María Luisa Aguerre |
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José Batlle y Ordóñez y la economía política de su tiempo |
Recibido:20190727 Aceptado:20191201
Introducción
Este artículo esá destinado a examinar
las ideas sobre la economía política discutidas con pasión en las grandes
potencias de occidente a mediados del siglo XIX y principios del XX, que
inesperadamente tuvieron una respuesta y una concreción temprana en un
pequeño país de América del Sur, Uruguay, con una relativa reciente
aparición en el mercado y la visibilidad internacional.También nos referimos a
las controversias generadas por el nuevo orden social introducido, que
pretendía adaptarse a las nuevas circunstancias del proceso de
modernización en vista de los cambios en las sociedades de masas
industrializadas, pero sin perder de vista los beneficios de la libertad
en sus múltiples manifestaciones. Una de las cuales, la libertad
económica, -que había puesto al descubierto las posibilidades de la
competencia en la economía, creando el denominado sistema capitalista-, y
cuyas leyes de oferta y demanda había expuesto tan brillantemente Adam
Smith en 1776.
Nuestro referente principal es José Batlle y Ordóñez, pero tomaremos como
punto de partida algunos juicios críticos, que después del revisionismo
histórico de los años 60 del siglo pasado, llovieron sobre todos los
aspectos de la obra de Batlle, mostrando escepticismo o frustración hacia
la misma. Sólo a título de ejemplo nos referiremos a los destacados
historiadores nacionales de izquierda José Pedro Barrán y Benjamín Nahum
en su “Historia rural del Uruguay moderno” (Barrán y Nahum, 1978, 122).
Dicen así respecto a los intentos de Batlle por nacionalizar la banca para
dominar mejor el mercado de préstamos: “Pero los resultados obtenidos
fueron, empero, intentos fracasados. Fracasados si se esperaba de ellos
una modificación total de la realidad económica, fracasados si el Gobierno
supuso que bastarían para impulsar el agro, la industria y afianzar a los
sectores sociales medios”. El también historiador José Rilla refiriéndose
a la estrategia impositiva del reformismo batllista expresa: “La
estrategia impositiva del batllismo fue seguramente insuficiente para
modificar las estructuras económicas y sociales, aún en el grado en el que
el propio reformismo aspiraba” (Rilla, 1990, 6).
En el mismo sentido encontramos lo siguiente en la obra del socialista inglés Henry Finch, quien goza de gran consideración en nuestro medio intelectual: “Aun- que en algunas oportunidades pueda haber tomado formas radicales -más que nada en la defensa por parte del Estado de los sectores económica y socialmente desvalidos- , la intención subyacente del batllismo era de esencia conservadora; se trataba de extender las funciones del Estado a los efectos de asegurar el equilibrio de fuerzas entre las distintas clases sociales y realzar el papel del sistema político. La política económica de Batlle no logró ningún cambio importante en la estructura económica del país” (Finch, 2014, 25 y 27). En este caso, el error parece recaer no tanto en actos puntuales de la obra de Batlle sino en no haber alcanzado la meta hacia la cual se dirigía (¿es que acaso Batlle era socialista y fracasó en su intento?).
Y
por último ha surgido otro potente crítico desde la ciencia económica,
el Dr. Ramón Díaz, situado en el espectro político opuesto, seguidor de
los famosos economistas liberales austríacos Friedrich von Hayek y
Ludwig von Mises quien en su libro “Historia económica del Uruguay.
1870-2000”, hace responsable a Batlle de todos los excesos
proteccionistas con que se manejó el Uruguay hasta la reforma económica
de Vegh Villegas de 1976, por haber impulsado el intervencionismo
estatal (Díaz, 2018, 277). Quienes creemos que las ideas son el gran
motor de la historia, consideramos que los movimientos históricos se
producen por el trabajo incesante del pensamiento humano y la voluntad
especial puesta por algunos hombres en solucionar los problemas
complejos de su propia época, tanto en la ciencia como en la política.
Los cambios en el destino de la humanidad no dependen tanto de los
proyectos de un pensador aislado, sino de la importancia que los seres
humanos otorgan a determinados valores que descubren como importantes
para su vida y a los que no están dispuestos a renunciar: la libertad,
la igualdad, el rechazo de la guerra como forma de dirimir las
diferencias, entre los más importantes.
Europa vivió casi tres siglos de luchas por lograr la libertad política y
despren- derse del yugo de las monarquías absolutas y de regímenes
judiciales injustos; es la historia de Inglaterra desde el siglo XVII con
dos décadas de guerra civil y la imposición del “Bill of rigth” a sus
gobernantes; de la independencia Americana y su Constitución republicana; de
la Revolución Francesa y su intento de recomponer la democracia griega. Pero
después del auge de la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII en
Inglaterra, y su rápida expansión por efecto del libre comercio mundial, un
nuevo problema de justicia social aparece en el horizonte: la diferencia de
riqueza entre las clases sociales creadas por la propia revolución
industrial. En ese momento hacen su aparición los primeros escritores
socialistas utópicos como Fourier, el conde Saint Simon, los radicales
comunistas como Karl Marx y Federico Engels, o los anarquistas
revolucionarios como Pierre Prudhon y George Sorel. También tienen
influencia política filósofos liberales radicales como John Stuart Mill,
Thomas Hill Green, John Dewey y Leonard Hobbhouse. Pero es principalmente
sobre las ideas económicas y su influencia en la sociedad a las que vamos a
dar preferencia en la primera parte de este artículo. Estas se fueron
desarrollando durante todo el siglo XIX hasta principios del XX, cuando en
1914 se produce el desastre de la 1.ª Guerra Mundial, donde estallaron las
ideologías extremistas y se expandieron contra el liberalismo democrático y
las reformas sociales que habían comenzado a implementarse. Las nuevas ideas
reformistas se habían desarrollado desde la base social e intelectual por la
necesidad de resignificar el sentido de cómo debemos vivir en sociedad,
buscando un camino que permitiera conciliar los valores sociales de
libertad e igualdad, que no pueden tomarse como absolutos en una sociedad
democrática; un giro en la opinión pública que al mismo tiempo permitiera
dejar liberadas las fuerzas del mercado para crear riqueza y sostener la
expansión del Estado convertido en protector. El problema a resolver en ese
momento era, como diría Shumpeter más tarde: “¿podría demostrarse la
existencia del desarrollo económico, es decir, que el crecimiento era
atribuible a causas puramente económicas, en vez de a causas externas de
tipo demográfico o político? ¿Era posible trazar un relato plausible de la
evolución económica, partiendo de la hipótesis de que las estructuras
sociales existentes -el capitalismo y la democracia- persistirían?
(Shumpeter, 1968, 214).
Vamos a dedicar los dos próximos parágrafos a las teorías de la economía polí- tica, liberales y socialistas, de mayor incidencia en la época de formación y apogeo de José Batlle y Ordóñez. Nos basamos en los datos proporcionados por el libro de historia de la economía de Silvia Nasar, docente en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia, titulado “La Gran Búsqueda”.
Distinguimos dos momentos diferentes en el desarrollo de la economía política del siglo XIX hasta la primera década del XX. Una primera etapa signada por el pesimismo que incluía a los mismos liberales, y llega hasta 1848 aproximadamente y una segunda, cuando el signo más relevante de los espíritus fue el optimismo.
Medio siglo de pesimismo, de 1800 a 1848
La idea de prosperidad y abundancia es nueva en la historia de la
humanidad. Ni siquiera los más progresistas veían posible contrarrestar
el principal flagelo de la historia del hombre: la pobreza. La gran
mayoría de las personas (tal vez un 90 %) en el mundo entero vivían
sumidos en la más profunda miseria. Las tasas de mortalidad aumentaban
en las épocas de malas cosechas, y por la inflación, producto de las
guerras. En la primera mitad del siglo XIX en Inglaterra, el país de la
1.ª Revolución Industrial, el estado de espíritu respecto al porvenir de
la humanidad era más bien pesimista. El entusiasmo general por la
prosperidad del industrialismo decayó en la segunda década; las mentes
más sensibles comprendieron que junto al éxito indiscutido de los nuevos
productos industrializados y la apertura de nuevos mercados, lo cual
acrecentaba la fortuna y el bienestar de muchos, persistía y parecía
afianzarse un nuevo sector de personas con una vida paupérrima, viviendo
hacinada en los arrabales de Londres. La industria había creado muchos
miles de puestos de trabajo y a esos centros fabriles concurrían
campesinos de toda Inglaterra; y no sólo de la isla, sino también del
continente llegaban desocupados en busca de mejores oportunidades de
vida. Pero a medida que crecía la oferta de trabajo, aumentaba también
la demanda de nuevos contingentes, porque la población crecía a la
sombra de la bonanza industrial. Al mismo tiempo la economía parecía
descontrolada, paros frecuentes por pequeñas crisis de superproducción o
de exceso de mano de obra dejaban mucha gente sin trabajo, sumidos en la
miseria, al lado de sectores que habían logrado una posición estable y
gozaban de niveles de vida aceptables. La teoría económica no explicaba
el problema. ¿Cómo hacer para dominar un mercado que como lo había
descripto Adam Smith en “La riqueza de las naciones”...“tenía sus
propias leyes”?. Recién a fines del siglo XIX se vislumbró la
posibilidad de vencer en forma sistemática la miseria y el hambre.
El año 1848, marca un hito particularmente significativo desde diversos
puntos de vista; en lo político, porque la revolución liberal se
extiende por toda Europa, aunque con resultados finales desparejos:
algunos triunfos momentáneos en Francia y un estruendoso fracaso en
Alemania. El pensamiento socialista tiene asimismo un vuelco sustancial,
en parte como resultado de esas mismas experiencias y pasa del
socialismo utópico a la publicación ese mismo año del “Manifiesto
Comunista” de Karl Marx y Federico Engels. La idea central de la obra es
que no se puede esperar ninguna solución de parte del capitalismo; estos
autores buscaban mediante la lucha revolucionaria de los obreros
industrializados el quiebre del sistema de libre competencia para
sustituirlo por el socialismo, que desde entonces significará la
propiedad estatal de los bienes de producción, llamada también
“propiedad colectiva”. La desigualdad se terminaría, según esta teoría
común a todos los socialistas teóricos desde entonces, cuando todos
fueran por igual dueños de los bienes de producción en tanto pertenezcan
al Estado.
Comprenderemos mejor el estado de pesimismo de los más lúcidos, si analizamos brevemente las principales teorías manejadas en esta primera mitad del siglo como verdades incontrovertibles: la “ley de población” de Malthus; “la ley de hierro de los salarios” de David Ricardo; la “teoría del fondo de salarios” de John Stuart Mill y las leyes de la dialéctica del capitalismo, así como la ley del “valor” de Marx y Engels (1936).La llamada “ley de población de Malthus”, que a su vez es una teoría sobre la determinación del nivel de salarios, apareció en 1798, en su libro “Ensayo sobre el principio de población” y fue ampliamente discutida en los 50 años posteriores. Malthus, un pastor anglicano, trató de explicar la razón por la que las nueve décimas partes de todo el género humano vivían condenadas a la miseria y a un trabajo penoso. Para Malthus el problema radicaba en la sexualidad, el instinto más fuerte del ser humano. Partiendo de esta premisa Malthus dedujo que la población humana tiende a crecer más rápido que la producción de alimentos. Su argumento era sencillo y puede ser usado actualmente en determinadas circunstancias, aunque resultó erróneo en la situación creada por la industrialización: si suponemos partir de un momento de equilibrio en una población en donde los alimentos son suficientes para alimentarlos a todos, inmediatamente su pasión los impulsará a casarse pronto y a tener hijos. A mediano plazo las reservas de cereales y de otros productos se acabarán o resultarán escasas y no se podrá alimentar a toda la población, ni tampoco habrá trabajo para cubrir la demanda. En cierto momento al bajar el nivel de vida se invertirán los términos: hombres y mujeres reducirán el número de hijos y así se vuelve al equilibrio del que partimos. Sin embargo, este no dura mucho al repetirse los mismos ciclos alternativos. Según Malthus cualquier intento de eludir “la ley de población” estaba destinado al fracaso porque el problema estaba en la naturaleza humana misma.
Otro autor que en nada contribuyó a elevar el optimismo de la gente acerca de las sociedades modernas fue David Ricardo. Sus implacables conclusiones sobre “la ley de hierro de los salarios” expuesta en su libro “Principios de economía y tributación” de 1815 desalentó a sus contemporáneos. Según esta famosa ley, a la que adhirió también Karl Marx y John S. Mill, los salarios suben o bajan según fluctuaciones a corto plazo de la oferta y la demanda, pero tienden siempre a un nivel de subsistencia descartando el autor la posibilidad de tener aumentos “reales”. También postuló Ricardo la “ley de rendimientos decrecientes”, de acuerdo a la cual aumentar la mano de obra tiene limitaciones, porque pronto la saturación producirá menos rendimientos adicionales. Estas dos leyes más la ley de población de Malthus ponían un tono sombrío a los esfuerzos productivos y a las esperanzas de la gente de un futuro mejor.
John Stuart Mill es otro ejemplo de cómo se había impuesto una falsa barrera que parecía infranqueable. Mill era un diputado del Partido Radical, se consideraba a sí mismo “socialista”, porque había defendido la “Segunda Ley de Reforma” (que ponía a Inglaterra en el borde mismo de convertirse en una democracia) y el derecho de los obreros a formar sindicatos y hacer huelga. Era un liberal radical de gran popularidad, y en el año clave de 1848 publicó su libro sobre “Principios de Economía Política”, convirtiéndose en el libro de economía más leído después de “La riqueza de las naciones”. Sin embargo Mill mantenía la “ley de hierro de los salarios” de Ricardo y era profundamente pesimista respecto a la posibilidad de mejorar la vida de los trabajadores. Al terminar de redactar sus “Principios” escribió: “La economía se rige por leyes naturales que la voluntad humana no puede cambiar, como tampoco se puede alterar la ley de gravedad”. (Mill, 1985).
Pero la “la ley de hierro de los salarios”, ya en ese momento no parecía sostenible debido al espectacular aumento de los sectores medios, integrado por artesanos calificados y empleados administrativos, ascendiendo económica y socialmente en Inglaterra.
Las huelgas y las protestas eran muy frecuentes sin embargo, aunque sólo hombres de ideas socialistas, anarquistas o comunistas habían logrado asociarse en pequeños grupos. Uno de esos grupos autodenominado “Liga de los comunistas”, integrado por inmigrantes alemanes en Londres, convocó a un congreso al que fueron invitados los socialistas Marx y Engels. Ambos publicistas, luego de 10 arduos días de discusión convencieron a los integrantes de la Liga, hasta entonces con vagos objetivos, de que era imposible resolver las reclamaciones de los obreros sin derrocar al régimen existente. Finalmente los asistentes al congreso encargaron a Marx redactar un Manifiesto con la versión definitiva del llamamiento de la “Liga de los comunistas” a los trabajadores. El 21 de febrero de 1848 se publicaron los primeros ejemplares en alemán del “Manifiesto comunista”.
Marx y Engels estaban convencidos de que la capacidad de producción de los ingleses seguiría creciendo exponencialmente y así lo declaran en el Manifiesto, pero también pensaban que el mecanismo distributivo tenía un fallo crucial que ocasionaría el derrumbe del sistema. El Manifiesto repetía una idea que giraba en la cabeza de muchos intelectuales de la época y que había expresado Engels en 1844 en “La situación de la clase obrera en Inglaterra”, concordando con las teorías de David Ricardo, que cuando un país crezca en riqueza y poder, las condiciones de vida de sus trabajadores empeoran.
El obrero moderno, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase. El trabajador cae en la miseria y el pauperismo crece más rápidamente todavía que la población y la riqueza… Así, el desarrollo de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía las bases sobre las que ésta produce y se apropia de lo producido… La burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros” (Marx, 1969, 45).
Ambos autores se basaban en dos
premisas que la simple comparación con la realidad permitió comprobar
eran erróneas: a) que llegaría un momento en que la acumulación
capitalista quedaría cada vez más reducida a pocas manos, mientras la
población trabajadora aumentaría y sería cada vez más miserable, aún a
costa de hacer sucumbir a los sectores medios; b) que cuanta más
riqueza hubiera más extensas y violentas serían las crisis financieras
y comerciales, hasta llegar a un final “apocalíptico”, en el cual la
sociedad quedaría dividida en dos únicos opositores, obligados a dar
la batalla final. En lugar de derrotar los cristianos a Roma como en
la profecía de San Juan (Sagrada Biblia, 1968, 1460) sería aplastada
la burguesía y resultaría triunfante el proletariado, capaz de crear
una sociedad sin clases hasta el fin de los tiempos. Quizá con esta
utopía perseguían el mismo objetivo que el autor del Apocalipsis
bíblico hacia los cristianos, el de brindar esperanzas en un tiempo de
tribulaciones.
En 1867, Marx publicó “El Capital”,
con el cual pretende dar un golpe mortal a la economía política
inglesa; allí Marx no sólo corrobora su afirmación de que la ley de
acumulación capitalista exige el descenso de los salarios, el aumento
de la duración de la jornada laboral y el acortamiento de la vida
media de los obreros: también expone su idea de la plusvalía, la base
para concebir la acumulación capitalista como un robo. Era la
consecuencia de la idea del “valor trabajo”. Para Marx y otros
importantes economistas de la época como Stuart Mill, todo lo
producido equivale al valor “trabajo”: las herramientas, los
materiales, las máquinas que se utilizan habitualmente son también
trabajo acumulado. De manera que el capital no es más que la suma de
la fabricación de las herramientas y materiales, más el total de
trabajo empleado en la fabricación del producto. Decir que el trabajo
es la fuente de todo valor y no del “valor producido”, donde cabe
también el trabajo del empresario, equivalía a decir que los ingresos
del propietario eran inmerecidos; si sólo creasen valor las horas de
trabajo, gestionar un negocio y hacerlo subsistir, arriesgar recursos
propios, introducir mejoras en las máquinas, adoptar estrategias
comerciales, reorganizar la empresa y las ventas, etc. no comportarían
un aumento de beneficios genuinos si no va acompañado de la
contratación de más trabajadores.
La situación pudo resultar verosímil hasta mediados de la década de
1840, porque a pesar de que los sueldos habían subido algo, quedaban
neutralizados por otros factores inesperados como la falta de
vivienda, el aumento de población “malthusiano” y las crisis de
superproducción. Pero en las décadas del 50 y 60 hubo un gran apogeo
económico: se vio que realmente los salarios crecían, los sectores
medios no sólo no habían disminuido, sino que aumentaban su estándar
de vida. Las crisis financieras y las recesiones industriales no eran
peores que antes. La prosperidad material desde mediados de 1840 a la
década de 1870 fue indiscutible.
¿Qué había sucedido para
que Marx hiciera explotar su pesimismo en “El Capital”? Había escrito
este libro incentivado por la catástrofe financiera del 10 de mayo de
1866, llamada luego el “viernes negro” momento en que sus pronósticos
resultaban plausibles (Nasar, 2013, 67) y podía escribir con cierta
credibilidad: “Suena la hora postrera de la propiedad privada
capitalista. Los expropiadores son expropiados” (Marx, 1969, 246).
Pero para su desgracia cuando finalizó el libro la crisis había
terminado y “El Capital” fue recibido con frialdad por la crítica.
El optimismo de 1848 a 1914.
Tiempo de reformas estructurales.
En la segunda mitad del siglo XIX diversos acontecimientos y cambios positivos en la vida económica de los países que se habían integrado a la libre competencia de mercado, renovaron el optimismo sobre un sistema que se había mostrado tan eficaz para hacer crecer la economía y al mismo tiempo permitía incorporar un mayor número de personas de sectores deprimidos a mejores niveles de vida, teniendo en cuenta que la población europea ya se había duplicado.
En estas circunstancias de mayor esperanza en el futuro, la percepción
sobre la ciencia económica también cambia, deja de ser una ciencia
deshumanizada con carácter de verdad absoluta, y progresa convertida ahora
en un “instrumento” eficaz de investigación científica para entender una
realidad económica de por si siempre cambiante.
Vamos a interesarnos particularmente por dos de los numerosos y valiosos economistas de la época, porque fue particularmente su aporte el que clarificó problemas importantes del sistema de libre competencia que no se entendían bien y permitió su relación con el creciente intervencionismo estatal que ya se perfilaba en casi todos los países. Nos referimos al matemático y economista inglés Alfred Marshall, docente en Oxford desde 1871 y al estadounidense, Irving Fisher, profe-sor en Yale (Fisher publicó su tesis doctoral “Investigaciones matemáticas sobre la teoría del valor y del precio” en 1890). También nos ocuparemos de los otros dos tipos de “socialistas” de la época, además de los comunistas: los “socialistas democráticos” y los “fabianos”.
Los economistas cambian de frente: Alfred Marshall e Irving Fisher
Los cursos de Marshall se centraban en la paradoja esencial de la sociedad mo-derna que preocupaba a todas las almas sensibles: la existencia de la pobreza en medio de la abundancia. Marshall no dudaba que la pobreza era el resultado de los bajos salarios ¿pero qué hacía que los salarios fueran bajos? La mayoría creía que era la codicia de los empresarios, otros lo atribuían a la debilidad moral de los pobres, pero Marshall apuntó a una respuesta diferente: la baja productividad. Contrariando la opinión pesimista de Marx, los trabajadores calificados ganaban tres o cuatro veces más que los no calificados. El hecho de que los empresarios estuvieran dispuestos a pagar más a las personas que tenían mejor formación o experiencia significaba para Marshall que los salarios dependían de la aportación del trabajador al “rendimiento real”.
Cuando la industria es buena, la fuerza de la competencia que se origina en los mismos patronos, cada uno de los cuales desea ampliar su negocio… los lleva a consentir pagar mayores salarios a sus empleados con objeto de obtener sus servicios… El resultado es que pronto una gran parte de las ganancias se distribuye entre los obreros y que los salarios de éstos permanecen más altos que el nivel normal…” (Marshall, 1957, 472).
Si ese fuera el caso el salario medio no se estancaría. A medida que la educación, la tecnología y las mejoras organizativas incrementaran la productividad, los ingresos de los trabajadores también subirían.
Nos interesa insertar aquí la opinión de Batlle sobre este particular, porque estas ideas impactaron a quienes deseaban resolver los problemas desde una perspectiva científica, como lo afirmara Batlle y Ordóñez. En el libro sobre la polémica Batlle-Mibelli de 1917, recopilada por el historiador Milton Vanger, a la cual recurriremos en más oportunidades- se alude al salario de los obreros en éstos términos:
La pequeñez del salario no hace al obrero; lo que lo caracteriza es más bien la rudeza del trabajo, la obra material, manual. Esta obra, por lo mismo que no requiere una gran habilidad o preparación en el que la ejecuta, es siempre escasamente retribuida, y de ahí los sueldos reducidos. (Vanger, 1989, 131).
Para Marshall la mejor manera de elevar la productividad era por la educación:
Educar (en el sentido más general) a los trabajadores ineficaces o no cualificados para que dejen de serlo. Por otra parte, (y este frase sintetiza todo lo que tengo que decir sobre la pobreza), si el número de trabajadores sin cualificar disminuyera en el grado suficiente, quienes desempeñaran trabajos sin cualificación tendrían que ser remunerados con buenos sueldos. Si la producción total no aumenta, estos sueldos adicionales tendrían que financiarse a costa del capital y de la remuneración de otros trabajos de mayor categoría… Pero si la disminución de la mano de obra no cualificada se consigue aumentando la eficacia de la misma, la producción aumentará y habrá un fondo más amplio para repartir. (Marshall, 1957, 180).
Sabemos que Batlle atribuyó una enorme importancia a la educación de los uruguayos y gran parte de su esfuerzo en su segunda presidencia se dirigió en ese sentido, como la mejor forma de lograr el progreso social. En el mensaje enviado al Parlamento el 31 de febrero de 1915 para la creación de las escuelas industriales decía:
… A la insuficiencia de nuestra vida industrial, se une, para acentuar la deficiencia de nuestra producción fabril, la carencia de instituciones adecuadas para la formación de personal técnicamente capaz, con la instrucción científica que la explotación industrial moderna exige. Uno de los deberes del Estado, pues, más apremiante… es orientar las vocaciones manuales, estimularlas, organizar profesionalmente, por la cultura de la inteligencia y el músculo, por la preparación técnica y la formación de la destreza manual, a la población obrera del país.(Giudice y Gonzalez Conzi, 1959, 384).
Marshall hizo una descripción minuciosa de
la vida industrial a la que estudió en profundidad. Comprendió que las
empresas habían tenido que evolucionar para sobrevivir. Por supuesto
admitía que los empresarios perseguían aumentar sus benefi- cios, pero se
esforzó por demostrar que para que esos beneficios fueran competitivos y
las empresas subsistieran, tenían que generar réditos suficientes para
pagar todos sus gastos: salarios, administración, alquiler de locales,
impuestos fiscales, etc. Y para lograrlo los empresarios estaban obligados
a buscar continuamente la manera de conseguir un poco más con los mismos o
menores recursos. Era como decir que el resultado de la competencia era
aumentar la productividad, un factor que influía a largo plazo en los
salarios. La competencia obligaba a las empresas a elevar la productividad
para seguir siendo rentables y obligaba a los empresarios a compartir los
frutos del esfuerzo conjunto con sus empleados en forma de sueldos más
elevados y con los clientes en forma de productos de mayor calidad o más
baratos. En oposición a Marshall, para la mayoría de los autores de la
época, el único rol de los dueños de las empresas era controlar a los
trabajadores o peor aún, explotarlos.
En su diálogo periodístico de 1917, Batlle hace una aclaración respecto a
la relación entre obreros y patronos de mucha importancia para entender
como estaba colocado en la controversia entre empresa privada y
socialismo:
Lo que interesa al capitalista no es que el obrero tenga salario escaso y coma poco; lo que le interesa es que haya una diferencia considerable a su favor en- tre lo que paga al obrero y lo que le produce el artículo que fabrica…! no es lo mismo¡
Porque el aumento de esa diferencia puede también obtenerse por el mayor precio del artículo o la difusión de su venta. Así, en los cálculos del empresa- rio que implanta una industria no entra, por lo general, la rebaja del salario del obrero y puede, al contrario, entrar el aumento, por la demanda mayor de tra- bajo que la creación de la industria nueva, si es muy importante, puede producir. Consecuencia: que el capitalista puede esperar sus utilidades de otra cosa que no sea el hambre del obrero… (Vanger, 1989, 189).
Marshall no se oponía a los sindicatos ni a ciertas propuestas radicales,
simplemente creía que estas medidas no producirían más medios de sustento
para los pobres. Para crecer hacía falta competencia, tiempo y la
cooperación de todos los estamentos de la sociedad, del Estado y de los
propios pobres. Aparece en la doctrina un elemento que si bien no había
estado totalmente ausente en las últimas décadas: “el intervencionismo
estatal” para solucionar los problemas más graves, era considerado hasta
entonces como un factor secundario.
Marshall creía que la pobreza era
inevitable, pero no así la indigencia, el carecer de lo más indispensable.
La necesidad urgente de erradicar la indigencia no se derivaba de que
estuviera empeorando la situación, porque el nivel social general no
dejaba de elevarse. Marshall prueba con datos que la afirmación de que la
penuria económica puede aumentar al mismo tiempo que aumenta la riqueza,
como creía Marx, no era cierta; aseguró que sólo un estrato ínfimo de las
clases trabajadores estaba bajando de nivel y que ese estrato era más
pequeño que a principios de siglo. La idea de Marshall era que la pobreza
crónica o indigencia, debían ser atendidas, y su prevención era uno de los
objetivos del Estado, el que debe contar con nuevas competencias. Lo
presenta como un cambio en la evolución natural del liberalismo.
En contraste, Marx nunca se había preocupado por el estudio de soluciones prácticas en la relación entre patrones y obreros; su interés real no se centraba en el bienestar inmediato del proletariado, sino en el triunfo de su teoría revolucionaria; sólo al final de su vida visitó una fábrica y obtuvo una visión superficial del hecho. Estaba maravillado con su descubrimiento de haber encontrado la supuesta clave del desarrollo histórico: la lucha de clases. El destino del proletariado le era indife- rente en lo inmediato, esto es, en la realidad existente. Tomando en cuenta la distin- ción realizada por Alain Touraine en “El postsocialismo”, a Marx sólo le interesaba la dirección política de la lucha contra el capitalismo, y no los problemas surgidos dentro de la producción (Touraine, 1982, 34).
La publicación de “Los principios de economía” de Marshall en 1890 elevó el
número de los optimistas que ganaron a los pesimistas y convirtió a la
economía en un instrumento necesario para analizar la realidad y buscar
soluciones a los proble- mas complejos de su época.
El economista Irving Fisher puso especial
atención en esclarecer el problema de la circulación de moneda, los bancos
y las crisis financieras inesperadas que tantas pérdidas ocasionaban a los
ahorristas y modestos trabajadores. Durante la década de 1890,
más de 500 quiebras bancarias en EEUU habían aumentado el resentimiento de
los sectores populares hacia estas instituciones llamadas vulgarmente “la
tiranía financiera”. En esos tiempos la atención tanto de la gente como de
las autoridades estaba centrada en mantener el patrón oro. Este sistema
asociaba el valor de la moneda de cada país a una determinada cantidad de
oro, y a partir de allí se calculaban las demás divisas. En el libro ya
mencionado Ramón Díaz, nos recuerda que la plaza comercial montevideana
fue siempre muy “orista”; había adoptado este sistema monetario
internacional a partir de 1862 optando por mantener el valor oro de la
moneda a ultranza sin devaluar, obteniendo una gran estabilidad
financiera; al contrario de Buenos Aires, donde la libre emisión de papel
moneda para pagar los excesos de gastos del gobierno, había arrastrado al
país a la inflación. (Díaz, 2018, 162).
El dinero se consideraba como algo muy valioso, poderoso, pero estaba envuelto en un cierto fatalismo, porque no se conocían las causas de fenómenos como los cracs bursátiles y la inflación. Fisher llegó a la conclusión de que no se había estu- diado con suficiente rigor la moneda y el rol que esta desempeña en los asuntos económicos. En su libro “La naturaleza del capital y del interés” aparecido en 1906, (y en su reedición francesa de 1933) reflejaba su visión del valor del capital como resultado de las expectativas que albergan inversores y ahorristas sobre los futuros cobros de interés. La evaluación es un procedimiento empleado por el hombre que hace intervenir la previsión:
El principio es el siguiente: el valor mismo de una mercadería (el capital valor) es el valor descontado o está en función de las perspectivas de sus beneficios futuros. Cualquier bien tiene en el mercado un valor que depende únicamente de dos factores: los beneficios o rentas previstos por el capitalista, y las tasas de interés del mercado, por medio de la cual estos provechos son descontados (Fisher, 1933, 14). Se despega definitivamente del valor-trabajo.
Sitúa al interés como el precio que las personas que han ahorrado
cobran por permitir que otros usen su capital; en una palabra, la
actividad bancaria corresponde a un servicio auténtico y valioso. Le
preocupaba asegurar un trato justo a deudores y a entidades crediticias
y evitar que un cambio inesperado en el valor de la moneda exacerbara
los conflictos sociales latentes. Fisher formuló explícitamente su
teoría sobre que los períodos de especulación y de depresión eran el
resultado de previsiones desequilibradas de la moneda en su libro “La
tasa de interés” de 1907. Fue el primero en argumentar que el Estado
podía gestionar de otro modo la moneda para reforzar la estabilidad
económica y tenía a su disposición un instrumento para lograrlo: el
control de la oferta monetaria, ya fuera por un banco estatal o por un
banco privado con el monopolio de la emisión de dinero y el control del
gobierno
Batlle siguió el pensamiento de Fisher y en
1911 optará por cambiar la Carta orgánica del Banco República, creado en
1896, para otorgarle el monopolio de la emisión monetaria. En la
exposición de motivos de la ley correspondiente decía: “La mayor parte de
los grandes bancos centrales modernos o son netamente del Estado o en
ellos tiene el Poder Administrador un rol predominante y decisivo”.
Pero Fisher avanzó mucho más atacando los
principios básicos de la economía clásica, dijo que la aceptación de la
intervención pública y de las medidas de bienestar social era “el cambio
más importante que ha experimentado la opinión económica en los últimos
cincuenta años” (Nasar, 2013, 111). La intervención estatal no se la veía
ya como peligrosa, sino como necesaria. Por ese motivo “rechazaba la
privatización de la oferta monetaria -medida propugnada por el excéntrico
Herbert Spencer- como cualquier otra que llevara a que los “servicios
públicos” fueran manejados exclusivamente por privados mediante
competencia” (Schumpeter, 1950, 194).El intervencionismo estatal había comenzado en realidad tempranamente
en Europa, como una excepción a las normas de la economía clásica; la
intervención más sorprendente fueron las leyes bismarckianas en Alemania
en 1871, otorgando a los trabajadores buena parte del programa
reivindicativo de los sindicatos, algo que nunca había sido aceptado
hasta entonces. Las leyes sociales de Bismarck nos revelan que las
reformas sociales pueden estar separadas de la reforma política y
practicarse de manera defectuosa en un clima autoritario, sin
participación activa de los propios trabajadores.
En el Uruguay también hubo intervencionismo estatal moderado en el
siglo XIX, que la población aceptó con complacencia; a nuestro entender
el primer paso se dio con la Ley de Educación vareliana en 1875. El
Estado abordaba la enorme tarea de brindar educación obligatoria y
gratuita a los niños en todo el país y para hacerse cargo de semejante
obligación debía aumentar los impuestos a la población y así se discutió
en el momento. Otro ejemplo interesante fue la creación del Banco
República durante el gobierno de Idiarte Borda, después del desplome del
Banco Nacional en 1890. Éste había sido creado tres años antes con
privilegios importantes, por inversores nacionales y extranjeros pero su
trayectoria de especulación y de falta de compromiso con el país lo
llevó a la quiebra, dejando un reguero de lastimados y perdedores, de
los que el gobierno decidió hacerse cargo para preservar el sistema.
(Díaz, 2018, 210)
Los socialismos
Este tiempo de creciente optimismo estuvo enmarcado sin embargo por el enfrentamiento de ideas entre demócratas liberales y socialistas, cuando aún ninguno de los dos sistemas se había experimentado en la práctica y no se tenía evidencia de los resultados finales. A esa oposición podríamos llamarle también entre capitalismo (o libre mercado) y comunismo, aunque esa etapa de conflicto tuvo recién su definición durante la tragedia de la Primera Guerra Mundial, con el estallido de la Revolución rusa de 1917 en nombre del socialismo y la aparición del primer régimen comunista.
Había una gran confusión con el término socialista porque desde mediados del siglo XIX, cualquiera que se preocupara por la problemática social era llamado so- cialista. El socialismo rescataba la idea de “la protección de los débiles”, un tema universal de la política pero todos los participantes consideraban caminos muy diferentes para lograr la meta deseada.
Antes de partir Europa en 1907, después de su primera Presidencia Batlle no parecía tampoco tener demasiado claro el tema de la ideología socialista, como puede entreverse en la entrevista con Alfredo Palacios, tal como fue narrada por el diario “La Prensa” de Buenos Aires el 10 de mayo de 1907.
El señor Batlle manifestó que él no sabía si
era socialista. Que su vida había sido siempre de lucha, no habiendo
podido profundizar bien esa cuestión. Sin embargo dijo el señor Batlle y
Ordóñez, he sido desde la cátedra, enemigo del individualismo absoluto, y
más de una vez he tratado de hacer prácticas ideas socialistas que me han
parecido sumamente aceptables. (Vanger, 1960, 310).
En primer lugar, debemos contabilizar entre los “socialistas democráticos” a los socialistas de los grandes partidos europeos, como el francés Jean Jaurès. Este fa- moso tribuno, fundador del Partido Socialista Francés había definido el alcance de sus aspiraciones en un discurso pronunciado ante la Cámara francesa el 3 de julio de 1897:
El socialismo universal afirma en la hora actual que para emancipar a los trabajadores no hay hoy más que una solución… en todos lados, donde hay divorcio, donde hay separación de la propiedad y del trabajo, reemplazar aquello que llamamos el capital, es decir, la propiedad privada de los medios de producción, por la propiedad social común o colectiva de los medios de producción (Jaurès, 1922, 185).
Es también el caso de Eduard Berstein (1990), dirigente del Partido
Social Demócrata Alemán; quien introdujo el revisionismo democrático en
este Partido, suprimiendo el programa marxista de 1891, por el de
Görlitz de 1921, donde se admitía la social democracia. Tenemos entonces
dos tipos de socialistas doctrinarios; los radicales que siguen la
teoría ortodoxa de Marx, creen que el capitalismo desaparecerá por un
cambio brusco, una revolución, así como la Revolución Francesa terminó
con el Antiguo Régimen (son los marxistas-leninistas o comunistas), y un
segundo tipo de socialistas que se llaman a sí mismos democráticos,
porque creen que el socialismo es compatible con la democracia y se
puede llegar al colectivismo por leyes reformistas. Reniegan de la
violencia revolucionaria, pero creen en la existencia de clases
antagónicas y auspician los medios de la representación parlamentaria de
tipo liberal para alcanzar algún día, el estado ideal de la
colectivización de los medios de producción. En una palabra lo que
cambia son los medios para llegar al mismo fin de la propiedad
colectiva. En el Uruguay compartió esa posición Emilio Frugoni (1989),
quien fue gran admirador de Batlle y luego se apartó en 1904 para fundar
el “Centro de estudios Carlos Marx” germen del futuro Partido Socialista
uruguayo.
Lamentablemente, no se conoce ningún caso
en la historia de los últimos dos siglos donde se implantara con éxito el
socialismo democrático en los términos enunciados, y hoy tenemos
suficiente experiencia acumulada como para hacer esta afirmación (Gatto,
2013). No era esta la situación a principios del siglo XX en que muchos
hombres se apasionaron con la idea de lograr la meta de igualdad absoluta
que aguardaría a la humanidad después de la lucha política sin utilizar la
violencia. Ningún país llegó democráticamente a la socialización total de
los medios de pro- ducción y se mantuvo en democracia. Porque con la
colectivización todos los conflictos de la economía se trasladan a la
política y para evitar el caos a que daría lugar esa situación, en todos
los casos reales, sólo puede contenerse por un gobier- no despótico,
totalitario, con un líder todopoderoso, que pueda mantener por la fuerza
las medidas restrictivas a la libertad sobre la propiedad privada.
Podemos rescatar varias expresiones claves de Batlle para comprender que nunca adhirió a los postulados socialistas de la “lucha de clases”, el cambio revolucionario y la supresión violenta de un sector de la sociedad, (los empresarios, pequeños o grandes), que por otra parte ya se habían multiplicado exponencialmente. En el diálogo ya mencionado de 1917 entre un Batlle experimentado, seguro de sí mismo, con Celestino Mibelli, futuro fundador del Partido Comunista del Uruguay, Batlle acepta que en una sociedad se producen injusticias porque hay individuos que miran con frialdad los problemas ajenos y sólo se preocupan de sus intereses particulares. Sin embargo la solidaridad nacional ha sido demostrada en nuestro país y también en otros,
… por el establecimiento del sufragio universal, que entrega el gobierno a esas multitudes y la dificultad de los problemas sociales se comprueba por la incapacidad de los hombres que se pretenden bien intencionados, para señalar de una manera clara la ruta a seguir y conducir a esas multitudes a la realización de sus ideales de justicia. (Vanger, 1989, 87).
Batlle no niega que en la etapa de producción de una economía de mercado no haya intereses contrapuestos entre trabajadores y empleadores pero la lucha de clases no es la dicotomía fundamental de la sociedad;
¿Por qué subsisten las injusticias?, se pregunta:
No es la mala voluntad general: Y habiendo en todas las clases ciudadanos numerosos que aceptarían las ideas de justicia y pugnarían por su realización, aunque ellas pudieran perjudicarlos, no es la lucha de los intereses, que rebajaría moralmente a todos, la que debe entablarse, sino la de las ideas, que convence y enaltece. Las ideas y los sentimientos tendrán siempre un gran prestigio entre los hombres honrados de todas las clases. Y la fuerza de éstos es la que ha de decidir en la lucha de los intereses opuestos. (Vanger, 1989, 135).
Batlle se mantuvo siempre en la convicción del uso de la norma
jurídica, como el mejor instrumento para realizar las reformas
requeridas por la sociedad y defendió el intervencionismo estatal con
toda la fuerza de su posición política, cuando entendió que la situación
así lo ameritaba para promover la justicia social
En el continente europeo las reformas sociales se discutieron con
pasión y se enlentecieron porque las diferencias de clases llevaban
siglos instaladas y eran muy difíciles de eliminar de la conciencia de
la gente. Así lo consideró Alexis de Tocqueville, en “La Democracia en
América” cuando se sorprendió por el igualitarismo social
norteamericano. Uruguay también era un país nuevo, donde las diferencias
sociales nunca habían sido importantes, aun desde la etapa colonial, por
tanto dividir a la sociedad en clases antagónicas en función de una
economía todavía débil, no parecía razonable ni deseable:
Nosotros nos llamamos obreristas, y no socialistas, en cuyo concepto algunos quieren que entre la lucha de clases, porque no aceptamos esa lucha, que no puede llevar sino al predominio absoluto e injusto de la clase que resulte más fuerte y a la sumisión de la más débil y a embarcar a los obreros en aventuras a veces desastrosas, que no siempre son las de sus intereses (El Día, 1979, 4).
No estaría completo este resumen acerca de las ideas socialistas, si no
nos refiriéramos a la “Fabian Society” uno de los grupos que tuvo mayor
importancia en la aceptación de la intervención del Estado en la
economía, primero en Inglaterra y luego en EEUU y en el resto del mundo.
La Sociedad Fabiana se había creado en 1884 en Inglaterra por un grupo
de jóvenes decididos a que se pusiera en práctica su creciente deseo de
intervención estatal. Los fabianos se llamaban a sí mismos- como era
costumbre en la época, socialistas- porque en sus estudios predominaban
las cuestiones sociales y las soluciones colectivistas, pero no
propugnaban la lucha de clases, ni la revolución proletaria como
solución final a la desigualdad social. Cuando en 1887, Sidney Webb
entró en la Junta rectora de la Sociedad Fabiana, éstos no aspiraban a
ser un partido político, sino que pretendían influir en las políticas
que se adoptaran por las autoridades, como un grupo de presión. Sidney
aseguraba que el objetivo de los fabianos era el socialismo, pero un
socialismo compatible con la propiedad privada, el Parlamento y el
capitalismo. Su interés no era acabar con la libre empresa y tampoco
aniquilar a los ricos, sino imponerles cargas fiscales.
Estas ideas fueron expuestas en el estudio
sobre los sindicatos del matrimonio Webb, en su libro “La democracia
industrial” de 1897, y obtienen un gran éxito de público, donde proponen
ampliar el ámbito de aplicación de la sanidad y la seguridad pública;
aunque su propuesta más audaz fue la de apoyar la propuesta de Marshall,
por demás revolucionaria para la época, acerca de que el Estado
garantizara un “salario mínimo nacional”. Según este razonamiento la
desigualdad, en el sentido de tener unos menos que otros, es inevitable,
pero no lo es la indigencia, vale decir la situación de carecer de una o
más necesidades básicas, perjudicando la salud, la fuerza, la vitalidad
hasta el punto de poner en peligro la propia vida.
Batlle se alinea con estos conceptos sobre justicia social:
No habría mayor injusticia que tratar igualmente a los seres desiguales. Pen- samos, sin embargo, que hay una suma mínima de bien que debe corresponder a todos: la alimentación sana, agradable y abundante; el abrigo que baste; la habitación higiénica; una suma de instrucción que dé a todos una especie de sentido común científico moderno; el descanso necesario para conservar la robustez de la salud, la frescura de los sentimientos, la claridad de la inteligencia para luchar en condiciones iguales por una posición mejor. Dentro de un orden social en que todos pudieran desarrollar sus actividades en igualdad de condiciones, y en el que todos estuvieran garantidos contra la miseria, las diferencias de situación originadas por la mayor previsión, empeño, inteligencia y aún suerte de cada uno, no podrían ser objeto de malevolencias ni protestas (Vanger, 1989, 94).
Ese Estado buen administrador de los bienes públicos, diligente para solucionar los problemas sociales, se hacía compatible en primer lugar con la democracia, porque las vías de acuerdo estaban abiertas para todos a través de los partidos, por los cuales transitaba la vida política nacional; y era también compatible con la libertad de mercado, el mejor medio encontrado para aumentar la producción de un país y luego hacer justicia con sus habitantes.
Las claves del éxito
El intervencionismo estatal
Vimos como el intervencionismo estatal se había abierto camino en lo social con algunas resistencias, en los países de mayor desarrollo; los Parlamentos eran fuertes pero era baja la institucionalidad democrática por una pobre participación política de las masas; la ciencia económica había despejado las mayores dudas acerca de la posibilidad de continuar exitosamente con el modelo de competencia, pero todo el modelo en sus tres dimensiones, económica, social y política, no se había puesto en marcha y no lo hará hasta el New Deal en EEUU y luego en Europa después de la 2da. Guerra Mundial. Pero ¿era factible el cambio en Uruguay tal como lo planteaba la teoría? Existía además la problemática de cómo introducirlo en el país y hacerlo factible, con una población de mentalidad conservadora, tradicionalista, en su mayoría inculta o simplemente analfabeta, cuyos intereses económicos estaban estructurados alrededor de la propiedad de la tierra y su único producto; la ganadería, como nos lo hacen saber los historiadores Barrán y Nahum. (Barrán y Nahum, 1978).
Nuestro interés en este parágrafo es poner de relieve los aspectos de la reforma de Batlle y Ordóñez que a nuestro entender fueron más importantes para su éxito. En primer lugar la “unidad de todas las reformas”, en tanto se trató de un complejo de medidas sociales, económicas y políticas aplicadas en un contexto liberal -y luego también democrático- en un corto lapso de tiempo cambiando las tres dimensiones más importantes de la vida nacional. Cuando terminan las dos presidencias de Batlle y a pesar del “Alto de Viera” y de los enfrentamientos aún dentro del mismo partido Colorado, el Uruguay se ha transformado mucho más de lo esperado, en un sentido positivo. Es un país con una economía en proceso de desarrollo y una población fortalecida para confiar en sus propios esfuerzos. Se han echado las bases de esa igualdad de valores y pautas meritocráticas que caracterizó al Uruguay y tanto lo diferenció del resto de América Latina.
Las medidas reformistas percibidas como necesarias no se tomaron sucesivamente en el tiempo, como en otros lugares del mundo. Podemos tomar como ejem- plo el caso de Argentina a principios del siglo XX, uno de los países de mayor prosperidad económica y mejor posicionado respecto al resto de América del Sur. Allí la preocupación estuvo centrada en lograr la reforma política, un tema sin duda de la mayor relevancia que había estado muy jaqueado en la historia argentina, pero no se le asignó la misma importancia a los temas sociales, que en una sociedad de industrialización creciente, con una fuerte oleada de inmigración extranjera y cam- pesina, no podía ser descuidado. El proceso democratizador quedó debilitado por esa causa, y fue un movimiento de tono fascista el encargado de dar soluciones al inconformismo social. Lo mismo ocurrió en otros países de América Latina.
Esta perspectiva resalta aún más la visión justa de Batlle de abrir varios frentes y luchar en todos para llegar lo más lejos posible. Las reformas se hicieron en un tiempo corto si tenemos en cuenta que se iniciaron en la primera Presidencia, pero hubo poco tiempo porque la guerra civil de 1904 conmocionó al país. Hasta ese momento habían más promesas y escritos periodísticos que hechos. Por eso las reformas o los proyectos de ley reformistas se sucedieron sin pausa de 1911 a 1914, y a pesar de las críticas furiosas de sus opositores.
Carlos Real de Azúa
tiene una opinión exactamente contraria. En su famoso libro “El
impulso y su freno”, nos dice: “querer hacerlo todo, es el nombre de
es- ta debilidad prototípica”, buena parte de este libro es demoledor
hacia la obra de Batlle. Como lo ha señalado Vanger (1983) en “El país
modelo” de 1983, nos pa- rece equivocado juzgar desde la crisis de la
década del 60, con causas muy variadas, -algunas internas por
supuesto, pero otras provocadas por un contexto internacional muy
adverso- lo realizado 50 años antes. Una retórica exaltada lo lleva a
Real de Azúa a un pronóstico erróneo del futuro, al decir que el
deterioro del tipo humano universal requiere soluciones radicales como
“las movilizaciones más auténticas del dinamismo revolucionario
parecen estar en condiciones de afrontar” (Real de Azúa, 1963, 91).
Algo así como retroceder a 1904.
En segundo lugar, en cuanto al logro de metas económicas y sociales
no existía ningún determinismo histórico o un fin último
inconmovible. En lo político en cambio sí había una apuesta
fuertemente republicana de respeto a la ley, la protección de los
derechos individuales y la libertad como valor supremo al que todos
los hombres aspiran, el respeto a la Constitución, la división de
poderes y la proyección de los Partidos políticos como el
instrumento necesario de la participación ciu- dadana en democracia.
Esos eran los principios insoslayables, los que no podrían perderse
sin equivocar el camino; luego también se vuelven importantes los
deberes sociales del gobierno, como “la protección de los débiles”,
y se realiza a través del intervencionismo estatal. Una tarea que en
el giro civilizatorio ocurrido en el siglo XIX se percibe cada vez
como más necesaria y que no podría estar más en manos privadas, como
ocurrió durante siglos. Desde nuestra perspectiva, con el
sobredimensionamiento a que ha llegado la burocracia en el mundo y
algunos fracasos re-sonantes de su abigarrada actuación, -que
parecían impensables en la época de Batlle- quizá no estaríamos tan
apresurados en sobrecargar al Estado exclusivamente con las tareas
sociales, pero no era ese el pensamiento más actualizado de la
época.
La idea de “país modelo” de Batlle no debería considerarse como
algo terminado, un fin al cual llegar y detenernos, sino en el
sentido de crear un sistema aplicando el mayor grado de inteligencia
práctica a problemas específicos; los ideales tienen que hacerse
efectivos en una multitud de casos concretos, de acuerdo a pau- tas
que se consideran como las más aptas para dar la “mayor felicidad
para el mayor número”, tomando prestada la famosa frase de los
filósofos radicales ingleses, para el progreso de las libertades
individuales y las condiciones materiales de existencia, con una
población que, como temía Malthus, crecía a un ritmo siempre
superior a los avances científicos y tecnológicos. En el caso de
Uruguay significaba especialmente prepararse para el porvenir e
integrarnos al círculo de países de alta cultura y civilización,
algo que no era tan inalcanzable como algunos creyeron entonces
porque formábamos parte de la cultura occidental y teníamos una
población inmigrante europea importante a la que había que ayudar a
proyectarse y crecer económica y espiritualmente.
¿Cómo cambió la economía del Uruguay?
En principio, no diríamos que Batlle era un “conservador”, como lo
tipifica Henry Finch, porque las reformas estructurales fueron lo
suficientemente importantes como para crear un antes y un después de su
actuación. Basta la simple enumeración de las principales reformas
económicas para llegar a la conclusión de que Batlle logró llevar a cabo
en pocos años la evolución desde un régimen económico precario a la
ordenación nacional mediante un plan bien orquestado para potenciar al
país y crear un estado independiente del punto de vista económico.
Tomemos como ejemplos: la protección de los sectores industriales cuyo
desarrollo era muy débil, principalmente de aquellos que empleaban
materias primas nacionales para tener una economía me- nos dependiente
del extranjero. No debe olvidarse que el siglo XIX fue el de la for-
mación de los grandes imperios europeos con una distribución del poder
mundial muy diferente a la actual. Por consiguiente la nacionalización
de empresas extranjeras como la Sociedad Ferrocarril y Tranvía del
Norte, de capitales ingleses y alemanes, impedía que los beneficios
fueran a parar a las arcas de accionistas de países fuera del
continente. Promovió el monopolio del Estado de los servicios públicos
más importantes, como las Usinas Eléctricas y Teléfonos del Estado
(1911); los nuevos impuestos al latifundio improductivo; la duplicación
de la contribución inmobiliaria a los extranjeros no residentes, es
decir a las empresas cuyo dueños o accionistas residían en sus países de
origen; la recuperación de tierras fiscales; el empadronamiento de los
predios rurales, imprescindible para empezar a fijar la Contribución
Inmobiliaria rural; los nuevos impuestos al latifundio improductivo;
rebajas de impuestos a los que dedicaran parte de la tierra a la
agricultura. En relación a la política monetaria: la nacionalización del
Banco República (1911) (con el monopolio de la emisión), se visualizaba
por este instrumento incentivar el crédito barato para la industria y el
campo, el crédito como base para el desarrollo en una población más
participativa y anhelante de progreso (durante esta etapa se mantuvo la
preocupación por mantener el valor oro de la moneda y la disciplina
fiscal, aún a costa de disminuir el crédito fácil, es decir, una
política de carácter conservador heredada del liberalismo); el monopolio
del Banco Hipotecario (1912) para terminar con la especulación de años
anteriores. En cuanto a los Seguros, en ese momento se discutía su
monopolización tanto en Francia como en Italia, y esto puede haber
influido en ver la conveniencia de tomar ese negocio para el Estado;
seguramente el monopolio contribuyó a am- pliar el espectro de los
seguros en el país que comportaban más riesgo.
Las estatizaciones, si las observamos del
punto de vista de global de la economía fueron prudentes, en cuanto
involucraron empresas de servicio público a las que el Estado podía
asegurar su buen funcionamiento y abaratar los precios para el público que
estaría obligado a utilizar esos servicios. La necesidad de agilitar el
desarrollo del país -sin entorpecerlo por los altibajos que acarrea el
monopolio o cuasi monopolio privado, derivado de las decisiones
particulares y la competencia a nivel internacional que forzosamente
golpea a las instituciones privadas- fue una motivación importante para
estatizar empresas públicas. Los cracs bancarios y el arrastre a la
bancarrota de numerosos negocios particulares era una experiencia muy
vívida en la plaza montevideana durante el siglo XIX
Batlle era contrario al impuesto a la renta
o las personas físicas, al cual denominaba “impuesto al trabajo”. “El
trabajo es siempre beneficioso para el país” decía. En primer lugar porque
en ese estadio de comienzos de la industrialización no se veía necesario
recurrir al impuesto personal para pagar el presupuesto nacional. Luego,
veía necesario dejar a la iniciativa privada la inversión de las ganancias
producto de su propio trabajo, como la mejor manera de fomentar “la
competencia capitalista”, la formación de pequeñas o medianas empresas
para desarrollar el país y crear empleos. Eso fue lo que permitió en
definitiva formar sectores medios muy homogéneos con deseos de progreso y
prosperidad.
Los partidos tradicionales durante el siglo XIX no propusieron nunca
reformas económicas, sino políticas, por lo cual el impacto producido
por la oleada de políti- cas sociales y económicas de Batlle fue muy
grande para los uruguayos. Leyes que en algunos países todavía se
discutían y en otros apenas habían empezado a aplicarse, se promulgaron
o se proyectaron con vista a su aprobación, en un corto lapso de tiempo.
Es seguro que en su época nadie consideró a Batlle un conservador, ni
quienes lo siguieron con verdadera fe, ni mucho menos sus opositores.
Carlos Reyles, uno de sus más enconados detractores en su retórica
defensiva lo acusaba de “demagogia jacobina” refiriéndose a su ímpetu
reformista (Rilla, 1990, 74).
Por fin nos ocuparemos de un tercer tema, que generó muchas polémicas:
el proteccionismo. Si bien cobrar aranceles más altos a los productos
importados que se podían producir en el país, no era un régimen novedoso
para el Uruguay porque ya se había practicado por gobiernos anteriores,
a partir de Batlle y Ordóñez adquirió una justificación doctrinaria
dentro del sistema creado por él. Algunas industrias podían establecerse
en el país permitiendo trabajar a la mano de obra uruguaya gracias a la
protección por los aranceles, porque la producción en gran escala de los
grandes centros industriales liquidaba toda competencia de un país
pequeño como el nuestro. Por supuesto, el proteccionismo encarecía los
precios, que hubieran podido bajarse si hubiera libre importación, pero
Batlle defendía el proteccionismo con el argumento de que la baja
momentánea de los precios por el libre cambio haría perder el trabajo a
los obreros uruguayos que terminarían sumergidos en la miseria. En ese
momento había otra razón muy importante para apoyar el proteccionismo y
era la posibilidad de que se pudiera aplicar la ley de 8 horas, ya que
la competencia internacional se daba muchas veces con países cuyos
productos eran muy baratos porque sus obreros trabajaban 10 y 12 horas.
Sólo países con una industria muy desarrollada y mercados donde colocar
su producción como Inglaterra, defendían el librecambismo. Todos los
países en pro- ceso de desarrollo industrial optaban por el
proteccionismo, incluido EEUU, lo que no significa que Batlle no viera
las ventajas del librecambio en otras circunstancias para el comercio
mundial como bien lo expresa en este discurso:
Sería un régimen perfecto el de la libertad comercial sin límites, la lucha abierta entre los industriales de todas las regiones y el triunfo de los más aptos. Pero este régimen no se construirá mientras existan fronteras y naciones distintas con intereses antagónicos. Entre tanto el deber y la previsión juiciosa de los pueblos nuevos consiste siempre en robustecer sus industrias, en hacerlas alcanzar los mayores adelantos y en habilitarlas, así, no sólo para crear de inmediato la riqueza pública, sino que también, para entrar sin desventajas, cuando suene la hora en el régimen de la libertad comercial sin restricciones, que será el régimen del porvenir. (Giúdice y González Conzi, 1959, 398).
En esa época en el Uruguay, los estancieros, comerciantes y el capital
británico estuvieron con el librecambio por razones de interés; también
lo estuvo el Partido Socialista y aquellos que luego formarían el
Partido Comunista como Celestino Mibelli por obediencia política. Por el
contrario, los industriales, los trabajadores, agricultores y el
gobierno eran proteccionistas (Rilla, 1990, 159).
Otra apreciación, es que si bien Batlle se basó en tendencias políticas
aceptadas en su época, que sus ideales éticos confirmaban, también tuvo
especial preocupa- ción por la base científica de sus reformas y así lo
hizo saber en varias oportunidades. Por eso consideramos que por lo
menos estuvo al tanto de las teorías económicas más modernas a través de
las controversias que se suscitaban entre los dirigentes de la política
europea. El Prof. Vanger afirma que el plan del “país modelo” para
Uruguay ya lo tenía desde la primera Presidencia. No nos es posible
negarlo, ni afirmarlo, pero nos parece que esos cuatro años en Europa
entre las dos Presidencias produjeron una maduración extraordinaria en
sus decisiones.
Se especula a menudo con el grado de influencia del filósofo moralista alemán Heinrich Ahrens, debido a la afirmación de Batlle escrita de su puño y letra en la portada del libro “Curso de Derecho Natural” de este autor: “… Me has servido de guía en mi vida pública. JBO. 1913”. (Ardao, 1951, 166). Ahrens al igual que su maestro Krause pertenecían a la corriente filosófica idealista, y tenían como supremo objetivo lograr la unificación real y espiritual de la nación alemana -dividida entonces en unidades territoriales autónomas- en un gran Estado alemán. Mientras Hegel, había planteado un poder central muy fuerte, que llevaría necesariamente al autoritarismo, Krause y sus discípulos trataron de atemperar el poder estatal para mantener las características liberales del mismo, aunque seguía siendo un “Estado interventor” y muy activo en la vida de los ciudadanos. El libro de Arhens se divulgó en Brasil y en el Río de la Plata y seguramente tuvo una importante influencia especialmente en la filosofía jurídica de las reformas, en la necesaria unidad de la moral y el Derecho y en la estructura formal y normativa del Estado, pero no así en las decisiones particulares de la vida económica y la política democrática. Porque Arhens era un espíritu cauteloso y moderado y no era demócrata
En resumen, Batlle fue un humanista, un republicano, pensaba que por medio de la ley podían hacerse las reformas que llevarían a la sociedad hacia un mayor bien; había heredado también de las ideas de la Revolución Francesa su respeto por la democracia, como participación activa del pueblo en todas las instancias políticas que fuera posible: en los partidos, en las asambleas, en el voto para elegir autoridades y en la votación directa para aprobar o eliminar una ley. Para eso debía adquirir mediante la educación un compromiso ciudadano muy fuerte. Como resultado de esas reformas logró un cambio sustancial en los equilibrios de poder de la sociedad: de la combinación de un sector de alto poder económico -pequeño gru- po de dueños de la mayor fuente de producción del país y de su exportación- y otro mayoritario muy pobre, tanto en la ciudad como en el campo, se impulsó un sector social medio que creció exponencialmente, hasta convertirse en mayoritario. Aunque su objetivo no haya sido nunca crear una “clase media” porque no reconocía a las clases sociales como grupos cuya autoconciencia los colocara automáti- camente en un sector de la sociedad, como bien lo ha aclarado Milton Vanger (Vanger, 1960, 11). Nos remitimos a lo expuesto por este autor acerca de la no exis- tencia de un sector social medio previo a la llegada de Batlle al poder.
Pero no cometió el error de embarcarse en reformas que atacaran la libertad ni el derecho de propiedad, como luego intentaron los que tardíamente en América Latina, se quisieron sumar a las aventuras socialistas tanto de derecha como de izquierda, y terminaron haciendo un gran daño y trayendo atraso económico a sus países. Uruguay apenas comenzaba su industrialización, la resistencia a los cambios no provino de la dicotomía entre capitalistas y socialistas, sino entre “conservadores” y ”progresistas”; entre quienes defendían las ventajas obtenidas durante el siglo XIX, donde predominaba la idea de “seguir el orden natural de las cosas” y las nuevas del reformismo mediante la ley y los impuestos, poderosos instrumentos para la transformación gradual de la sociedad y para impulsar actividades económicas (Rilla, 1990, 74).
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