Doctrina
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Juan
Luis Goldenberg Serrano
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Los
dilemas de la inclusión financiera: contexto y mirada desde la
realidad chilena*
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The Dilemmas of Financial Inclusion: Context and Appraisal from the
Chilean Reality
Os dilemas da inclusão financeira: contexto e avaliação da realidade
chilena
Profesor asociado del Departamento de
Derecho Privado de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Doctor en
Derecho de la Universidad de Salamanca. ORCID:
0000-0003-4671-4730. Contacto:
jgoldenb@uc.cl
* Este trabajo se inscribe en el proyecto Fondecyt Regular No. 1180329
“Hacia un sistema preventivo de protección de los consumidores financieros:
la asignación de deberes y cargas a los concedentes del crédito para una
correcta distribución del riesgo de sobreendeudamiento”.
Resumen: La inclusión financiera trata de
un modelo expansivo de la oferta de los productos y servicios financieros
al más amplio espectro de la población, fundado en que, especialmente por
medio del crédito, se potencia una mayor participación en la actividad
económica, configurando una estrategia público-privada para la superación
de la pobreza. El modelo, sin embargo, debe prestar especial atención a la
mayor vulnerabilidad de los sectores de menores ingresos, fortaleciendo
las herramientas de protección del consumidor financiero. En el contexto
chileno, en que se ha abrazado la inclusión financiera co- mo un propósito
gubernamental, debe trabajarse con especial celo en esta segunda dimensión
para evitar la construcción de una sociedad sobreendeudada.
Palabras clave: inclusión financiera, exclusión financiera, pobreza,
protección del consumidor financiero, sobreendeudamiento.
Abstract: Financial inclusion refers to an
expansive model of the supply of financial products and services to the
broadest spectrum of the population, based on the fact that, especially
through credit, a greater participation in economic activity is promoted,
formulating a public/private strategy for overcoming poverty. However,
this model must consider the greater vulnerability of the low-income
population, strengthening the tools for financial consumer protection. In
the Chilean context, where financial inclusion has been embraced as a
governmental purpose, this second dimension shall be stressed as to avoid
the construction of an over-indebted society.
Keywords: Financial Inclusion, Financial Exclusion, Poverty, Protection
of the Financial Consumer, Overindebtedness.
Resumo: A inclusão financeira é um modelo
expansivo de oferta de produtos e serviços financeiros para o espectro
mais amplo da população, com base no fato de que, principalmente por meio
do crédito, é promovida uma maior participação na atividade econômica,
estabelecendo uma estratégia público-privado para superar a pobreza. O
modelo, no entanto, deve prestar atenção especial à maior vulnerabilidade
dos setores de menor renda, fortalecendo as ferramentas financeiras de
proteção ao consumidor. No contexto chileno, no qual a inclusão financeira
foi adotada como objetivo governamental, deve-se trabalhar um zelo
especial nessa segunda dimensão para evitar a construção de uma sociedade
sobreendividada.
Palavras-chave: inclusão financeira, exclusão financeira, pobreza,
proteção financeira do consumidor, sobreendividamento.
Recibido: 2019110 Aceptado: 20200105
Introducción
.
La idea de la democratización del crédito (democratisation of credit),
propia del contexto anglosajón, va de la mano de la liberalización y
desregulación del mercado financiero (Ford, 1991, 2), y se asocia a la
posibilidad de que toda la población pueda participar activamente en él y,
con ello, servir como un instrumento de ecuaización social. Como agrega
Caballero (2018, 135), “es un antecedente imprescindible para la comprensión
del endeudamiento como un fenómeno social y está directamente vinculada a
una política pública de favorecimiento del acceso al crédito apoyada en la
evidencia ofrecida por los economistas”. Esta evidencia, agrega el autor, se
refiere a la relación virtuosa sostenida por estos últimos en referencia al
fortalecimiento del mercado de la intermediación financiera y el desarrollo
económico de los países.
Luego, tal noción se amplía a nivel internacional bajo las lógicas de la
“inclu- sión financiera”(Soederberg, 2014, 28 y 159)(1), desplegándose desde
un sustrato que advierte una mejora en la situación particular de los
sujetos, posibilitando una estabilidad de ingresos y gastos a lo largo de su
vida (el denominado consumption smoothing bajo la hipótesis del ciclo vital
(Cartwright, 2018, 84-86).Esta idea alcanzó renovados bríos a partir de la
crisis mundial de mediados de la década pasada como un elemento trascedente
para la recuperación y posterior crecimiento económico (Correa y Girón,
2019, 497), de la mano de una formulación económica sobreviniente al
decaimiento de los Estados de Bienestar, y, por tanto, constatando el paso
del endeudamiento público al privado (Comparato, 2018, 27-29). Mediante ella
no sólo se pretende un incremento en el acceso y utilización de la mayor
varie- dad de productos y servicios financieros para el más amplio espectro
posible de la población, especialmente aquellos que se encuentran cercanos a
la línea de la po- breza, sino que alberga también la esperanza de que, por
medio del uso del crédito, se logre “evitar, reducir o, al menos, retardar,
el dolor de la marginación”(Soederberg, 2014, 1)(2).Se describe, conforme
reporta el Centre for Financial Inclusion, como la posibilidad de que “todos
puedan acceder a un amplio rango de servicios financieros de calidad a
precios razonables con conveniencia, respeto y dignidad, entregados por un
rango de proveedores en un mercado estable y competitivo para clientes
financieramente capaces”(3), destacando, con ello, ciertos pilares
implícitos que se relacionan con la formalidad, la seguridad y la atención a
la dignidad del deudor. Su finalidad, como se enuncia en la Declaración Maya
de 2011 de la Alianza para la Inclusión Financiera (o Alliance for Financial
Inclusion, AFI), supone el reconocimiento de “la importancia crucial de la
inclusión financiera para empode- rar y transformar la vida de todas las
personas, especialmente los pobres, su papel en la mejora de la estabilidad
e integridad de las finanzas nacionales y globales y su contribución
esencial a un crecimiento fuerte e inclusivo”(4).
En la vereda opuesta se critica este planteamiento por los problemas que se
derivan del “financiamiento de la pobreza” (poverty finance, Mader, 2017,
463) y a las formas de acumulación planteadas sobre los pilares del crédito,
en especial, si se consideran las altas tasas de interés y costos de
administración que son usuales en la mayor parte de los créditos al consumo
(Soederberg, 2014, 1-2). Aquí, la sola referencia al consumption smoothing
es vista de manera paradojal, puesto que en rea- lidad no aludiría a una
mera modificación en los patrones de consumo explicados a partir de la
“teoría del cambio” (theory of change, Mader, 2017, 469), sino que, en los
extremos, evidencia de manera un tanto eufemística el uso del crédito para
la satisfacción de necesidades más básicas, como la vivienda, la educación,
la salud y la alimentación (Soederberg, 2014, 163). Con ello, se afirma que
los sectores de menores ingresos de la sociedad tienden a utilizar el
crédito por necesidad, más que por opción (Ford, 1999, 1), de modo que
suelen ser canalizados, en razón de su mayor riesgo, hacia instrumentos de
crédito en los que aún se observan algunas prácti- cas predatorias (Correa y
Girón, 2019, 499). Así, la racionalidad diversa de los grupos sociales más
vulnerables al tiempo de tomar las decisiones de financiamien- to se
proyecta también en otras motivaciones del endeudamiento, como las que res-
ponden a formas de “consumo de ostentación” (Domont-Naert, 1992, 28-30) o
“consumo compensatorio” (Caplovitz, 1967, 13), aludiendo a la función
simbólica del consumo en razón de estatus o como compensación al
estancamiento de la mo- vilidad social. Lo anterior, sumado a los fenómenos
de sobreendeudamiento pasivo, en los que factores individuales (desempleo,
divorcio, enfermedad) o colectivos (crisis económica), impiden el pago de la
deuda ahí donde el patrimonio del consu- midor no estaba completamente
preparado para soportar esta clase de interferencias (Comparato, 2018, 150).
Y he aquí el dilema enunciado en el título del presente trabajo: los modelos
de inclusión financiera que no sean configurados de manera más completa,
esto es, integrados con mejores y más amplios desarrollos de mecanismos de
protección de los consumidores financieros, como, asimismo, que se
encuentren desprovistos o gravemente aligerados de un sistema de protección
social para las personas de me- nores ingresos, conducen a la generación de
una creciente población sobreendeudada. Y, como consecuencia, dicha
población se encontrará excluida, no sólo del mercado financiero, sino
también socialmente, desmejorando los objetivos que esta política inclusiva
pretende. Así, se advierte que el solo impulso del crédito no pro- duce una
mejora en la brecha de ingresos a nivel nacional (Park y Mercado, 2017,
200), y solo (parcialmente) es esperable la disminución de la pobreza si se
estima que no se trata de créditos dirigidos a la producción, sino al
consumo, en particular, de bienes y servicios primarios.
El objetivo de este trabajo se encuentra en revisar este modelo desde la
presen- tación de su relato en Chile, hasta los análisis cuantitativos y
cualitativos entregados por entidades públicas y privadas en tiempos
recientes. Todo ello bajo la premisa de que persisten sendos desafíos para
la generación de un sistema crediticio realmente equilibrado, que, como se
ha señalado, confiera seguridad y respeto a los consumidores financieros de
menores recursos. Para tales efectos, concluiremos advirtiendo algunos
mecanismos de ajuste que, de modo más o menos controver- sial, pueden ser
considerados para robustecer el sistema.
El relato chileno de la inclusión financiera
En Chile, la expansión del crédito se fue
propiciando especialmente por medio de las tarjetas de crédito, mucho
tiempo antes de que empezáramos a hablar de “in- clusión financiera”. Al
efecto, el acceso a este particular instrumento ha existido una clara
evolución a partir de 1991, año desde el que se tienen registros, en que
el total era sólo de 890.481 tarjetas, mientras que en el año 2017 ya
llegaban a 12.860.777 (Goldenberg, 2017, 57). Números que se presentan en
un contexto en que la disminución de los índices de pobreza en Chile, que
en 1990 se elevaban a un 38,6 llegó sólo a un 7,8 a mediados de la década
en curso, en general justificada en las cifras del crecimiento económico,
la creación de empleos y el incremento de los salarios reales (Urzúa,
2016, 6). Así, se sugiere que el fortalecimiento del sector financiero
repercute de modo directo en dichos índices, en especial, en lo que se re-
fiere al factor del crecimiento económico, pero, de forma más discutible,
afecta de forma positiva a los estándares de igualdad a lo largo de todo
el espectro de la población (Beck et al, 2007, 3, 22, Caballero, 2018,
135-136).
Pero no puede negarse que, en razón del mayor acceso al crédito, la
satisfacción de las necesidades de las familias chilenas también se ha ido
ampliando de forma acelerada, no sólo de aquellas que se plantean como
básicas (principalmente en los estratos sociales más bajos, en los términos
antedichos), sino a otras que pretenden un aumento del bienestar y una
mejora en la calidad de vida.
En este contexto, el modelo expansivo del crédito ha encontrado un campo
fér- til, aun cuando sus resultados no son ajenos a la polémica. Entre otros
tantos ejem- plos, se ha expresado también en el ofrecimiento de crédito a
estudiantes universitarios, tan pronto han alcanzado la mayoría de edad y
sin mayores ingresos, en las puertas de sus nuevas casas de estudio(5), y se
ha incentivado en el último tiempo por medio de técnicas de incitación al
consumo que requieren de este medio de pago para su concreción,
especialmente las ofertas a las que sólo se puede acceder en caso de ser un
tarjetahabiente, o por medio de los denominados cyber days, que, promoviendo
el comercio electrónico, requieren formas de pago a distancia y se
incentivan por medio de cuotas sin interés. Sus raíces también se encuentran
en aspectos tan vastos de nuestra realidad, como el financiamiento de la
educación universitaria por medio del crédito con aval del Estado (CAE, Ley
20.027, de 2005)(6), o el sistema privado de seguridad social (como forma de
ahorro forzoso a cargo de las Administradoras de Fondos de Pensiones, DL
3.500, de 1980), hasta transformar al crédito en un medio para el
financiamiento general de la vida y al ahorro institucional para una forma
de costear los gastos de sobrevida(7).
Pero más allá de tratarse de un movimiento
expansivo del mercado, los objeti- vos de la inclusión financiera se han
configurado como parte de una política estatal, en línea con aquellas
metas manifestadas, por ejemplo, por parte del Banco Mun- dial (2017, 17).
Destaca especialmente en Chile la creación de una “Comisión Ase- sora para
la Inclusión Financiera”, por medio del Decreto 954, de 2014, del
Ministerio de Hacienda (el “Decreto 954”), integrada por los Ministros de
Hacienda (quien la preside), de Desarrollo Social, de Economía, Fomento y
Turismo, de Educación, del Trabajo y Previsión Social. En los
considerandos del citado Decreto se replican las bondades del modelo,
“resaltando su impacto positivo tanto a nivel individual, en relación a
cada una de las personas que acceden al sistema financiero, como el efecto
global que produce en una sociedad que alcanza mayores niveles de
inclusión”, y la necesidad de abordarla de manera integral, para lo cual
“se requiere contar con una institucionalidad que permita integrar y aunar
los esfuerzos de los diversos organismos públicos con competencias en la
materia, a través de la definición y adopción de políticas públicas
explícitas y específicas”.
Como se observa, la preocupación por el punto aparece íntimamente ligada a
la posibilidad de extender la práctica financiera a sectores de menores
ingresos, replicando otros relatos existentes en la experiencia comparada.
Con ello, se pretende ampliar la mirada desde la dinámica de los
“microcréditos”, como mecanismo de impulso al emprendimiento (v. gr.,
pymes) (Banco Mundial, 2017, 22-23), a la revisión de los sistemas
bancarios formales para posibilitar el acceso a quienes, en otras épocas,
se encontraban excluidos (Honohan y King, 2013, 45), y relegados al uso de
casas de empeño y prestamistas informales (Soederberg, 2014, 1). Ello,
bajo las lógicas de un “mercado de crédito periférico” (fringe credit)
(Marron, 2009, 145- 151). De este modo, uno de los principales factores
que ha alentado el mejoramiento al acceso de servicios financieros se
encuentra en los beneficios privados y sociales que devendrían de éste,
principalmente en lo que se refiere al crecimiento económico y a una mejor
distribución de los ingresos, produciendo una reducción del riesgo, la
vulnerabilidad social, y, aunque sujeto a mayor debate, la pobreza
(Honohan y King, 2013, 47). La esquina contraria se refiere a la exclusión
financiera (Wilson, 2008, 92), entendida como la imposibilidad de acceder
a todos o a parte sustancial de los productos y servicios financieros
prestados en el mercado, incluyendo aquellos que no tienen un impacto en
los presupuestos familiares, pero que, de haberlos, propiciarían una
mejora en la vida de las personas, concediendo herramientas de
subsistencia, seguridad y participación en la vida económica y social.
Pero, ceteris paribus, la falta (o las dificultades) de acceso al crédito
no implica que tales necesidades básicas no deban ser de algún modo
resueltas, de modo que las personas, aun parcialmente excluidas, serán
conducidas a mecanismos más riesgosos de préstamos (informales), o, de
modo alternativo, a aquellos instrumentos que son comparativamente más
caros. Claro ejemplo de lo anterior se da en Chile en lo que respecta al
acceso al mercado crediticio por parte de los adultos mayores, en que, en
los últimos años, se ha observado un repliegue en la obtención de recur-
sos por medio de los créditos sociales ofrecidos por las Cajas de
Compensación, provocando el aumento del financiamiento por vía de “avances
en efectivo” de parte de bancos y casas comerciales. La razón parece
encontrarse en la disminución de la tasa de interés máxima para esta clase
de créditos (artículo 6° bis de la Ley 18.010, de operaciones de crédito
de dinero, incorporado por la Ley 20.715) y por las limitaciones en cuanto
al monto y condiciones máximas del crédito impuestas por las Circulares
3.093 y 3.105 de la Superintendencia de Seguridad Social (2015). La
consecuencia es que los créditos sociales tienen un costo anual
equivalente pro- medio mucho menor que el de los avances en efectivos,
circunstancia que fue destacada por el Servicio Nacional del Consumidor
(2015), comparando los promedios de 26,21 % de los primeros con el 41,8 %
de los segundos.
Aspectos cuantitativos de la inclusión financiera en Chile desde la
perspectiva del acceso al créditoA fines del mes de marzo de 2019, la
Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras (hoy, Comisión para
el Mercado Financiero) emitió su segundo “Informe de Inclusión Financiera en
Chile”. Si bien este se refiere a estadísticas generales relativas a la
infraestructura, al acceso y al uso de productos y servicios financieros por
parte de la población local(8), queremos detenernos en lo que se refiere
particularmente a la dimensión del acceso. Así, el mentado informe concluye
que “[e]l grueso de la población adulta (97 %) tiene acceso a algún producto
financiero. No obstante, sólo un tercio tiene acceso simultáneo a productos
de crédito, ahorro y administración” (SBIF, 2019, 20). La cifra nos parece
relevante, en especial si se atiende a la escasa variación respecto al
primer informe que, con datos de 2015, anotaba una inclusión total del 98 %
(SBIF, 2016, 25). Lo llamativo en el breve lapso entre un informe y otro,
eso sí, reposa en algunas diferencias estadísticas más importantes, que
anotan una baja en lo que se refiere al “crédito”, como producto financiero
genérico, tanto respecto a las personas cuya relación con el sistema
financiero se refiere sólo a este punto (de un 6 % a un 3 %), en los casos
en los que se une a la administración de efectivo (de un 12 % a un 10 %) y
en los que se añade al ahorro (de un 5 % a un 2 %).
En cualquier caso, y ahora desglosando el modelo de acceso al mercado
financiero formal, las mismas estadísticas señalan que un 49 % de la
población tiene acceso crediticio por medio de tarjetas de crédito,
representado con un 24,9 % por medio de tarjetas bancarias, en el caso de
los hombres, y un 27,2 %, en el caso de las mujeres, y con un 32,9 % en
tarjetas no bancarias, en el caso de los hombres, y un 38,4 %, en el caso de
las mujeres. A mayor abundamiento, a partir de la inforamación de la
Encuesta Financiera de Hogares 2017 del Banco Central de Chile (EFH 2017,
Banco Central, 2018), se evidencia tanto un aumento en las cuentas bancarias
transaccionales entre 2014 y 2017 (de un 80 % a un 86 %), como un au- mento
de las cuentas corrientes y cuentas vistas administradas por la banca (de 20
a 24 millones).
Respecto a la deuda, la EFH 2017 da cuenta de una tendencia inversa, en la
que los hogares que declararon tener algún tipo de deuda disminuyeron de un
73 % a un 66 % en igual periodo, con especial incidencia por parte de la
“deuda de consumo” (que retrocedió de un 63 % a un 55 %), particularmente en
el segmento de ingresos bajos y medios. Las razones de esta contracción,
señala la propia banca, se encontrarían en la reforma de la Ley 20.715, de
2013, a la Ley 18.010, reduciendo la tasa de interés máxima convencional
para los créditos de hasta 200 unidades de fomento (ABIF, 2018). Una
limitación cuya infracción en el ordenamiento chileno es san- cionada de
múltiples maneras, en sede administrativa, civil y penal (Escalona, 2013,
834-837).
Pero tampoco puede desconocerse la
incidencia del nuevo sistema concursal previsto en la Ley 20.720, de 2014,
que incluso facilita la extinción de los saldos insolutos de las
obligaciones al término de los procedimientos de tipo liquidatorio, sin
establecer mayores requisitos ni limitaciones. Al efecto, Caballero (2018,
149-150) destaca que la extensión de esta particular fórmula de descargue
(discharge) de la deuda tiene una función redistributiva, de tal suerte
que se presenta como un “seguro social” que protege a las personas del
riesgo del sobreendeudamiento, a cambio de un incremento en el costo del
crédito que funciona como prima. Este in- cremento, sumado a las
limitaciones a la tasa de interés máxima convencional recién mencionadas,
sugiere que el aumento del riesgo tiende a reducir el acceso a sectores de
la población estadísticamente más riesgosos.
- Sin
perjuicio de lo anterior, los números siguen siendo considerables, de
modo tal que la profundidad del mercado financiero puede ser constatado
mediante los datos arrojados por el Fondo Monetario Internacional
(2019), al indicar que en Chile se registra un rango de 456,86 créditos
bancarios por cada 1000 adultos, alcanzando, en cuanto a sus montos, un
81,02 % del PIB, todo ello para el año 2017, y que el Banco Central
(2019, 4) informara que, para el primer trimestre de 2019, “los Hogares
presentaron un stock de deuda equivalente al 73,5 % del ingreso
disponible, superior en 0,2 pp a la del año anterior”, aumento que se
debió principalmente al mayor número de préstamos bancarios hipotecarios
contratados.
No obstante, se destaca que las variables consultadas reposan de forma
casi exclusiva en aspectos cuantitativos, todos los que se desprenden de
información reportada por las instituciones supervisadas por la SBIF
(2019, 8), hoy integrada a la Comisión para el Mercado Financiero. Al
respecto, la literatura especializada nos indica que se trata ésta de la
forma más usual en la que se ha procedido a la medición de la inclusión
financiera, en gran medida debido a que estos datos ya suelen estar
disponibles para la mayoría de los entes reguladores, sólo siendo
necesario una reagrupación y consolidación de dicha información. Sin
embargo, dado que ellas se enfocan en aspectos más puntuales (como
cuentas y sucursales), tienden a desestimar a los “clientes reales” y,
en consecuencia, no permiten una valoración en torno a la calidad de los
productos o de su incidencia en el bienestar personal o familiar (AFI,
2010, 10). Como señala Comparato (2018, 18), solo una visión restringida
de la inclusión financiera se centra únicamente en el acceso, siendo
necesario complementarla con los niveles de protección que confiere el
sistema para asegurar la posición de quien ingresa al mercado
financiero.
El primero de tales aspectos complementarios se refiere a “la
experiencia de los consumidores manifestada a través de actitudes y
opiniones hacia aquellos produc- tos que en la actualidad se encuentran
disponibles”, permitiendo una medición de la relación entre los
proveedores y consumidores financieros (AFI, 2010, 4). En este
particular, debe tenerse presente que el Servicio Nacional del
Consumidor (2019) reportaba 57.529 reclamos de parte de clientes del
mercado financiero durante el año 2018, con especial participación por
parte del retail financiero (28.554) y de la banca (21.009), ambos con
un sutil aumento respecto de la medición anterior. Dicha institución
también informó que el mercado financiero es el que recibe un mayor
número de reclamos (17 %), sólo superado por el retail (33 %).
El segundo aspecto se refiere a cambios en las dinámicas del consumo y
la incidencia en la vida diaria de los sujetos, de manera tal de
ponderar la influencia real del acceso a determinados productos
financieros sobre la situación del deudor. A pesar de las evidentes
dificultades en la obtención y análisis de los datos, estos aspectos no
pueden ser ignorados, puesto que en ellos se revela el dilema de la
inclu- sión financiera al que antes hemos hecho mención. Lo anterior
implica que, para tratarse de una política pública con resultados reales
en el cumplimiento de los objetivos micro y macroeconómicos antes
enunciados, es necesario avanzar desde los datos objetivos de
disponibilidad (infraestructura, acceso y uso), para determinar si los
pro- ductos y servicios están realmente ayudando a la superación de la
pobreza en los estratos de menores ingresos, generando un entorno justo
y eficiente que se articule sobre normativa que resulte adecuada. Si no
fuese de este modo, se estaría incentivando la creación de productos y
servicios financieros que, acaso para dar una me- joría en los ámbitos
cuantitativos antes mencionados, conllevarían un potente germen de
riesgo para la población, en especial, la más vulnerable. Y, siendo de
este modo, la inadecuación del producto o servicio con su realidad
podría llevarlos a extremos de sobreendeudamiento y a la temida
exclusión social que pueden devenir de ella.
En este punto, llama la atención la alerta generada por Alarcón et at,
2013, 14, al indicar que “[o]tra variable a observar es el número de
endeudados, esta es una serie creciente en el tiempo, en la que Chile se
posiciona por sobre el promedio de América Latina y el Caribe y cercano
a los países de mayores ingresos”. Al efecto, como se desprende del
mismo documento, en Chile habrían existido 3.672 endeudados por cada
10.000 adultos en 2013, cifra más cercana a la de países de ingresos
altos (4.482) que a los de ingresos medios (1.981). La cifra puede ser
parcialmente actualizada utilizando como base el XXIV Informe de Deuda
Morosa (primer trimestre de 2019) preparado por la Universidad San
Sebastián y Equifax, el que estima que, de un número total de 11
millones de deudores, 4.604.770 personas presentan morosidades. Ello se
condice con las estadísticas del Poder Judicial informadas por el
Instituto Nacional de Estadísticas (2018a), en que se reporta que, en
2017, se iniciaron 909.014 juicios ejecutivos y 623.656 gestiones
preparatorias de dichos juicios, representando, en su conjunto, un 87,12
% de la carga de los tribunales civiles de primera instancia. Lo
anterior da cuenta de que el crédito también tiene un componente de
costo público, que se refleja especialmente en el sustento de vías
gratuitas de cobranza forzada por medio de los tribunales de justicia,
sumado al costo fiscal de los créditos incobrables, que pueden ser
deducidos de la carga tributaria del prestamista de acuerdo al artículo
31.IV.4 del Decreto Ley 824, de 1974 (que contiene la Ley sobre Impuesto
a la Renta).
Los aspectos cualitativos de la inclusión financiera en Chile y la
protección de los derechos de los consumidores financieros
-
Un análisis estadístico del
acceso al crédito en Chile desde la perspectiva de la demanda
. Conforme a lo antes indicado, desde el análisis de la inclusión
financiera no pue- den ignorarse aspectos relativos a la protección
de los consumidores financieros, especialmente si la pretensión se
encuentra en que todos los consumidores tengan acceso a un rango de
productos financieros apropiados, entregados de manera responsable y
sostenible (Banco Mundial, 2017, 7). Para ello, este organismo
agrega que es necesario que “[e]l cumplimiento de los objetivos de
sostenibilidad y responsabilidad de la inclusión financiera requiera
de regímenes robustos de protección del consumidor a fin de permitir
que los consumidores tomen decisiones financieras informadas y que
los protejan de prácticas de negocios dañinas. La protección del
consumidor financiero es particularmente importante si los
policymakers pretenden expandir el sector financiero formal para
alcanzar un número masivo de personas que antes se encontraban
exclui- dos o insuficientemente servidos y confrontarlos con los
nuevos riesgos asociados con los servicios financieros
digitales”(9). Dicha preocupación también se desprende de los
considerandos del Decreto 954, en que se destaca que “resulta
indispensable centrar los esfuerzos en dos ejes principales: la
educación financiera y la protección de los de- rechos de los
consumidores. A través de estos mecanismos, se busca conseguir que
todas las personas puedan acceder a los beneficios que el sistema
financiero ofrece, con independencia de su condición
socioeconómica”.
Como indicábamos, estos aspectos cualitativos se desprenden de
fondos estadísticos referidos al ámbito de la demanda, que, siendo
más difusos y onerosos de obtener, im- plican una iniciativa estatal
que puede realizarse cada cierto tiempo bajo la idea de las
encuestas financieras a hogares. En Chile, dicha iniciativa es
llevada a cabo por el Ban- co Central desde el año 2007, siendo sus
últimos resultados los arrojados por la EFH 2017 a la que antes
hacíamos referencia (Banco Central, 2018). No obstante, y a pesar de
su formulación desde esta perspectiva, la encuesta no invoca
directamente aquellos aspectos cualitativos que permiten extraer
conclusiones directas respecto a la relación de la población con los
proveedores financieros ni ofrece alcances específicos respecto al
impacto de su contratación en el bienestar familiar. Sin perjuicio
de lo anterior, y desde la óptica de la conformación de una política
pública de apoyo al consumidor financiero, la EFH 2017 sí arroja
ciertos números que vale la pena observar para la construcción de un
sistema tuitivo que cumpla con los estándares esbozados por el Banco
Mundial.
Como punto de partida, retomamos el hecho que la encuesta refleja
que un 66% de los hogares chilenos ha declarado tener alguna clase
de deuda, siendo la más re- presentativa aquella que se refiere a la
deuda de consumo (55 %) y a la deuda hipo- tecaria (21 %), aunque,
por supuesto, los montos entre una y otra demuestran una mayor
incidencia de la segunda (Banco Central, 2018,26 y 23)(10).Ahora
bien, nos interesa particularmente destacar aquel estudio que
concilia la tenencia de deudas con los estratos de ingresos y con
los niveles educativos de la población (Tabla 1), puesto que, a
partir de ella, pueden anticiparse ciertos puntos cruciales en la
cons- trucción de mecanismos de protección del consumidor financiero
que se presenten de modo más adecuados que los hoy en día vigentes
(Banco Central, 2018, 17):
-
Tabla
1. Tenencia de deudas, estratos de ingresos y niveles educativos
de la población
Conforme a la tabla anterior, se
evidencia que, en todos los supuestos (con excepción de las
“deudas no hipotecarias”, que incluyen préstamos de parientes o
amigos, crédito de prestamistas, casa de crédito prendario, fiado
y deudas por créditos de otras fuentes), la tenencia de deudas se
incrementa en la medida en la que nos encontramos frente a niveles
de educación superior, lo que se anuda, conforme a la EFH 2017, al
mayor nivel de ingresos (Banco Central, 2018, 17). Sin perjuicio
de lo anterior, ello no implica un porcentaje sustancialmente
menor (o insignificante) en lo que se refiere al acceso al
endeudamiento por parte de los estratos inferiores, en especial,
en lo que se refiere a la deuda de consumo(12). La existencia de
una variación de sólo un 14,6 % entre el estrato más alto y el más
bajo, que se replica (con fluctuaciones menores) en relación con
el nivel educativo, da cuenta de los avances de las políticas de
inclusión financiera en nuestro país en este ámbito, y pone al
mismo tiempo una señal de alerta en la construcción de un sistema
legal de protección que no advierte las variaciones entre los
sujetos de crédito en atención a su mayor o menor vulnerabilidad
económica o sociocultural.
Respecto a esta clase de deudas, la EFH 2017 revela que un 37 %
corresponde a créditos con casas comerciales, mientras sólo el 29 %
responde a deuda bancaria (Banco Central, 2018, 22).Ahora bien, este
instrumento nos permite efectuar similar ejercicio que el anterior
en referencia a los niveles de ingresos y a los niveles educativos
de la población diferenciando los tipos de deuda, tanto en lo que se
refiere a su tenencia como a sus montos (Tabla 2) (Tabla 3) (Banco
Central, 2018, 24):
-
Tabla
2. Tipos de deuda y tenencia
-
- Tenencias:
Tabla
3. Tipos de deuda y montos
-
Montos:
De lo anterior se colige, de nuevo, que la penetración de la deuda
de consumo es ascendente, tanto en lo que se refiere a los estratos
de ingresos como a los niveles de educación. Pero, también se
evidencia que, ahora en relación con las políticas de inclusión
financiera (en particular, en lo referente a las variables de acceso
y uso), la tenencia y los montos de la deuda sean relevantes en los
estratos inferiores y con niveles educativos menores, especialmente
en relación con sus niveles de ingresos efectivos. De hecho, si se
comparan estos datos con los niveles de ingreso evidenciados en la
EFH 2017 (Banco Central, 2018, 12, 22), el resultado que podemos
calcular es el siguiente (Tabla 4):
Tabla
4. Niveles de ingresos
Lo anterior expresa una
proporción decreciente de la incidencia de la deuda en los
ingresos efectivos, en lo que se refiere a los estratos
consultados, cuestión que se matiza, sin embargo, al revisar la
incidencia de los niveles educativos. Este aspecto también se
deduce de las razones de endeudamiento reflejados en la EFH 2017,
que permiten identificar la ratio de la carga financiera sobre
ingreso (RCI, que expresa la proporción del ingreso monetario
mensual del hogar que se destina al pago de la deuda total
mensual) y la ratio de deuda sobre ingreso (RDI, o apalancamiento,
que expresa cuántas veces representa la deuda total de los hogares
sobre su ingreso anual). Estos datos dan cuenta de lo siguiente
(Banco Central, 2018, 29) (Tabla 5):
Tabla
5. RCI y RDI
Así, mientras el RCI tiende a ser
más abultado en el estrato más bajo, el RDI si- gue un camino
inverso, lo que es indicativo de una diversa configuración de la
base de deuda. Al efecto, la mayor variación del RDI se produce en
el tercer estrato y en la medida que aumentan los niveles de
educación, puesto que en estos grupos existe una mayor incidencia
de la deuda hipotecaria (que, en razón de sus montos, tiende a ser
mayor que otra clase de deudas). Hay, entonces, una diversa
finalidad asociada al endeudamiento de los hogares con ingresos
más bajos, que se refiere a deudas de consumo, con plazos menores
y tasas de interés sustancialmente mayores. Por último, aunque sin
distinción de estratos o niveles educativos, la EFH 2017 (Banco
Central, 2018, 31) indica que, en referencia a las motivaciones de
todas las clases de deudas no hipotecarias ponderadas en cuanto a
su monto, ellas se ordenan, en primer lugar, al pago otras deudas
(por medio de deuda en casas comerciales, créditos bancarios, de
cajas de compensación y cooperativas, automotriz, educacional, e,
incluso, préstamos informales), y, luego, al financiamiento de
gastos educacionales. Y que, excluyendo los créditos automotrices
y educacionales, las principales motivaciones del endeudamiento
por medio de tarjetas de crédito bancarias y no bancarias
ponderados por monto, la misma encuesta agrega que se encuentran
la compra de artículos durables para el hogar (18,4 %), el pago de
otras deudas (11,8 %), la compra de mercadería y otros no durables
(10,2 %) y el financiamiento de actividad empresarial (10,1 %). Lo
anterior se cohonesta también con la distribución de los gastos
según quintiles de ingreso que, como se pone de manifiesto en la
VIII Encuesta de Presupuestos Familia- res (Instituto Nacional de
Estadísticas, 2018b, 24-27), da cuenta de una mayor variación en
la carga de gastos de los sectores sociales en los rubros de
alimentos y bebidas no alcohólicas y financiamiento del hogar (al
alza en los sectores de menores ingresos), y recreación, cultura,
restaurantes y hoteles (a la baja).
- Mecanismos
de protección del consumidor financiero: estado actual y
proyeccionesEl modelo de protección hoy vigente para el consumidor financiero se
desdobla en normas institucionales que regulan el mercado financiero, y
aquellas que se re- fieren directamente a la tutela de sus derechos en el
contexto de la Ley 19.496, de 1997, con motivo de la modificación de la
Ley 20.555, de 2011 (conocida como “Ley del Sernac Financiero”), y su
normativa secundaria. La pretensión de este apartado es observar de qué
manera este marco normativo presenta ciertas insuficiencias en su
formulación y que, a pesar de sus recientes revisiones legislativas,
merece la reconsideración de sus pilares de manera de lograr un diseño de
“demo- cratización del crédito” que conceda los efectivos resguardos que
la propia política de inclusión financiera reclama.
-
El modelo institucional vigente y
sus deficiencias en la tutela del consumidor financiero:
Cabe considerar que el reciente cambio de modelo de supervisión chileno
se inició con la propuesta de la denominada “Comisión Desormeaux”(14),
que, detec- tando las ineficiencias de un sistema que no lograba captar
los riesgos consolidados de los conglomerados financieros, propuso un
modelo de twin peaks, como el propiciado originalmente en Australia en
1997(15). En el modelo sugerido se desdoblaban las labores
fiscalizadoras en lo referente a la supervisión prudencial enmarcada en
la evaluación de la solvencia de las entidades (por medio de una
“Comisión de Solvencia”), como en aquellas referidas a la conducta del
mercado (a través de una “Comisión de Conducta de Mercado y Protección
al Consumidor”). Lo anterior, conforme a la mentada propuesta, sin
modificar el sistema de pensiones en razón de su reciente reforma (de
2008), salvo en lo referente a su gobierno corporativo, y sin encargar
la regulación prudencial del sistema financiero al Banco Central, para
evitar la acumulación de poder, sino la creación de un Consejo de
Estabilidad Finan- ciera, que sería integrado por el Ministro de
Hacienda, el Presidente del Banco Central, y los presidentes de las dos
nuevas comisiones propuestas y de la Comisión de Pensiones(16).
Particularmente respecto a la Comisión de Conducta de Mercado y de
Protección del Consumidor, la propuesta destacaba por fijar su objetivo
en la promoción de la confianza en los servicios financieros, velando
por la integridad de los mercados financieros y la coordinación activa
con la Comisión de Solvencia y la Comisión de Estabilidad Financiera, y,
en cuanto a sus atribuciones, se le conferirían las que ya detentaba la
Superintendencia de Valores y Seguros, aumentada por aquellas referidas
a la defensa del consumidor y el inversionista financiero, con especial
atención al sistema tutelar ampliado por medio de la Ley 20.555, de
2011, que de- tallaremos más adelante. Por ello, institucionalmente,
estaría integrada por la orgá- nica de la Superintendencia de Valores y
Seguros no radicada en la Comisión de Solvencia, incorporando los
elementos de conducta de mercado radicados en el Superintendencia de
Bancos e Instituciones Financieras y en la Intendencia de Seguros, y
trasladando también a esta la institucionalidad de defensa del
consumidor financiero, radicada en el Servicio de Protección del
Consumidor.
No obstante, este no fue el modelo finalmente recogido. Con la reforma
propiciada por la Ley 21.000, de 2017) y de la Ley General de Bancos por
medio de la Ley 21.130, de 2019), el modelo chileno de supervisión
financiera ha mutado desde un modelo de silos, dependiente de la
tipología legal de entidad fiscalizada(17), a un modelo semi-integrado,
en el que la Comisión para el Mercado Financiero ha pasado a
supervigilar el 72 % de los activos financieros a nivel nacional,
descontando el sistema de pensiones. Las razones de esta decisión
política no fueron reveladas en su momento, a pesar de que el énfasis
evidente de la propuesta original, del que se da cuenta el Mensaje de la
Ley 21.000, estuvo en el rediseño de los gobiernos in- ternos de cada
una de las instituciones, pasando desde diseños unipersonales a
colegiados, y en el fortalecimiento de las facultades de la entonces
denominada “Comisión de Valores y Seguros”(18).Ahora bien, el principal
problema del modelo integrado (o semi-integrado, como se puede calificar
al chileno) se encuentra precisamente en su mayor énfasis en el problema
que implica la supervisión unitaria de los conglomerados financieros
(Calvo et al., 2018, 3) y en desconocer “el potencial conflicto entre
los principales objetivos de política pública asociados a la regulación
y supervisión bancaria, esto es, la solvencia de las instituciones
financieras y la protección de los depositantes” (Mella y Larraín, 2018,
89), o, en un sentido más amplio, la tutela del consumidor financiero.
-
El modelo de protección vigente y
sus deficiencias:
El modelo chileno de protección del
consumidor financiero se articula, por una parte, con una limitada
supervigilancia del contenido del producto o servicio financiero,
eminentemente por medio de la consagración de la nulidad de las
cláusulas abusivas (artículo 16 de la Ley 19.496, de 1997, que
contiene la Ley de Protección de los Derechos de los Consumidores) y
en el establecimiento de una tasa de in- terés máxima (artículos 6°, 6
bis y 6 ter de la Ley 18.010, sobre operaciones de crédito de dinero),
que insta por un sistema sancionatorio (penal, administrativo y civil)
a la usura, y, por la otra, a través de la disposición de ciertos
deberes de información centrados en la teoría de la “elección del
consumidor” (consumer choice), intensificados en lo que respecta a los
productos y servicios financieros por medio de la Ley 20.555, de 2011.
Sobre el primer aspecto, hace un buen tiempo que parte de la doctrina
chilena ha evidenciado las ineficiencias del sistema de control. Al
efecto, ya el año 2007, Pizarro (2007, 46 y 47) denunciaba que “el
sistema de control de cláusulas abusivas vigente en la Ley de Protección
del Consumidor es ineficiente para proteger a los consumidores”, fundado
en la falta de una política clara por parte del Servicio Nacional del
Consumidor para promover su identificación y control y en los defectos
del sistema judicial que conoce de estas materias (esencialmente,
Juzgados de Poicía Local). A este respecto, debe considerarse el rechazo
por parte del Tribunal Constitucional a ciertas disposiciones del
proyecto de ley que pretendía el fortalecimiento del SERNAC (Ley 21.081,
de 2018), privándolo de toda facultad sanciona- toria en razón de su
estimación como atribuciones de carácter jurisdiccional, que se
encuentran constitucionalmente radicadas en los tribunales de justicia,
y en su falta de imparcialidad e independencia, al actuar como parte y
juez a la vez(19). Con ello, el modelo actual de control se basa en el
aumento de las atribuciones fiscalizadoras del servicio, sin identificar
las dificultades técnicas que implica la compleja revisión del
ofrecimiento, contratación y ejecución de los contratos que regulan los
productos y servicios financieros, y sin la adecuada coordinación con el
modelo institucional señalado en el apartado anterior.
Respecto a lo segundo, el modelo propicia formas de auto-resguardo a
partir de la información obtenida de parte del proveedor financiero.
Como señala Isler (2019, p. 207), “se trata de una prerrogativa
tremendamente relevante, puesto que constituye uno de los fundamentos
del propio Derecho de Consumo, en el sentido de que éste se justificaría
en gran medida en la asimetría informativa que separa al proveedor y el
consumidor”. Esto último se soporta en la “teoría de la elección
racional” (rational choice theory, explicado por Fauré y Luth, 2011,
337-338), tratando al consumidor como un “maximizador racional de su
propia utilidad, quien realiza decisiones de asignación óptimas cuando
ha sido provisto de información suficiente” (García Porras y van Boom,
2012, 23)(20).
En el contexto de los deberes de información precontractual, su
construcción tradicional supone que nos encontramos ante un “consumidor
medio”, entendido éste como quien “está normalmente informado y es
razonablemente perspicaz, teniendo en cuenta los factores sociales,
culturales y lingüísticos”(21). Formulado del modo anterior, es
atendible que la desventaja se construya a partir de criterios formales,
desprovistos de la comprobación de la existencia, o no, de la asimetría
(Isler, 2019, 112), de lo que se deduce que el uso de tal estándar
conlleva que el sistema tutelar puede ser insuficiente por defecto o
ineficiente por exceso. De tal suerte, la regla supone estimar que,
provista que haya sido la información de manera completa, clara y
oportuna, el consumidor ahora sí se encuentra en posición de ponderar
adecuadamente sus consecuencias económicas o jurídicas, construyendo el
modelo teórico del consumidor libre e informado (Reifner et al., 2010,
56), sin necesidad de comprobar si acaso lo anterior es o no efectivo.
Esta reconstrucción del sistema contractual del Derecho de consumo ha
sido puesta en entredicho, en especial en lo que se refiere a los
contratos de crédito para el consumo (García Porras y van Boom, 2012,
41). Ya Caplovitz (1974, 2) advertía que se trata ésta de una imagen de
la negociación que se acerca más a la fantasía que a la realidad, de
modo que sus formulaciones no sólo han sido consideradas in- suficientes
desde los estudios de la economía conductual, que ponen en duda la
construcción del homo economicus que ha servido de sustrato a la
codificación civil (Bar-Gill, 2012), sino que también deben ser
matizadas en la fijación de un criterio medio si se advierte la
participación en el mercado de personas mayormente vulne- rables en
atención a su situación social, económica o cultural (Domourath, 2017).
Todo lo anterior impone la búsqueda de mecanismos alternativos o
complemen- tarios de protección, instando por la corrección del modelo,
sin llegar a la formula- ción de reglas que atañan al fondo del asunto
(rules of substance), centrándose en una formulación más adecuada de los
deberes de información. Con este fin se des- criben a continuación dos
modelos que han sido considerados en el entorno chileno, aunque no se
encuentran completamente consolidados, destacándose ambos en el
reconocimiento de la autonomía del sujeto, pero apreciando una posición
vulnerable
que amerita un tratamiento enfocado en perfeccionar el íter de
deliberación del individuo para la adopción de una decisión del consumo
financiero. Se trata de la educación financiera y el préstamo
responsable.
-
Educación financiera: en el marco de los
esfuerzos nacionales por cimentar las bases de la inclusión,
destaca también el impulso que, en los últimos años, se ha dado a
la educación financiera(22). Del modo explicado por el informe del
Centro UC de Políticas Públicas (2017, 7), entendiendo que el
cambio social es posible por medio de la agencia individual, se
puede comprender que un mayor acervo educati- vo en las técnicas
financieras conduciría a una mayor estabilidad económica y bie-
nestar de la población. Situando al individuo en el centro de los
fenómenos económicos, la educación financiera conduciría a
conductas de ahorro y endeuda- miento más racionales (y, en
consecuencia, más responsables), lo que no sólo se traduciría en
ventajas para el propio sujeto, sino que también permitiría
proyectar un desarrollo estable de los mercados financieros.
Se trata éste de un movimiento que pretende la creación de
“ciudadanos finan- cieros” (o financial citizens, Cartwright, 1999,
4-5), a modo de brindarles “habili- dades suficientes para
sobrevivir en un mundo financiero sofisticado y participar en una
nueva política informada por su participación en el mercado”
(Pearson, 2008, 3). Esta construcción también se soporta en el
paradigma neoliberal, como parte de una visión del ciudadano que se
extiende más allá de su formulación civil, política y social, para
situarse en la esfera puramente económica, como un agente del mer-
cado (Pearson, 2008, 4), que, de forma racional e informada, permite
su actuación a través de sus decisiones volviendo a las bases de la
autonomía privada.
En Chile, más allá de su reconocimiento específico en el ámbito del
Decreto 954, antes citado, la educación se configura como sustento
de uno de los derechos básicos concedidos a los consumidores en el
marco de la Ley 19.496, de 1997. De este modo, se conceptualiza en
su artículo 3°, inciso primero, letra f), al disponer que constituye
un derecho del consumidor la educación para un “consumo
responsable”. Supone, en consecuencia, que el “consumidor medio” no
sólo requiere de información para la adecuada toma de decisiones,
sino que, ahora en una escala superior, también necesita de la
instrucción necesaria para la comprensión de aquellos aspectos que
le son informados. Así, los problemas de racionalidad imperfecta, en
que el consumidor medio obtiene la información, pero no comprende
los términos de aquello que se le transmite, podrían ser
solucionados por medio del aseguramiento de la dotación de educación
suficiente sobre aquellos extremos de la decisión
de endeudamiento que pueden, a la larga, resultarles nocivos. Así,
como expresa Espada (2013, 135) estaremos en una visión global del
consumidor, que lo observa “como un integrante de la sociedad que
posee recursos limitados que se han de utilizar racionalmente. En
esta visión, la educación del consumidor no puede limitarse sólo a
formarle para evitar abusos, sino que debe tener un objetivo más
ambicioso tendiente a que los consumidores adquieran una actitud
crítica ante el consumo […]”.
En el contexto financiero, esta construcción reposa en la idea de
conferir mayor responsabilidad al consumidor, de manera de que,
junto con deberes de informa- ción más particularizados, se pueda
justificar la traslación del riesgo del mercado desde los Estados,
hacia el consumidor, limitando entonces los beneficios otrora
conferidos por medio del Estado de bienestar (Pearson, 2008, 4-5).La
educación financiera implica, entonces, la habilidad de efectuar
juicios fundados y tomar decisiones efectivas respecto al uso y a la
administración del dinero, una vez comprendido que el solo
cumplimiento del deber de información por parte del proveedor no es
suficiente para asegurar una participación informada (Pearson, 2008,
16)(23), debiendo complementarse con formas de instrucción que
realmente alivien las asimetrías informativas para la construcción
de un mercado más perfecto.
Los cuestionamientos que presenta esta herramienta son múltiples.
Por una parte, ella tiene una vocación de sustituir las reglas de
protección del consumidor, su- poniendo que, mejorados los
estándares de comprensión, los clientes pueden autoprotegerse frente
a prácticas predatorias, a pesar de los problemas de racionalidad
imperfecta antes enunciados. Como expresa Comparato (2018, 170),
frente a las dificultades de entendimiento del contenido y
consecuencias jurídicas y financieras de esta clase de productos, la
alternativa al mecanismo de intervención esta- tal para el
incremento de los estándares de resguardo se encuentra precisamente
en la promoción de la educación financiera, sin necesidad de cambiar
el modelo de asignación de responsabilidad subyacente. Por ello, una
posición crítica a este acercamiento al problema, explica Willis
(2011, 432), es que no se les pide a las personas que sean sus
propios doctores, abogados, mecánicos de auto o inspectores
sanitarios (aun cuando alguna instrucción escolar tengamos respecto
a todos los fenómenos propios de tales actividades), de manera que
tampoco debería solicitarse al consumidor ser su propio asesor
financiero.
Por otra parte, se presenta el problema de los costos asociados a la
capacitación de toda la población en estas materias, especialmente
considerando las continuas innovaciones financieras que propician
los mercados y la enorme diversidad de productos y servicios
financieros que se ofrecen a distintos segmentos de la pobla- ción
(Mader, 2017, 465-466, y Centro UC de Políticas Públicas, 2017).
Además, también se ha constatado que, en muchas oportunidades, la
educación financiera puede incrementar la confianza del consumidor
en sus propias habilidades, pero no necesariamente aumentar éstas
(García Porras y van Boom, 2012, 50). De ello se advierte que
programas que no se renueven con gran rapidez ni se dirijan a todos
los segmentos de la población, de nuevo pueden situar a las personas
en posición de peligro, creando una falsa sensación de haber
adquirido conocimientos y habilidades para afrontar una decisión
financiera compleja.
De todo lo anterior se deduce que este tipo de políticas públicas
debería tener una finalidad complementaria a otras medidas de
protección, no siendo suficientes en sí mismas para evitar los
problemas de sobreendeudamiento derivados de las técnicas de
inclusión financiera. Para ello, como sugiere el informe del Centro
UC de Políticas Públicas (2017, 28), deben evitarse programas de
educación universales (one size fits all) e identificar clusters
diferenciados en razón del perfil de vulnerabilidad.
-
Préstamos responsables: una segunda tendencia consiste en la
modelación de estándares de “préstamos responsables”, donde el
acceso al crédito genera una corresponsabilidad entre el deudor y la
entidad financiera, equilibrando ambas po- siciones en lo que se
refiere a los riesgos de sobreendeudamiento y cobros abusi- vos. Su
formulación deviene de las preocupaciones del entorno europeo con
motivo de la crisis financiera de mediados de la década pasada
(Fairweather, 2012, 87)(24), y advierte que los mecanismos usuales
dispuestos en las legislaciones de consumo (basadas en deberes de
información) no resultan de suyo eficientes, especialmente en
contextos de vulnerabilidad, a menos que se establezcan incentivos
claros para que los concedentes del crédito participen de forma
activa en los mecanismos que disminuyen las causas o alivian los
efectos del sobreendeudamiento. Se despliegan, así, cargas y deberes
preventivos en cabeza del acreedor, como los que alientan la
calificación de la solvencia y el correcto asesoramiento al tiempo
de contratar, y otros reactivos, como los que establecen
formulaciones cooperativas en la renego- ciación de la deuda en caso
de evidenciarse dificultades de pago.
Sólo a partir de ello puede efectuarse una
distinción entre lo que Wilson (2008, 97) refiere como “préstamos
subpreferenciales” (sub-prime lending) y los “prestamos predatorios” o
“abusivos”. En este contexto, no puede desconocerse una construcción que
aboga por la configuración de una suerte de deberes fiduciarios por parte
del prestamista a favor del prestatario, especialmente si se advierte que,
en ámbitos de mayor vulnerabilidad, como los que supone la pobreza, hay
una menor tendencia a la autoprotección que respecto a otros supuestos en
los que el paradigma de la información y educación financiera pueden
resultar más útiles. Si bien podría sostenerse que, a menor nivel de
ingresos es esperable una mayor preocupación por las formas en las que se
realizarán los gastos, los problemas a los que se enfrenta este tipo de
consumidor financiero tienden a ser más estructurales y refieren, por
ejemplo, a las dificulta- des que les implica llevar una adecuada
planificación ante la premura de las necesidades básicas (Howell, 1999,
240). Con ello, la posibilidad de comparación y la conducción mediática a
alternativas más riesgosas (y, en consecuencia, más onerosas) imponen
algunos desafíos adicionales, en especial si se atiende a que los deudores
de menores ingresos tienden a subestimar los problemas que implica el
crédito periférico, con una racionalidad que, particularmente influida por
factores socio-culturales, tiende a una valoración extrema de la
satisfacción inmediata, desadvirtiendo los costos y riesgos futuros
(Marron, 2009, 152).
Conclusiones
Aun cuando la designación y el cumplimiento de las finalidades de la
inclusión financiera se mantienen en debate, no debe olvidarse que, desde
sus raíces, esta no sólo comporta la ampliación del acceso de productos y
servicios financieros a la mayor parte de la población, sino que también
se sustenta en parámetros de protección y dignidad. Las estadísticas a
nivel nacional ofrecen señales alusi- vas a la profundidad del mercado
financiero y a la amplitud creciente de la mentada inclusión, pero también
ilustran sobre varias dimensiones que dan cuenta de la existencia de
sectores vulnerables de la población en riesgo de sobreendeudamiento y
exclusión social. Dicho esto, se advierte que el camino a seguir es
perfeccionar los sistemas de protección del consumidor financiero,
superando las configuraciones basadas en los pilares de un comportamiento
puramente racional y asegurando una mayor participación de las entidades
de crédito en la construcción de un mercado financiero seguro y estable.
Lo anterior no resta, sin embar- go, el debate que debe existir en torno a
las políticas de protección social que, de un tiempo a esta parte, han
visto reducidos su campo de acción, redefiniendo la importancia del
crédito en la sociedad actual.
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Oficial. 13 de noviembre de 1980.
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junio de 1981.
Ley 19.496, sobre protección de los derechos de los consumidores. Diario
Oficial. 7 de marzo de 1997.
Ley 20.027, sobre el financiamiento de estudios de educación superior.
Diario Oficial. 11 de junio de 2005.
- Ley 20.555, que modifica la Ley N° 19.496 para dotar de atribuciones
en materias financieras, entre otras, al Servicio Nacional del
Consumidor. Diario Oficial. 5 de diciembre de 2011.
Decreto 954, del
Ministerio de Hacienda, que crea la Comisión Asesora para la Inclusión
Financiera. Diario Oficial. 20 de noviembre de 2014.
Ley 20.715, sobre protección a deudores de créditos en dinero. Diario
Oficial. 13 de diciembre de 2013.
Ley 20.720, de reorganización y liquidación de activos de empresas y
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Ley 20.789, que crea el Consejo de Estabilidad Financiera. Diario Oficial.
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Oficial. 23 de febrero de 2017.
Ley 21.081, que modifica la Ley N° 19.496. Diario Oficial. 13 de
septiembre de 2018.
Ley 21.130, que moderniza la legislación bancaria. Diario Oficial. 12 de
enero de 2019.
Notas:
1 Esta idea se encuentra más bien
enfocada en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo,
conformando la base del discurso del Fondo Monetario Internacional, el
Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico y el Banco Interamericano de Desarrollo
2 Traducción del autor.
5 Una dinámica que, sin mayor éxito,
pretendió ser legalmente prohibida (Boletín 10.152-03).
6 El “crédito con aval del Estado” (Ley
20.027, de 2005), constituye un modelo a través del cual se respalda el
financiamiento de la educación superior mediante el acceso a créditos más
baratos para los estudiantes (originalmente con una tasa promedio de UF +
5,48 %, luego reducida a UF + 2 % por la Ley 20.634, de 2012), sustentada
en la garantía parcial (90 % del capital e intereses) concedida por el
Estado a favor de las instituciones financieras concedentes del crédito.
Como se indicó en el mensaje de la Ley 20.027, “[e]ste proyecto busca, por
tanto, generar la institucionalidad necesaria para apoyar de manera
permanente y sustentable el acceso al financiamiento de estudiantes que,
teniendo las condiciones académicas requeridas, no pueden obtener avales
privados para financiar sus estudios. Para estos efectos, se sientan las
bases de un sistema que intermedie recursos desde el mercado de capitales
hacia los estudiantes, en condiciones que permitan la devolución de estos
fondos en concordancia con el incremento futuro de sus ingresos”. Aquí, en
lugar de promover mecanismos en que los recursos públicos se utilizasen
para asumir el costo de la educación superior (como luego se observa en el
modelo de “gratuidad universitaria”, regulado principalmente en la Ley
21.091, de 2018), el “crédito con aval del Estado” conserva la lógica en
que su acceso debe estar sustentado en un esfuerzo económico del
individuo, aunque subsidiado por el Estado (para obtener mejores
condiciones crediticias), conciliado con periodos de gracia y suspensiones
de pago en caso de cesantía sobreviniente. Como indica González (2018,
893), esta forma de financiamiento, junto con el Fondo Solidario de
Crédito Universitario y el Crédito Corfo, han operado con igual lógica:
“la de servir como política pública que ha expandido la cobertura de
educación superior a niveles sin precedentes […]”, para luego agregar que
“el CAE creó dos nuevos tipos de sobreendeudados que no existían: uno que
se endeuda cuando el estudiante deserta de sus estudios y otro cuando
termina sus estudios. Según datos de la Comisión Ingresa, que administra
los créditos, a fines de 2010 el porcentaje de deudores en default dentro
de aquellos que habían desertado alcanzaba 45 %, mientras que el
porcentaje de deudas en default entre aquellos que habían terminado sus
estudios era de 30 %” (2018, 897).
7 De ahí que pueda entenderse que, en el contexto del estallido social que
ha presenciado Chile mientras escribimos este texto (octubre de 2019), las
primeras demandas se centren en aspectos económicos que revelan las
dificultades del denominado “costo de la vida”, y que las primeras medidas
anunciadas por el gobierno de Sebastián Piñera, se refieran al subsidio
estatal para elevar el ingreso mínimo, el aumento el pilar solidario en el
sistema de pensiones y la reversión de los aumentos tarifarios en los
servicios básicos.
8 Las áreas de mayor importancia relativa en lo que se refiere a las
políticas de inclusión financiera se refieren, en orden, a las operaciones
de pago y a la promoción del ahorro. Vid. Correa y Girón, 2019, 498.
9 Traducción del autor.
10 El monto mediano de la deuda hipotecaria es de 24.739.354 pesos y el de
la deuda de consumo asciende a 1.103.137 pesos.
11 El estrato 1 contiene los deciles 1 a 5 de ingreso (hasta 869.286 pesos
mensuales), el estrato 2 contiene los deciles 6 a 8 de ingreso (desde el
monto anterior hasta
1.922.996 pesos mensuales), y el estrato 3 contiene los deciles 9 y 10 de
ingreso (superando el monto anterior).
12 Obsérvese, asimismo, que en el estrato 1, el porcentaje de hogares con
vivienda propia pagada es mayor (52 %) en comparación con el estrato 2
(42,2 %) y con el estrato 3 (30,1 %). Lo anterior explica también las
razones por las que la distribución de hogares con crédito hipotecario
vigente sea bastante menor en el primer estrato (8,6 %), en comparación
con los estratos 2 y 3 (20,9 y 37,3 %, respectivamente). Banco Central,
2018, 9.
13 Traducción del autor.
14 Se refiere a la “Comisión de Reforma a la Regulación y Supervisión
Financiera”, creada en 2010 por iniciativa del Ministerio de Hacienda,
siendo su objetivo central el análisis de la estructura de regulación y
supervisión del mercado financiero y de manejo de riesgos sistémicos, como
asimismo la propuesta de mejoras en miras al perfeccionamiento del modelo
vigente.
15 Para una referencia a los modelos vigentes, vid. Larraín, 2012, 405 y
406, y Mella y Larraín, 2018, 87-90.
16 Este Consejo de Estabilidad Financiera fue creado administrativamente
en 2011 a modo de órgano consultivo, cuyo principal objetivo es velar por
la integridad y solidez del sistema financiero, proveyendo los mecanismos
de coordinación e intercambio de información necesarios para efectuar un
manejo preventivo del riesgo sistémico. Su reconocimiento jurídico de
rango legal se estableció con la Ley 20.789, de 2014.
17 Distinguiendo la supervisión del mercado de valores, por medio de la
Super- intendencia de Valores y Seguros, de los bancos, por medio de la
Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras, y del sistema de
pensiones, por medio de la Superintendencia de Pensiones.
18
Historia de la
Ley 21.000, Mensaje, 5-8, disponible en https://www.bcn.cl/
historiadelaley/fileadmin/file_ley/7652/HLD_7652_37a6259cc0c1dae299a7866489df
f0bd.pdf
19 Chile. Sentencia del Tribunal Constitucional, en causa rol 4.012-17, 18
de enero de 2018.
20 Traducción del autor.
21 Para un análisis de esta formulación, reconocida por la jurisprudencia
chilena y amparada en la construcción de la Directiva Europea 2005/29/CE
(considerando 18), vid. Rostión, 2014, 428-431.
22
En
este sentido, encontramos esfuerzos de la OCDE (http://www.oecd.org/finance/
financial-education) y de la Unión Europea (Sección 5.1 (b) del Dictamen
del Comité Económico y Social Europeo sobre “El crédito y la exclusión
social en la sociedad de la abundancia” (2008/C 44/19). En Chile, existen
ciertas iniciativas públicas, como el programa “Aprende$” (SBIF), “Central
en tu vida” (Banco Central) y el “Programa de Educación Financiera”
(Sernac), y privadas, como el proyecto “Educación Financiera en la
Escuela”, del Centro de Políticas Públicas UC, con la colaboración del
Banco Santander.
23 Cartwright, 1999, 10, agregaba que hay múltiples razones para
identificar la magnitud de los problemas informativos en el contexto de
los productos financieros, tales como las dificultades para identificar
las características del producto previo a la contratación, la complejidad
técnica de los términos financieros y contractuales y la distancia
temporal de la decisión y de sus efectos económicos (por ejemplo, en el
caso de las pensiones).
24 Sección 5.1 (i) del Dictamen del Comité Económico y Social 2008/C
44/19.