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             Diana
              Carolina Valencia-Tello  
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             Revoluciones
              liberales y culturas jurídicas 
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    Liberal Revolutions and Legal Cultures 
      
       Revoluções liberais e culturas legais
    
    Universidad del Rosario, Colombia. ORCID: 0000-0001-5936-6005 Contacto: dianac.valencia@urosario.edu.co
    
    
    
    
    Resumen: Mediante la
        reflexión sobre las revoluciones liberales es posible verificar la
        existencia de diversas culturas jurídicas, las cuales en el marco de la
        cultura europea generan variadas instituciones jurídicas para la
        consolidación de los Estados nación. Estudiar la historia de las
        culturas jurídicas en las revoluciones liberales nos ayudará a
        comprender que toda cultura tiene sus creencias, normas y valores, los
        cuales están en un flujo constante y no cambian tan rápidamente como las
        normas formales de un nuevo orden jurídico. Estas limitaciones
        culturales permiten conectar el pasado con el presente y el futuro, lo
        que ayuda a explicar el hecho de que la historia importa, pues no
        podemos comprender el presente sin comprender la trayectoria de las
        instituciones en nuestras sociedades.
      Palabras clave: estado, culturas jurídicas, revoluciones
        liberales, instituciones.
    
    Abstract: Through
        reflection on liberal revolutions it is possible to verify the existence
        of diferent legal cultures, which within the framework of European
        culture generate various legal institutions for the consolidation of the
        nation-state. Studying the history of legal cultures in liberal
        revolutions will help us to understand that every culture has its
        beliefs, norms and values, which are in a constant flow and do not
        change as quickly as the formal norms of a new legal order. These
        cultural limitations allow us to connect the past with the present and
        the future, which helps explain the fact that history matters, because
        we cannot understand the present without understanding the trajectory of
        the institutions in our societies.
      Keywords: State, Legal Cultures, Liberal Revolution,
        Institutions.
    
    Resumo: Através da
        reflexão sobre revoluções liberais, é possível verificar a existência de
        várias culturas jurídicas, que no âmbito da cultura européia geram
        várias instituições jurídicas para a consolidação do Estados nação.
        Estudar a história das culturas legais nas revoluções liberais nos
        ajudará a entender que toda cultura tem suas crenças, normas e valores,
        que estão em constante fluxo e não mudam tão rapidamente quanto as
        normas formais de uma nova ordem jurídica. Essas limitações culturais
        nos permitem conectar o passado com o presente e o futuro, o que ajuda a
        explicar o fato de que a história importa, porque não podemos entender o
        presente sem entender a trajetória das instituições em nossas
        sociedades.
      Palavras-chave: estado, culturas jurídicas, revoluções
        liberais, instituições.
    
    
    Recibido: 20200123 Aceptado: 20200217
    
    
    
    Introducción
    
    Reflexionar sobre la forma cómo surgió el
      Estado moderno es fundamental para comprender el posterior desarrollo del
      derecho público, pues como práctica jurídi- ca, el derecho público nace
      dentro de un contexto histórico y una determinada cul- tura jurídica, que
      marca diferentes caminos para interpretar y para construir las
      instituciones que ordenarán las relaciones entre gobernantes y gobernados,
      es decir, entre quien tiene autoridad de mando y control y el resto de la
      población.
      En este sentido, las revoluciones liberales marcan un antes y un después
      en la historia de la humanidad, pues ellas dan inicio formal al Estado
      nación y marcan el final de una larga era medieval, caracterizada por la
      existencia de diferentes centros de poder, conforme a diversos estamentos
      creados por sociedades fragmentadas, con diferentes regímenes jurídicos,
      coexistiendo dentro de un mismo territorio (Fioravanti, 2016;
      Brewer-Carias, 2008; Fonseca y Seelaender, 2008).
      También es importante resaltar que las revoluciones liberales ayudaron a
      consolidar inicialmente dos modelos diferentes de derecho. Por un lado,
      encontramos el Common Law o el modelo inglés
      caracterizado por una concepción plural del poder, donde la participación
      de diferentes estamentos en la construcción del derecho ayuda a establecer
      límites y controles entre las diferentes autoridades competentes. Por otro
      lado, encontramos el derecho de Europa Continental o Civil
        Law, que se caracteriza por la centralización del poder primero
      en el Rey y luego en la Ley, lo que limita la participación de otros
      estamentos en la construcción del derecho.
      En ambos casos, el surgimiento del Estado nación representó el inicio de
      una nueva forma de gobernar sociedades complejas, mediante la
      centralización del poder político y jurídico en cabeza del Estado (Grossi,
      2008); el cual de ahora en adelante ya no será comandado por un Rey, sino
      por órganos representativos de la nación, conforme estructuras
      aparentemente más democráticas, creadas a la medida de las nuevas
      necesidades de una sociedad capitalista en formación (Ripert, 1947),
      buscando la consolidación de un único régimen jurídico aplicable a todos
      los individuos por igual, dentro de territorios bien delimitados
      (Valencia-Tello, 2020).
      Para que este cambio de perspectiva fuera posible, fue necesaria la
      construcción de nuevas visiones sobre la legitimidad del poder en cabeza
      de la nación, representada por instituciones y órganos de gobierno bien
      seleccionados; así como nuevas visiones sobre el papel del individuo en el
      mundo cósmico y en la sociedad, buscando liberar al sujeto físico de las
      pesadas cadenas de los estamentos y demás ordenes comunitarios, que
      durante la Edad Media otorgaron lugares inamovibles. En consecuencia, las
      entidades políticas que se forman a partir de entonces están cargadas de
      voluntad para cambiar el mundo conocido (Grossi, 2008; Tamanaha, 2007;
      Sousa Santos, 1995).
      Así, estudiar la historia de las culturas jurídicas en las revoluciones
      liberales nos ayudará a comprender que toda cultura tiene sus creencias,
      normas y valores, los cuales están en un flujo constante y no cambian tan
      rápidamente como las normas formales de un nuevo orden jurídico. Por ello,
      para North (2006), aunque las normas formales puedan cambiar de la noche a
      la mañana (como fue el caso en las revoluciones liberales) las
      limitaciones informales plasmadas en las costumbres, tradiciones y códigos
      de conducta son mucho más resistentes a los cambios deliberados de los
      gobernantes. Estas limitaciones culturales permiten conectar el pasado con
      el presente y el futuro, por ello, utiliza el término vía
        de la dependencia para explicar el hecho de que la historia
      importa, pues no podemos comprender el presente sin comprender la
      trayectoria de las instituciones en nuestras sociedades.
      Teniendo en cuenta esta introducción, a continuación abordaremos el modelo
      inglés que determina las bases del Common Law y
      la Revolución gloriosa, para después tratar las particularidades de la
      Revolución norteamericana, la cual utiliza tradiciones del legado colonial
      inglés, pero, al mismo tiempo, busca apartarse de instituciones que no
      representan más los intereses de la colonia. En la tercera sección nos
      concentraremos en el modelo francés que configura las bases del derecho de
      Europa Continental o Civil Law y la Revolución
      francesa. En la cuarta sección se desarrollarán algunas ideas sobre
      centralización del poder y elites privilegiadas en América Latina, como
      parte de un legado colonial, que no fue totalmente olvidado durante los
      movimientos de independencia en el siglo XIX en la región, aunque los
      lideres copiaran ciertas instituciones de la Revolución francesa y
      norteamericana. El presente artículo de
        reflexión es de naturaleza teórica, mediante el análisis de fuentes
        secundarias desarrolladas dentro de la Escuela de Florencia de Historia
        del Derecho, que estudia el pensamiento jurídico en el marco de la
        cultura europea.
    
      
    El modelo inglés y la Revolución Gloriosa
    
    
    El constitucionalismo británico se ha
      caracterizado históricamente por la forma especial en que se limitó el
      poder desde la Edad Media, basado en el concepto de rule
        of law, que obliga a todos los miembros de la comunidad, sin
      excepciones. Esto evidencia también un concepto plural
        del poder, en donde el imperium está
      fraccionado y dividido entre varios sujetos dentro de una escala
      jerárquica establecida por la costumbre y el orden natural de las cosas.
      Al respecto el profesor Aragón Reyes (1999, 18-19) explica:
    
    
    La concepción plural
      del poder en la “forma mixta” no significa división de poderes sino
      “participación” en el poder de los distintos estamentos y, a la vez,
      confusión y no separación de competencias: cada órgano realiza varias
      funciones y cada función es realizada por varios órganos. En verdad, más
      que concepción de un poder plural, lo que existe es una concepción plural
      del ejercicio de poder. Lo importante es que la participación y confusión
      generan, irremisiblemente, una serie de controles, de muy variada
      naturaleza, sí, pero de inesquivable observancia.
    
    
    Esta concepción plural en el ejercicio del
      poder se remonta a la Carta Magna de 1215, cuando Inglaterra se configuró
      como una monarquía moderada, en donde el poder político no pertenece solo
      al rey, pues en la práctica, el poder está repartido en diferentes
      estamentos. Por esto, la Carta Magna es considerada, con frecuencia, como
      la primera declaración de derechos de la historia, pero en realidad esta
      fue sólo un documento de formalización de privilegios de las clases
      dominantes en el régimen feudal, pues el rey para no perder su autoridad,
      tuvo que garantizar ciertos privilegios al clero y a los barones
      (Brewer-Carías, 2008, 30). Sobre la historia constitucional inglesa,
      Fioravanti (2016, 31-32) afirma:
    
    
    Se considera que la
      historia constitucional inglesa demuestra cómo es posible una transición
      gradual y relativamente indolora del orden medieval moderno de las
      libertades, prescindiendo de la presencia de un poder político soberano
      altamente concentrado, capaz en cuanto tal de definir con autoridad las
      esferas de libertades individuales, primero de los súbditos y luego de los
      ciudadanos.
      Por ello no pocos tratadistas (McIlwain, 1940; Pound, 1957; Ullmann, 1966;
      Sharpe, 1976) subrayan que, en materia de libertades y de tutela, no hay
      solu- ción de continuidad desde la Magna Charta de
      1215 a la Petition of Rights de 1628, al Habeas Corpus Act de 1679, al Bill
        os Rights de 1689, hasta llegar a aspectos importantes del
      constitucionalismo de la época de las revoluciones.
    
    
    No obstante, es importante destacar que en
      el siglo XIII no existe el concepto de pueblo y, en consecuencia, se
      establecieron derechos heterogéneos, conforme la existencia de diferentes
      clases de la sociedad estratificada (nobleza, clero, señores feudales y
      comerciantes). Por tanto, la Carta Magna no contenía una declaración de
      derechos fundamentales, pero es importante porque garantizó ciertos
      derechos de protección contra el abuso del poder real, especialmente para
      la aristocracia feudal. Por ejemplo, se estableció la costumbre de que, en
      casos graves, el rey debía consultar mediante convocatoria a
      representantes de la nobleza y de las comunidades, toda solicitud de
      nuevos impuestos, así como se establece la costumbre de conocer el estado
      del reino. Con esto, la asamblea fue desarrollando progresivamente a lo
      largo de los siglos su propia fuerza, y lentamente comenzó a apoderarse de
      privilegios y prerrogativas reales, como el derecho de investir al rey,
      desde la coronación de Henrique de Lancaster, en 1399 (Brewer-Carías,
      2008, 36-39).
    La guerra civil de 1642, entre
      parlamentaristas y realistas, que duró 18 años, consiguió impedir el
      establecimiento de monarquías absolutas, con la perpetuación del poder del
      Parlamento sobre el Rey, y el establecimiento de la supremacía del Rule of Law, mediante la promulgación del Bill
        of Rights en 1689 (Brewer-Carías, 2008, 47-48). Al respecto,
      Fabio Comparato (2007, 93) afirma:
    
    
    Promulgado exactamente
      un siglo antes de la Revolución Francesa, el Bill of
        Rights pone fin, por la primera vez, desde su surgimiento en la
      Europa renacentista, al régimen de monarquía absoluta, en el cual todo
      poder emana del rey y en su nombre es ejercido. A partir de 1689, en
      Inglaterra, los poderes de legislar y crear tributos ya no son
      prerrogativas del monarca, sino que entran a la esfera de competencia
      reservada del Parlamento. Por esto, las elecciones y el ejercicio de las
      funciones parlamentarias son cercados de garantías especiales, de modo que
      preserven la libertad de este órgano político frente al jefe del Estado
      (…).
    
    
    Así, para Comparato aunque el Bill
        of Rights no es una declaración de derechos humanos, es un
      documento profundamente importante para la historia constitucional porque
      crea la división de poderes, aquello que la doctrina constitucional
      alemana del siglo XX denominaría sugestivamente, una garantía
      institucional, esto es una forma de organización del Estado que busca
      proteger los derechos fundamentales de las personas.
    De esta forma, el modelo ingles se
      emancipa del resto de Europa y, adicionalmente, introduce un nuevo
      elemento dinámico: la jurisprudencia, como verdadero factor de unidad,
      donde los jueces, —y no los príncipes o legisladores-, son quienes
      construyen el derecho común inglés, o el Common Law.
      Así, la jurisprudencia es el instrumento principal de elaboración de las
      reglas que buscan tutelar las libertades, con la finalidad de que el poder
      político no pueda disponer a voluntad de ellas. Como ejemplo, García de
      Enterría (1995, 148) cita la sentencia del famoso juez Edward Coke de
      1612, en el caso prohibitions the Roy o
      Fuller’s, en donde el juez dictaminó:
    
    
    Pues el Rey piensa que
      el derecho se funda en la razón y que él mismo y otros tienen razón tan
      buena como la de los jueces; a lo cual debo contestar que es verdad que
      Dios ha agraciado a Su Majestad con excelente ciencia y con gran beneficio
      de dones naturales; pero Su Majestad no ha estudiado el derecho del reino
      de Inglaterra, y las causas que conciernen la vida, la herencia, los
      bienes o la fortuna de sus súbditos no deben ser decididos por la razón
      natural, sino por la razón artificial y el juicio del Derecho, y el
      Derecho es un arte que requiere largo estudio y experiencia antes de que
      un hombre pueda llegar a conocerlo.
    
    
    Por ello se afirma que el Derecho que se
      postula no es el de la legalidad, es decir, el Derecho no se identifica
      con la Ley del Rey, sino que es casi lo contrario, el Derecho es una
      construcción conjunta entre diferentes estamentos, que se materializa en
      el Common Law, y en donde el Rey está obligado a
      gobernar su pueblo conforme preceptos previamente establecidos, es decir:
      tú gobernó has pópele acordina the law (García de
      Enterría, 1995, 150).
      
    De esta forma, vemos como
        la soberanía parlamentar, destinada a consolidarse a partir de la
        Revolución Gloriosa de 1689, que reforma drásticamente el poder real, no
        se transforma en soberanía ilimitada, sino que con base en la aplicación
        de los principios de pesos y contrapesos (checks
        and balances) se exige la participación activa de
        los tres poderes, estos son, el parlamento (con los comunes y los
        nobles), el rey y los jueces. Adicionalmente, existe un núcleo duro de
        derechos fundamentales (libertad y poder) del cual no pueden disponer a
        voluntad el poder político (Fioravanti, 2016, 33). Por ello se afirma
        que el modelo de los checks and
      balances es ante todo empírico y funcional, no causal,
        pues tiene por finalidad la protección de la libertad de los miembros de
        la comunidad mediante el equilibrio de varios poderes (Aragón, 1999,
        21).
    En este contexto institucional, el
      objetivo principal de la asociación política, es el encuentro equilibrado
      de los poderes públicos, para impedir atropellos y defen- der las
      posiciones adquiridas por cada uno, razón por la cual aquí no es posible
      la existencia de un concepto radical de poder constituyente, como en
      Europa continental. Aunque se admita el derecho de resistencia en caso de
      tiranía y disolución del gobierno. Este derecho se concibe como un
      instrumento de restauración de la legalidad violada y no como un nuevo
      orden político (Fioravanti, 2016, 34).
    De esta forma, el parlamento inglés
      proporcionó el inicio de un gobierno representativo y reforzó la seguridad
      de los derechos de propiedad, así como la existencia de un sistema
      judicial imparcial más eficaz (North, 2006, 148). Por ello se afirma que
      en el siglo XVIII, el Imperio Británico tenía numerosos niveles de
      gobierno, cada uno de ellos con un esfera de autoridad diferente (North,
      2006, 148-158).
    
    
    La Revolución de Norte América
    
    
     La colonización inglesa en América del
      Norte no tuvo una política centralizadora, pues desde el inicio la Corona
      permitió la existencia de gobiernos locales. La mayoría de los colonos
      había escapado de persecuciones y conflictos existentes en Inglaterra,
      razón por la cual, sin tener concesiones, ni derechos de clase otorgados
      por la Corona, tuvieron la necesidad de establecer sus propias reglas y
      establecer pactos para permanecer juntos, con la finalidad de lograr el
      bienestar de todos los miembros (Brewer-Carias, 2008, 64-65). Al respecto
      Tocqueville (1987, 517-518) afirmaba: 
    
    
    Los ingleses que
      vinieron hacen tres siglos a fundar en los desiertos del Nuevo Mundo una
      sociedad democrática, estaban todos habituados en su patria a tomar parte
      en los negocios públicos; conocían el jurado, tenían la libertad de la
      palabra y de la prensa, la libertad individual, la idea del derecho y el
      hábito de recurrir a él. Transportaron para América estas instituciones
      libres y estas costumbres vitales, y ellas los apoyaron contra las
      usurpaciones del Estado. Entre los americanos, pues, la libertad es
      antigua; la igualdad es relativamente nueva. Lo contrario ocurre en
      Europa, donde la igualdad, es introducida por el poder absoluto y sobre la
      vigilancia de los reyes, ya penetrará en los hábitos de los pueblos, mucho
      antes que la libertad introducida en sus ideas.
    
    
     En 1750, todas las colonias inglesas en
      América del Norte tenían una amplia autonomía con gobiernos propios y
      asambleas con dos cámaras, donde se resolvían los asuntos locales, y sin
      mecanismos centralizadores de la administración colonial. Al respecto,
      North describe esta etapa así: 
    
    
    Hasta el final de
      Guerra de los Siete Años, en 1763, la intervención británica en América
      del Norte se limitaba a la provisión de los bienes públicos vigentes en
      todo el imperio, sobre todo la seguridad y el comercio exterior. Las
      asambleas coloniales, que trabajaban con el gobernador imperial,
      disfrutaban de una amplia autoridad sobre los bienes públicos locales, los
      derechos de propiedad, la libertad religiosa y la aplicación de contratos,
      sujeta a ciertas restricciones determinadas por el derecho británico.
      [...] Diversos cambios producidos en la política imperial británica luego
      de 1763 amenazaron ese sistema. Dos de ellos tuvieron una influencia
      crítica. En primer lugar, aunque la guerra eliminó la amenaza francesa,
      se pagó un enorme costo económico que dejó a Gran Bretaña con la deuda
      más grande de su historia. Los británicos acudieron a las colonias para
      financiar una parte de la deuda. En segundo lugar, la derrota francesa
      produjo una gran modificación en el imperio. [...] Estos cambios indujeron
      a muchos norteamericanos a deducir que Gran Bretaña ya no respetaría los
      principios del federalismo dentro del imperio (North, 2007, 159-160).
    
    
    Por esto, cuando el parlamento ingles
      estableció diversos impuestos sobre los productos coloniales, las colonias
      americanas rechazaron esta imposición, con base en el derecho tradicional
      establecido desde la Edad Media de no estar sujeto a impuestos sin previo
      consentimiento.
    La Declaración de Derechos de Virginia de
      1776 no utilizó el Common Law, ni los derechos de
      los ingleses como la Carta Magna o el Bill of Rights,
      sino que simplemente deriva los derechos de las leyes de la naturaleza
      humana, de la razón y de Dios, lo que constituye el primer documento en la
      historia constitucional que legitima jurídica y políticamente el
      autogobierno con base en los derechos naturales del hombre, evidenciándose
      una fuerte influencia de las ideas de Locke (Brewer-Carias, 2008, 80). Al
      respecto, Comparato (2007, 106-107) afirma:
    
    
    La propia idea de
      publicar una declaración de las razones del acto de independencia, por un
      “respeto debido a las opiniones de la humanidad”, constituye una novedad
      absoluta. De ahora en adelante, los jueces supremos de los actos políticos
      dejan de ser los monarcas, o los jefes religiosos, y pasan a ser todos los
      hombres, indiscriminadamente. En verdad la idea de una declaración a la
      humanidad está íntimamente ligada al principio de la nueva legitimidad
      política: la soberanía popular. Una nación sólo está legitimada a
      autoafirmar su independencia, porque el pueblo que la constituye detiene
      el poder político supremo. (…) La importancia histórica de la Declaración
      de Independencia está justamente ahí: es el primer documento político que
      reconoce, a la par de la legitimidad de la soberanía popular, la
      existencia de derechos inherentes a todo ser humano, independientemente de
      las diferencias de sexo, raza, religión, cultura o posición social.
    
    
    Después de la victoria norte americana en
      1783 contra el imperio inglés, líderes estadunidenses comenzaron a pensar
      sobre la necesidad de establecer un poder central, para lo cual fue
      convocada una Convención Federal que produjo en 1787, la declaración del
      Congreso, de la Constitución Federal de los Estados Unidos como resultado
      de una serie de compromisos políticos y sociales de las colonias
      independientes, estableciéndose un sistema de separación de poderes
      equilibrados y controlados entre sí, para garantizar la prevalencia de la
      libertad y la igualdad entre todos los miembros de la nación, evitando con
      esto, la concentración del poder mediante los Checks and
        Balances entre poderes (Brewer-Carías, 2008,80).
    
    
    Las controversias
      abundaron durante la época de los Artículos de la Confede- ración y la
      firma de la Constitución, pero los fundamentos de estabilidad de las
      reglas políticas y económicas se trasladaron de las cartas coloniales al
      periodo de la independencia. [...] Los debates entablados durante esta
      época sirvieron para suscitar nuevas creencias compartidas sobre los
      límites impuestos a la autoridad política federal y la importancia de los
      derechos ciudadanos y la autonomía estatal (North, 2007, 161).
    
    
    En The Federalist Papers,
      documento que promovía la ratificación de la Constitución de los Estados
      Unidos, se hacía un llamado a los ciudadanos a estudiar la Nueva
      Constitución, lo que representa el primer documento en la historia
      constitucional que documenta el dialogo político que debe existir entre
      ciudadanos, para que la democracia permita la construcción conjunta de
      instituciones que representen efectivamente al pueblo, utilizando los checks and balances.
    Es significativo el primer aporte de The Federalist Papers donde se afirma qué en una
      nación conformada por personas libres e iguales, los ciudadanos deben ser
      conscientes que el gobierno es indispensable y necesario,
      independientemente de la forma de gobierno; razón por la cual el pueblo
      debe ceder algunos de sus derechos naturales al gobierno, para que este
      adquiera los poderes necesarios para gobernar.
    Así la independencia de las trece colonias
      no instalaría un sistema de rígida separación de poderes, sino más bien,
      un “gobierno bien equilibrado”, importando la teoría de los checks
        and balances y adaptándola a las nuevas exigencias, donde existe
      una mezcla de poderes y competencias entrelazadas (Aragón, 1999, 27).
    
    
    Los
      hombres que viven en los Estados Unidos jamás fueron separados por
      cualquier privilegio; como no se temen, ni se odian unos a los otros,
      jamás tuvieron la necesidad de invocar el soberano para dirigir las
      menores cosas de sus quehaceres. El destino de los americanos es singular:
      toman la aristocracia de Inglaterra y la idea de los derechos individuales
      y el gusto por las libertades locales; conservando ambos, porque no
      tuvieron que combatir a la aristocracia (Tocqueville, 1987, 519).
    
    
    En El Federalista,
      se proclama claramente que la división de poderes es una garantía para la
      libertad y al mismo tiempo, representa una interdependencia entre los
      poderes que los obliga a controlarse uno al otro, es decir, el equilibrio
      constitucional del sistema de gobierno depende de que cada autoridad tenga
      competencia para controlar las otras autoridades. La particular
      experiencia norteamericana inspiró a líderes alrededor del mundo a seguir
      los pasos independentistas, proclamando también constituciones para
      desarrollar nuevas instituciones de gobierno. Aún así, es importante tener
      presente que al momento de la independencia millones de africanos
      importados a la fuerza, eran esclavizados en plantaciones y minas en
      Estados Unidos, razón por la cual las ideas de igualdad, libertad y
      gobierno equilibrado, dejaba por fuera a gran parte de la población.
    
    El modelo francés y la Revolución Francesa
    
    
    La monarquía absolutista en Francia tuvo
      su origen en 1223, con la muerte de Felipe II, el Augusto, que impuso la
      sucesión hereditaria al trono y la idea de que nadie otorgaba poderes al
      Rey, él simplemente los tenía por la gracia de Dios. Así, se estableció el
      principio de inviolabilidad del monarca, basado en la creencia de que su
      poder provenía de Dios, y por ello, su coronación era realizada por el
      Papa. El Rey era fuente de toda justicia, legislación y gobierno
      (Brewer-Carías, 2008, 125-126), pues la costumbre establecía que todos
      están obligados al Rey, pero el Rey jamás está obligado para con sus
      súbditos, lo que impidió por mucho tiempo, cualquier acción que
      contrariara la voluntad del soberano (García de Enterría, 1995, 101).
    Desde el antiguo régimen medieval, existía
      en Francia una estructura social aristocrática, fundada tanto en los
      privilegios del nacimiento como en la riqueza territorial. En principio,
      existían tres órdenes básicos, el primero era el Rey, el segundo estaba
      conformado por el clero y la nobleza, como clases privilegiadas, que
      tenían poderes concretos sobre el tercer estado, en donde se encontraba el
      resto de la población, incluyendo la burguesía (comerciantes y artesanos)
      y la aristocracia (funcionarios de alto cargo). Cuando Tocqueville (2010,
      118) se pregunta ¿Por qué los derechos feudales se habían hecho más
      odiosos al pueblo de Francia que en cualquier otra parte?, responde:
    
    
    Cuando la nobleza posee
      no solamente privilegios, sino también poderes, cuando gobierna y
      administra, sus derechos particulares pueden, al mismo tiempo, ser más
      grandes y pasar más inadvertidos. En los tiempos feudales se consideraba a
      la nobleza casi del mismo modo que hoy consideramos al Gobierno: se
      soportaban las cargas que imponía en vista de las garantías que daba. Los
      nobles tenían privilegios modestos, poseían derechos onerosos; pero
      aseguraban el orden público, distribuían la justicia, hacían observar la
      ley, acudían en socorro del débil, llevaban los asuntos comunales. A
      medida que la nobleza cesó de hacer esto, el peso de sus privilegios fue
      pareciendo más insoportable y su misma existencia acabó por parecer
      incomprensible.
    
    
    Debido a la complejidad del reino, se
      desarrollaron instituciones llamadas intendencias,
      las cuales, por delegación directa del Rey, estaban encargadas de la
      administración y de la justicia (Brewer-Carías, 2008, 122-125). Desde la
      baja Edad Media los consejos reales tenían el doble carácter de órganos
      administrativos y de tribunales de justicia. Sobre la antigua
      Administración del reino, Tocqueville (2010, 121) manifestaba:
    
    
    Cuando se lanza la
      primera ojeada sobre la antigua Administración del reino, todo en ella
      parece al principio una diversidad de leyes y de autoridades, una maraña
      de poderes. Toda Francia estaba cubierta por cuerpos administrativos y de
      funcionarios aislados que no dependían unos de otros y que tomaban parte
      en el Gobierno en virtud de un derecho que habían comprado y que no se les
      podía quitar. A menudo sus atribuciones estaban tan entremezcladas y con-
      tiguas que se acumulaban y entrechocaban dentro del círculo de unos mismos
      asuntos.
    
    
    En este sentido, el pluralismo jurídico
      que existió a lo largo de la Edad Media se caracterizó por la existencia
      de diversos tipos de cortes o foros judiciales, tales como: cortes
      municipales, cortes mercantiles, corte de penas, cortes reales y cortes de
      la iglesia, sólo para dar algunos ejemplos. Por lo tanto, eran numerosas
      las disputas por demarcar las fronteras entre las distintas jurisdicciones
      de las cortes, pues por ejemplo, la Iglesia reclamaba autoridad sobre
      disputas en temas como matrimonio, herencia y cualquier otro asunto de
      interés de la Iglesia (Tamanaha, 2007).
    Las cortes reales, también buscaban
      imponer su autoridad con base en la supremacía de la monarquía dentro de
      la sociedad estamental. Por ello, para Grossi, Francia es el laboratorio
        político-jurídico de la modernidad pues es allí en donde se
      producen las primeras manifestaciones del poder del príncipe para legislar
      y organizar a su antojo el reino (Grossi, 2008). Al respecto Tocqueville
      (2010, 118) afirmaba:
    
    
    En el centro del reino
      y cerca del trono se había formado un cuerpo administrativo de singular
      poderío, en el seno del cual se concentraban todos los poderes de una
      manera nueva: el consejo del rey. Su origen era antiguo, pero la mayor
      parte de sus funciones eran de fecha reciente. Lo era todo a la vez:
      tribunal supremo de justicia, porque tenía el derecho de casar sentencias
      de todos los tribunales ordinarios; tribunal superior administrativo,
      porque de él dependían en última instancia todas las jurisdicciones
      especiales. Como consejo del Gobierno ejercía además, con el beneplácito
      del rey, el poder legislativo, pues discutía y proponía la mayor parte de
      las leyes y fijaba y repartía los impuestos. Como consejo superior de
      Administración le correspondía establecer las normas generales que debían
      seguir los agentes del Gobierno. También decidía los asuntos importantes y
      supervisaba los poderes secundarios. Todo desembocaba en él y de él partía
      el movimiento que se comunicaba a todo. Sin embargo, carecía de
      jurisdicción propia. El rey era el único que decidía, aún cuando el
      consejo pareciera pronunciar la sentencia. Aunque diera la impresión de
      administrar justicia, sólo estaba compuesto de simples consejeros,
        como decía el Parlamento en una de sus advertencias. No integraba
      este consejo grandes señores, sino personajes de la clase media y aún
      baja, antiguos intendentes y otras gentes peritas en la práctica de
      asuntos, todas ellas revocables.
    
    
    
     Aquí es importante resaltar que en el
      momento de la Revolución, existían 32 intendentes, que administraban
      territorialmente el reino como funcionarios todopoderosos, pues tenían
      varias competencias ejercidas de forma simultánea. Eran órganos de
      administración de justicia en última instancia, participaban en juicios y
      vigilaban a los demás magistrados. Eran órganos de policía, dirigían la
      administración en general, controlaban el comercio, la agricultura y la
      industria. También estaban encargados de recaudar impuestos
      (Brewer-Carías, 2008, 132-136). Así, la estructura del poder en Francia se
      caracteriza por la fuerte centralización de funciones en cabeza de
      funcionarios todopoderosos que tienen a cargo diversas funciones y, en
      donde los mecanismos de control no se encuentran bien definidos.
      Pero en 1661, luego de la prisión de Fouquet, intendente de finanzas del
      Rey Luis XIV, -a causa de señalamientos por malversación de fondos-; el
      Rey decidió sustituir a los surintendant por el
      Contrôleur general o inspector general en las
      provincias. A partir de entonces los inspectores generales tuvieron a su
      cargo la dirección de todos los asuntos que suscitaban cuestiones
      pecuniarias. Por ello, actuaban como ministro de Hacienda, del Interior,
      de Obras Públicas y de Comercio. Así, las funciones del encargado de
      controlar las actividades administrativas, se confunden con las funciones
      de los administradores públicos, pues, en el siglo XVIII, podemos
      evidenciar la existencia de grandes señores con el título de gobernadores
        de provincia, quienes representaban la antigua realeza feudal,
      pero en la práctica, estos no respondían por las actividades de la
      administración, pues todas las funciones estaban en manos del intendente.
      Sobre el intendente Tocqueville (2010, 123-124) afirmaba:
    
    
    Éste solía ser un
      hombre de cuna ordinaria, siempre forastero en la provincia, joven, con su
      fortuna por hacer. No ejercía sus poderes por derecho de elección, de
      nacimiento o de oficio comprado; era elegido por el Gobierno entre los
      miembros inferiores del consejo de Estado y era siempre revocable.
      Separado de este cuerpo, lo representaba en la provincia, razón por la
      cual, en el lenguaje administrativo de la época, se le llamaba comisario
      destacado. En sus manos se acumulaban casi todos los poderes que poseía el
      mismo consejo, y los ejercía todos en primera instancia. Igual que dicho
      consejo, era al mismo tiempo administrador y juez. El intendente mantenía
      correspondencia con todos los ministros; era el agente único en la
      provincia de todas las decisiones del Gobierno. 
    
    
    Así, las funciones de administración y
      control se confunden en la misma persona, quien adicionalmente, es un
      funcionario de menor rango dentro de la sociedad estamentaria, sin mayor
      autonomía, pues su cargo era siempre revocable.
      Con relación a la promulgación de leyes y edictos, debemos resaltar la
      institución de los Parlaments, que por la
      costumbre, habían adquirido el derecho de registrar las leyes o edictos
      que dictaba el monarca, como un requisito para su ejecución, lo que era
      considerado por el Rey como una concesión real. Los miembros de los Parlaments tenían derechos hereditarios sobre el
      cargo, por ello, estos cargos podían comprarse y también existía la
      costumbre de realizar pagos en dinero o especie a los magistrados para
      obtener justicia. En consecuencia, es fácil imaginar el por qué los Parlaments representaban una aristocracia corrupta e
      ineficiente, que fueron rápidamente abolidos durante la Revolución
      (Brewer-Carías, 2008, 139-142).
    
    
    Aún así, el papel de los Parlaments
        fue fundamental para el inicio de la Revolución, cuando en 1787
      el Parlament de Paris pidió justificaciones
      sobre los edictos que establecían mayores impuestos para hacer frente a la
      crisis fiscal del reino, estableciendo por la primera vez que solo la
      nación tenía el derecho a conocer nuevos impuestos y solicitando convocar
      a los Etats Généraux. Después de dos años de
      intensas confrontaciones entre el Parlament y el
      Rey, este se vio obligado a convocar los Etats Généraux
      después de 175 años de inactividad, lo que dio inicio a la
      Revolución Francesa (Brewer-Carías, 2008, 155-160).
      Cuando los Etats Généraux comenzaron a dictar
      decretos desconociendo el poder del Rey, este trató de derogarlos e
      intentó la disolución de la asamblea, pero los diputados del Tiers
        État (miembros de la burguesía), con el apoyo del pueblo,
      impusieron al Rey el nuevo régimen, instalando la asamblea de forma
      permanente a partir de agosto de 1789. En pocos meses hicieron una
      revolución jurídica, cambiando todos los instrumentos que regían la
      monarquía y configurando un nuevo Estado (Brewer-Carías, 2008, 166-171),
      con base en el principio de la supremacía de la ley y en la figura del
      legislador como el nuevo representante de la Nación. Por ello, Hannah
      Arendt en el libro Sobre la revolución (188,
      125) afirma:
    
    
    Así la concepción de
      Rousseau acerca de una nueva voluntad general, inspirando y dirigiendo la
      nación, como si ella no fuera formada más que por una multitud, sino por
      una sola persona, se vuelve axiomática para todas las fracciones y
      partidos de la Revolución Francesa, por ser ella, en realidad, el
      substituto teórico de la voluntad soberana de un monarca absoluto.
    
    En este sentido Arendt llama la atención
      sobre cómo el cambio de gobierno de la monarquía a la democracia, no logró
      disminuir la fuerte concentración de poder en las figuras centrales de los
      sistemas de gobierno en Europa continental. Así, si en la monarquía, el
      mito del poder estaba concentrado en el rey; en la democracia, el poder
      estará concentrado en el mito de la ley, que es oponible a todos los
      ciudadanos por igual.
    Por ello, Fioravanti (2016, 58) afirma que
      en la declaración de derechos de 1789, existen sólo dos valores
      político-constitucionales: el individuo, como ciudadano igual y, la ley,
      como expresión de la soberanía de la nación (Artículos 2 y 3). Así, la
      afirmación de los derechos naturales de los individuos y la soberanía
      nacional no son realidades opuestas en la declaración de derechos, sino
      que son realidades complementarias, como parte de un mismo proceso
      histórico que libera a los individuos de las antiguas ataduras del poder
      feudal. La concentración del “imperium” en el
      legislador, intérprete de la voluntad general aparece como máxima garantía
      de que nadie podrá ejercer el poder de coacción sobre los individuos, sino
      en nombre de la ley general y abstracta.
    Al respecto, Comparato (2007, 133-134)
      realiza una importante distinción entre las declaraciones de derechos en
      Francia y en los Estados Unidos, afirmando que los americanos estaban más
      interesados en firmar su independencia y establecer su propio régimen
      político, que en llevar la idea de libertad a otros pueblos; mientras qué
      en el caso francés, los revolucionarios de 1789, se juzgaban apóstoles de
      un nuevo mundo, que debía ser anunciado a todos los pueblos y tiempos
      venideros, sin que se prestara la debida atención y cuidado a la
      estructura y organización del poder bajo el nuevo sistema de gobierno.
    Para Grossi (2008), con la Revolución
      Francesa comienza un largo periodo de no solo legalismo sino de autentica
      legolatría, pues la ley se convierte en objeto de culto, sin que importe
      su contenido, causando un autentico absolutismo jurídico
      que va de la mano con el liberalismo económico,
      que está en proceso de construcción.
    Bajo la lógica revolucionaria, la ley
      contiene el límite al ejercicio de las libertades y la garantía de que los
      individuos no podrán ser molestados por ninguna otra forma de autoridad,
      que no sea autorizada por la propia ley. La ley y la autoridad pública
      hacen posible la libertad de todos los individuos, lo que representa un
      gran cambio, frente a las antiguas discriminaciones estamentales del
      régimen feudal (Fioravanti, 2016, 58-59). En este sentido, la mitificación
      de la ley permite la construcción de un nuevo orden en oposición al
      antiguo régimen feudal. La ley como expresión de la razón y de la voluntad
      soberana de un pueblo unido por los ideales de libertad e igualdad, impide
      que en la práctica se verifique la existencia de interés concertados entre
      los grupos que dominaban la Asamblea Legislativa.
    Por ejemplo, la Ley Le Chapelier (1791) se
      encarga de extinguir de un solo golpe toda instancia intermedia entre los
      individuos y los gobernantes, lo que dio vía libre al refuerzo
      incontrolado de poderes en la cúpula y al centralismo jurídico y político
      del Estado (Comparato, 2007, 133-134); pues el pueblo, que se identifica
      con la nación, tiene la única función pasiva de elegir a sus
      representantes. La fuerte centralidad del poder en el Estado, causa
      obligatoriamente la mitigación de los controles sobre las decisiones del
      Estado; pues bajo la lógica rousseauniana, el poder del pueblo, de la
      democracia, no puede estar dividido y por ello, el único control hace
      referencia a la voluntad de la mayoría y al propio autocontrol del Estado.
      Al respecto Aragón Reyes (1999, 24-25) afirma:
    
    
    En resumidas cuentas, se pregonaba la limitación, pero no se instrumentalizaba
        suficientemente sus garantías, situación que se perpetuaría por
      mucho tiempo en el Derecho Público europeo continental. El resultado al
      que conduciría, de inmediato, la ausencia del equilibrio como elemento
      básico de la Constitución democrática será o bien al establecimiento de
      una división de poderes sin apenas controles (Constitución francesa de
      1791 y del año III) o a una negación de la división misma del poder, es
      decir a un régimen de asam- blea (la dictadura jacobina implantada en
      agosto de 1792).
    
    
    Por esto, Ripert (1947, 21) afirma que
      cuando el legislador anuncia la libertad del comercio y de la industria
      mediante la ley 2-17 de marzo de 1791, no sólo declaraba un principio
      fundamental para el nuevo sistema económico, sino que también destruía la
      vieja sociedad de sociedades feudal. La ley
      declaró que las asociaciones obligatorias estaban suprimidas y tres meses
      después las asociaciones libres también estarían prohibidas. Así, de un
      orden social con pluralidad de centros de poder, pasamos a un orden
      monista, caracterizado por la omnipresencia de la ley que da forma al
      Estado. En este sentido, la ley fue útil, no sólo por lo que dio, sino
      sobre todo, por lo que destruyó.
    No obstante, después del jacobinismo, la
      imagen de la soberanía del pueblo no puede ser más la misma, porque el
      terror revolucionario demostró con hechos, la terrible fuerza y la
      capacidad destructiva del poder del Estado. Con esto, la espontánea
      alianza entre el soberano y el individuo quedaba acabada para siempre
      (Costa, 2008). Aún así, la omnipresencia de la ley se había instaurado con
      éxito bajo el nuevo orden político y jurídico del Estado, especialmente
      bajo el comando de Napoleón. Al respecto Arendt (1988) afirma:
    
    
    La
      historia constitucional de Francia, donde durante la revolución, las
      constituciones se sucedían unas a otras, mientras aquellos que detienen el
      poder se muestran incapaces de imponer el cumplimiento de cualquiera de
      las leyes y decretos revolucionarios, puede ser fácilmente interpretada
      como una crónica monótona que demuestra a la sociedad aquello que debería
      ser obvio desde el inicio, o sea, que la alabada voluntad de la multitud,
      es por definición mutable e inconstante, y que una estructura construida
      sobre ese fundamento es como si estuviera en arena movediza.
    
    
    La construcción del Estado como un aparato
      de comando, basado en la ley, durante la época de policía, permitió
      mantener el Estado alejado de la sociedad, aunque aparentemente se buscaba
      informar y fomentar el desarrollo. Por eso el Estado y la Sociedad son
      dimensiones opuestas, en donde la maquina del Príncipe persigue la
      realización de valores propios que no coinciden con los de la sociedad que
      comanda. La doctrina más madura del Estado de derecho va a afirmar que los
      derechos de los individuos se fundamentan sobre el acto soberano de
      autolimitación del Estado, pues si las libertades nacen de las normas del
      Estado, se debe admitir que existe solo el derecho fundamental a ser
      tratado conforme las leyes del Estado. Por ello, la constitución no puede
      cuestionar la autoridad del Estado, ni las certezas de las normas
      (Fioravanti, 2016).
    
    
    Centralización del poder y construcción de
      elites privilegiadas en América Latina
    
    
    Tanto la corona española como la corona
      portuguesa eran monarquías absolutistas que presentaban muchas similitudes
      con la corona francesa, tales como: la centralización del poder político y
      jurídico por parte del Rey, existencia de sociedades estratificadas y un
      sistema económico mercantilista, donde el objetivo principal era la
      extracción de metales preciosos de las colonias y la conversión al
      cristianismo de los grupos colonizados. En el caso de la corona de
      Castilla, esta tuvo mucho cuidado de impedir el surgimiento de un sistema
      feudal en las Indias, pero definitivamente en el Nuevo Mundo estaban
      presentes ciertas características feudales. En concreto, actitudes,
      valores y costumbres feudales importadas del Viejo Mundo, marcaron
      fuertemente la forma como se legitimaba el uso del poder en las Indias. Al
      respecto Phelan (1995, 475) afirma:
    
    
    Un legado feudal mucho
      más importante constituyó un principio básico de todo el sistema de
      gobierno en las Indias, a saber, el principio corporativo de que los
      derechos, privilegios y obligaciones se derivaban del estamento y de las
      corporaciones a las cuales pertenecía cada persona. Las desigualdades eran
      parte integrante de los estamentos y corporaciones, cuyos privilegios y
      obligaciones constaban en cartas específicas. Siendo como era una sociedad
      feudal, todo el ordenamiento jurídico de las Indias estaba formado por un
      amasijo de privilegios, en el cual la administración consistía en la
      adjudicación.
    
    
    La corona otorgaba privilegios
      monopolísticos exclusivos y el comercio estaba circunscrito a una cantidad
      limitada de puertos. Así, la política centralizadora de las coronas y el
      establecimiento de un orden legal basado en la concesión de privilegios,
      permitió la creación de sociedades desiguales, donde la pertenencia a
      ciertas corporaciones delimita los derechos y obligaciones de las
      personas. Las desigualdades presentes en el sistema social y económico
      impidieron el desarrollo del auto-gobierno entre personas iguales, así
      como también impidieron el establecimiento de mercados competitivos
      (North, 2007, 163). El formalismo y patrimonialismo de las burocracias
      indianas, evidencian sus primeros trazos desde época colonial, como bien
      lo retrata Phelan (1995, 476) así:
    
    
    En
      la sociedad feudal, así como en la sociedad indiana, había un exagerado
      sentimiento de honor y de dignidad personal. Los magistrados,
      considerándo- se virtualmente nobles, estaban sumamente obsesionados con
      la posición social y jerárquica. A falta de una numerosa nobleza titulada
      y de una Corte real, los magistrados en las Indias se dieron a adoptar las
      pretensiones y actitudes de la nobleza. En esa sociedad corporativa y
      privilegiada, las cuestiones protocolarias asumieron una enorme
      importancia, pues la preocupación de los ministros con la etiqueta
      manifestaba su excesiva sensibilidad respecto del lu- gar que ocupaban en
      la sociedad. Para los europeos expatriados de las Indias, aspectos menores
      de precedencia social, los cuales ni siquiera habían surgido en la
      península, podrían volverse motivos de graves desavenencias personales.
    
    
    La centralización del poder está bien
      representada en la “reproducción eurocéntrica de una cultura jusfilosófica
      y de un aparato jurídico impuesto por el poder hegemónico de las
      metrópolis” (Wolkmer, 2008, 203), con esto se buscaba proteger los
      intereses económicos y políticos de las coronas, garantizando también, la
      riqueza a los conquistadores y la evangelización de los pueblos
      conquistados.
    Los privilegios monopolísticos exclusivos
      permitieron la creación de sociedades estratificadas, poco competitivas,
      pues existían grandes diferencias entre las personas con acceso a
      privilegios monopolísticos y el resto de la población. En el caso de
      Brasil, Schwarz (2001, 16) nos da un ejemplo sobre el monopolio de la
      tierra así:
    
    
    (…) la colonización,
      produjo, con base en el monopolio de la tierra, tres clases de población:
      el latifundista, el esclavo, y el “hombre libre”, que en realidad era
      dependiente. (…) ni propietarios ni proletarios, su acceso a la vida
      social y a sus bienes depende materialmente del favor, indirecto o directo
      a un grande (…) el favor es, por lo tanto, el mecanismo a través del cual
      se produce una de las grandes clases de la sociedad, directamente
      relacionada a la clase de los que tiene.
    
    En consecuencia, los movimientos de
      independencia que surgen durante el siglo XIX en la región, no representan
      un cambio total y definitivo con España y Portugal, sino más bien
      representan una restructuración de los grupos con acceso a privilegios en
      los países recién formados, sin que exista un cambio significativo en las
      desigualdades existentes en el orden político, social y económico. Por
      ello, North afirma que en América Latina los nuevos Estados no
      consiguieron establecer instituciones republicanas, pues este modelo,
      choca con los fundamentos políticos del viejo orden. En concreto North
      (2007, 163-164) afirma:
    
    
    Sin la herencia del
      auto-gobierno colonial y derechos de propiedad bien especificados, la
      independencia se desintegro en una violenta lucha entre grupos rivales por
      el control de la comunidad política y la economía. El resultado fue la
      captura de la comunidad política y su utilización como vehículo de
      intercambio personal en todos los mercados. En la mayor parte de
      Hispanoamérica, la victoria de uno de los grupos sobre sus rivales solo se
      logró al cabo de medio siglo de conflictos. El establecimiento del orden
      se convirtió́ en una meta por sí misma, la cual trajo consigo la creación
      y perpetuación de regímenes autoritarios: el fenómeno del “caudillismo”
      llegó a ser dominante.
    
    
    El caudillismo, como fenómeno político que
      permite la llegada al poder de líderes carismáticos mediante mecanismos
      informales y en algunos casos ilegales, representa la inexistencia de
      consensos políticos, desde el inicio de nuestras repúblicas sobre los
      valores y las instituciones que deberían cuidar los intereses de todos. La
      lucha por el poder a cualquier costo, para repartirse entre los pocos
      ganadores los recursos, cargos y en general, el poder del Estado, ha sido
      la fuente de una cultura clientelista y patrimonialista, que hasta la
      fecha continua vigente.
    En consecuencia, la burocracia en América
      Latina nunca cumplió con las características mínimas descritas por Max
      Weber (2012, 77-82) para el Estado moderno (tales como objetividad,
      previsibilidad y apego a la ley), pues en la práctica, la ley era burlada
      por las prácticas clientelistas comandadas por quienes ostentaban el
      poder. Los controles sobre las actuaciones de los funcionarios públicos
      eran poco efectivos y poco transparentes, pues nuestras administraciones
      públicas no han estado acostumbradas a rendir cuentas o dar explicaciones
      bien fundamentadas sobre las decisiones que afectan a la comunidad. Al
      mismo tiempo, la escasa formación ciudadana y los pocos mecanismos de
      participación que teníamos en el continente, no ayudaron al buen cuidado
      que requiere la esfera pública.
    La centralización del poder en América
      Latina contrasta fuertemente con la preocupación que desde el inicio
      manifestaron ciudadanos en Estados Unidos, frente a la instauración de un
      gobierno federal con poderes centralizados. Al respecto, James Madison en
      El Federalista Nº 51 (1788) manifestaba:
    
    
     El interés del hombre debe estar
      relacionado con los derechos constitucionales del lugar. Puede ser una
      reflexión sobre la naturaleza humana, que tales dispositivos deberían ser
      necesarios para controlar los abusos del gobierno. Pero, ¿qué es el
      gobierno en sí mismo, sino la mayor de todas las reflexiones sobre la
      naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería
      necesario. Si los ángeles fueran a gobernar a los hombres, no serían
      necesarios controles externos ni internos sobre el gobierno. Al
        enmarcar un gobierno que debe ser administrado por hombres sobre
        hombres, la gran dificultad radica en esto: primero debes permitir que
        el gobierno controle a los gobernados; y en el siguiente lugar obligarlo
        a controlarse a sí mismo. La dependencia de las personas es,
        sin duda, el principal control del gobierno; pero la experiencia le ha
        enseñado a la humanidad la necesidad de precauciones auxiliares
      (cursiva nuestra). 
    
    
    Así, en las discusiones previas a la
      ratificación de la Constitución Federal de los Estados Unidos de América
      de 1787, Madison evidencia que en la práctica, la Constitución debe
      reflexionar sobre la naturaleza humana y, por tanto, se deben definir
      efectivos controles externos e internos para gobernantes y gobernados,
      buscando evitar todo abuso de poder. De esta forma, las instituciones
      republicanas evitan fenómenos como el caudillismo, pues el poder nunca
      está concentrado en un solo líder. El poder es repartido estratégicamente
      en varias estructuras del Estado, mediante el sistema de pesos y
      contrapesos, con la finalidad de permitir el control del poder por otro
      poder.
    Aquí debemos resaltar el contraste entre
      la historia constitucional de América Latina y la de Estados Unidos en
      particular, pues evidentemente en nuestros países la excesiva
      centralización del poder creó instituciones fácilmente moldeables a los
      intereses de las reducidas elites que llegaban al poder, sin que existiera
      mayor preocupación sobre las garantías y la transparencia que debe tener
      el uso del poder en el Estado. En consecuencia, desde el inicio de
      nuestras Repúblicas, es común encontrar prácticas ilegitimas dentro del
      Estado las cuales son culturalmente aceptadas, sin que existan causes
      constitucionales y legales apropiados para resolver este tipo de
      situaciones.
    
    
    Consideraciones finales
    
    
    La existencia de diversas racionalidades
      regulatorias e instituciones desde el inicio de la conformación de los
      Estados modernos; evidencia la importancia de tener en cuenta las
      particularidades de cada cultura jurídica y el respectivo contexto
      histórico de forma permanente.
    Al respecto, López Medina (2009, 11) llama
      la atención sobre la importancia de aceptar el particularismo del derecho,
      pues existen diversas interpretaciones locales sobre un mismo objeto
      epistémico, que impide la consolidación de construcciones hegemónica de
      eruditos y de intereses asentados en países centrales, que buscan
      consolidar un solo punto de vista, una lectura estándar, objetiva y
      universal de un campo jurídico. Así, “La difusión y aceptación de
      estrategias excepcionalistas o particularistas apuntan hacia una crítica
      del conocimiento etnocéntrico, eurocéntrico o anglocéntrico”.
    En este sentido, el presente artículo
      buscó conocer la historia sobre el proceso de formación de las
      instituciones, valores y culturas jurídicas que han predominado en la
      historia moderna de occidente, para efectos de verificar las grandes
      diferencias existentes entre conceptos e ideas aparentemente similares.
    En el caso del modelo inglés, representado
      en las instituciones del Common Law, en Inglaterra y posteriormente en
      Estados Unidos, permitieron la construcción conjunta del derecho entre
      diversos estamentos, donde el rey también está obligado a respectar el rule of law. Esta dinámica histórica ayudó a
      consolidar poco a poco instituciones bajo concepciones plurales del poder,
      que evitaron la centralización o el monopolio de asuntos públicos en
      cabeza de pocos.
    En el caso de Europa continental,
      representado en este artículo con el modelo francés; muestra cómo la
      excesiva centralización de poderes en cabeza de pocos evidenció desde el
      inicio serías dificultades para establecer mecanismos de control sobre el
      desarrollo de asuntos públicos, construyendo así estructuras sociales
      basa- das en los privilegios. La mitificación de la ley como expresión de
      la razón y la voluntad soberana de un pueblo, unidos por los ideales de
      libertad e igualdad, evitó verificar el absolutismo jurídico que era
      monopolizado por grupos estratégicos interesados en cambiar el orden
      jurídico. En América Latina el legado feudal de las colonias impidió el
      autogobierno y la creación de mercados competitivos, pues la
      administración pública estaba concentrada en la adjudicación de
      privilegios de quienes controlaban la comunidad política, luego de
      violentas luchas por el poder entre grupos rivales.
    En este orden de ideas, el estudio de las
      revoluciones liberales y las culturas jurídicas que ellas representan nos
      ayuda a comprender que toda cultura tiene sus
        creencias, normas y valores, los cuales están en un flujo
      constante y no cambian tan rápidamente como las normas formales de un
      nuevo orden jurídico. Estas limitacio- nes culturales permiten conectar el
      pasado con el presente y el futuro, lo que ayuda a explicar el hecho de
      que la historia importa, pues no podemos comprender el presente sin
      comprender la trayectoria de las instituciones en nuestras sociedades.
    
    
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