Doi: 10.22187/rfd2021n50a8
Doctrina




Héctor Gabriel Vanegas Fernández 

Repensando el principio de legalidad penal: sociedad de riesgo, crisis y relativización




Rethinking the Principle of Criminal Legality: Risk Society, Crisis and Relativization

Repensar o princípio da legalidade penal: sociedade de risco, crise e relativização

Profesor de Derecho Procesal Penal de la Universidad de Guayaquil. ORCID: 0000-0001-5175-5858 Contacto: hectorvanegasf@gmail.com


Resumen: La sociedad postindustrial generó la creación de nuevos riesgos que conviven en nuestras actividades cotidianas y que pueden tener consecuencias fatales en nuestra existencia. Entre las consecuencias producto de esta sociedad podemos observar la inevitable expansión del derecho penal, la creación desmedida de tipos penales de peligro y la flexibilización de garantías procesales. Estas circunstancias hacen tambalear, entre otros, el principio de legalidad, que históricamente ha sido concebido como el cumplimiento estricto de los parámetros establecidos en la norma y una limitación a la discrecionalidad de los operadores de justicia. Se ha utilizado una metodología de tipo exploratorio y descriptivo mediante el método histórico, el análisis lógico y el análisis exegético jurídico, para determinar el modo en que la sociedad postindustrial ha tenido una influencia directa en la flexibilización de esta garantía, a tal punto que, en la práctica, está siendo cada vez más sacrificada en pro de criterios de eficientísimo penal y no impunidad.
Palabras clave: Sociedad de riesgo, principio de legalidad, postindustrial, derecho penal, garantías procesales, justicia.

Abstract: The post-industrial society generated the creation of new risks that coexist in our daily activities and that can have fatal consequences in our existence. Among the consequences resulting from this society we can observe the inevitable expansion of criminal law, the excessive creation of criminal types of danger and the relaxation of procedural guarantees. These circumstances shake up, among other things, the principle of legality, which has historically been conceived as strict compliance with the parameters established in the law and a limitation on the discretion of justice operators. An exploratory and descriptive methodology has been used, using the historical method, logical analysis and exegetical legal analysis, to determine how post-industrial society has had a direct influence on making this guarantee more flexible, to the extent that, in practice, it is increasingly being sacrificed in favor of criteria of criminal eficiency and not impunity.
Keywords: Risk Society, Principle of Legality, Post-Industrial, Criminal Law, Procedural Guarantees, Justice.


Resumo: A sociedade pós-industrial gerou a criação de novos riscos que coexistem nas nossas atividades diárias e que podem ter consequências fatais na nossa existência. Entre as consequências resultantes desta sociedade, podemos observar a inevitável expansão do direito penal, a criação excessiva de tipos de perigo criminosos e a flexibilização das garantias processuais. Estas circunstâncias abalam, entre outras coisas, o princípio da legalidade, que tem sido historicamente concebido como o estrito cumprimento dos parâmetros estabelecidos na lei e uma limitação à discrição dos operadores de justiça. Tem sido utilizada uma metodologia exploratória e descritiva, utilizando o método histórico, a análise lógica e a análise jurídica exegética, para determinar de que forma a sociedade pós-industrial teve uma influência direta na flexibilização desta garantia, na medida em que, na prática, está a ser cada vez mais sacrificada em favor de critérios de eficiência criminal e não de impunidade.

Palavras-chave: Sociedade de risco, princípio da legalidade, pós-industrial, direito penal, garantias processuais, justiça.



Recibido: 20200804 - Aceptado: 20201010



Introducción


La columna vertebral sobre la que se ha erigido la ciencia penal moderna tiene su raíz en el pensamiento Ilustrado y en el surgimiento del principio de legalidad (Prieto Sanchís, 2001, p. 493).


La existencia de esta figura, opera bajo una razón trascendental: ser la garante de la seguridad jurídica de todos los ciudadanos de un Estado de Derecho, permitir que el ejercicio de la libertad y la autodeterminación en la toma de decisiones, representen un actor protagónico en el diario convivir de una sociedad democrática. Las reglas del juego operan claras, el que desea ir en contra de lo que estipula su ordenamiento jurídico, conoce con certeza la fatalidad de su destino y, a la vez, el que resuelve adecuar su conducta a los márgenes del correcto desarrollo social, puede vivir sin la preocupación de que su libertad se vea comprometida.


La ilusión de justicia ha direccionado el accionar moral de nuestra especie desde siempre, sin embargo, llegó un punto de la Historia Occidental en que se resolvió un consenso: no podría decantar en una posibilidad, el hecho de vivir la cotidianidad sin la certeza de que cualquier deseo superfluo o no, de una autoridad impuesta, pueda degenerar en un castigo desproporcionado y absurdo, que más que retribución ante una conducta ilícita, represente satisfacer un ideal de venganza y una quimera burda de cobrar justicia por cuenta propia.


Surgieron los derechos humanos, las garantías, la seguridad de que se podía vivir en un Estado alejado de los prejuicios, del afán de ocasionar daño, y de comprometer sin causa a personas en un hecho alejado de su participación.


    El ideal altruista que motivó a los ilustrados dista de ser una realidad. En la práctica, producto de múltiples factores (entre estos, el surgimiento de la sociedad del riesgo, que sitúa al ciudadano en la situación comprometida de luchar por su propia supervivencia), hemos sido testigos de cómo las circunstancias acaecidas por la era postindustrial han influido de manera directa en que las garantías encargadas de brindar seguridad a los ciudadanos sometidos a un proceso penal degeneren en todo lo contrario, siendo transformadas en instrumentos del poder político, para generar incertidumbre a cambio de una falsa sensación de combate a los males de la actualidad.


Esta dicotomía representa el objeto de análisis del presente estudio, ya que, consideramos que no podemos pretender vivir bajo el engaño de un Estado de Derecho, que insta a un derecho penal liberal, que se precia de ser garantista y respetuoso de los derechos humanos, pero que en realidad se ha terminado deformando en todo lo contrario: un derecho penal flexible, débil, que a fin de complacer el ímpetu de las grandes mayorías no ha encontrado más refugio que alejarse de los ideales que motivaron su existencia.


Podemos decir que vivimos bajo el imperio del principio de legalidad, pero si este ha sido vaciado de contenido y obligado a satisfacer las ambiciones ciudadanas, entonces estamos siendo víctimas de una manipulación sistemática, en la que por más que se repita que se vive bajo la certeza de una ley escrita, se delimitan parámetros que nos demuestran que aquello es un antónimo.


Así, nos detendremos en adecuar las condiciones deontológicas que deberían guiar el accionar del principio de legalidad. Repasaremos sus postulados originales y, por ende, lo que debería ser, pero no es, para luego abordar las consecuencias directas de su relativización, y las posibles alternativas ante las que podría encontrarse el derecho penal del futuro, de forma que siga cumpliendo su fin primigenio y se retome la certeza sobre la hipocresía.


Metodología


    Para alcanzar los objetivos planteados en la presente investigación se realizó un estudio de tipo exploratorio, con la finalidad de delimitar y esclarecer las consecuencias específicas de la sociedad postindustrial y su influencia en el derecho penal, para así determinar si es que existe una relación entre la existencia de estas y la flexibilización de las garantías procesales, en específico, del principio de legalidad.


    Según Hernández, Fernández y Baptista (2006, p. 79):



los estudios exploratorios se realizan cuando el objetivo es examinar un tema o problema de investigación poco estudiado, del cual se tienen muchas dudas o no se ha abordado antes... sirven para familiarizarnos con fenómenos relativamente desconocidos, obtener información sobre la posibilidad de llevar a cabo una investigación más completa respecto de un contexto particular, investigar nuevos problemas, identificar conceptos o variables promisorias, establecer prioridades para investigaciones futuras, o sugerir afirmaciones y postulados.


También se hizo un estudio esencialmente descriptivo. Para realizar el estudio se utilizaron los siguientes métodos de investigación:


  • Método histórico, para identificar las principales líneas de desarrollo del principio de legalidad y el surgimiento de la sociedad postindustrial.


  • Análisis lógico aplicado a la definición de los conceptos y variables fundamentales relacionadas con el tema estudiado.


  • Análisis exegético jurídico en la interpretación de disposiciones jurídicas vigentes en la mayoría de ordenamientos jurídicos del mundo, con especial hincapié en el ecuatoriano y el español.



Una legalidad sólida: lo que se concibió



La idea del principio de legalidad, en su concepción original, fue puesta de relieve por Paul Johann Anselm Ritter Von Feuerbach, en el año 1810, mediante su formulación latina Nulla poena sine lege, nulla poena sine crimine, nullum crimen sine poena legalis (“No hay pena sin ley, no hay pena sin crimen, a todo hecho criminal le corresponde una pena legal”).


En un primer momento se hace referencia al injusto realmente grave contra una determinada persona y el Estado, y a la condena justa, progresiva y merecida por la acción delictiva cometida (poena sine lege) (Naucke, 2000). Esta aseveración anticipa, que los delitos que deben ser tipificados, y por ende castigados, son aquellos que generan un daño lesivo considerable, con lo que se podría entender que la gran mayoría de delitos que adornan los códigos penales en la actualidad no deberían de existir.


    Para Feuerbach (1973, p. 20), la existencia previa de la tipificación de las conductas delictivas, y su respectiva sanción, genera en los ciudadanos una previsión que los coacciona psicológicamente y los hace abstenerse del cometimiento de delitos, principalmente por miedo a la pena que su conducta podría conllevar. La idea de la ley escrita empieza a generar entonces una doble percepción social, por un lado, seguridad jurídica a los ciudadanos y, por otro, la reproducción y consumación del ideal de justicia (Naucke, 2000, p. 536). La determinación de la conducta delictiva y su respectiva sanción en la norma penal, dan lugar a delimitar aquellas acciones que generan un daño lesivo y, al mismo tiempo, la sanción acorde y proporcional a quien la comete.


Entonces, parte del génesis de la idea de un Estado en que prime la seguridad jurídica, es que sean castigadas todas aquellas conductas que hayan puesto en peligro un bien jurídico protegido. Dentro de esta aseveración comprendemos que no toda conducta (inmoral, o que simplemente no pone en peligro un bien jurídico) debe ser castigada. Se entiende a la legalidad como un instrumento sólido y fuerte, que opera de freno hacia la arbitrariedad y que permite establecer un límite hacía lo que debe estar prohibido y lo permitido.


En una dimensión política, esto derivaría en la lucha del Estado contra el ius incertum, que tiene una injerencia directa en el ámbito de libertad y voluntariedad de los ciudadanos, de modo que estos no podrían ejercer con pleitesía su propia autodeterminación, si no cuentan con las condiciones requeridas para precisar qué conductas pueden realizar sin la amenaza de una pena o sanción (de Vicente, 2004).


Todo lo que se ha expuesto, responde a un estado ideal de la cuestión, que no deja de estar alejado de la realidad práctica y menos con los devenires de una sociedad en la que priman como determinantes los postulados del riesgo.


Debemos aceptar que la existencia de la ley positiva no es en sí misma una garantía de que será cumplida, ni asegura que se verá efectuado en su aplicación el ideal de justicia, sin embargo, no podemos negar que este principio opera como limitación al poder del Estado, en específico al poder judicial, ya que los jueces están obligados a obrar de conformidad con lo que establece la ley, misma que debe ser lo más taxativa posible, a fin de limitar su discrecionalidad y garantizar que su conducta se desarrolle dentro de los parámetros de seguridad jurídica (Lamarca, 2011, p. 157).


El significado esencial del principio de legalidad penal se concreta en un mandato de taxatividad (garantía esencial de seguridad jurídica) y en cuatro prohibiciones: prohibición de retroactividad, prohibición de regulación de la materia penal por normas dimanantes del ejecutivo, prohibición de analogía y prohibición de regulación de la materia penal por normas consuetudinarias (de Vicente, 2004, pp. 27-28).


Fundamentos para una legalidad sólida



Claus Roxin, estableció que “Un Estado de derecho debe proteger al individuo no solo mediante el derecho penal, sino también del derecho penal” (2010, p. 137). Mediante esta frase podemos rescatar una realidad: el derecho penal debe limitar el poder punitivo del Estado y evitar los abusos y la arbitrariedad, pero al mismo tiempo, un Estado de Derecho no podría permitir que estas conductas se desarrollen gracias al derecho penal. El límite para evitar el abuso y, al mismo tiempo, la garantía de que los ciudadanos no vivirán en la oscuridad de la carencia de leyes (o de la vaguedad y ambigüedad de estas) es el principio de legalidad.


La noción de legalidad tiene desde su origen una función limitadora, misma que puede verse sostenida en tres fundamentos que, aunque en la actualidad se ven tensionados, vale la pena repasar.


En primer lugar, debemos hablar de un fundamento político democrático, que tiene como objetivo ser el ente que frene los excesos del poder judicial, por ende, la función del principio de legalidad no sería únicamente la de garantizar la supremacía de la ley frente a la libertad de los juzgadores y la exigencia previa de tipificación de conductas delictivas, sino que además de esto, se debe garantizar que el objeto de la norma constituya una real expresión de la voluntad popular. Son los ciudadanos los que deben decidir (mediante los políticos llamados a representarlos) las conductas que deben ser prohibidas y sancionadas penalmente (Sala, 1996, pp. 13-36).


Luego, se debe abordar la existencia de un fundamento político criminal, que prima que la existencia de toda norma penal debe tener una función específica. No basta aclarar el contenido que deben de tener las normas, sino que, además, es meritorio recalcar lo que se espera de las mismas. Feuerbach, anticipaba (mediante su teoría de la coacción psicológica) que la tipificación de conductas delictivas coadyuvaría a la evitación del cometimiento de delitos, por cuanto el delincuente se abstendría de su cometido, producto del miedo de conocer de la sanción de la que sería objeto. Entonces, si el fin de la tipificación de conductas penales es la inacción del agente delictivo, debemos entender que estas conductas deben de estar tipificadas con anterioridad al cometimiento del delito, y así, se pone de manifiesto la necesidad del principio de irretroactividad (Arroyo, 1983, pp. 9-46).


Por último, debemos de tomar en consideración el fundamento tutelar del ciudadano frente al poder del Estado, que refiere que el principio de legalidad es una manifestación política de la garantía del ciudadano y de sus derechos fundamentales frente a la restricción de estos por parte del Estado (de Vicente, 2004, p. 31). Esta garantía supone una prerrogativa del ciudadano frente a la ley abstracta, para de este modo no quedar a la intemperie de la interpretación de la autoridad. Hablamos de aquellos casos en que las normas expedidas con posterioridad al cometimiento del ilícito son más favorables al reo, entonces ¿aplicarlas conllevaría a una vulneración del principio de legalidad?, la respuesta es no, por cuanto el principio de legalidad es también una garantía contra las normas desfavorables o restrictivas de derechos, y esta misma idea es una base fundamental del Estado democrático, que respeta en lo absoluto los derechos y libertades del individuo, además, bajo esa misma secuencia lógica, podemos aceptar también la analogía a favor del reo.



Garantías para una legalidad sólida



Para asegurar la aplicabilidad práctica del principio y que este no quede resumido en una mera aspiración de buena voluntad, se estudian cuatro garantías: No hay delito sin una ley previa, escrita y clara (garantía criminal: Nullum crimen sine lege, Roxin, 2010, p. 137); no hay pena sin ley (garantía penal: Nulla poena sine lege, de Vicente, 2004, p. 33); la pena solo puede ser impuesta al individuo en virtud de un juicio justo (que respete todas las garantías de la persona imputada) acorde a lo que manifieste la norma (garantía jurisdiccional: Nemo damnetur nisi per legale iudicium, Montesquieu, 1784); y la ejecución de la pena debe de ajustarse a la ley (Garantía de ejecución).


La aplicación ideal del principio lleva implícita la consumación de estas garantías. Quizá hubo un tiempo en que esto funcionó en la realidad práctica, pero aunque siga sirviendo de referencia para comprender lo que debería ser (y no es) la seguridad jurídica, resulta alejada de sus ideales constitutivos.


Esto no ocurre por la voluntad propia de la concepción de la legalidad (sólida y fuerte) sino, por los devenires de la modernidad, que la trastocan hasta convertirla en débil y líquida. Vale aclarar que toda deformación atraviesa por un proceso y una evolución, en la que vence lo incorrecto. Esa evolución tiene su principal protagonista en los devenires de la sociedad del riesgo.



Cambio de estado: surgimiento de la sociedad del riesgo Beck y su caracterización del mundo actual



En 1986, el sociólogo alemán Ulrich Beck, Profesor de la Universidad de Múnich, publica su primer libro La sociedad del riesgo hacia una nueva modernidad, en el mismo brinda su concepción de la sociedad actual (Beck, 2006).


Esta sociedad está caracterizada por su complejidad, transnacionalidad, economía global y dinámica, interconexiones causales múltiples y la existencia de una alta intervención de colectivos. Podríamos definirla como una sociedad en que los avances científicos y tecnológicos (incontrolables y apresurados) de la mano de la globalización económica (que también surge producto de las nuevas tecnologías que conectan el mundo) han servido para dar lugar a la aparición de nuevos peligros, que amenazan la vida de la humanidad (Jiménez Díaz, 2014, p. 2).


La denominación de Beck sintetiza magistralmente los peligros que amenazan a la sociedad: explosiones atómicas, erosión del suelo, ensanchamiento de la capa de ozono, contaminación ambiental; todos estos creados por el hombre, todos estos capaces de extinguir la vida sobre la tierra, todos estos coadyuvando a que el ser humano de la actualidad viva con miedo.



Influencia de la sociedad del riesgo en el derecho penal: el verdadero cambio de estado



Los nuevos fenómenos que preocupan al mundo (riesgos) han alcanzado también al derecho penal, quien se ha visto en la urgente posición de ser el brazo ejecutor de los gobiernos, en mira a subsanar la sensación de inseguridad.


Debemos ser conscientes que el derecho penal surge como instrumento para proteger bienes jurídicos de un posible daño lesivo. Si en la actualidad han surgido nuevos bienes jurídicos objetos de protección, cabe la posibilidad entonces, de que el derecho penal se ocupe también de su resguardo.


    Sin lugar a duda los factores que han ocasionado el surgimiento de nuevos bienes jurídicos que reclaman protección, son las nuevas realidades, el nuevo orden bajo el cual se desarrolla el mundo y el deterioro progresivo de realidades abundantes (Silva Sánchez, 2011, p. 11). La doctrina ha situado la relación entre la sociedad del riesgo y el derecho penal como el nacimiento de una ciencia en expansión.


La tendencia maximalista de expansión del derecho penal (que es consecuencia directa de los riesgos de la era postindustrial) lleva al buen y viejo derecho penal liberal (garantista y respetuoso de los derechos fundamentales de los ciudadanos) a replantarse ciertos preceptos sobre los cuales se ha edificado toda la ciencia penal moderna. Si debemos de evidenciar en concreto cuales han sido los cambios y mutaciones que ha experimentado el derecho penal, producto de la sociedad del riesgo, bien podríamos delimitarlas a los siguientes (Carrasco Jiménez, 2017, p. 45):


  • Incorporación de nuevos tipos penales, muchos de ellos en base a probabilidades estadísticas, sin una prueba contundente de que se lesione o se ponga en peligro un bien jurídico.


  • Agravación de las penas de los tipos penales ya existentes, esto se da producto del miedo y sensación de inseguridad generados en la sociedad como consecuencia de la sociedad del riesgo. El Estado pretendió utilizar al derecho penal como placebo para brindar garantías de que se está combatiendo el problema. Los resultados en este apartado han sido escasos.


  • Reinterpretación a conveniencia de las garantías clásicas del derecho penal, como hemos explicado, si se respetasen a cabalidad las garantías sobre las cuales se ha construido la teoría del delito, tendríamos como resultado la impunidad campante y la concreción de la duda a favor del reo.


  • Ampliación del espacio de riesgos penalmente relevantes, evidenciado en la intromisión desmedida de tipos de peligro en casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo. En estos casos, no sería necesaria la concreción del daño lesivo, bastaría la presunta puesta en peligro del bien jurídico.


  • Flexibilización de las reglas de imputación, porque si se pretendiera adecuar (en stricto sensu) las reglas clásicas de imputación de delitos, nos encontraríamos ante una imposibilidad de aplicación frente a los nuevos delitos, principalmente los delitos de carácter económico.


  • Relativización de principios y garantías básicas del derecho penal, hacemos especial énfasis en el modo en que producto de la sociedad de riesgo, han perdido contenido principios fundamentales como la legalidad, el indubio pro reo, entre otros. Todo en virtud de que a la sociedad le importa más que los “grandes crímenes” no queden en la impunidad, aun cuando ello signifique un irrespeto a las garantías fundamentales.


    Así, el derecho penal de la Ilustración terminó deformándose en algo distinto, algo que se ha acordado denominar “Derecho penal del riesgo”. Esta delimitación nos permite poner de relieve la influencia que la clase política ha tenido en la utilización del derecho penal, como medio para calmar (o combatir) los males de la sociedad del riesgo.


    La sensación social de inseguridad (muchas veces falsa) sumada al miedo como motor del desarrollo de la colectividad, han operado como factores determinantes en la destrucción (al menos en parte) de los fundamentos básicos del derecho penal. La gente necesita tranquilidad y, a fin de dar cumplimiento a esa premisa, se ha minimizado contenido a la ciencia penal, llenándolo de tipos penales simbólicos y forzando de algún modo a los juzgadores a irrumpir en la correcta aplicación de las garantías inherentes a los mismos. En la actualidad, cualquier prohibición, cualquier conducta (sea lesiva o no) encuentra un refugio sano en el derecho penal, como si este fuese la solución a todas las problemáticas que aquejan al mundo que vive días de una sociedad del riesgo (Herzog, 2003, pp. 249-258).


    Debemos ser conscientes que la colectividad (interpretada en grupos reducidos que adecuan los beneficios de la globalización en pro de un lucro personal, aunque este pueda producir un daño colateral) coadyuva a la producción de daños lesivos, ya que, como hemos dicho, son actividades humanas las que han generado los peligros que afectan a la humanidad. Entonces, al nadie dar el paso para asumir la responsabilidad, se ha entendido que el derecho penal, al ser aquella rama del derecho que se ocupa de la protección de bienes jurídicos, debe ser la responsable de subsanar las problemáticas globales.


    La realidad es que, en la práctica, extender las competencias del derecho penal ha fracasado. Primero, porque nuestros ordenamientos jurídicos, de la mano de nuestros legisladores, han optado por inflar los códigos penales con tipos penales simbólicos, entendidos como aquellos que, por su carga emotiva y manipuladora, generan la sensación (falsa) de seguridad y del compromiso de los cuerpos legislativos en la lucha contra los males que aquejan la sociedad.


    Luego, observamos que se ha irrumpido en la función clásica del derecho penal, mismo que se ve inmerso en un compromiso hacia la protección de bienes jurídicos que no necesariamente están en peligro, o que no necesitarían de protección pues, o son conductas inmorales e irrelevantes para la protección jurídico penal, o son un adelantamiento de la barrera punitiva (delitos de peligro) en los que no se causa una lesión concreta al bien jurídico, pero la sola amenaza en contra de los mismos basta para generar una relevancia ante el derecho penal.


    En realidad esta elección del legislador, de ampliar el ámbito de lo punible, sobre todo mediante la tipificación de delitos de peligro abstracto, es cuando menos, problemática. En primer lugar, por cuanto representa una limitación a la libertad de acción ante la amenaza eventual de ciertos intereses a través de la penalización de conductas que no necesariamente representan peligrosidad y que ponen en duda el manifiesto clásico de que solo deben ser punibles aquellas conductas desvalorables materialmente (Mendoza, 2002, pp. 39-40).


    Esta presunción del peligro se justifica mediante la punición de un comportamiento mediante una consideración general y no particular del hecho finalmente imputado. Esta presunción de carácter general, no científica o estadística, lleva al legislador a la conclusión de que el comportamiento que coincide con la delimitación referida en un tipo penal, implica inmediatamente la producción de un riesgo (Mendoza, 2002, p. 46).


    Una vez más, vemos como la motivación del poder legislativo dista de postulados dogmáticos o científicos, y no se encuadra dentro del interés real de buscar una justificación a la tipificación jurídica del peligro. Este extremo repercute en las garantías básicas del derecho penal, y de modo particular en el principio de legalidad, puesto que el ámbito de protección señalado en la norma se vuelve indeterminado y, por ende, las eventuales sentencias condenatorias, aunque se adecuen a los parámetros típicos, están alejadas de la certeza requerida como una de las garantías fundamentales del derecho penal liberal.


    Lo que ha ocurrido, es que el surgimiento del derecho penal del riesgo ha fracasado en su cometido y, lejos de ser un aliciente para la criminalidad real, se ha convertido en un derecho penal expansivo que ha optado por incorporar dentro de sus filas nuevos integrantes en el abanico de bienes jurídicos protegidos y que, ante ello, se ha visto en la necesidad de adelantar las barreras que dividen el comportamiento impune y el punible. Por último y, en vista de que no ha quedado más alternativa, se ha resuelto reducir las exigencias de reprochabilidad, lo que es una clara consecuencia del cambio de paradigma que empieza a producir (Prittwitz, 2003, p. 262).


    En segundo lugar, y la consecuencia del derecho penal del riesgo que abordamos a lo largo de este estudio, es que ante la desmedida expansión no ha quedado otra alternativa a los operadores de justicia que la de relativizar la aplicación de garantías procesales, ya que, de no hacerlo, y de ser estrictos en la aplicación de las mismas, esto conllevaría muchas veces a no complacer el deseo pírrico de la ciudadanía, porque ciertos casos (que generan preocupación y miedo) deberían ser absueltos en virtud del respeto las garantías procesales.

    Sin duda, esta problemática genera preocupación en la ciencia penal, misma que desde la doctrina trata de proponer una salida que reste hipocresía a los parámetros bajos los cuales se ha construido la idea del Estado de Derecho. El derecho penal debe ser una ciencia que tenga por objeto la protección de bienes jurídicos, pero debe apelar a la objetividad a la hora de determinar cuáles de estos bienes deben ser objeto de protección y cuáles no. Aunque ahondemos en esfuerzos, esta determinación no la hace la ciencia, sino el poder político.


La realidad: una legalidad líquida


Situación actual: relativización del principio de legalidad


 
  Los devenires de la posmodernidad han irrumpido con fuerza en los fundamentos básicos del derecho penal y esto ha producido la expansión sin límite que ha generado que el principio de legalidad pierda contenido, tanto en su delimitación conceptual, como en su aplicación práctica. Ante esto, no es alarmista decir que tanto la ley penal en general, como el principio de legalidad penal en particular están inmersos en una profunda situación de crisis (Sarrabayrouse, 2012, p. 31). En miras a no ser indiferente ante esta realidad, que atenta contra la estructura básica de las garantías del derecho penal, nos hemos propuesto situar con claridad cuál es la situación actual del principio de legalidad y, por ende, cuáles son las circunstancias que conllevan a su pérdida de contenido.


    Podría ser lógico pensar que la sociedad evoluciona y, por ende, el derecho y los principios que lo conforman también. No podríamos interponer discusión respecto a aquello, pero es cuanto menos riesgoso admitir que la sociedad ha evolucionado y que el derecho no. Por cuanto no sería admisible considerar que la relativización o mala aplicación del principio de legalidad es una evolución, cuando en realidad es todo lo contrario.

    La expectativa de justicia erosiona el principio de legalidad y, en miras a que estos hechos delictivos no queden en la impunidad, se impone una reducción de garantías en su sentido “lex previa” y “lex scripta” (Bacigalupo, 2012, p. 61). No cabría duda que, aunque se piense que ello está justificado, representa una desformalización del principio. En este caso, debemos ser conscientes que aplicar la legalidad en sentido estricto conllevaría a un resultado estrictamente legalista, pero manifiestamente injusto, podemos poner de ejemplo el caso hipotético del padre de familia que hurta un pan para alimentar a sus hijos y adecua su conducta a los presupuestos típicos del delito de hurto, sancionarlo sería legal, pero cabría la interrogante de si sería justo. Aun cuando el caso anterior -hurto famélico- ha sido profundamente discutido por la doctrina, podemos plantear ejemplos de la actualidad que darían el mismo sentido a esta idea. Se ponen de relieve los tipos penales aporofóbicos donde resulta legal, pero no justo ni legítimo castigar a quienes cometen conductas típicas como consecuencia de la propia exclusión social a la que han sido sometidos. La norma exige una sanción de carácter penal, pero el sentido de justicia propio de los operadores judiciales podría entrar en tensión al momento de la toma de una decisión. Es lógico entonces que se desnaturalizan los fundamentos elementales del principio de legalidad, pero es hora de plantearse que los mismos deben de ser adecuados a la sociedad contemporánea.

    Todas estas tensiones afectan las dos dimensiones del principio de legalidad, en primer lugar, la dimensión política y, en segundo, la dimensión técnica. Respecto a la dimensión política, asociada al principio democrático, podemos observar que se ha producido una intensificación de la pérdida de calidad democrática de las leyes penales formales, mismas que se han transformado en un producto de la burocracia de los partidos políticos de turno. Además, se suma a estas preocupaciones, la disociación existente entre las nociones de democracia y garantismo. En la actualidad, vemos que se evidencia en que el contenido de una ley penal (que presume de ser “democrática”) no está relacionado estrictamente con las garantías inherentes al derecho penal liberal. Por el contrario, la expresión de la ley emanada por la autoridad competente es una manifestación de “populismo autoritario” (Silva Sánchez, 2015, p. 28).


    La incontrolada expansión del derecho penal y el aprovechamiento de esta circunstancia por parte de ciertos actores políticos, ha dado como resultado la implementación de tipos penales que no buscan proteger bienes jurídicos proclives a ser objeto de un daño lesivo, pero que dan tranquilidad y una falsa sensación de seguridad a la ciudadanía. En palabras de Díez Rípollés (2003, pp. 147-172): “El legislador se sirve ilegítimamente del derecho penal para producir efectos simbólicos en la sociedad”, lo que se traduce en la manifestación de que ciertas decisiones legislativas de carácter criminalizador (que en teoría deberían direccionarse hacia la protección de bienes jurídicos en peligro) no solo carecen de fundamentos materiales y objetivos para su aplicación, sino que además sitúan al derecho penal en una posición que no le corresponde y se lo direcciona hacia fines que no le competen.


    Sin alejarnos de las tensiones citadas, abordamos también el modo en que se ha visto afectada la dimensión técnica del principio de legalidad, entendida como la seguridad jurídica, aspiración que también se ve doblegada, ya que la ineficacia en la determinación de las leyes por parte del legislador y la creación de normas penales vagas e indeterminadas, sitúa a los operadores de justicia en una posición trascendental, que es la de interpretar de forma correcta la norma inexacta para de este modo alcanzar el ideal de justicia en cada caso concreto (Silva Sánchez, 2015, p. 30). Entonces, esto significaría, que no es la norma penal la que garantiza el respeto a la seguridad jurídica, sino más bien las interpretaciones judiciales.


    En todo caso, es cierto que las leyes penales adolecen de conceptos vagos e indeterminados y que esto afecta a la concepción clásica del principio de legalidad, pero además, existen diversos problemas con los que se encuentra el juzgador y para los cuales la solución no es siempre aplicar la norma (por cuanto no se cumpliría el ideal de justicia) pero al mismo tiempo no aplicarla correspondería una “vulneración” al principio de legalidad.


    Sumadas a estas dos dimensiones en tensión, se genera una relativización del principio desde el momento en que se tipifican conductas que no producen un resultado lesivo, podríamos poner de ejemplo los delitos de peligro, en los cuales se adelanta la barrera de punibilidad en base a una probabilidad.


    Sin embargo, no podemos asociar esta idea con todos los delitos de este tipo, puesto que existen circunstancias donde su mera existencia se justifica y se legitima dentro de la estructura dogmática del derecho penal, aun cuando desde una postura extrema esta seguiría siendo una causa de la relativización. Lo cierto es que, ante la existencia de riesgos, el único instrumento que tiene posibilidad de poner en relación las ventajas y desventajas de esta circunstancia para regularlas, es el Derecho. De ahí que se sostenga que se deba acudir necesariamente al derecho penal para asegurar mediante la amenaza de una sanción la observancia de los valores límite para los riesgos socialmente tolerados (Kindhauser, 2009, p. 4).

    Entonces, siguiendo la línea de pensamiento del profesor Urs Kindhauser (2009), podemos sostener que el peligro se justifica cuando alcanza una dimensión normativa, y esto se logra únicamente cuando la posibilidad de que se produzca un acontecimiento lesivo no es deseada por el sujeto activo y cuando existe una incapacidad física, psíquica o cognitiva de poder evitar de forma intencional la producción de un daño cuando se realiza o se ejecuta un comportamiento (Kindhauser, 2009, pp. 11-12).



Ahora, la problemática real radica en que lo antedicho no está en la esfera de análisis de la dosimetría penal en materia legislativa, puesto que el legislador no busca justificar dogmáticamente los tipos penales de peligro, por el contrario, busca paliar la necesidad desproporcionada de seguridad que exige la ciudadanía como consecuencia de la sociedad del riesgo, y esto lleva al absurdo de que cualquier bien jurídico puede entrar dentro de la esfera de protección del derecho penal.


    También son causantes de esta tensión las interpretaciones extensivas de la norma y las leyes penales en blanco, que no determinan con claridad cuál es la conducta prohibida o la sanción esperada, puesto que la misma lleva inmersos los cambios de la normativa administrativa.

    Con todo esto, aceptamos que el principio de legalidad no puede resumirse más en el ideal bajo el cual nació, lo que no podría significar tampoco que podemos adecuar el mismo a conveniencia. Si la sociedad evoluciona, el derecho también debe hacerlo y para ello debe reformar (o aclarar) sus principios básicos en mira a los devenires de la actualidad. Hasta eso, podemos explorar y ser críticos ante el fenómeno.


Solidificación: hacia un futuro para el principio de legalidad penal Dos propuestas utópicas


  1. Dosificación de tipos penales


    Uno de los sucesos que ha desatado el caos y la incertidumbre, es la profunda expansión del derecho penal. Ante esto, nos encontramos que en la actualidad los códigos penales de los diversos países de occidente rebosan en la tipificación de conductas ilícitas, algunas necesarias, pero muchas prescindibles.

    Se ha llegado al extremo de pretender solucionar mediante el derecho penal circunstancias alejadas de una realidad punitiva, e incluso del ansia de retribución y justicia social. La mayor contradicción de la problemática antedicha es que se tipifican conductas innecesarias como paliativo para solventar la exigencia ciudadana de obtener seguridad y de luchar contra la “impunidad”, pero las mismas distan de una real aplicación práctica. Terminan convertidas en meros tipos penales simbólicos que decoran la norma penal y dan la impresión de que la fuerza estatal está luchando contra la inseguridad y, por ende, combate la incertidumbre. Nada más alejado de la realidad, puesto que al momento en que el deseo de la mayoría se ve reflejado como una expresión democrática en el direccionamiento de la política criminal del Estado se está apartando a la técnica y a la ciencia penal de su verdadera función.


    La mayor prueba sobre la veracidad de lo alegado es el trabajo de la administración de justicia en cuanto a su jurisprudencia respecto a delitos de carácter simbólico, si nos detenemos a analizar con prolijidad el desempeño de cada organización de la función judicial, nos encontraremos con la novedad de que son mínimas, e incluso nulas, las sentencias y pronunciamientos por delitos extravagantes, cuyo ám- bito de protección dista siquiera de ser cercano a la evitación de un peligro y menos abarca el castigo ante un resultado lesivo. De igual modo, los pronunciamientos ciudadanos en el ejercicio de su derecho a la tutela judicial efectiva también resultan inexistentes, y esto demuestra que la intención de solventar el “peligro”, mediante el derecho penal, ha fracasado.


    No se pretende ser alarmista, más bien nos permitimos situarnos en una realidad: el deseo de la mayoría se ha impuesto y el derecho penal ha tenido que ceder, los legisladores han encontrado en la ampliación innecesaria de los códigos penales un aliciente para enfocar sus propuestas de campaña para obtener votos, para decirle a la ciudadanía que se está haciendo algo, cuando objetivamente, de conformidad a la estadística y a la misma cotidianidad, no se hace nada.


        El populismo afecta la estabilidad democrática de las Naciones y, lamentablemente, este mal ha alcanzado al derecho penal. Ante esta realidad drástica se vuelve urgente e imperiosa la necesidad de poner un límite a la esfera de protección que erróneamente se ha pretendido otorgar a esta ciencia. No podríamos saber con certeza si adecuar este tipo de medidas (que serían más bien antídotos ante una enfermedad que se ha expandido viralmente) resulte demasiado tarde, pero valdrá la pena hacer un esfuerzo por determinar lo que consideramos debe adecuarse al ámbito de protección y sanción del derecho penal y lo que no. Sobre todo, porque la única alternativaposible para que el derecho penal pueda retomar la senda del respeto a los principios que motivaron su existencia (la legalidad en particular) es generando una determinación clara y específica de las conductas ilícitas y sus respectivas reglas de imputación.


    Desde nuestro punto la aspiración antedicha no resulta utópica, de hecho, como primera medida para que la dosificación de tipos penales sea una realidad, debemos exigir que quienes dirijan la política de seguridad del Estado sean verdaderos expertos en política criminal, de modo que se puedan aplicar criterios desde la técnica y no desde el afán populista de obtener votos para la siguiente elección. Así podríamos lograr la meta anhelada: que el principio de legalidad, destinado a brindarnos seguridad, pueda cumplir con su objetivo y no se vea reprimido a un instrumento de inseguridad.


    A nivel legislativo, podría devenir en una posibilidad plausible, sin embargo, advertimos no sería una medida que goce del apoyo ciudadano y popular. Sobre todo, porque ha sido difundida en forma soberana la noción del peligro y de la sociedad del riesgo, que la ciudadanía ha llegado a aceptar como normal, la protección excesiva del derecho penal y, por ende, no ha logrado entender que la solución que se ha ofrecido no tiene más resultados en la práctica, que el aumento de la inseguridad y la paranoia de resumir a criminal cualquier tipo de conducta. Además, porque los políticos populistas siguen refugiándose en la protección del derecho penal como excusa para no aceptar el fracaso de sus intentos por acabar la inseguridad.


    Sin embargo, si la dosificación logra ir acompañada de una política pública integral de prevención de fenómenos delictivos, de tal modo que los ciudadanos puedan empezar a sentirse seguros en el desarrollo de sus actividades cotidianas (y que esta sensación de seguridad sea una realidad, y no una mera ilusión) entonces, resultará absurdo seguir manteniendo un sistema punitivo al extremo y serán los mismos ciudadanos quienes detecten esta realidad y exijan a sus gobernantes que los proteja de la tipificación excesiva y que les permita vivir bajo la seguridad de que se recibirá sanción penal, únicamente ante el cometimiento de conductas ilícitas que realmente ocasionen un daño lesivo a un bien jurídico determinado o una verdadera puesta en peligro.


    De este modo, el principio de legalidad puede regresar a cumplir con pleitesía sus garantías inherentes y, los ciudadanos, pueden vivir bajo la tranquilidad de que existe un Estado que ha enfocado su lucha contra el peligro por verdaderos mecanismos de seguridad y de prevención.

  2. Clarificación: La lucha contra la oscuridad de la ley penal


Resulta cotidiano en el ejercicio de la dosimetría legislativa la redacción de tipos penales vagos y ambiguos. De hecho, es una práctica aceptada por la doctrina, denominar “técnica legislativa”, a la redacción de tipos penales en blanco y que no delimitan el verdadero ámbito de protección de la norma. Más aún de aquellas normas que tratan de resumir a escrito (derecho positivo) conductas tan abstractas como las situaciones que generan verdadero peligro, aun cuando no exista una determinación volitiva de producir un daño o una probabilidad específica de que se direccione la comisión de un resultado lesivo.


Remitir la mayoría de conductas de relevancia penal incorporadas como consecuencia de la sociedad del riesgo -delitos económicos, ambientales, mercado, competencia, protección de consumidores (Jiménez, 2014) a normas administrativas o técnicas, sin que exista una delimitación que garantice la claridad del contenido de estas redacciones, genera sin duda un estado de incertidumbre y desconocimiento que, en lugar de operar como aliciente al daño o peligro, actúa como intermediario para mantener las situaciones en circunstancias de peligro y miedo. Sobre todo a limitar el ejercicio de libertad ciudadana, que sacrifica su propio accionar (no necesariamente lesivo) a cambio de recibir protección y seguridad por el ente estatal.


Ya no basta la falacia de que la ley penal se presume conocida por todos, sino que, además, ahora el Estado debe presumir que el ciudadano común conoce también los miles de reglamentos y normas técnicas específicas que completan la norma indeterminada. Al momento de hacer cuentas, el ciudadano podrá darse cuenta que el sacrificio ha resultado desproporcionado y que lo que ha otorgado es menor a lo que ha recibido. De hecho, no ha recibido nada, solo retórica populista y la falsa promesa de que se exterminará la inseguridad cuando, en realidad, ocurre todo lo contrario.


Ante esto, podría resultar poco elaborado decir simplemente: debemos instar a la función legislativa a que redacte tipos penales claros. Y es que, si fuese tan fácil, resultaría burdo seguir discutiendo contra esta problemática. De hecho, la realidad es que los legisladores se han estrellado contra la decepción de que su actuación no alcanza a cubrir todos los peligros que la sociedad del riesgo abarca. Sin importar las consecuencias, se han otorgado competencias supremas y han intentado que el derecho penal opere como salvavidas de la sensación de miedo, del peligro y, por qué no decirlo, de su propia incompetencia.

Resumir los castigos a normas extrapenales atenta contra la autodeterminación de nuestra conducta y limita nuestro ejercicio a elegir qué acción realizar y cual no, por la amenaza de una pena o sanción. El derecho penal debe ser claro, ya que esta es la única alternativa hacia un Estado de Derecho en el que prime la certeza sobre el desconocimiento, mismo que recordemos, era un actor protagónico de la antigüedad.


Hasta este punto, valdría interrogarnos si la garantía de normas claras depende de la voluntad política, entonces podemos pensar que la batalla está perdida, sin embargo, queda cuando menos la posibilidad de implementar en la discusión doctrinaria la verdadera necesidad de la redacción de normas que luchen contra la oscuridad y la ambigüedad y, por ende, que garanticen la absoluta compresión de sus receptores. De tal modo, se podría aspirar a una delimitación concreta de los peligros que acechan la sociedad actual y que, por lo tanto, necesitan protección penal.


Lo que ocurre, es que la protección ante los peligros no puede reducirse a una mera postulación retórica por parte del poder legislativo al momento de la tipificación de una conducta como delictiva, por el contrario, debería ser requerido un verdadero análisis criminógeno, estadístico y de política criminal de los bienes jurídicos afectados ante determinadas circunstancias. Si producto de un verdadero estudio que se base en datos estadísticos, y no en probabilidades que atentan contra el derecho de los procesados a su presunción de inocencia, se determina que, para proteger bienes jurídicos de un inminente peligro, se requiere la tipificación de una conducta, entonces bienvenida.


Por el contrario, en la práctica encontramos que la redacción desmedida de tipos penales se debe a la paranoia y a la sensación de que todo cuanto se haga resultará insuficiente. Además, los legisladores prefieren otorgar la responsabilidad sobre la delimitación real del riesgo a entes diversos, que no siempre utilizan parámetros técnicos.


    Si en la actualidad lo cotidiano resulta en la determinación de tipos penales vagos, podemos aspirar a que el futuro encuentre reposo en un derecho penal donde primen los tipos penales claros y específicos, donde el deseo de los verdaderos pe- nalistas pueda sobreponerse a la voluntad política. El primer paso es detener la tipificación delictiva como única solución para evitar el cometimiento de delitos. Luego, podemos encontrar que las conductas que deban ser descritas en la norma penal puedan delimitar con claridad y exactitud, la delimitación de las conductas del plano óntico al jurídico. Y esto significa que se debe retomar los elementos descriptivos del tipo penal, para así establecer qué es lo que se busca proteger y, por ende, que acción se sanciona. Si es que la norma penal resulta comprensible, entonces el juzgador no se verá en la necesidad incestuosa de tener que extralimitar su competencia en referencia a la norma y su interpretación podría verse resumida en determinar si es que la conducta acaecida en el plano real guarda relación con la que el legislador ha tipificado y, de ser así, entonces determinar la congruencia entre la realidad y la norma.


Por último, si resulta demasiado ilusoria esta premisa, entonces, desde el poder legislativo e incluso el judicial, se debe de garantizar que la redacción de normas técnicas y extrapenales guarde una estricta relación con criterios de especificación de la conducta prohibida y, del mismo modo, que esta sea basada en datos estadísticos concretos y no en meras probabilidades.



Dos propuestas realistas


  1. Pasar de un principio de legalidad a uno de juridicidad


    El principio de legalidad prioriza el imperio de la ley escrita, mientras que el de juridicidad busca dar capacidad al juzgador de ampliar mediante su potestad interpretativa, lo resuelto por el legislador. En ese sentido, este apartado podría resultar contradictorio, puesto que se plantea como solución para erradicar la flexibilización, otorgar al administrador de justicia un umbral mayor de interpretación en la aplicación de la norma. Básicamente remitir de nuevo a la voluntad individual la sanción ante la conducta lesiva cometida.


    Sin embargo, si ponemos en contexto lo que ocurre en la actualidad -y que hemos expuesto de manera sucinta en este trabajo- resultaría necesario generar alternativas que, aunque signifiquen un riesgo, puedan dar un resultado positivo. Además, deviene en meritorio hacer una radiografía de la experiencia en la administración de justicia de los países de Occidente, para denotar que el juzgador encuentra en la norma un límite para la correcta aplicación del ideal de justicia en el caso concreto.


        Ante esta dicotomía, pueden ocurrir dos circunstancias. En primer lugar, podría pasar que el juez se encuentre ante una conducta que no ha generado un daño lesivo y que, aunque esté tipificada como delictiva, no ha representado un verdadero peligro. Es decir, se ha producido la infracción a la norma y, por ende, se ha configurado el juicio requerido en el plano jurídico, pero no se ha realizado una afectación en el mundo material. La acción que ha realizado el agente no ha cambiado el estadode las cosas, ni ha significado un peligro temerario.


    Entonces, surge la interrogante ¿sería justo sancionar con una pena privativa de libertad esta conducta? Entenderíamos en primer momento que no, sin embargo, no hacerlo podría representar un delito de prevaricación para el administrador de justicia, que no avizora mayor alternativa que la de aplicar con exactitud la conducta tipificada, aunque esta devenga en manifiestamente injusta. Significa aquello que el sistema normativo está tan pervertido que obliga a los juzgadores a ser parte del juego del riesgo y a aplicar en sus resoluciones sanciones a conductas que no han afectado a un bien jurídico, pero que forman parte del catálogo de exigencias de la sociedad del riesgo.


    Por otro lado, y en segundo lugar, podemos analizar el caso en que el juzgador encuentra una conducta que ha puesto en peligro determinados bienes jurídicos, y que en un primer análisis podría parecer manifiestamente ilícita, sin embargo, por impericia o negligencia del legislador, esta no se encuentra tipificada correctamente, o no existe en el plano jurídico, entonces, y siguiendo los parámetros estrictos de la legalidad, no quedaría otra alternativa que la de declarar la absolución y hacer prevalecer el estado de inocencia.


    Lo antedicho, complementaría una escandalosa contradicción, ya que, por un lado, se castiga a un sujeto por una conducta que no ha provocado un daño y, por el otro, se absuelve a un individuo que, aunque ha causado un daño, no ha logrado en- cuadrar el mismo dentro de los parámetros de la norma penal.


    Una vez más, el juez se encuentra encadenado frente a la norma y en el compromiso estricto que ha adquirido de ser un mero receptor de la voluntad del legislador y, por tanto, de basar sus resoluciones en relación con las armas que le han sido otorgadas. En un Estado ideal, con leyes claras y con la determinación exacta de las conductas a sancionar, no sería plausible exigir al juzgador una competencia mayor a la que le ha sido otorgada, sin embargo, en legislaciones donde prima la paranoia y el miedo como motor para la expedición de la política criminal, cabe re- plantear la posición que se le ha otorgado al juez dentro del proceso penal.


        Con lo anterior, se pretende decir que ya no resultaría extraño aspirar del administrador de justicia un rol más protagónico, que no sea arbitrario o absolutamente discrecional, pero que se le permita analizar cada caso concreto con la prerrogativa de no tener que ser esclavo de la voluntad del legislador, y que su función se etienda a considerar que debe darse prioridad a la justicia (con toda su abstracción) que a la idea de no impunidad.


    Al decir que no se aspira otorgar una discrecionalidad absoluta al juzgador, se quiere establecer que los parámetros que deben de guiar su accionar deben de estar basados en primer lugar en los derechos inherentes al ser humano. Con esta premisa se advierte, que por más drástica que haya sido la conducta delictiva de determinada persona, no se podría imponer penas que atenten contra su integridad o su vida.


    Pero, además, se debe aclarar que no se trata de que el juez sea el encargado de tipificar conductas delictivas, o de determinar a su arbitrio las penas mínimas o máximas ante cada acción; más bien, se pretende que en cada caso concreto, y cuando sea requerida la necesidad de extender el proceso interpretativo, se pueda aplicar una sanción o absolución que esté más cercana a la realidad y que no sea desmedida o injusta, en específico, ante la consumación de actos que no generan peligro o no lesionan bien jurídico alguno.


    El termómetro para que no se deforme en arbitrariedad esta potestad sería dar prioridad a la interpretación a favor del reo, es decir, que resulte plausible condonar una pena o sanción cuando el individuo no haya ocasionado un daño real, o no haya comprometido un bien jurídico a una verdadera situación de peligro, pero se vea obligado a recibir una sanción producto de la mala o antojada redacción de tipos penales por parte del legislador.


    El juez podría garantizar (valga la redundancia, ya que debería ser la labor del administrador de justicia, en un derecho penal que se precia de ser garantista) que la erosión a la norma no se produzca únicamente cuando se encuadra una conducta a un tipo penal innecesario, sino cuando en realidad se produce una afectación social y un verdadero daño lesivo. Este paliativo, podría contrarrestar los devenires de la sociedad del riesgo y convertiría al juzgador en el verdadero garante, no de la voluntad del legislador, sino de los parámetros que rigen a un Estado de Derecho.


  2. Aprovechar las ventajas del principio de oportunidad


    Muchos países de Occidente han optado por adecuar en sus códigos penales el principio de oportunidad, quizá para remediar de algún modo la tipificación excesiva de conductas delictivas; pero a pesar de esto, su aplicación resulta poco recurrente y parece que de algún modo se ha preferido obviar esta prerrogativa para solventar los deseos de la sociedad de luchar contra “el peligro” y la impunidad.


Antes de profundizar en las ventajas que supondría este principio, debemos aclarar que hasta ahora ha sido un instrumento pensado para limitar el ejercicio de la acción penal por parte del Ministerio Público o Fiscalía General del Estado y, de este modo, evitar que se inicien investigaciones por hechos que no generan relevancia en virtud de que no lesionan o ponen en peligro bien jurídico alguno, o en su defecto, que podrían ser solventadas de otro modo alejado del poder punitivo del Estado.


Sin duda, podría equiparse este postulado a la garantía de juridicidad de la que sería titular el juez pero, en este caso, se trata de aceptar que, aunque una conducta está tipificada y para el legislador corresponde relevancia penal, en realidad, en el caso concreto, esta puede ser descartada.


Por supuesto, podría parecer alarmista ampliar el marco de discrecionalidad de quien represente a la Fiscalía y se podría pensar que quedarían en la impunidad conductas que, con una debida investigación, concluyan en lesivas; pero en realidad, se busca relajar la intervención penal y permitir que se pueda enfocar el poder punitivo del Estado únicamente ante aquellas conductas que realmente representen un daño al orden social.


Surge entonces la duda, de cómo podría esto solventar la problemática de la sociedad del riesgo. Entonces, podemos empezar analizando que la tipificación desmedida de tipos penales lleva a quienes forman parte del proceso penal a verse en la obligación de remitir a relevante todas las conductas descritas, aunque estas en realidad no signifiquen un verdadero peligro.


Si es que el administrador de justicia se encuentra ante esta problemática y aplica su poder discrecional para llevar a cabo su rol protagónico otorgado por la juridicidad, luego de que el representante de la Fiscalía General del Estado ha llevado a cabo toda una investigación y, por tanto, ha gastado recursos del Estado y de todos los ciudadanos en la determinación de que la conducta descrita en el tipo penal se encuadra milimétricamente en la realizada, aun cuando objetivamente no se haya ocasionado un daño lesivo, podemos decir entonces que se ha producido una contradicción absurda.


¿De qué serviría a Fiscalía investigar una conducta que por más que resulte típica está destinada al archivo, porque no compromete los intereses del Estado? No hay que ser muy docto, para concluir que de nada.

De este modo, se determina que la necesidad de que la pretensión de la Fiscalía en cuanto a la consideración de los tipos penales simbólicos e innecesarios sea la misma que la de la administración de justicia, ya que, en caso de que los intereses sean dispares y se concluya direccionar las actuaciones por rumbos distintos, se mantendrá una dicotomía que únicamente alimentará el caos del sistema penal basado en el miedo acaecido por la sociedad del riesgo.


Resulta realista este postulado, únicamente si es que, desde el ejercicio de la acción penal y de la administración de justicia, se resuelve con fervor hacer contra a una función legislativa que redacta sus códigos penales en virtud de la exigencia de ciudadana y no desde verdaderos datos estadísticos y factores criminógenos que reduzcan los índices de criminalidad. De este modo, ponemos en relieve la necesidad de que exista congruencia entre la posición del Juez y la del Fiscal, toda vez que ambos son servidores públicos, a quienes se les ha otorgado la capacidad de investigar hechos delictivos y de sancionar los mismos respectivamente.


No se puede esperar que de la noche a la mañana los códigos penales sean reformados y regresen hacía postulados de garantismo y respeto a los derechos humanos, pero sí se puede aspirar que quienes son conocedores y practicantes del derecho penal no se presten a la paranoia legislativa. Ahora, sigue siendo una idea trascendental la de otorgar seguridad a los ciudadanos mediante una norma clara, y esto lleva implícito limitar los alcances de la discrecionalidad de los operadores de justicia y de los fiscales.


Desde este punto de vista, la alternativa legislativa es la de delimitar taxativamente los casos en los que el principio de oportunidad puede ser una salida, e incluso, aquellos en los que debe ser una obligación. Esto se determinaría mediante criterios de la gravedad de la pena, o en tipos de peligro que no han comprometido gravemente la seguridad del Estado. En la misma línea, se podría incluir (sin ser explicito) los tipos penales cuyo ámbito de protección no está determinado en forma clara y que generan complicaciones a la hora de ser aplicados por los operadores de justicia.


    Complementaría al principio de oportunidad aquellos casos en los que, aunque se haya producido un daño lesivo y exista una víctima concreta, esta haya sido reparada y haya sometido su conflicto a un mecanismo de justicia penal alternativa. El Estado debe ser consciente que si la víctima de un ilícito ha sido reparada, entonces, resultaría cuanto menos innecesaria su intervención; esto solo coadyuvaría a desalentar los mecanismos alternativos a la justicia ordinaria en materia penal, que con tanto éxito han empezado a aplicarse en países anglosajones. Además, se mantendría un sistema que prima la criminalización u overcriminalization, por encima de la verdadera efectividad del sistema penal, que no debe guardar relación con ser eficiente en el “castigo y sanción de actos delictivos”, sino en la resolución y reparación de los conflictos.


A modo de conclusión preliminar, podemos aspirar que, si a nivel legislativo todo está perdido, quienes ejercen el derecho penal desde la función estatal (y en su defecto lo han estudiado y lo conocen) puedan corregir las apresuradas acciones que se han desarrollado inspiradas en el populismo penal y la alternativa, aunque parezca alejada de la realidad, en verdad es tan cercana cómo aplicar una garantía que prevalece en la mayoría de los ordenamientos jurídicos occidentales, pero a la que no hemos hecho caso.



Una solución intermedia: un derecho penal de velocidades



Por último, no quedará más que resignarnos, y de ser así, aceptar que resulta imposible regresar al “viejo y buen derecho penal liberal” (Silva Sánchez, 2011).


Esta realidad nos obliga a situarnos en una aspiración más práctica (al menos teóricamente, porque encuentra su freno en la voluntad política legislativa, alejada de criterios técnicos de política criminal) que es la de combatir la expansión del derecho penal y, por tanto, la relativización del principio de legalidad mediante un sistema dual (Silva Sánchez, 2011, pp. 178-182). Este sistema instaría a los Estados a implementar una administración de justicia penal paralela en la que, por un lado, se puedan analizar todos los casos relativos a delitos comunes (asesinatos, robos) entendidos como aquellos que no requieren mayor complicación en cuanto a sus reglas de imputación, y que, por tanto, pueden garantizar objetivamente el respeto irrestricto a las garantías fundamentales y que pueden enmarcarse dentro de un derecho penal de primera velocidad.


Y por otro, en una segunda velocidad, delitos que han surgido producto de las implicaciones de la sociedad del riesgo, entre los que podemos situar a los delitos económicos o los delitos de peligro abstracto, cuyo ámbito de protección es de difícil determinación y ello es traducido en que no exista claridad respecto a las reglas de imputación, de forma que se merme la aplicación estricta de las garantías procesales.

Surge entonces la gran complicación que la solución intermedia aplicaría, y es que terminamos por aceptar que existen casos en los que deviene imposible dar un cumplimiento eficaz de las garantías del proceso, puesto que devendrían en absolución y esto únicamente alimentaría la sensación de inseguridad y la sed de obtener “justicia”, de este modo, y a fin de no sacrificar las garantías elementales y la libertad de un individuo, para solventar el deseo social nos vemos en la obligación de limitar la aplicación de las penas privativas de libertad. Esto significaría sacrificar el respeto a las garantías, siempre y cuando la libertad del actor o los actores del delito no esté en juego y no se comprometa dentro del proceso.


Lo antedicho no significaría que ante el cometimiento de un daño lesivo producto de un delito de segunda velocidad, el autor del mismo quedaría absolutamente en la impunidad; por el contrario, se trata de alegar que, si es que su libertad no está comprometida, resulta menos grave flexibilizar sus garantías. Hablamos de poder castigar este tipo de conductas, pero que su sanción más que un fin de privación pueda enfocarse en una verdadera retribución y reparación al daño causado.


Esto se podría lograr, mediante la aplicación de multas económicas, prohibición de suscribir contratos con el sector público en el ámbito en que se cometió el daño, sanciones administrativas, reparación de los perjuicios ocasionados, hasta retomar a un estado más parecido al original, entre otras. Así, el individuo que incurrió en un ilícito cuyas reglas de imputación devienen difusas, puede recibir su castigo y, si bien es cierto se sacrifican las garantías elementales que hemos defendido a lo largo de este estudio, no se compromete su libertad, que es en realidad lo que está en juego dentro de un proceso penal.


Sabemos que esta alternativa no operará como placebo para el interés social y, de hecho, podría generar resquicios de una sensación de impunidad, sin embargo, resulta necesario sincerar la dicotomía existente en los ordenamientos jurídicos que se precian de garantistas y aplican postulados que significan todo lo contrario. Restar la hipocresía en la aplicación del derecho penal de los ordenamientos jurídicos sería la propuesta de esta medida. Mantener un sistema mixto, o intermedio, podría traducirse en la aceptación de un verdadero Estado de Derecho respetuoso de las garantías fundamentales de sus ciudadanos, pero que además no deja conductas en la impunidad, y para lograrlo no debe de sacrificar sus postulados básicos.

Conclusiones


Podría resultar atrevido pretender que mediante estas reflexiones se efectúe un cambio sistemático en un principio que supone la columna vertebral del derecho penal liberal, sin embargo, se ha intentado poner en relieve el modo en que las pretensiones originarias sobre las que se desarrolló el mismo carecen de efectividad práctica, en especial frente a los casos complejos, que son los que de algún modo contribuyen a la evolución práctica del derecho.


No podríamos endilgar la culpa de los sucesos recientes a las propuestas teóri- cas sobre las que se erigió el principio, de hecho, seguimos considerando que las mismas aseveran realidades que deberían ser el común accionar en la administración de justicia práctica. Lo que sí podemos reiterar es que el contexto histórico sobre el que se desarrolló el pensamiento Ilustrado, transmitido al derecho penal en el siglo XIX, es totalmente distinto al que la humanidad experimenta en la actualidad.


El sentir y las preocupaciones cotidianas han variado, y esto ha repercutido de manera directa en las garantías elementales del derecho penal; pero lo ha hecho, porque se han utilizado (o mal utilizado) como un instrumento del poder político bajo la falsa esperanza de que de este modo se erradicará un problema mucho más grave: las connotaciones implícitas de la sociedad del riesgo.


Sin duda, resulta irresponsable el accionar del poder legislativo, acaparado por intereses políticos partidistas, más que ciudadanos, que ha instado a la consumación de códigos penales que padecen obesidad y que han sido inflados a tal punto de estar conformados por una gran cantidad de tipos penales decorativos, que se mantienen inmóviles ante la problemática real y que no han logrado satisfacer con resultados la aspiración ciudadana de seguridad.


Aunque podamos ser críticos ante la evolución a la que los políticos y no los penalistas han desarrollado frente al derecho penal práctico, no podemos continuar bajo lamentos y añoranzas, porque como ya se ha anticipado, resulta un sueño imposible regresar al buen y viejo derecho penal liberal.


    Entonces, nuestra única opción (desde la ciencia criminal) es la de plantear alternativas, es por ello, que luego de un estudio proceloso en referencia a los primeros postulados sobre los que se concibió la legalidad, robusta y muy estricta, hemos contrastado cómo la influencia de la sociedad del riesgo la ha obligo a transformarse en débil y líquida, sujeta a los cambios y modificaciones que el miedo le ha impuesto. Y ante esto, se han presentado cinco variables que podrían considerarse a la hora de reformular el principio de legalidad, de tal forma que reste hipocresía a su mala aplicación ante el caso concreto, que resulta contradictoria a los postulados de un Estado de Derecho.


Así, hemos determinado como utópicas dos de estas alternativas, pero no porque resulte imposible su aplicación, de hecho, en caso de ser tomadas en cuenta podrían devenir en resultados satisfactorios dentro del sistema de justicia penal; sin embargo, aquello representaría de algún modo regresar al punto de partida, que como anticipamos resulta poco improbable.


La principal razón es que las medidas antedichas dependen exclusivamente de la función legislativa, que está copada por el poder político y que, por más que desde la ciencia se demuestre lo errado de sus percepciones, se seguirá basando en lo que dicten las estadísticas y lo que sume votos a sus intereses particulares.


Por ello, aspirar códigos penales que regresen a determinar el peligro con base en reales estudios de política criminal, como el Manual sobre la aplicación eficaz de las Directrices para la prevención del delito de Naciones Unidas (2011), puede ser considerado un sueño lejano, aunque para cualquier estudioso de la ciencia penal, representaría el triunfo definitivo de pensamiento Ilustrado y de los preceptos para erigir un derecho penal mínimo destinado a la protección y sanción de bienes jurídicos que realmente signifiquen una necesidad y no un elemento de satisfacción.


En otro orden de ideas, se ha tomado una medida intermedia y que, de algún modo, podría resultar aún más utópica que las dos anteriores, por cuanto significaría reformular todo el sistema de justicia criminal que ha desarrollado sus postulados en base a la sanción que debe imponerse a quienes cometen un acto considerado ilícito.


Así, en aras de no sacrificar las garantías fundamentales de los procesados, se aspira a tener dentro de nuestros ordenamientos jurídicos un sistema de justicia penal dual que, ante los casos poco complejos y delitos comunes sobre los que las reglas de imputación son claras, pueda aplicarse una primera velocidad del derecho penal, que permita que se respeten a cabalidad los principios y derechos de los pro-cesados y, en su defecto, que de ser el caso se les pueda imponer una pena privativa de libertad.

Por otro lado, y aunque resulte alarmante, en una segunda velocidad se plantea no sacrificar la libertad del individuo en los casos complejos, con reglas de imputación poco claras, que encajen en tipos penales cuyo ámbito de protección no está determinado con claridad, y que a cambio de aquello no represente una vulneración suprema de los principios del Estado de Derecho, flexibilizar las garantías del procesado.


No queremos anticipar categóricamente que esta sea la solución definitiva, de hecho, y siendo realistas, aceptamos que su aplicación práctica resulta también poco probable pues, una vez más su materialización depende de la función legislativa, que no sería capaz de arriesgarse a la conmoción ciudadana de pensar que el Estado les está restringiendo la protección otorgada, dejando a “delincuentes” en libertad. Este planteamiento responde a parámetros de política criminal y a la aspiración del derecho penal de detener la bipolaridad en la aplicación de sus garantías.


Por último, se han desarrollado dos criterios que al parecer de este estudio estarían más cercanos a la realidad y podrían desarrollarse en la cotidianidad, esto porque su aplicación ya no depende del poder político, sino del judicial, mismo que está conformado por juristas, que para bien o para mal han estudiado el derecho penal y tienen mayor facilidad para comprender que resulta un imperativo categórico respetar los principios que sostienen la ciencia.


De este modo, se considera otorgar un rol mucho más protagónico a los administradores de justicia y a los representantes de la Fiscalía General del Estado, para que dejen de convertirse en esclavos de la voluntad paranoica de quienes redactan las leyes. Así, puedan resolver no solamente aplicar “Derecho”, sino (y mucho más importante) ser garantes de la aplicación y consumación del ideal de justicia.


Podría resultar contradictorio generar la solución a la flexibilización, otorgando mayor discrecionalidad a quienes tienen el deber de aplicar la norma, pero en realidad, y como hemos explicado, esta potestad estaría delimitada por principios generales que operen siempre a favor de los procesados.


De cualquier modo, la principal aspiración de estas reflexiones, ha sido poner en discusión que lo que debería ser el principio de legalidad, resulta una ilusión lejana y no una realidad práctica, y que por ello, ante esta realidad de la que no hay regreso, resulta urgente enfocar la discusión académica (e incluso política) en buscar un verdadero aliciente a la paranoia y generar una alternativa en la que los ciudadanos sean los reales triunfadores, y el derecho penal no sea la verdadera víctima.



Referencias

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