exigía conocer los riesgos de la actividad o proceso productivo y la posibilidad -con un alto grado de credibilidad racional- de generar el resultado que la norma prohíbe, y que aun este escenario, no adoptó las medidas idóneas.
El segundo principio que debe ser tomado en cuenta para la valoración del ries- go prohibido es el principio de la máxima seguridad tecnológicamente practicable. El deber de protección al que hace referencia la LSST debe cumplirse de acuerdo con las mejores prácticas y conocimientos científicos y tecnológicos. En igual sentido, el numeral 2 del artículo 16 del Convenio 155 OIT señala que el deber de protección del empleador será exigible de manera razonable y factible. La pregunta que surge es ¿cuál es ese nivel de exigencia?, ¿hasta dónde podría exigírsele al empleador actuar para asegurar un nivel de riesgo permitido?
Para dar respuesta a estas interrogantes se han formulado dos modelos: la máxi- ma seguridad tecnológicamente posible y la máxima seguridad tecnológicamente practicable (Torre, 2016, p. 52). En virtud del primero, el empleador debe seguir constantemente el estado de la ciencia y la tecnología, de manera que se incorpora a su deber de garante una obligación de adoptar aquellas medidas que provean el má- ximo nivel de seguridad alcanzable y, además, una obligación de adaptación continua a los avances tecnológicos e, incluso, de producción de tecnología cuando la existente no sea suficiente para cumplir con su deber (Giunta, 2006, p. 243) (Torre, 2016, p. 53).
Por su parte, el modelo de la máxima seguridad tecnológicamente practicable o factible permite al empleador un análisis o ponderación entre todas las medidas disponibles y que sean generalmente aceptadas (Torre, 2016, p. 55). Con este modelo se reconoce la imposibilidad del empleador de una adaptación inmediata a las nuevas tecnologías, y se le permite elegir entre las medidas existentes de acuerdo con distintos criterios, incluido el económico, siempre y cuando sean medios idóneos.
Ambos modelos ponen de relieve un dato de vital importancia: es el sector tecno-científico el llamado a informar al intérprete sobre los riesgos existentes y las medidas a aplicar (Esteve Pardo, 2003, p. 142) (Solari Merlo, 2018, p. 108). Por lo tanto, no puede negarse que existe una obligación del empleador de recurrir al desarrollo tecnológico y científico para cumplir con su deber de garante. Sin embargo, no se puede atribuir responsabilidad penal a una persona sobre la base de deberes ilimitados que, en la práctica, le impidan actuar. Para encontrar la razonabilidad del deber de garante debe ponderarse entre el derecho a la seguridad del trabajo y la libertad de empresa (Rodríguez Sanz de Galdeano, 2009, p. 9). Solo de esta manera puede establecerse una distribución justa de libertades.
El modelo que permite esta ponderación es el de máxima seguridad tecnológi- camente factible (García Cavero, 2014, p. 13) (Marinucci, 2005, pp. 54-55) (Rodríguez Sanz de Galdeano, 2009, pp. 32-33). Para determinar el contenido específico de la posición de garante deberá tenerse en cuenta, en primer lugar, que solo se puede acceder al conocimiento científico y tecnológico que se encuentra generalizado, que ha sido difundido dentro del grupo social en el que se desarrolla el empleador (Piergallini, 1997, p. 1490). Por ello, se le exigirá al empleador el conocimiento del estado de la ciencia y tecnología que se encuentre debidamente anclado en el sector en el que este se desarrolla u opera durante el tiempo que la fuente de riesgo -actividad productiva- se mantenga activa. En segundo lugar, la ponderación no puede consistir en un análisis costo-beneficio que coloque, en un lado de la balanza, la vigencia de derechos fundamentales y, en el otro, los márgenes de ganancia o pérdida de la empresa (Marinucci, 2005, p. 41). La imposibilidad económica de acceder a determinados medios de protección no puede llevar al Estado a permitir la vulneración del bien jurídico protegido.
A partir de este conocimiento el empleador deberá adoptar todas aquellas medidas que -de acuerdo con la ciencia y la tecnología a la que se le exige acceder- se ajusten a las características de la empresa y sigan siendo idóneas para mantener el nivel de riesgo dentro de lo socialmente permitido. Ello es de vital importancia en contextos económicos como el peruano donde las microempresas -empresas con menos de diez trabajadores y con una organización e ingresos reducidos- representan el 96 % de la economía formal. Si bien el conocimiento exigible al garante de una microempresa puede ser el mismo que se le exige al titular de una gran empresa, las medidas a adoptar no serán las mismas porque el riesgo que deben prevenir no se manifiesta de igual manera en ambas estructuras y, por lo tanto, las medidas a adoptar deberán ser adecuadas para ambos supuestos. Sin embargo, no puede descartarse que ambas actividades económicas generen o enfrenten los mismos riesgos, en cuyo caso una diferenciación de las medidas a adoptar no sería per- tinente y, por el contrario, avalaría diferentes niveles de protección y de vigencia de derechos fundamentales (Marinucci, 2005, p. 54).
Tanto el principio de precaución como el principio de la máxima seguridad tec- nológicamente factible son necesarios para determinar el nivel de riesgo permitido en el delito contra la seguridad del trabajo, y cobran especial vigencia en los debe- res de prevención del empleador frente a la COVID-19. Por un lado, la falta de certeza científica sobre los efectos que puede tener la enfermedad sobre los trabajadores -existe la posibilidad de que no se desarrollen síntomas- no es óbice para negar que estos casos se encuentren dentro del ámbito de protección de la norma. La posibilidad de crear un riesgo grave -por el nivel de menoscabo a la integridad física- e inminente -por la proximidad en la manifestación de la sintomatología- se encuentra acreditada y largamente documentada y es completamente previsible para el garante, aun en ausencia de criterios objetivos para determinar cómo se manifestará la enfermedad en cada uno de los trabajadores a su cargo. Ello es suficiente para que su deber general se active también frente al riesgo de contagio por la COVID-19. Como ha señalado la Corte Suprema italiana, para que surjan las obligaciones de abstenerse de cierta actividad o poner en práctica medi- das de contención es suficiente que -con apoyo en la ciencia- el garante reconozca ex ante el peligro de realización de un evento lesivo (Sentencia n.o 16761, 2010).
Por otra parte, en la determinación de las obligaciones a cargo del empleador no será relevante el tamaño o complejidad de la empresa, si se trata de una microempresa o de una gran empresa. En ese sentido, los protocolos sanitarios para el reini- cio de las actividades productivas deben contemplar, siempre, elementos de bioseguridad básicos -distanciamiento social de un metro, protectores respiratorios (mascarillas), guantes, puntos de desinfección y lavado de manos- porque estas son condiciones de seguridad mínimas e idóneas para mantener dicha actividad dentro del riesgo permitido(10). No cabe, en ese sentido, ponderación alguna en atención a criterios económicos o de necesidad de recuperación de la economía nacional. Aquellas empresas que no estén en condiciones de adecuar sus esquemas productivos a estos protocolos o de acceder a los elementos de protección no pueden reiniciar sus actividades. En estos casos, la única forma de cumplir con su deber de garante es abstenerse de emprender la actividad de riesgo.
Determinación del riesgo penalmente relevante
Si se encuentra justificada la atribución de responsabilidad penal al empresario cuando en el ejercicio de su actividad empresarial se vulneran bienes jurídicos de terceros -producto de la organización de dicho espacio de libertad- y la seguridad del trabajo es un bien jurídico penalmente protegido por el Estado, queda entonces por determinar -a la luz de dicho interés tutelado y de las necesidades de protección de este- cuál es el contenido específico y los límites de la concreta posición de garante del empleador, a fin de determinar los alcances de la responsabilidad penal.
Infracción de normas de seguridad de trabajo y autorregulación
Para determinar el riesgo prohibido por el artículo 168-A es necesario tener encuenta, en primer lugar, que el legislador peruano ha establecido la necesidad de una infracción de las normas de seguridad y salud en el trabajo. Se aprecia aquí una nueva remisión a la normativa extrapenal -remisión que, como se ha señalado, será de naturaleza interpretativa y deberá analizarse desde el bien jurídico protegido por el tipo penal. Por lo tanto, la infracción de normas de prevención de riesgos laborales tiene como único objetivo acotar el ámbito de protección de la norma y el deber general de eliminación de riesgos para los trabajadores a aquellos que la normativa extrapenal especifique, sin que ello signifique que serán estas normas las que determinen el riesgo prohibido (Aguado López, 2002, p. 192) (García Rivas, 2005a, p. 237).
Para esta labor de concreción será necesario remitirse tanto a aquellas normas que regulan directamente la seguridad del trabajo como a aquellas normas, ya sean generales o sectoriales, que tengan como objetivo establecer el nivel de riesgo permitido para las actividades de los trabajadores en el sector que se trate. Así, para autorizar el reinicio de actividades dentro de la emergencia sanitaria de la COVID- 19 los empleadores deberán cumplir tanto las previsiones del reglamento de la LSST como el protocolo aprobado por el sector salud y el protocolo que se esta- blezca para el sector al que corresponda -alimentación, pesca industrial, industria metalmecánica, fabricación de calzado, entre otras.
Ahora bien, para concretar el riesgo típico previsto por el tipo penal no bastan las normas extrapenales. Si se busca establecer pautas de conducta para prevenir los riesgos derivados del intercambio de bienes y servicios debe reconocerse la imposibilidad del Estado tanto para identificarlos como para fijar las medidas más idóneas. Es imperativo reconocer que, en sectores gobernados por los rápidos y constantes avances científicos y tecnológicos, el Estado no está en condiciones de adaptarse a ellos en la medida que lo necesita la protección de bienes jurídicos.
Aunado a ello, el modelo de seguridad tecnológicamente factible obliga al garante a incorporar en la gestión de los riesgos para la seguridad del trabajo los avances de la ciencia y la tecnología, los mismos que se encuentran positivizados en normas que emanan de la autorregulación: normas técnicas, normas ISO o IEC, guías, protocolos, acuerdos marco globales (AMG) o códigos de conducta. Como se ha explicado, la autorregulación es una forma legítima de establecer pautas o reglas dentro de un sector determinado, dado que son reconocidas como tales por sus destinatarios y porque son compatibles con un Estado Constitucional que confía al sector privado la generación de riqueza y, por ende, la responsabilidad por los riesgos que ello genere.
Contra esta postura se ha señalado que el derecho penal estaría sancionando la infracción de obligaciones generadas al margen del Estado (Aguado López, 2002, p. 218) (Serrano-Piedecasas, 2003, p. 98) (Terradillos Basoco, 2006, p. 83). Esta objeción es válida solo en parte. Es cierto que el legislador es el único llamado a fijar la política criminal y, por tanto, el núcleo esencial de la prohibición penal. Sin embargo, le es imposible precisar cada uno de los comportamientos que se sancionan en razón a este límite. Esa es una función del intérprete y, principalmente, del juez. La determinación de cómo es que una persona debe comportarse para no crear un riesgo penalmente prohibido -que es la pregunta por responder cuando se busca establecer el contenido del deber de garante- solo puede hacerse remitiéndose a todas aquellas fuentes que componen la base socio-normativa del derecho penal, dentro de las cuales se encuentra la autorregulación. Esta, al establecer normas de conducta para el desarrollo del mercado, genera deberes de cuidado o reglas de comportamiento y procedimientos que inciden sobre el riesgo permitido de igual manera que lo hace la lex artis en el ámbito de las intervenciones médicas (Feijóo Sánchez, 2009b, pp. 117-118) (Salvemme, 2018, p. 258), y permiten concretar las obligaciones genéricas que se encuentran en las normas de prevención de riesgos laborales.
De esta manera, lejos de dejar en manos de los privados la determinación del riesgo prohibido, se conjuga el poder que ostentan estos con las competencias exclusivas del poder público (Manes, 2010, pp. 113-114). Así, es el Estado el que define los contornos de la intervención penal frente a la siniestralidad laboral -mediante el artículo 168-A y las normas de seguridad del trabajo- pero serán las instancias privadas las que permitan precisar la valoración social de un comportamiento determinado, ya que ellas fijan las condiciones de seguridad necesarias para mantener una conducta dentro de la esfera de libertad legítimamente reconocida, o para modificar o actualizar las medidas previstas legalmente cuando estas se muestren inadecuadas o insuficientes para cumplir con su objetivo (García Cavero, 2014, p. 19).
5.2 Bien jurídico colectivo y ámbito de protección de la norma
En segundo lugar, debe tenerse en cuenta cuál es el ámbito de protección de la norma en función del sujeto pasivo, esto es, quiénes son los destinatarios de la protección que debe asegurar el empleador. Para ello es imprescindible acudir a un criterio material, en referencia -una vez más- a las necesidades de protección del bien jurídico. Si el fundamento para atribuir ciertas cargas al empresario-empleador tiene que ver con la creación de una fuente de peligro -empresa- para bienes jurídicos que debe ser controlada por este, entonces el riesgo creado para la seguridad del trabajo se relaciona con el ingreso de una persona al espacio de organización de un tercero a efectos de desarrollar una labor o una función para este. En consecuencia, ni el criterio de la remuneración ni mucho menos el del contrato de trabajo son determinantes para la posición de garante del empleador, sino única- mente el de la prestación de servicios para un tercero, el ingreso del trabajador -en sentido amplio- a la esfera de libertad del responsable de organizar una fuente de riesgo como la empresa. Por lo tanto, debe incluirse dentro del colectivo de trabaja- dores no solo a aquellos con un vínculo laboral formal, sino también a todos aquellos que, sin estar dentro de la calificación de trabajador del derecho laboral, realizan una actividad por cuenta ajena: trabajadores informales y autónomos o con vínculo civil.
Aunado a ello, a partir de la construcción del bien jurídico protegido se puede afirmar que la conducta típica del artículo 168-A CP consistirá en la no adopción de aquellas medidas que permitan prevenir un riesgo con potencialidad lesiva para una colectividad, para el colectivo de los trabajadores considerados de manera indeterminada -aun cuando el resultado se manifieste en un solo trabajador. El peligro para la vida o salud de un trabajador, individualmente considerado, no se encuentra abarcado por la norma penal del artículo 168-A CP, sino por la norma que protege la vida o, en su caso, la salud de toda persona.
En ese sentido, los artículos 21 y 60 de la LSST señalan que en la eliminación y prevención de riesgos debe privilegiarse el control colectivo al individual. Por ende, la obligación de proporcionar elementos de protección personal solo formará parte del deber de garante del empresario -a la luz del delito contra la seguridad del trabajo- cuando el riesgo al que respondan esté dirigido al colectivo de los tra- bajadores y sea una forma idónea para prevenirlo. Por el contrario, el no proporcionar un EPP que tiene como única finalidad evitar el riesgo para la vida o salud de un trabajador en concreto -por ejemplo, no proporcionarle un casco o un arnés idóneo para trabajo en altura- queda fuera del ámbito de protección de la norma y debe ser sancionado como una puesta en peligro relevante de la vida.
Ello no impide que se pueda sancionar al empleador por la exposición de sus trabajadores al riesgo de la COVID-19. En las zonas geográficas donde aún no ha sido controlada esta enfermedad, el índice o tasa de contagio es superior a una persona y puede llegar hasta tres personas. Por ende, una sola fuente de contagio -por ejemplo, una persona externa a la empresa, pero con la cual un trabajador debe entrar en contacto en razón de su labor- pone en riesgo grave e inminente no solo a dicha persona, sino a todo el colectivo de los trabajadores, razón por la cual el empleador -de no haber adoptado las medidas necesarias- incurrirá en responsabilidad penal no solo por el delito contra la seguridad del trabajo, sino también por el delito de lesiones graves.
Estas medidas, de carácter colectivo, deben ser adecuadas y eficaces, pertinentes e idóneas para cumplir con la obligación de prevención de riesgos laborales, lo que supone una labor de identificación y diseño de un sistema de gestión de los riesgos que sea acorde con la actividad que se lleva a cabo y con las características de cada empresa. Estas medidas pueden ser, por un lado, medidas materiales -instrumentos, tecnología o equipos de seguridad- y, por otro lado, inmateriales, entre los que se incluye la transmisión de información, educación, capacitación y, sobre todo, vigilancia, en tanto la supervisión se erige como instrumento necesario para asegurar la eficacia de las medidas materiales, para lo cual deberán establecerse procedimientos internos y externos acordes a la estructura y actividad de la empresa.
Este concepto de medios o medidas a las que se encuentra obligado el emplea- dor permite entender la obligatoriedad de contar con un plan o modelo de prevención de riesgos laborales (Meini Méndez, 2017, p. 123) (Oré Sosa, 2018, p. 2019). Dada la gran dispersión de riesgos, una medida idónea y necesaria para evitar la creación de un riesgo prohibido es concretar la prohibición penal a partir de todas las reglas de cuidado, extrapenales y extrajurídicas -autorregulación- que integran del deber de garante (Feijóo Sánchez, 2009a, p. 117) en un único modelo o plan de prevención. De esta manera, se organizan y delimitan los riesgos que han sido previamente evaluados en función de la estructura organizativa de la empresa.
Y, además, ello permite a todos los que desempeñan una posición de garante y a las partes interesadas -trabajadores, inspectores de trabajo, Ministerio Público- ac- ceder a este a efectos de identificar las competencias asignadas.
Riesgos creados por el empleador y riesgos creados por terceros
En tercer lugar, se debe precisar cuáles son los riesgos frente a los cuáles el empleador debe organizar su espacio de libertad. Estos pueden ser de dos tipos: por
Por ejemplo, las empresas que pretenden el reinicio de actividades en el marco del estado de emergencia decretado por el gobierno peruano deben desinfectar el centro de trabajo, modificar los puestos de trabajo de acuerdo al nivel de riesgo de cada trabajador, acondicionar el lugar de trabajo de manera que se respete la distan- cia social, entre otras medidas de organización.
El segundo tipo de riesgos son aquellos que pueden desencadenarse durante el desarrollo de la actividad empresarial -se mantienen durante todo este tiempo- y están referidos ya no a una conducta directa del empleador sino con la intervención de terceros -trabajadores, proveedores, contratistas- en la esfera de organización del empleador por cuenta y riesgo de este. Si el empleador es responsable por estos riesgos es precisamente porque al ser el receptor del producto del trabajo por cuenta ajena tiene la facultad y el poder de ordenar dicha actividad, no solo en su propio interés, sino principalmente en interés de la protección de bienes jurídicos que se le confían por su posición de garante.
En esa línea, la posición de garante del empleador deberá plasmarse en actividades de coordinación y dirección, incluso de aquellos trabajadores que se encuen- tran sujetos a un menor nivel de subordinación, como los trabajadores autónomos. Lo relevante es la introducción de riesgos al interior de la empresa como fuente de riesgo primigenia, riesgos que a pesar de ser creados por terceros se dan en interés de la actividad empresarial que ejercita el empleador y por la que le corresponde un deber de velar por su mantenimiento dentro de los límites permitidos.
Por ello, cuando la actividad productiva suponga la relación con proveedores, por ejemplo, el empleador deberá verificar que estos cumplan con los protocolos sanitarios para prevenir el contagio de COVID-19, tanto los que rigen su actividad en particular como los que rigen dentro de la empresa.
Puesta en riesgo del trabajador y responsabilidad penal del empleador
Finalmente, para responder a la pregunta sobre los límites del deber de garante del empleador -y, por ende, de su responsabilidad penal- es necesario preguntarse por la responsabilidad que pueden tener los trabajadores sobre los riesgos que aquel debe manejar. El artículo 19 del Convenio 155 OIT establece una serie de disposiciones que deben adoptarse al interior de la empresa, dentro de las cuales se encuentra la cooperación de los trabajadores en el cumplimiento de las obligaciones a cargo del empleador. En la misma línea, el artículo 79 de la LSST señala como obligaciones de los trabajadores el cumplimiento de las normas y medidas que se prevean para la prevención de riesgos en el lugar de trabajo.
Si el fundamento de la responsabilidad penal, como se ha señalado, radica en la creación de un riesgo típico por parte del sujeto responsable, y el ordenamiento jurídico hace competente a los trabajadores en la gestión del riesgo, podría con- cluirse entonces que si es el trabajador y no el empleador quien crea un riesgo para su propia seguridad, carecería de justificación sancionar a este último. Sin embargo, es necesario realizar algunas precisiones para responder de manera plena a la pre- gunta sobre la responsabilidad del trabajador.
Para determinar los efectos del comportamiento de la víctima es necesario de- terminar quién es el principal competente por el riesgo, quién es el sujeto que crea el riesgo jurídicamente relevante estando obligado a no hacerlo. La figura de la competencia de la propia víctima como causal de exclusión del injusto solo tiene sentido cuando no existe un garante cuyo deber sea evitar el comportamiento de riesgo (Meini Méndez, 2014, p. 323) y, como se ha puesto en evidencia, el principal obligado frente al bien jurídico seguridad del trabajo es el empleador. En consecuencia, mientras la vulneración del bien jurídico se deba al comportamiento del empleador dentro de su deber de organización, dirección y supervisión de la fuente de riesgo, la responsabilidad será atribuible a la infracción del deber de garante de este (Corcoy Bidasolo, 2013, p. 278) (Gallo, 2016) (Meini Méndez, 2017, p. 124).
Sin embargo, ello no significa negarle relevancia al comportamiento del trabajador–sujeto responsable para el derecho penal y, por ende, competente también por su esfera de riesgo. Cuando la vulneración del bien jurídico no pueda ser atribuida al principio de auto organización del empresario, en tanto este ha cumplido con adoptar las medidas de protección que el bien jurídico exige, y la creación de riesgo deriva del comportamiento libre del trabajador, fuera del ámbito de competencia del garante, lo coherente será excluir la responsabilidad penal de este último (Gallo, 2016), en tanto no existe una ausencia de control de la fuente de riesgo, sino el ejercicio libre de un sujeto responsable.
En suma, lo relevante en estos casos será determinar si se trata de un comportamiento de riesgo creado por el empleador. El empresario se encuentra obligado a supervisar o vigilar el cumplimiento de las normas de prevención de riesgos labora- les, debiendo prever la posibilidad de una conducta descuidada o imprudente de los trabajadores como consecuencia de la habitualidad de las actividades que realiza –la llamada imprudencia profesional (Gallo, 2016) (Olaizola Nogales, 2015, p. 590). Fuera de estos casos, el riesgo deberá ser atribuido únicamente al comportamiento libre y responsable del trabajador.
Estas precisiones son de gran importancia dado que se pueden presentar casos de inobservancia de los protocolos sanitarios por parte de los trabajadores. Aunado a ello, el numeral 3 del artículo 8 del Decreto Supremo n.º 083-2020-PCM ha establecido la posibilidad de que los trabajadores que forman parte del grupo de riesgo de contagio de la COVID-19 -trabajadores mayores de 65 años y trabajadores con co- morbilidades que debían realizar sus funciones de manera remota- puedan prestar sus servicios de manera física en el centro de trabajo, para lo cual deben firmar una declaración jurada asumiendo voluntariamente la responsabilidad por dicha decisión.
Ante ese escenario, la pregunta a responder es ¿esa asunción voluntaria de responsabilidad libera al empleador de su deber de garante? La respuesta, claramente, debe ser negativa. El trabajador, mediante un acto libre y responsable, decide prescindir de una de las medidas de protección previstas por el gobierno, la del aislamiento obligatorio. Su comportamiento únicamente se restringe a este específico deber de protección y no altera en nada el núcleo de deberes que se le imputan al empleador. Por el contrario, que sea un trabajador dentro del grupo de riesgo obliga al garante a reforzar las medidas para prevenir el riesgo tanto para el bien jurídico salud -como bien jurídico individual- como para el bien jurídico seguridad del trabajo -como bien jurídico colectivo. Aunado a ello, el empleador se encuentra obligado a brindarle toda la información que se le exige conocer y que permita al trabajador tomar la decisión en un contexto de libertad. Como garante se encuentra obligado a informarse sobre los riesgos que pueden recaer sobre ese trabajador y, por ende, a trasladársela.
Conclusiones
El Estado se encuentra no solo justificado, sino obligado a sancionar penalmente aquellos comportamientos que suponen el incremento de los niveles de riesgo permitido de las condiciones en las que se da la prestación personal de servicios por parte del colectivo de los trabajadores. Por lo tanto, la protección que se dispensa a través del artículo 168-A CP expresa la vigencia y reconocimiento del derecho fun- damental a la seguridad del trabajo en un contexto económico donde la globalización del mercado y de los riesgos amenaza, con mayor intensidad, a la parte más desprotegida de la relación de trabajo.
En ese escenario, es el empresario quien asume una posición de garante al iniciar una actividad empresarial, la misma que debe organizar de manera que no se creen riesgos penalmente prohibidos para bienes jurídicos de terceros. Cuando durante el ejercicio de dicha libertad se eleva el nivel de peligro fuera de los márgenes permitidos, el derecho penal se encuentra justificado para sancionarlo, por suponer una vul- neración del mandato que subyace a todo tipo penal. Cuando ese riesgo se manifiesta en las condiciones de seguridad reconocidas por la legislación y las normas privadas, como instrumentos válidos en el Estado Constitucional para determinar pautas de comportamiento, el empleador–empresario será responsable penalmente.
Este riesgo, que determina el alcance y límites del deber del empresario respec- to a la seguridad de aquellos que ingresan a su ámbito de organización, debe ser abordado a partir de la autorregulación, ya que son normas idóneas que permiten establecer el conocimiento exigible al empleador y los medios de protección que deberá adoptar según un modelo de la máxima seguridad factible. Estas medidas deberán ser suficientes y necesarias para mantener la actividad laboral dentro de los márgenes del riesgo permitido.
La protección penal de la seguridad del trabajo cobra plena vigencia en el con- texto de la crisis sanitaria a causa de la pandemia de la COVID-19, ya que por sus características se trata de una fuente de peligro idónea para la seguridad del trabajo, que se manifiesta o exterioriza en un riesgo relevante para la salud de los trabajadores, aun cuando no sea posible determinar, ex ante, los efectos que tendrá en cada uno de los trabajadores. Las necesidades de protección del bien jurídico y la previ- sibilidad del riesgo obligan a que el empleador emprenda las actividades de preven- ción necesarias para, precisamente, evitar estos resultados.
Referencias
Abanto Revilla, C. (2015). La responsabilidad penal del empleador en el Perú: Situación y perspectivas. En Primer encuentro peruano-chileno-uruguayo de derecho del trabajo (pp. 353-381). Sociedad Peruana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
Büthe, T. (2010). Private Regulation in the Global Economy: A (P)Review. Business and Politics, 12(03), 1-38. https://doi.org/10.2202/1469-3569.1328
Normas
Organización Internacional del
Trabajo. Convenio 155, Convenio sobre seguridad y salud de los
trabajadores. 22 de junio de 1981.
Perú. Constitución Política. Diario Oficial El Peruano, 30 de diciembre de
1993.
Perú. Decreto Legislativo n.º 635, Código Penal. Diario Oficial El
Peruano, 08 de abril de 1991.
Perú. Decreto Supremo n.º 005-2012-TR, Reglamento de la Ley de Seguridad y
Salud en el Trabajo. Diario Oficial El Peruano, 24 de abril de 2012.
Perú. Ley n.º 29783, Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo. Diario
Oficial El Peruano, 20 de agosto de 2011.
Perú. Resolución Ministerial n.º 972-2020-MINSA. Diario Oficial El
Peruano, 27 de noviembre de 2020
Uruguay. Ley n.º 19196, Accidentes laborales. Diario Oficial, 04 de abril de 201
Jurisprudencia
Sentencia n.o 16761, (Corte Suprem de Casación Sección Penal IV Italia 3 de mayo de 2020
Notas
1 Aun cuando se trata de una realidad pre-jurídica, el artículo 3 de la
Constitución Política del Perú de 1993 recoge esta idea al reconocer que
no se encuentran exclui- dos aquellos derechos «que se fundan en la
dignidad del hombre».
2 Artículo 168-A.- «El que, deliberadamente, infringiendo las normas de
seguridad y salud en el trabajo y estando legalmente obligado, ponga en
peligro inminente la vida, salud o integridad física de sus trabajadores
de forma grave, será reprimido con pena privativa de libertad no menor de
uno ni mayor de cuatro años. Si, como consecuencia de la inobservancia
deliberada de las normas de seguridad y salud en el trabajo, se causa la
muerte del trabajador o terceros o le producen lesión grave, y el agente
pudo prever este resultado, la pena privativa de libertad será no me- nor
de cuatro ni mayor de ocho años en caso de muerte y, no menor de tres ni
mayor de seis años en caso de lesión grave».
3 En el Perú, a través del Decreto de Urgencia n.º 026-2020, Decreto de
Urgencia que establece diversas medidas excepcionales y temporales para
prevenir la propagación del coronavirus (COVID-19) en el territorio
nacional, se autorizó la implementación del trabajo remoto tanto en el
sector público como en el privado.
4 Estas sanciones se encuentran previstas, en el ordenamiento peruano, en
la Ley n.º 28806 -Ley General de Inspección del Trabajo- y su reglamento,
aprobado por el Decreto Supremo n.º 019-2006-TR.
5 El artículo 9 del Código Penal es expresa en señalar que como momento de
comisión de un delito «aquél en el cual el autor o partícipe ha actuado u
omitido la obligación de actuar, independientemente del momento en que el
resultado se produzca».
6 Aprobado mediante Decreto
Supremo n.º 005-2012-TR.
7 Texto único ordenado del Decreto Legislativo n.º 728, Ley de
Productividad y Com- petitividad Laboral.
8 Artículo 27.- «El que actúa como órgano de representación autorizado de
una perso- na jurídica o como socio representante autorizado de una
sociedad y realiza el tipo le- gal de un delito es responsable como autor,
aunque los elementos especiales que fundamentan la penalidad de este tipo
no concurran en él, pero sí en la representada».
9 Convenio ratificado tanto por Uruguay como por Perú.
10 En Perú, estas medidas se encuentran contempladas en la Resolución
Ministerial n.º 972-2020-MINSA, emitida por el Ministerio de Salud, que
aprueba el documento téc- nico denominado «Lineamientos para la
vigilancia, prevención y control de la salud de los trabajadores con
riesgo de exposición a SARS-CoV-2».