Doi: 10.22187/rfd2021n50a8
Doctrina
Rethinking the Principle of Criminal
Legality: Risk Society, Crisis and Relativization
Repensar o princípio da legalidade
penal: sociedade de risco, crise e relativização
Profesor de Derecho Procesal Penal de la Universidad de Guayaquil. ORCID: 0000-0001-5175-5858 Contacto: hectorvanegasf@gmail.com
Resumen: La sociedad
postindustrial generó la creación de nuevos riesgos que conviven
en nuestras actividades cotidianas y que pueden tener
consecuencias fatales en nuestra existencia. Entre las
consecuencias producto de esta sociedad podemos observar la
inevitable expansión del derecho penal, la creación desmedida de
tipos penales de peligro y la flexibilización de garantías
procesales. Estas circunstancias hacen tambalear, entre otros, el
principio de legalidad, que históricamente ha sido concebido como
el cumplimiento estricto de los parámetros establecidos en la
norma y una limitación a la discrecionalidad de los operadores de
justicia. Se ha utilizado una metodología de tipo exploratorio y
descriptivo mediante el método histórico, el análisis lógico y el
análisis exegético jurídico, para determinar el modo en que la
sociedad postindustrial ha tenido una influencia directa en la
flexibilización de esta garantía, a tal punto que, en la práctica,
está siendo cada vez más sacrificada en pro de criterios de
eficientísimo penal y no impunidad.
Palabras clave: Sociedad de riesgo, principio de legalidad,
postindustrial, derecho penal, garantías procesales, justicia.Abstract: The
post-industrial society generated the creation of new risks that
coexist in our daily activities and that can have fatal
consequences in our existence. Among the consequences resulting
from this society we can observe the inevitable expansion of
criminal law, the excessive creation of criminal types of danger
and the relaxation of procedural guarantees. These circumstances
shake up, among other things, the principle of legality, which has
historically been conceived as strict compliance with the
parameters established in the law and a limitation on the
discretion of justice operators. An exploratory and descriptive
methodology has been used, using the historical method, logical
analysis and exegetical legal analysis, to determine how
post-industrial society has had a direct influence on making this
guarantee more flexible, to the extent that, in practice, it is
increasingly being sacrificed in favor of criteria of criminal
eficiency and not impunity.
Keywords: Risk Society, Principle of Legality, Post-Industrial, Criminal Law, Procedural Guarantees, Justice. Resumo: A sociedade
pós-industrial gerou a criação de novos riscos que coexistem nas
nossas atividades diárias e que podem ter consequências fatais na
nossa existência. Entre as consequências resultantes desta
sociedade, podemos observar a inevitável expansão do direito
penal, a criação excessiva de tipos de perigo criminosos e a
flexibilização das garantias processuais. Estas circunstâncias
abalam, entre outras coisas, o princípio da legalidade, que tem
sido historicamente concebido como o estrito cumprimento dos
parâmetros estabelecidos na lei e uma limitação à discrição dos
operadores de justiça. Tem sido utilizada uma metodologia
exploratória e descritiva, utilizando o método histórico, a
análise lógica e a análise jurídica exegética, para determinar de
que forma a sociedade pós-industrial teve uma influência direta na
flexibilização desta garantia, na medida em que, na prática, está
a ser cada vez mais sacrificada em favor de critérios de
eficiência criminal e não de impunidade.
Palavras-chave: Sociedade de risco, princípio da legalidade, pós-industrial, direito penal, garantias processuais, justiça.
Introducción
La columna vertebral sobre la que se ha erigido la ciencia penal moderna tiene su raíz en el pensamiento Ilustrado y en el surgimiento del principio de legalidad (Prieto Sanchís, 2001, p. 493).
La existencia de esta figura, opera bajo una razón trascendental: ser la garante de la seguridad jurídica de todos los ciudadanos de un Estado de Derecho, permitir que el ejercicio de la libertad y la autodeterminación en la toma de decisiones, representen un actor protagónico en el diario convivir de una sociedad democrática. Las reglas del juego operan claras, el que desea ir en contra de lo que estipula su ordenamiento jurídico, conoce con certeza la fatalidad de su destino y, a la vez, el que resuelve adecuar su conducta a los márgenes del correcto desarrollo social, puede vivir sin la preocupación de que su libertad se vea comprometida.
La ilusión de justicia ha direccionado el accionar moral de nuestra especie desde siempre, sin embargo, llegó un punto de la Historia Occidental en que se resolvió un consenso: no podría decantar en una posibilidad, el hecho de vivir la cotidianidad sin la certeza de que cualquier deseo superfluo o no, de una autoridad impuesta, pueda degenerar en un castigo desproporcionado y absurdo, que más que retribución ante una conducta ilícita, represente satisfacer un ideal de venganza y una quimera burda de cobrar justicia por cuenta propia.
Surgieron los derechos humanos, las garantías, la seguridad de que se podía vivir en un Estado alejado de los prejuicios, del afán de ocasionar daño, y de comprometer sin causa a personas en un hecho alejado de su participación.
El ideal altruista que motivó a los ilustrados dista de ser una realidad. En la práctica, producto de múltiples factores (entre estos, el surgimiento de la sociedad del riesgo, que sitúa al ciudadano en la situación comprometida de luchar por su propia supervivencia), hemos sido testigos de cómo las circunstancias acaecidas por la era postindustrial han influido de manera directa en que las garantías encargadas de brindar seguridad a los ciudadanos sometidos a un proceso penal degeneren en todo lo contrario, siendo transformadas en instrumentos del poder político, para generar incertidumbre a cambio de una falsa sensación de combate a los males de la actualidad.
Esta dicotomía representa el objeto de análisis del presente estudio, ya que, consideramos que no podemos pretender vivir bajo el engaño de un Estado de Derecho, que insta a un derecho penal liberal, que se precia de ser garantista y respetuoso de los derechos humanos, pero que en realidad se ha terminado deformando en todo lo contrario: un derecho penal flexible, débil, que a fin de complacer el ímpetu de las grandes mayorías no ha encontrado más refugio que alejarse de los ideales que motivaron su existencia.
Podemos decir que vivimos bajo el imperio del principio de legalidad, pero si este ha sido vaciado de contenido y obligado a satisfacer las ambiciones ciudadanas, entonces estamos siendo víctimas de una manipulación sistemática, en la que por más que se repita que se vive bajo la certeza de una ley escrita, se delimitan parámetros que nos demuestran que aquello es un antónimo.
Así, nos detendremos en adecuar las condiciones deontológicas que deberían guiar el accionar del principio de legalidad. Repasaremos sus postulados originales y, por ende, lo que debería ser, pero no es, para luego abordar las consecuencias directas de su relativización, y las posibles alternativas ante las que podría encontrarse el derecho penal del futuro, de forma que siga cumpliendo su fin primigenio y se retome la certeza sobre la hipocresía.
Metodología Para alcanzar los objetivos
planteados en la presente investigación se realizó un estudio de
tipo exploratorio, con la finalidad de delimitar y esclarecer las
consecuencias específicas de la sociedad postindustrial y su
influencia en el derecho penal, para así determinar si es que
existe una relación entre la existencia de estas y la
flexibilización de las garantías procesales, en específico, del
principio de legalidad.
los estudios
exploratorios se realizan cuando el objetivo es examinar un tema o
problema de investigación poco estudiado, del cual se tienen
muchas dudas o no se ha abordado antes... sirven para
familiarizarnos con fenómenos relativamente desconocidos, obtener
información sobre la posibilidad de llevar a cabo una
investigación más completa respecto de un contexto particular,
investigar nuevos problemas, identificar conceptos o variables
promisorias, establecer prioridades para investigaciones futuras,
o sugerir afirmaciones y postulados.
También se hizo un estudio esencialmente descriptivo. Para realizar el estudio se utilizaron los siguientes métodos de investigación:
Una legalidad sólida: lo que se concibió
La idea del principio de legalidad, en su concepción original, fue puesta de relieve por Paul Johann Anselm Ritter Von Feuerbach, en el año 1810, mediante su formulación latina Nulla poena sine lege, nulla poena sine crimine, nullum crimen sine poena legalis (“No hay pena sin ley, no hay pena sin crimen, a todo hecho criminal le corresponde una pena legal”).
En un primer momento se hace referencia al injusto realmente grave contra una determinada persona y el Estado, y a la condena justa, progresiva y merecida por la acción delictiva cometida (poena sine lege) (Naucke, 2000). Esta aseveración anticipa, que los delitos que deben ser tipificados, y por ende castigados, son aquellos que generan un daño lesivo considerable, con lo que se podría entender que la gran mayoría de delitos que adornan los códigos penales en la actualidad no deberían de existir.
Para Feuerbach (1973, p. 20), la existencia previa de la tipificación de las conductas delictivas, y su respectiva sanción, genera en los ciudadanos una previsión que los coacciona psicológicamente y los hace abstenerse del cometimiento de delitos, principalmente por miedo a la pena que su conducta podría conllevar. La idea de la ley escrita empieza a generar entonces una doble percepción social, por un lado, seguridad jurídica a los ciudadanos y, por otro, la reproducción y consumación del ideal de justicia (Naucke, 2000, p. 536). La determinación de la conducta delictiva y su respectiva sanción en la norma penal, dan lugar a delimitar aquellas acciones que generan un daño lesivo y, al mismo tiempo, la sanción acorde y proporcional a quien la comete.
Entonces, parte del génesis de la idea de un Estado en que prime la seguridad jurídica, es que sean castigadas todas aquellas conductas que hayan puesto en peligro un bien jurídico protegido. Dentro de esta aseveración comprendemos que no toda conducta (inmoral, o que simplemente no pone en peligro un bien jurídico) debe ser castigada. Se entiende a la legalidad como un instrumento sólido y fuerte, que opera de freno hacia la arbitrariedad y que permite establecer un límite hacía lo que debe estar prohibido y lo permitido.
En una dimensión política, esto derivaría en la lucha del Estado contra el ius incertum, que tiene una injerencia directa en el ámbito de libertad y voluntariedad de los ciudadanos, de modo que estos no podrían ejercer con pleitesía su propia autodeterminación, si no cuentan con las condiciones requeridas para precisar qué conductas pueden realizar sin la amenaza de una pena o sanción (de Vicente, 2004).
Todo lo que se ha expuesto, responde a un estado ideal de la cuestión, que no deja de estar alejado de la realidad práctica y menos con los devenires de una sociedad en la que priman como determinantes los postulados del riesgo.
Debemos aceptar que la existencia de la ley positiva no es en sí misma una garantía de que será cumplida, ni asegura que se verá efectuado en su aplicación el ideal de justicia, sin embargo, no podemos negar que este principio opera como limitación al poder del Estado, en específico al poder judicial, ya que los jueces están obligados a obrar de conformidad con lo que establece la ley, misma que debe ser lo más taxativa posible, a fin de limitar su discrecionalidad y garantizar que su conducta se desarrolle dentro de los parámetros de seguridad jurídica (Lamarca, 2011, p. 157).
El significado esencial del principio de legalidad penal se concreta en un mandato de taxatividad (garantía esencial de seguridad jurídica) y en cuatro prohibiciones: prohibición de retroactividad, prohibición de regulación de la materia penal por normas dimanantes del ejecutivo, prohibición de analogía y prohibición de regulación de la materia penal por normas consuetudinarias (de Vicente, 2004, pp. 27-28).
Fundamentos para una legalidad sólida
Claus Roxin, estableció que “Un Estado de derecho debe proteger al individuo no solo mediante el derecho penal, sino también del derecho penal” (2010, p. 137). Mediante esta frase podemos rescatar una realidad: el derecho penal debe limitar el poder punitivo del Estado y evitar los abusos y la arbitrariedad, pero al mismo tiempo, un Estado de Derecho no podría permitir que estas conductas se desarrollen gracias al derecho penal. El límite para evitar el abuso y, al mismo tiempo, la garantía de que los ciudadanos no vivirán en la oscuridad de la carencia de leyes (o de la vaguedad y ambigüedad de estas) es el principio de legalidad.
La noción de legalidad tiene desde su origen una función limitadora, misma que puede verse sostenida en tres fundamentos que, aunque en la actualidad se ven tensionados, vale la pena repasar.
En primer lugar, debemos hablar de un fundamento político democrático, que tiene como objetivo ser el ente que frene los excesos del poder judicial, por ende, la función del principio de legalidad no sería únicamente la de garantizar la supremacía de la ley frente a la libertad de los juzgadores y la exigencia previa de tipificación de conductas delictivas, sino que además de esto, se debe garantizar que el objeto de la norma constituya una real expresión de la voluntad popular. Son los ciudadanos los que deben decidir (mediante los políticos llamados a representarlos) las conductas que deben ser prohibidas y sancionadas penalmente (Sala, 1996, pp. 13-36).
Luego, se debe abordar la existencia de un fundamento político criminal, que prima que la existencia de toda norma penal debe tener una función específica. No basta aclarar el contenido que deben de tener las normas, sino que, además, es meritorio recalcar lo que se espera de las mismas. Feuerbach, anticipaba (mediante su teoría de la coacción psicológica) que la tipificación de conductas delictivas coadyuvaría a la evitación del cometimiento de delitos, por cuanto el delincuente se abstendría de su cometido, producto del miedo de conocer de la sanción de la que sería objeto. Entonces, si el fin de la tipificación de conductas penales es la inacción del agente delictivo, debemos entender que estas conductas deben de estar tipificadas con anterioridad al cometimiento del delito, y así, se pone de manifiesto la necesidad del principio de irretroactividad (Arroyo, 1983, pp. 9-46).
Por último, debemos de tomar en consideración el fundamento tutelar del ciudadano frente al poder del Estado, que refiere que el principio de legalidad es una manifestación política de la garantía del ciudadano y de sus derechos fundamentales frente a la restricción de estos por parte del Estado (de Vicente, 2004, p. 31). Esta garantía supone una prerrogativa del ciudadano frente a la ley abstracta, para de este modo no quedar a la intemperie de la interpretación de la autoridad. Hablamos de aquellos casos en que las normas expedidas con posterioridad al cometimiento del ilícito son más favorables al reo, entonces ¿aplicarlas conllevaría a una vulneración del principio de legalidad?, la respuesta es no, por cuanto el principio de legalidad es también una garantía contra las normas desfavorables o restrictivas de derechos, y esta misma idea es una base fundamental del Estado democrático, que respeta en lo absoluto los derechos y libertades del individuo, además, bajo esa misma secuencia lógica, podemos aceptar también la analogía a favor del reo.
Garantías para una legalidad sólida
Para asegurar la aplicabilidad práctica del principio y que este no quede resumido en una mera aspiración de buena voluntad, se estudian cuatro garantías: No hay delito sin una ley previa, escrita y clara (garantía criminal: Nullum crimen sine lege, Roxin, 2010, p. 137); no hay pena sin ley (garantía penal: Nulla poena sine lege, de Vicente, 2004, p. 33); la pena solo puede ser impuesta al individuo en virtud de un juicio justo (que respete todas las garantías de la persona imputada) acorde a lo que manifieste la norma (garantía jurisdiccional: Nemo damnetur nisi per legale iudicium, Montesquieu, 1784); y la ejecución de la pena debe de ajustarse a la ley (Garantía de ejecución).
La aplicación ideal del principio lleva implícita la consumación de estas garantías. Quizá hubo un tiempo en que esto funcionó en la realidad práctica, pero aunque siga sirviendo de referencia para comprender lo que debería ser (y no es) la seguridad jurídica, resulta alejada de sus ideales constitutivos.
Esto no ocurre por la voluntad propia de la concepción de la legalidad (sólida y fuerte) sino, por los devenires de la modernidad, que la trastocan hasta convertirla en débil y líquida. Vale aclarar que toda deformación atraviesa por un proceso y una evolución, en la que vence lo incorrecto. Esa evolución tiene su principal protagonista en los devenires de la sociedad del riesgo.
Cambio de estado: surgimiento de la sociedad del riesgo Beck y su caracterización del mundo actual
En 1986, el sociólogo alemán Ulrich Beck, Profesor de la Universidad de Múnich, publica su primer libro La sociedad del riesgo hacia una nueva modernidad, en el mismo brinda su concepción de la sociedad actual (Beck, 2006).
Esta sociedad está caracterizada por su complejidad, transnacionalidad, economía global y dinámica, interconexiones causales múltiples y la existencia de una alta intervención de colectivos. Podríamos definirla como una sociedad en que los avances científicos y tecnológicos (incontrolables y apresurados) de la mano de la globalización económica (que también surge producto de las nuevas tecnologías que conectan el mundo) han servido para dar lugar a la aparición de nuevos peligros, que amenazan la vida de la humanidad (Jiménez Díaz, 2014, p. 2).
La denominación de Beck sintetiza magistralmente los peligros que amenazan a la sociedad: explosiones atómicas, erosión del suelo, ensanchamiento de la capa de ozono, contaminación ambiental; todos estos creados por el hombre, todos estos capaces de extinguir la vida sobre la tierra, todos estos coadyuvando a que el ser humano de la actualidad viva con miedo.
Influencia de la sociedad del riesgo en el derecho penal: el verdadero cambio de estado
Los nuevos fenómenos que preocupan al mundo (riesgos) han alcanzado también al derecho penal, quien se ha visto en la urgente posición de ser el brazo ejecutor de los gobiernos, en mira a subsanar la sensación de inseguridad.
Debemos ser conscientes que el derecho penal surge como instrumento para proteger bienes jurídicos de un posible daño lesivo. Si en la actualidad han surgido nuevos bienes jurídicos objetos de protección, cabe la posibilidad entonces, de que el derecho penal se ocupe también de su resguardo.
Sin lugar a duda los factores que han ocasionado el surgimiento de nuevos bienes jurídicos que reclaman protección, son las nuevas realidades, el nuevo orden bajo el cual se desarrolla el mundo y el deterioro progresivo de realidades abundantes (Silva Sánchez, 2011, p. 11). La doctrina ha situado la relación entre la sociedad del riesgo y el derecho penal como el nacimiento de una ciencia en expansión.
La tendencia maximalista de expansión del derecho penal (que es consecuencia directa de los riesgos de la era postindustrial) lleva al buen y viejo derecho penal liberal (garantista y respetuoso de los derechos fundamentales de los ciudadanos) a replantarse ciertos preceptos sobre los cuales se ha edificado toda la ciencia penal moderna. Si debemos de evidenciar en concreto cuales han sido los cambios y mutaciones que ha experimentado el derecho penal, producto de la sociedad del riesgo, bien podríamos delimitarlas a los siguientes (Carrasco Jiménez, 2017, p. 45):
La sensación social de
inseguridad (muchas veces falsa) sumada al miedo como motor del
desarrollo de la colectividad, han operado como factores
determinantes en la destrucción (al menos en parte) de los
fundamentos básicos del derecho penal. La gente necesita
tranquilidad y, a fin de dar cumplimiento a esa premisa, se ha
minimizado contenido a la ciencia penal, llenándolo de tipos
penales simbólicos y forzando de algún modo a los juzgadores a
irrumpir en la correcta aplicación de las garantías inherentes a
los mismos. En la actualidad, cualquier prohibición, cualquier
conducta (sea lesiva o no) encuentra un refugio sano en el derecho
penal, como si este fuese la solución a todas las problemáticas
que aquejan al mundo que vive días de una sociedad del riesgo
(Herzog, 2003, pp. 249-258).
Debemos ser conscientes que la
colectividad (interpretada en grupos reducidos que adecuan los
beneficios de la globalización en pro de un lucro personal, aunque
este pueda producir un daño colateral) coadyuva a la producción de
daños lesivos, ya que, como hemos dicho, son actividades humanas
las que han generado los peligros que afectan a la humanidad.
Entonces, al nadie dar el paso para asumir la responsabilidad, se
ha entendido que el derecho penal, al ser aquella rama del derecho
que se ocupa de la protección de bienes jurídicos, debe ser la
responsable de subsanar las problemáticas globales.
La realidad es que, en la
práctica, extender las competencias del derecho penal ha
fracasado. Primero, porque nuestros ordenamientos jurídicos, de la
mano de nuestros legisladores, han optado por inflar los códigos
penales con tipos penales simbólicos, entendidos como aquellos
que, por su carga emotiva y manipuladora, generan la sensación
(falsa) de seguridad y del compromiso de los cuerpos legislativos
en la lucha contra los males que aquejan la sociedad.
Luego, observamos que se ha
irrumpido en la función clásica del derecho penal, mismo que se ve
inmerso en un compromiso hacia la protección de bienes jurídicos
que no necesariamente están en peligro, o que no necesitarían de
protección pues, o son conductas inmorales e irrelevantes para la
protección jurídico penal, o son un adelantamiento de la barrera
punitiva (delitos de peligro) en los que no se causa una lesión
concreta al bien jurídico, pero la sola amenaza en contra de los
mismos basta para generar una relevancia ante el derecho penal.
En realidad esta elección del
legislador, de ampliar el ámbito de lo punible, sobre todo
mediante la tipificación de delitos de peligro abstracto, es
cuando menos, problemática. En primer lugar, por cuanto representa
una limitación a la libertad de acción ante la amenaza eventual de
ciertos intereses a través de la penalización de conductas que no
necesariamente representan peligrosidad y que ponen en duda el
manifiesto clásico de que solo deben ser punibles aquellas
conductas desvalorables materialmente (Mendoza, 2002, pp. 39-40).
Esta presunción del peligro se
justifica mediante la punición de un comportamiento mediante una
consideración general y no particular del hecho finalmente
imputado. Esta presunción de carácter general, no científica o
estadística, lleva al legislador a la conclusión de que el
comportamiento que coincide con la delimitación referida en un
tipo penal, implica inmediatamente la producción de un riesgo
(Mendoza, 2002, p. 46).
Una vez más, vemos como la motivación del poder legislativo dista de postulados dogmáticos o científicos, y no se encuadra dentro del interés real de buscar una justificación a la tipificación jurídica del peligro. Este extremo repercute en las garantías básicas del derecho penal, y de modo particular en el principio de legalidad, puesto que el ámbito de protección señalado en la norma se vuelve indeterminado y, por ende, las eventuales sentencias condenatorias, aunque se adecuen a los parámetros típicos, están alejadas de la certeza requerida como una de las garantías fundamentales del derecho penal liberal.
Lo que ha ocurrido, es que el surgimiento del derecho penal del riesgo ha fracasado en su cometido y, lejos de ser un aliciente para la criminalidad real, se ha convertido en un derecho penal expansivo que ha optado por incorporar dentro de sus filas nuevos integrantes en el abanico de bienes jurídicos protegidos y que, ante ello, se ha visto en la necesidad de adelantar las barreras que dividen el comportamiento impune y el punible. Por último y, en vista de que no ha quedado más alternativa, se ha resuelto reducir las exigencias de reprochabilidad, lo que es una clara consecuencia del cambio de paradigma que empieza a producir (Prittwitz, 2003, p. 262).
En segundo lugar, y la
consecuencia del derecho penal del riesgo que abordamos a lo largo
de este estudio, es que ante la desmedida expansión no ha quedado
otra alternativa a los operadores de justicia que la de
relativizar la aplicación de garantías procesales, ya que, de no
hacerlo, y de ser estrictos en la aplicación de las mismas, esto
conllevaría muchas veces a no complacer el deseo pírrico de la
ciudadanía, porque ciertos casos (que generan preocupación y
miedo) deberían ser absueltos en virtud del respeto las garantías
procesales.
Sin duda, esta problemática genera preocupación en la ciencia penal, misma que desde la doctrina trata de proponer una salida que reste hipocresía a los parámetros bajos los cuales se ha construido la idea del Estado de Derecho. El derecho penal debe ser una ciencia que tenga por objeto la protección de bienes jurídicos, pero debe apelar a la objetividad a la hora de determinar cuáles de estos bienes deben ser objeto de protección y cuáles no. Aunque ahondemos en esfuerzos, esta determinación no la hace la ciencia, sino el poder político.
La realidad: una legalidad líquida
Situación actual: relativización del principio de legalidad
Los devenires de la
posmodernidad han irrumpido con fuerza en los fundamentos básicos
del derecho penal y esto ha producido la expansión sin límite que
ha generado que el principio de legalidad pierda contenido, tanto
en su delimitación conceptual, como en su aplicación práctica.
Ante esto, no es alarmista decir que tanto la ley penal en
general, como el principio de legalidad penal en particular están
inmersos en una profunda situación de crisis (Sarrabayrouse, 2012,
p. 31). En miras a no ser indiferente ante esta realidad, que
atenta contra la estructura básica de las garantías del derecho
penal, nos hemos propuesto situar con claridad cuál es la
situación actual del principio de legalidad y, por ende, cuáles
son las circunstancias que conllevan a su pérdida de contenido.
Podría ser lógico pensar que
la sociedad evoluciona y, por ende, el derecho y los principios
que lo conforman también. No podríamos interponer discusión
respecto a aquello, pero es cuanto menos riesgoso admitir que la
sociedad ha evolucionado y que el derecho no. Por cuanto no sería
admisible considerar que la relativización o mala aplicación del
principio de legalidad es una evolución, cuando en realidad es
todo lo contrario.
La expectativa de justicia
erosiona el principio de legalidad y, en miras a que estos hechos
delictivos no queden en la impunidad, se impone una reducción de
garantías en su sentido “lex previa” y “lex scripta” (Bacigalupo,
2012, p. 61). No cabría duda que, aunque se piense que ello está
justificado, representa una desformalización del principio. En
este caso, debemos ser conscientes que aplicar la legalidad en
sentido estricto conllevaría a un resultado estrictamente
legalista, pero manifiestamente injusto, podemos poner de ejemplo
el caso hipotético del padre de familia que hurta un pan para
alimentar a sus hijos y adecua su conducta a los presupuestos
típicos del delito de hurto, sancionarlo sería legal, pero cabría
la interrogante de si sería justo. Aun cuando el caso anterior
-hurto famélico- ha sido profundamente discutido por la doctrina,
podemos plantear ejemplos de la actualidad que darían el mismo
sentido a esta idea. Se ponen de relieve los tipos penales
aporofóbicos donde resulta legal, pero no justo ni legítimo
castigar a quienes cometen conductas típicas como consecuencia de
la propia exclusión social a la que han sido sometidos. La norma
exige una sanción de carácter penal, pero el sentido de justicia
propio de los operadores judiciales podría entrar en tensión al
momento de la toma de una decisión. Es lógico entonces que se
desnaturalizan los fundamentos elementales del principio de
legalidad, pero es hora de plantearse que los mismos deben de ser
adecuados a la sociedad contemporánea.
Todas estas tensiones afectan
las dos dimensiones del principio de legalidad, en primer lugar,
la dimensión política y, en segundo, la dimensión técnica.
Respecto a la dimensión política, asociada al principio
democrático, podemos observar que se ha producido una
intensificación de la pérdida de calidad democrática de las leyes
penales formales, mismas que se han transformado en un producto de
la burocracia de los partidos políticos de turno. Además, se suma
a estas preocupaciones, la disociación existente entre las
nociones de democracia y garantismo. En la actualidad, vemos que
se evidencia en que el contenido de una ley penal (que presume de
ser “democrática”) no está relacionado estrictamente con las
garantías inherentes al derecho penal liberal. Por el contrario,
la expresión de la ley emanada por la autoridad competente es una
manifestación de “populismo autoritario” (Silva Sánchez, 2015, p.
28).
La incontrolada expansión del
derecho penal y el aprovechamiento de esta circunstancia por parte
de ciertos actores políticos, ha dado como resultado la
implementación de tipos penales que no buscan proteger bienes
jurídicos proclives a ser objeto de un daño lesivo, pero que dan
tranquilidad y una falsa sensación de seguridad a la ciudadanía.
En palabras de Díez Rípollés (2003, pp. 147-172): “El legislador
se sirve ilegítimamente del derecho penal para producir efectos
simbólicos en la sociedad”, lo que se traduce en la manifestación
de que ciertas decisiones legislativas de carácter criminalizador
(que en teoría deberían direccionarse hacia la protección de
bienes jurídicos en peligro) no solo carecen de fundamentos
materiales y objetivos para su aplicación, sino que además sitúan
al derecho penal en una posición que no le corresponde y se lo
direcciona hacia fines que no le competen.
Sin alejarnos de las tensiones
citadas, abordamos también el modo en que se ha visto afectada la
dimensión técnica del principio de legalidad, entendida como la
seguridad jurídica, aspiración que también se ve doblegada, ya que
la ineficacia en la determinación de las leyes por parte del
legislador y la creación de normas penales vagas e indeterminadas,
sitúa a los operadores de justicia en una posición trascendental,
que es la de interpretar de forma correcta la norma inexacta para
de este modo alcanzar el ideal de justicia en cada caso concreto
(Silva Sánchez, 2015, p. 30). Entonces, esto significaría, que no
es la norma penal la que garantiza el respeto a la seguridad
jurídica, sino más bien las interpretaciones judiciales.
En todo caso, es cierto que
las leyes penales adolecen de conceptos vagos e indeterminados y
que esto afecta a la concepción clásica del principio de
legalidad, pero además, existen diversos problemas con los que se
encuentra el juzgador y para los cuales la solución no es siempre
aplicar la norma (por cuanto no se cumpliría el ideal de justicia)
pero al mismo tiempo no aplicarla correspondería una “vulneración”
al principio de legalidad.
Sin embargo, no podemos
asociar esta idea con todos los delitos de este tipo, puesto que
existen circunstancias donde su mera existencia se justifica y se
legitima dentro de la estructura dogmática del derecho penal, aun
cuando desde una postura extrema esta seguiría siendo una causa de
la relativización. Lo cierto es que, ante la existencia de
riesgos, el único instrumento que tiene posibilidad de poner en
relación las ventajas y desventajas de esta circunstancia para
regularlas, es el Derecho. De ahí que se sostenga que se deba
acudir necesariamente al derecho penal para asegurar mediante la
amenaza de una sanción la observancia de los valores límite para
los riesgos socialmente tolerados (Kindhauser, 2009, p. 4).
Entonces, siguiendo la línea
de pensamiento del profesor Urs Kindhauser (2009), podemos
sostener que el peligro se justifica cuando alcanza una dimensión
normativa, y esto se logra únicamente cuando la posibilidad de que
se produzca un acontecimiento lesivo no es deseada por el sujeto
activo y cuando existe una incapacidad física, psíquica o
cognitiva de poder evitar de forma intencional la producción de un
daño cuando se realiza o se ejecuta un comportamiento (Kindhauser,
2009, pp. 11-12).
Ahora, la problemática real radica en que lo antedicho no está en la esfera de análisis de la dosimetría penal en materia legislativa, puesto que el legislador no busca justificar dogmáticamente los tipos penales de peligro, por el contrario, busca paliar la necesidad desproporcionada de seguridad que exige la ciudadanía como consecuencia de la sociedad del riesgo, y esto lleva al absurdo de que cualquier bien jurídico puede entrar dentro de la esfera de protección del derecho penal.
Con todo esto, aceptamos que
el principio de legalidad no puede resumirse más en el ideal bajo
el cual nació, lo que no podría significar tampoco que podemos
adecuar el mismo a conveniencia. Si la sociedad evoluciona, el
derecho también debe hacerlo y para ello debe reformar (o aclarar)
sus principios básicos en mira a los devenires de la actualidad.
Hasta eso, podemos explorar y ser críticos ante el fenómeno.
Solidificación: hacia un futuro para el principio de legalidad penal Dos propuestas utópicas
Resulta cotidiano en el ejercicio de la dosimetría legislativa la redacción de tipos penales vagos y ambiguos. De hecho, es una práctica aceptada por la doctrina, denominar “técnica legislativa”, a la redacción de tipos penales en blanco y que no delimitan el verdadero ámbito de protección de la norma. Más aún de aquellas normas que tratan de resumir a escrito (derecho positivo) conductas tan abstractas como las situaciones que generan verdadero peligro, aun cuando no exista una determinación volitiva de producir un daño o una probabilidad específica de que se direccione la comisión de un resultado lesivo.
Remitir la mayoría de conductas de relevancia penal incorporadas como consecuencia de la sociedad del riesgo -delitos económicos, ambientales, mercado, competencia, protección de consumidores (Jiménez, 2014) a normas administrativas o técnicas, sin que exista una delimitación que garantice la claridad del contenido de estas redacciones, genera sin duda un estado de incertidumbre y desconocimiento que, en lugar de operar como aliciente al daño o peligro, actúa como intermediario para mantener las situaciones en circunstancias de peligro y miedo. Sobre todo a limitar el ejercicio de libertad ciudadana, que sacrifica su propio accionar (no necesariamente lesivo) a cambio de recibir protección y seguridad por el ente estatal.
Ya no basta la falacia de que la ley penal se presume conocida por todos, sino que, además, ahora el Estado debe presumir que el ciudadano común conoce también los miles de reglamentos y normas técnicas específicas que completan la norma indeterminada. Al momento de hacer cuentas, el ciudadano podrá darse cuenta que el sacrificio ha resultado desproporcionado y que lo que ha otorgado es menor a lo que ha recibido. De hecho, no ha recibido nada, solo retórica populista y la falsa promesa de que se exterminará la inseguridad cuando, en realidad, ocurre todo lo contrario.
Ante esto, podría resultar poco elaborado decir simplemente: debemos instar a la función legislativa a que redacte tipos penales claros. Y es que, si fuese tan fácil, resultaría burdo seguir discutiendo contra esta problemática. De hecho, la realidad es que los legisladores se han estrellado contra la decepción de que su actuación no alcanza a cubrir todos los peligros que la sociedad del riesgo abarca. Sin importar las consecuencias, se han otorgado competencias supremas y han intentado que el derecho penal opere como salvavidas de la sensación de miedo, del peligro y, por qué no decirlo, de su propia incompetencia. Resumir los castigos a normas extrapenales atenta contra la autodeterminación de nuestra conducta y limita nuestro ejercicio a elegir qué acción realizar y cual no, por la amenaza de una pena o sanción. El derecho penal debe ser claro, ya que esta es la única alternativa hacia un Estado de Derecho en el que prime la certeza sobre el desconocimiento, mismo que recordemos, era un actor protagónico de la antigüedad.
Hasta este punto, valdría interrogarnos si la garantía de normas claras depende de la voluntad política, entonces podemos pensar que la batalla está perdida, sin embargo, queda cuando menos la posibilidad de implementar en la discusión doctrinaria la verdadera necesidad de la redacción de normas que luchen contra la oscuridad y la ambigüedad y, por ende, que garanticen la absoluta compresión de sus receptores. De tal modo, se podría aspirar a una delimitación concreta de los peligros que acechan la sociedad actual y que, por lo tanto, necesitan protección penal.
Lo que ocurre, es que la protección ante los peligros no puede reducirse a una mera postulación retórica por parte del poder legislativo al momento de la tipificación de una conducta como delictiva, por el contrario, debería ser requerido un verdadero análisis criminógeno, estadístico y de política criminal de los bienes jurídicos afectados ante determinadas circunstancias. Si producto de un verdadero estudio que se base en datos estadísticos, y no en probabilidades que atentan contra el derecho de los procesados a su presunción de inocencia, se determina que, para proteger bienes jurídicos de un inminente peligro, se requiere la tipificación de una conducta, entonces bienvenida.
Por el contrario, en la práctica encontramos que la redacción desmedida de tipos penales se debe a la paranoia y a la sensación de que todo cuanto se haga resultará insuficiente. Además, los legisladores prefieren otorgar la responsabilidad sobre la delimitación real del riesgo a entes diversos, que no siempre utilizan parámetros técnicos.
Si en la actualidad lo cotidiano resulta en la determinación de tipos penales vagos, podemos aspirar a que el futuro encuentre reposo en un derecho penal donde primen los tipos penales claros y específicos, donde el deseo de los verdaderos pe- nalistas pueda sobreponerse a la voluntad política. El primer paso es detener la tipificación delictiva como única solución para evitar el cometimiento de delitos. Luego, podemos encontrar que las conductas que deban ser descritas en la norma penal puedan delimitar con claridad y exactitud, la delimitación de las conductas del plano óntico al jurídico. Y esto significa que se debe retomar los elementos descriptivos del tipo penal, para así establecer qué es lo que se busca proteger y, por ende, que acción se sanciona. Si es que la norma penal resulta comprensible, entonces el juzgador no se verá en la necesidad incestuosa de tener que extralimitar su competencia en referencia a la norma y su interpretación podría verse resumida en determinar si es que la conducta acaecida en el plano real guarda relación con la que el legislador ha tipificado y, de ser así, entonces determinar la congruencia entre la realidad y la norma.
Por último, si resulta demasiado ilusoria esta premisa, entonces, desde el poder legislativo e incluso el judicial, se debe de garantizar que la redacción de normas técnicas y extrapenales guarde una estricta relación con criterios de especificación de la conducta prohibida y, del mismo modo, que esta sea basada en datos estadísticos concretos y no en meras probabilidades.
Dos propuestas realistas
Muchos países de Occidente han optado por adecuar en sus códigos penales el principio de oportunidad, quizá para remediar de algún modo la tipificación excesiva de conductas delictivas; pero a pesar de esto, su aplicación resulta poco recurrente y parece que de algún modo se ha preferido obviar esta prerrogativa para solventar los deseos de la sociedad de luchar contra “el peligro” y la impunidad.
Antes de profundizar en las ventajas que supondría este principio, debemos aclarar que hasta ahora ha sido un instrumento pensado para limitar el ejercicio de la acción penal por parte del Ministerio Público o Fiscalía General del Estado y, de este modo, evitar que se inicien investigaciones por hechos que no generan relevancia en virtud de que no lesionan o ponen en peligro bien jurídico alguno, o en su defecto, que podrían ser solventadas de otro modo alejado del poder punitivo del Estado.
Sin duda, podría equiparse este postulado a la garantía de juridicidad de la que sería titular el juez pero, en este caso, se trata de aceptar que, aunque una conducta está tipificada y para el legislador corresponde relevancia penal, en realidad, en el caso concreto, esta puede ser descartada.
Por supuesto, podría parecer alarmista ampliar el marco de discrecionalidad de quien represente a la Fiscalía y se podría pensar que quedarían en la impunidad conductas que, con una debida investigación, concluyan en lesivas; pero en realidad, se busca relajar la intervención penal y permitir que se pueda enfocar el poder punitivo del Estado únicamente ante aquellas conductas que realmente representen un daño al orden social.
Surge entonces la duda, de cómo podría esto solventar la problemática de la sociedad del riesgo. Entonces, podemos empezar analizando que la tipificación desmedida de tipos penales lleva a quienes forman parte del proceso penal a verse en la obligación de remitir a relevante todas las conductas descritas, aunque estas en realidad no signifiquen un verdadero peligro.
Si es que el administrador de justicia se encuentra ante esta problemática y aplica su poder discrecional para llevar a cabo su rol protagónico otorgado por la juridicidad, luego de que el representante de la Fiscalía General del Estado ha llevado a cabo toda una investigación y, por tanto, ha gastado recursos del Estado y de todos los ciudadanos en la determinación de que la conducta descrita en el tipo penal se encuadra milimétricamente en la realizada, aun cuando objetivamente no se haya ocasionado un daño lesivo, podemos decir entonces que se ha producido una contradicción absurda.
¿De qué serviría a Fiscalía investigar una conducta que por más que resulte típica está destinada al archivo, porque no compromete los intereses del Estado? No hay que ser muy docto, para concluir que de nada. De este modo, se determina que la necesidad de que la pretensión de la Fiscalía en cuanto a la consideración de los tipos penales simbólicos e innecesarios sea la misma que la de la administración de justicia, ya que, en caso de que los intereses sean dispares y se concluya direccionar las actuaciones por rumbos distintos, se mantendrá una dicotomía que únicamente alimentará el caos del sistema penal basado en el miedo acaecido por la sociedad del riesgo.
Resulta realista este postulado, únicamente si es que, desde el ejercicio de la acción penal y de la administración de justicia, se resuelve con fervor hacer contra a una función legislativa que redacta sus códigos penales en virtud de la exigencia de ciudadana y no desde verdaderos datos estadísticos y factores criminógenos que reduzcan los índices de criminalidad. De este modo, ponemos en relieve la necesidad de que exista congruencia entre la posición del Juez y la del Fiscal, toda vez que ambos son servidores públicos, a quienes se les ha otorgado la capacidad de investigar hechos delictivos y de sancionar los mismos respectivamente.
No se puede esperar que de la noche a la mañana los códigos penales sean reformados y regresen hacía postulados de garantismo y respeto a los derechos humanos, pero sí se puede aspirar que quienes son conocedores y practicantes del derecho penal no se presten a la paranoia legislativa. Ahora, sigue siendo una idea trascendental la de otorgar seguridad a los ciudadanos mediante una norma clara, y esto lleva implícito limitar los alcances de la discrecionalidad de los operadores de justicia y de los fiscales.
Desde este punto de vista, la alternativa legislativa es la de delimitar taxativamente los casos en los que el principio de oportunidad puede ser una salida, e incluso, aquellos en los que debe ser una obligación. Esto se determinaría mediante criterios de la gravedad de la pena, o en tipos de peligro que no han comprometido gravemente la seguridad del Estado. En la misma línea, se podría incluir (sin ser explicito) los tipos penales cuyo ámbito de protección no está determinado en forma clara y que generan complicaciones a la hora de ser aplicados por los operadores de justicia.
Complementaría al principio de oportunidad aquellos casos en los que, aunque se haya producido un daño lesivo y exista una víctima concreta, esta haya sido reparada y haya sometido su conflicto a un mecanismo de justicia penal alternativa. El Estado debe ser consciente que si la víctima de un ilícito ha sido reparada, entonces, resultaría cuanto menos innecesaria su intervención; esto solo coadyuvaría a desalentar los mecanismos alternativos a la justicia ordinaria en materia penal, que con tanto éxito han empezado a aplicarse en países anglosajones. Además, se mantendría un sistema que prima la criminalización u overcriminalization, por encima de la verdadera efectividad del sistema penal, que no debe guardar relación con ser eficiente en el “castigo y sanción de actos delictivos”, sino en la resolución y reparación de los conflictos.
A modo de conclusión preliminar, podemos aspirar que, si a nivel legislativo todo está perdido, quienes ejercen el derecho penal desde la función estatal (y en su defecto lo han estudiado y lo conocen) puedan corregir las apresuradas acciones que se han desarrollado inspiradas en el populismo penal y la alternativa, aunque parezca alejada de la realidad, en verdad es tan cercana cómo aplicar una garantía que prevalece en la mayoría de los ordenamientos jurídicos occidentales, pero a la que no hemos hecho caso.
Una solución intermedia: un derecho penal de velocidades
Por último, no quedará más que resignarnos, y de ser así, aceptar que resulta imposible regresar al “viejo y buen derecho penal liberal” (Silva Sánchez, 2011).
Esta realidad nos obliga a situarnos en una aspiración más práctica (al menos teóricamente, porque encuentra su freno en la voluntad política legislativa, alejada de criterios técnicos de política criminal) que es la de combatir la expansión del derecho penal y, por tanto, la relativización del principio de legalidad mediante un sistema dual (Silva Sánchez, 2011, pp. 178-182). Este sistema instaría a los Estados a implementar una administración de justicia penal paralela en la que, por un lado, se puedan analizar todos los casos relativos a delitos comunes (asesinatos, robos) entendidos como aquellos que no requieren mayor complicación en cuanto a sus reglas de imputación, y que, por tanto, pueden garantizar objetivamente el respeto irrestricto a las garantías fundamentales y que pueden enmarcarse dentro de un derecho penal de primera velocidad.
Y por otro, en una segunda velocidad, delitos que han surgido producto de las implicaciones de la sociedad del riesgo, entre los que podemos situar a los delitos económicos o los delitos de peligro abstracto, cuyo ámbito de protección es de difícil determinación y ello es traducido en que no exista claridad respecto a las reglas de imputación, de forma que se merme la aplicación estricta de las garantías procesales. Surge entonces la gran complicación que la solución intermedia aplicaría, y es que terminamos por aceptar que existen casos en los que deviene imposible dar un cumplimiento eficaz de las garantías del proceso, puesto que devendrían en absolución y esto únicamente alimentaría la sensación de inseguridad y la sed de obtener “justicia”, de este modo, y a fin de no sacrificar las garantías elementales y la libertad de un individuo, para solventar el deseo social nos vemos en la obligación de limitar la aplicación de las penas privativas de libertad. Esto significaría sacrificar el respeto a las garantías, siempre y cuando la libertad del actor o los actores del delito no esté en juego y no se comprometa dentro del proceso.
Lo antedicho no significaría que ante el cometimiento de un daño lesivo producto de un delito de segunda velocidad, el autor del mismo quedaría absolutamente en la impunidad; por el contrario, se trata de alegar que, si es que su libertad no está comprometida, resulta menos grave flexibilizar sus garantías. Hablamos de poder castigar este tipo de conductas, pero que su sanción más que un fin de privación pueda enfocarse en una verdadera retribución y reparación al daño causado.
Esto se podría lograr, mediante la aplicación de multas económicas, prohibición de suscribir contratos con el sector público en el ámbito en que se cometió el daño, sanciones administrativas, reparación de los perjuicios ocasionados, hasta retomar a un estado más parecido al original, entre otras. Así, el individuo que incurrió en un ilícito cuyas reglas de imputación devienen difusas, puede recibir su castigo y, si bien es cierto se sacrifican las garantías elementales que hemos defendido a lo largo de este estudio, no se compromete su libertad, que es en realidad lo que está en juego dentro de un proceso penal.
Sabemos que esta alternativa no operará como placebo para el interés social y, de hecho, podría generar resquicios de una sensación de impunidad, sin embargo, resulta necesario sincerar la dicotomía existente en los ordenamientos jurídicos que se precian de garantistas y aplican postulados que significan todo lo contrario. Restar la hipocresía en la aplicación del derecho penal de los ordenamientos jurídicos sería la propuesta de esta medida. Mantener un sistema mixto, o intermedio, podría traducirse en la aceptación de un verdadero Estado de Derecho respetuoso de las garantías fundamentales de sus ciudadanos, pero que además no deja conductas en la impunidad, y para lograrlo no debe de sacrificar sus postulados básicos. Conclusiones
Podría resultar atrevido pretender que mediante estas reflexiones se efectúe un cambio sistemático en un principio que supone la columna vertebral del derecho penal liberal, sin embargo, se ha intentado poner en relieve el modo en que las pretensiones originarias sobre las que se desarrolló el mismo carecen de efectividad práctica, en especial frente a los casos complejos, que son los que de algún modo contribuyen a la evolución práctica del derecho.
No podríamos endilgar la culpa de los sucesos recientes a las propuestas teóri- cas sobre las que se erigió el principio, de hecho, seguimos considerando que las mismas aseveran realidades que deberían ser el común accionar en la administración de justicia práctica. Lo que sí podemos reiterar es que el contexto histórico sobre el que se desarrolló el pensamiento Ilustrado, transmitido al derecho penal en el siglo XIX, es totalmente distinto al que la humanidad experimenta en la actualidad.
El sentir y las preocupaciones cotidianas han variado, y esto ha repercutido de manera directa en las garantías elementales del derecho penal; pero lo ha hecho, porque se han utilizado (o mal utilizado) como un instrumento del poder político bajo la falsa esperanza de que de este modo se erradicará un problema mucho más grave: las connotaciones implícitas de la sociedad del riesgo.
Sin duda, resulta irresponsable el accionar del poder legislativo, acaparado por intereses políticos partidistas, más que ciudadanos, que ha instado a la consumación de códigos penales que padecen obesidad y que han sido inflados a tal punto de estar conformados por una gran cantidad de tipos penales decorativos, que se mantienen inmóviles ante la problemática real y que no han logrado satisfacer con resultados la aspiración ciudadana de seguridad.
Aunque podamos ser críticos ante la evolución a la que los políticos y no los penalistas han desarrollado frente al derecho penal práctico, no podemos continuar bajo lamentos y añoranzas, porque como ya se ha anticipado, resulta un sueño imposible regresar al buen y viejo derecho penal liberal.
Entonces, nuestra única opción (desde la ciencia criminal) es la de plantear alternativas, es por ello, que luego de un estudio proceloso en referencia a los primeros postulados sobre los que se concibió la legalidad, robusta y muy estricta, hemos contrastado cómo la influencia de la sociedad del riesgo la ha obligo a transformarse en débil y líquida, sujeta a los cambios y modificaciones que el miedo le ha impuesto. Y ante esto, se han presentado cinco variables que podrían considerarse a la hora de reformular el principio de legalidad, de tal forma que reste hipocresía a su mala aplicación ante el caso concreto, que resulta contradictoria a los postulados de un Estado de Derecho.
Así, hemos determinado como utópicas dos de estas alternativas, pero no porque resulte imposible su aplicación, de hecho, en caso de ser tomadas en cuenta podrían devenir en resultados satisfactorios dentro del sistema de justicia penal; sin embargo, aquello representaría de algún modo regresar al punto de partida, que como anticipamos resulta poco improbable.
La principal razón es que las medidas antedichas dependen exclusivamente de la función legislativa, que está copada por el poder político y que, por más que desde la ciencia se demuestre lo errado de sus percepciones, se seguirá basando en lo que dicten las estadísticas y lo que sume votos a sus intereses particulares.
Por ello, aspirar códigos penales que regresen a determinar el peligro con base en reales estudios de política criminal, como el Manual sobre la aplicación eficaz de las Directrices para la prevención del delito de Naciones Unidas (2011), puede ser considerado un sueño lejano, aunque para cualquier estudioso de la ciencia penal, representaría el triunfo definitivo de pensamiento Ilustrado y de los preceptos para erigir un derecho penal mínimo destinado a la protección y sanción de bienes jurídicos que realmente signifiquen una necesidad y no un elemento de satisfacción.
En otro orden de ideas, se ha tomado una medida intermedia y que, de algún modo, podría resultar aún más utópica que las dos anteriores, por cuanto significaría reformular todo el sistema de justicia criminal que ha desarrollado sus postulados en base a la sanción que debe imponerse a quienes cometen un acto considerado ilícito.
Así, en aras de no sacrificar las garantías fundamentales de los procesados, se aspira a tener dentro de nuestros ordenamientos jurídicos un sistema de justicia penal dual que, ante los casos poco complejos y delitos comunes sobre los que las reglas de imputación son claras, pueda aplicarse una primera velocidad del derecho penal, que permita que se respeten a cabalidad los principios y derechos de los pro-cesados y, en su defecto, que de ser el caso se les pueda imponer una pena privativa de libertad. Por otro lado, y aunque resulte alarmante, en una segunda velocidad se plantea no sacrificar la libertad del individuo en los casos complejos, con reglas de imputación poco claras, que encajen en tipos penales cuyo ámbito de protección no está determinado con claridad, y que a cambio de aquello no represente una vulneración suprema de los principios del Estado de Derecho, flexibilizar las garantías del procesado.
No queremos anticipar categóricamente que esta sea la solución definitiva, de hecho, y siendo realistas, aceptamos que su aplicación práctica resulta también poco probable pues, una vez más su materialización depende de la función legislativa, que no sería capaz de arriesgarse a la conmoción ciudadana de pensar que el Estado les está restringiendo la protección otorgada, dejando a “delincuentes” en libertad. Este planteamiento responde a parámetros de política criminal y a la aspiración del derecho penal de detener la bipolaridad en la aplicación de sus garantías.
Por último, se han desarrollado dos criterios que al parecer de este estudio estarían más cercanos a la realidad y podrían desarrollarse en la cotidianidad, esto porque su aplicación ya no depende del poder político, sino del judicial, mismo que está conformado por juristas, que para bien o para mal han estudiado el derecho penal y tienen mayor facilidad para comprender que resulta un imperativo categórico respetar los principios que sostienen la ciencia.
De este modo, se considera otorgar un rol mucho más protagónico a los administradores de justicia y a los representantes de la Fiscalía General del Estado, para que dejen de convertirse en esclavos de la voluntad paranoica de quienes redactan las leyes. Así, puedan resolver no solamente aplicar “Derecho”, sino (y mucho más importante) ser garantes de la aplicación y consumación del ideal de justicia.
Podría resultar contradictorio generar la solución a la flexibilización, otorgando mayor discrecionalidad a quienes tienen el deber de aplicar la norma, pero en realidad, y como hemos explicado, esta potestad estaría delimitada por principios generales que operen siempre a favor de los procesados.
De cualquier modo, la principal aspiración de estas reflexiones, ha sido poner en discusión que lo que debería ser el principio de legalidad, resulta una ilusión lejana y no una realidad práctica, y que por ello, ante esta realidad de la que no hay regreso, resulta urgente enfocar la discusión académica (e incluso política) en buscar un verdadero aliciente a la paranoia y generar una alternativa en la que los ciudadanos sean los reales triunfadores, y el derecho penal no sea la verdadera víctima.
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