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Doi:10.22187/rfd2019n47a15

Doctrina

Una mirada a la evolución del concepto de Derecho y la fractura de la “novela en cadena” en Ronald Dworkin


A Look to the Evolution of the Concept of Law and the Fracture of the “Chain Novel” Idea in Ronald Dworkin's Theory


Um olhar sobre a evolução do conceito de Direito e a fratura da ideia do romance em cadeia na teoria de Ronald Dworkin

No se requiere de buenas razones para creer 
que de los árboles no nacen gatos 
o de que he tenido un padre y una madre.

Wittgenstein,
Sobre la certeza, § 282, 1969


Jaime de Rosas Andreu

Licenciado en Ciencias del Derecho, Universidad Adolfo Ibáñez, Chile. ORCID: 0000-0002-6884-1231 Contacto: jderosas67@gmail.com


Agradecimientos:

Agradezco los valiosos comentarios del profesor Javier Gallego Saade. También a Marcelo Espinosa, Nelson Rosas y Benjamín Álvarez, este último por su ayuda en aspectos formales. El presente trabajo es fruto de mis ponencias realizadas en el IV Congreso de Filosofía y Teoría Política UC, el 10 de mayo de 2018, en la Pontificia Universidad Católica de Chile; y de las Jornadas Argentinas de Filosofía del Derecho, el 24 de agosto de 2018, en la Universidad de Buenos Aires. Por último, quiero agradecer también a los árbitros anónimos de la Revista que con sus observaciones ayudaron a enriquecer y despejar errores.

Resumen: Este artículo dará cuenta de una redefinición del concepto de Derecho propuesto por Ronald Dworkin en su obra El imperio de la Justicia, dado que tras su última publicación (Justicia para erizos) lo modifica sustancialmente. Se argumentará que hay una evolución en su tratamiento de la justicia que consiste en delimitar cada vez más la discreción judicial, comenzando con una posición de permanente interpretación hacia la consolidación y congelación de los conceptos interpretativos del derecho.
Palabras claves
: escepticismo, interpretación, moral, realismo moral, verdad.

Abstract: This article shall report a redefinition of the concept of law proposed by Ronald Dworkin in his work Law’s Empire, since after his last publication (Justice for Hedgehogs), he modifies it substantially. It will be argued that there is an evolution in his treatment of justice that consists in delimiting increasingly judicial discretion, commencing with a position of permanent interpretation towards the consolidation and freezing of the interpretative concepts of law.
Keywords:
Interpretation, Moral, Moral Realism, Skepticism, Truth.

Resumo: Este artigo dará conta de uma redefinição do conceito de Direito proposto por Ronald Dworkin em sua obra O Império do Direito, uma vez que após sua última publicação (A Raposa e o Porco-Espinho) modifica substancialmente o mesmo. Argumentar-se-á que há uma evolução no tratamento da justiça que consiste em delimitar cada vez mais a discricionariedade judicial, partindo de uma posição de permanente interpretação para a consolidação e congelamento de conceitos interpretativos de direito.
Palavras-chave:
interpretação, moral, realismo moral, ceticismo, verdade.


Recibido: 20190426 - Aceptado: 20190601

Introducción


El desafío del ensayo es dilucidar y responder a la siguiente problemática: si Ronald Myles Dworkin finalmente plantea una concepción de la Justicia sustentada en una teoría objetiva de la moral, entonces ¿cómo es sostenible perseverar en su noción de Derecho que consiste en la práctica constante de la mejor interpretación argumentativa? De este modo, daremos cuenta que en dicha interpretación de los reclamos legales necesariamente debe obrarse conforme a la concepción legal contingente, por cierto, inherentemente moral, en virtud del cual se comienza adoptando una actitud de incertidumbre para luego, por medio de una disputa de argumentos, ir consolidando ideas objetivamente correctas o incorrectas. Un ejemplo de ello: torturar bebés por diversión es objetivamente malo y hoy en día nadie en su sano juicio podría sostener lo contrario.

El proyecto jurídico-filosófico que se emprenderá va a ser analizado, principalmente, bajo las tres grandes y principales obras del autor: Los derechos en serio (1977); El imperio de la justicia (1986); y Justicia para erizos (2011). Como vemos, fueron publicados en distintas décadas, por lo que también nos proponemos corroborar si hay una coherencia argumentativa a lo largo de la historia académica del profesor Dworkin. Cabe señalar que procederemos a indagar las argumentaciones de Dworkin conforme a su caracterización meta-ética de los valores y su taxonomía de las doctrinas escépticas(1).

El presente trabajo se encuentra estructurado en seis secciones. Se comienza introduciendo a la teoría jurídica de Ronald Dworkin, repasando su teoría temprana del Derecho, con especial énfasis en sus nociones: “concepción integral del derecho” y “novela en cadena”. En la segunda sección, se examinará la última obra dworkiniana, en ella se plantea su teoría de la justicia basada en la unidad del valor, se distinguirá entre sus aspectos de realismo metafísico y las diferentes clases de escepticismo, para luego dar cuenta de su propia construcción de la verdad objetiva, quien lo aborda conforme al “principio de Hume”. Enseguida, se esboza una propuesta interpretativa para encarar el “principio de Hume”. Este principio ha sido casi ignorado en el espectro de publicaciones en el medio académico hispanoparlante. Contra ello, procederemos a analizar el escepticismo de David Hume y se ofrece una reconstrucción operativa del escepticismo humeano y su vinculación con la idea de incertidumbre de Dworkin. Esta observación será crucial para entender cómo se gesta la determinación de la verdad en los juicios morales. En la cuarta sección, se explicará la tesis de la única respuesta correcta y su evolución tras sus postulados de la objetividad moral. Y, en la quinta y sexta sección, se inspecciona el concepto de “dignidad humana” propuesto por Ronald Dworkin. Estos apartados son decisivos porque se acuña este concepto que va a definir definitivamente la teoría interpretativista del derecho. Aquí, se muestra más en concreto el objetivo del trabajo: sostener que la “dignidad humana” de Dworkin, es un concepto final, que no admite refutación. Por consiguiente, los demás conceptos jurídicos deben subordinarse a ella. Es decir, desde luego ya no se puede escribir de cualquier manera la historia de la novela en cadena.


Desde la incertidumbre hacia el reino de los argumentos


En el mundo jurídico sabemos el colosal aporte de Dworkin. En efecto, pese a tener ―al parecer― más críticos que adheridos, su influencia abarcó distintas áreas del conocimiento, tales como la jurisprudencia constitucional, la filosofía moral y la filosofía del derecho. Su proyecto iusfilosófico, más que dirigirse a la cuestión sobre el concepto de Derecho, se enfocó en su aplicación, realizando fuertes críticas al positivismo jurídico, precisamente por concebir que en el sistema legal se articulan en conjunto y coherentemente el derecho, la moral y las demás ciencias sociales y científicas. Esta formulación holística le permitió construir una teoría de la adjudicación cuyos esfuerzos se centraron en explicar cómo deben fallar los tribunales y de qué manera éstos supeditan sus razonamientos a los principios jurídicos.

Un elemento trascendental en el pensamiento dworkiniano es la dimensión moral del derecho, que se manifiesta tempranamente en su obra Los Derechos en serio (1977), desde donde el autor ya comienza a atisbar los problemas jurídicos y morales manifestados en la Constitución de los Estados Unidos, identificando que esta no reconoce todos los derechos morales que poseen los ciudadanos. Bajo esta misma premisa oficia que hay determinados casos de incertidumbre frente a si se debe obedecer la constitución o alguna ley cuando perjudica gravemente sus derechos morales (Dworkin, 1989, 277). En esta apreciación se puede identificar, desde luego, que Dworkin pareciera asumir que ciertos preceptos constitucionales son de carácter inherentemente moral. Dworkin sostendrá con firmeza, nadando contra la corriente y la hegemonía del positivismo jurídico proyectado por Hart y Kelsen, que los derechos jurídicos y constitucionales representan derechos morales y que pueden ejercerse incluso en contra del gobierno, llegando a sostener que un derecho fundamental, que en sí mismo debe consagrar el respeto a la dignidad humana e igualdad política, debe prevalecer y hacerse respetar incluso si la mayoría está de acuerdo en que debe derogarse (Dworkin, 1989, 286).

Más adelante, en su obra El imperio de la Justicia (1986) defiende una teoría de la justicia sustentada, en primer lugar, en un principio legislativo que ordena tratar al conjunto de leyes en una coherencia desde el punto de vista de la moral; y en lo respectivo a los jueces, un principio adjudicativo que sea lo más congruente posible en relación con la postura del legislador. Esta concepción del derecho que él mismo denomina “integridad en el derecho” consiste en que:

(…) el derecho niega que las declaraciones del derecho sean informes objetivos regresivos del convencionalismo o programas instrumentales progresivos del pragmatismo legal. Sostiene que los reclamos legales son juicios interpretativos y por lo tanto, combinan elementos progresivos y regresivos; interpretan la práctica legal contemporánea como una narrativa política en desarrollo(2).

De modo que el derecho como integridad rechaza, por inútil, la antigua cuestión de si los jueces encuentran o inventan la ley; sugiere que entendemos el razonamiento legal sólo al entender el sentido en el que hacen ambas cosas y ninguna (Dworkin, 1992, 164).

Entonces, para Dworkin el Derecho consiste en la mejor interpretación argumentativa que justifique y comprenda en su totalidad el sistema jurídico, cuyos argumentos en los tribunales de justicia son inevitablemente cuestiones relativas a las convicciones morales y políticas de los jueces, dado que es parte de su función interpretativa. En este mismo sentido también lo ha interpretado Nagel como lector de Dworkin (Nagel, 2000, 246).

El planteamiento impregnado en El imperio de la Justicia abarca tanto el pasado como el presente, pero continúa la construcción legal de manera constante y contingente, denominándose a esta idea el modelo de “la novela en cadena”. De ello se sigue que un juez que interpreta a otro juez está compartiendo ideas morales y este es precisamente el presupuesto de la narrativa en desarrollo. Pese a que la contingencia produzca desconcierto, incertidumbre e imprecisión, el derecho debe estar estructurado por un conjunto coherente y sistemático de principios sobre justicia, equidad y debido proceso y que los hagan cumplir en todos los nuevos casos que se les presenten, de modo que la situación de cada persona sea justa y equitativa según las mismas normas (Dworkin, 1992, 175). Todo esto último se pone en vigor fundando un juicio de tal modo que el derecho debe hacer uso de juicios interpretativos que sean mejores desde el punto de vista de la moralidad política. De esta manera los juicios legales siempre serán discutibles (Dworkin, 1992, 288) Que sean discutibles quiere decir que no existe exclusivamente una sola respuesta correcta, es decir, no existe la verdad absoluta para decidir un caso. Sin embargo, ya veremos que en Justicia para erizos va a opinar de manera diferente, señalando que en el dominio del valor ellas no son meramente verdaderas, pues sólo pueden serlo si hacemos un alegato (interpretación argumentativa) en favor de estas (Dworkin, 2014, 147), significando todo lo contrario, es decir, en determinados casos sí habrá una sola respuesta correcta.

Tal ejercicio de la novela en cadena exige interpretar la constitución conforme a la moralidad pública actual y no caer en un historicismo que interprete un derecho fundamental propio de una sociedad de hace un siglo atrás, cuyo contexto valórico y social es diferente en innumerables aspectos (Dworkin, 1992, 258). Desde luego, al final de El imperio de la Justicia se señala que es la actitud lo que define al derecho y no el territorio, el poder, el proceso o las circunstancias históricas (Dworkin, 1992, 258); de esta forma el derecho es una cuestión de actitud, pero una actitud interpretativa, introspectiva, una cuestión de actitud que se sustenta en la crítica, en el hacer uso de nuestras propias convicciones y entendimiento, esto es el ejercicio reflexivo de la auto interrogación. El mismo Dworkin nos dice se trata de una:

(…) actitud protestante que hace a cada ciudadano responsable por imaginar cuáles son los compromisos públicos de su sociedad con respecto al principio y que requieren estos compromisos en nuevas circunstancias… La actitud del derecho es constructiva: su objetivo, en el espíritu interpretativo, es colocar el principio por encima de la práctica para demostrar el mejor camino hacia un futuro mejor, cumpliendo con el pasado (Dworkin, 1992, 290).

Entonces, la idea de la actitud del derecho en conjunto con la analogía de la novela en cadena nos exhorta a comprender un concepto del derecho que sea constructivo, mirando el futuro en base al pasado para construir un derecho que sea representativo de la comunidad actual, cumpliendo con la voluntad de lo que cada uno de los miembros de la comunidad quiere, pero por sobre todo respetando la dignidad de cada uno de ellos, debiendo siempre procurar por su protección y garantizar sus derechos fundamentales.

Objetivando el derecho


La teoría holística de Dworkin ahondará en su normatividad moral, vinculando estrechamente el derecho y la moral al proponer la independencia objetiva del valor en Justicia para erizos (2011). Este nuevo esfuerzo intelectual se ve motivado por la gran amenaza del escepticismo que se ha ido instalando con gran fuerza tanto en la ciudadanía como en la academia.

Resulta relevante destacar que este volumen es un compendio de todas sus obras jurídicas y pensamientos iusfilosóficos que ha emprendido a lo largo de su vida académica y de su ejercicio de la abogacía. En ella no sólo encontramos sus principales ideas que ya ha expuesto con anterioridad: sobre la democracia, la igualdad política, la lectura moral de la constitución, independencia moral, la interpretación judicial y tantos otros temas más; se esfuerza, además, en esquematizarlos y clarificarlos por medio ―y esta es la gran novedad― de la elaboración y construcción de su teoría de la justicia, que se va a basar en la unidad del valor, es decir, en ideas morales absolutas. Consiguientemente, el ejercicio reflexivo que se despliega en estas páginas es dar cuenta una aspiración que todos los ciudadanos deben alcanzar: la verdad objetiva. Para este nuevo desafío introducirá nuevos conceptos que la respaldarán y la justificarán: principalmente las ideas de “epistemología integral”, el “principio de Hume” y la “dignidad humana”. Que son a nuestro juicio nuevos elementos y herramientas que favorecen la evolución de su famosa doctrina de la lectura moral; y con ello, la culminación de su tesis interpretativista del derecho.

Lo que nos muestra en esta nueva etapa del derecho es la elaboración de una teoría de la justicia basada en la unidad del valor, consistente en objetivar hechos calificándolos de correctos o incorrectos moralmente. El autor principia su obra con una frase ya pronunciada por Isaiah Berlin: "El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una, pero grande"(Dworkin, 2014, 15). Ella se refiere a una sociedad reinada por una pluralidad de valores sustantivos, que se caricaturiza con la figura del zorro, lo que nosotros entendemos como escepticismo. Plantea una sociedad en el que predominan los zorros y escasean los erizos. Estos últimos, en cambio, sostienen la unidad del valor ético, cuya doctrina sostiene ideas inequívocamente incorrectas, por ejemplo, condenar a una persona inocente o esclavizar a una empleada de servicio doméstico es siempre y en todos los casos incorrectas en sí mismas, y sin importar lo que considere algún individuo en particular o, incluso, la mayoría de las personas.

Sin embargo, es pertinente entender que hay diferentes clases de escepticismo, pero Dworkin se limitará específicamente a aquellas que rechazan las ideas objetivas o una verdad auténtica. Por algunos denominados como los “posmodernistas”. En particular, el filósofo erizo, atacará a las vertientes filosóficas que se jactan de la existencia de una moralidad y para un análisis más detenido los distinguirá entre el escepticismo interno y externo. Los primeros son quienes afirman que no existen juicios morales sino que proyecciones de las emociones o actitudes, pero que inevitablemente se apoyan en afirmaciones morales sustantivas; los segundos, en cambio, se basan en una meta-ética de segundo orden y se clasifican en dos clases: 1) el escepticismo externo del error, quienes se encargan de mostrar que todos los juicios morales son objetivamente falsos; y 2) el escepticismo externo del estatus, los juicios morales ni siquiera se desempeñan en las categorías de verdad.

Los que se jactan y rehúyen del argumento moral, los llamados arquimédicos, se ciegan en un dogma al sostener que ningún otro argumento o capacidad intelectual es sostenible ni puede razonablemente ser tratado como autónomo (Dworkin, 2009, 66). Ante esto, a Dworkin le preocupa sentar su mayor desafío filosófico: la idea de la verdad objetiva, o llamémosla absoluta o auténtica, para finiquitar y completar su principal aporte al mundo jurídico: la tesis de la interpretación judicial; y así defender y consolidar su teoría de la única respuesta correcta.

Al comienzo de su última obra Dworkin no se demora en sostener que a estas alturas de su carrera académica ya resulta obvia su creencia en la existencia de verdades objetivas sobre el valor (Dworkin, 2014, 22-23). Se arrima a esta teoría de la objetividad moral ya que la considera imprescindible para defender una teoría de la justicia y sobre todo en el ámbito de la teoría política que necesariamente exige negar el escepticismo en materia de valor (Dworkin, 2014, 23). Este tipo de fundamentación comienza ya en una publicación anterior: Objetividad y verdad: más vale que lo crea (1996) en el que se inclina a una tesis metafísica de corte realista, ahora va a rechazar lisa y llanamente asentarse en alguna tesis realista y antirrealista.

 En dicha obra, el filósofo legal manifiesta que su propuesta teórica puede ser fácilmente encasillada en la vertiente del realismo metafísico, pero que no quiere arrimarse a ella por los desafíos lógicos y argumentativos que tendría que desafiar. Pese a ello, considera de tipo realista su visión porque la moralidad realmente existe en una dimensión externa e independiente de nuestra experiencia, aunque nosotros podamos desconocerlo. Si esta interpretación es correcta, entonces se puede fundar un carácter teleológico en el razonamiento dworkiniano: cuyas acciones de los agentes morales deben estar siempre fijadas como obligatorias y que resulten éticamente correctas. Aquí notamos que la idea de verdad objetiva en la moral dworkiniana no se condice finalmente a una cuestión interpretativa. Con otras palabras: dado que Dworkin adhiere a un realismo metafísico, la verdad se encuentra independiente del desarrollo interpretativo de los agentes morales, y por esto debemos considerar que la interpretación es solamente el medio para descubrir las verdades, y no la interpretación misma como construcción de la verdad. Esto último, por consiguiente, significa afirmar que el hombre no es la medida de todas las cosas, lo que sería una forma clara de anti-realismo. Con palabras de Dworkin: “La moralidad es una dimensión distintiva e independiente de nuestra experiencia, y ejerce su propia soberanía” (Dworkin, 2009, 74). Afirmando, incluso: “Mi realismo no conoce límites.” (Dworkin, 2009, 74).

Dicha fundamentación metafísica no será desarrollada y quedará a un lado en la etapa madura del razonamiento jurídico de Dworkin (Justicia para Erizos). Desde ahora va a sustentar la objetividad moral en el principio de Hume (que en sí mismo es un principio moral) que consiste en que cualquier argumento que ampare o socave un enunciado moral debe incluir o presuponer afirmaciones o supuestos morales adicionales (Dworkin, 2014, 129). Con arreglo a dicho principio, las alegaciones deben contener juicios de valor adicionales, dado que estas por sí mismas no son meramente verdaderas. Solo podrán serlos si es posible una nueva alegación en respaldo de cada una de ellas, y esa nueva alegación se ramificará en una multitud de otros juicios sobre el derecho y la culpa que en sí mismos tampoco pueden ser meramente verdaderas, porque necesitarán de más alegaciones para sostener que estas son verdaderas en sí mismas. Desde esta perspectiva, resulta coherente con la concepción integral del derecho planteada en El imperio de la justicia, al afirmar que el derecho es una cuestión de interpretación moral constante: en ella, un argumento viene aparejado de otro argumento, formándose una cadena argumentativa con el objetivo de ser aún más convincente. Claramente al ser interpretativa entramos al reino de los argumentos. Llegados a este punto el profesor Dworkin se plantea la siguiente pregunta:

Pero ¿cuándo debe terminar una justificación moral porque ya no hay nada que decir? [Y la respuesta va a ser:] no puede terminar en el descubrimiento de un principio rector fundamental que sea de por sí meramente verdadero o en un enunciado fundacional sobre cómo son simplemente las cosas. No hay partículas morales y, por ende, no existe ningún principio de esas características (Dworkin, 2014, 150).

En otras palabras, está rechazando tajantemente que hallemos la respuesta final en la metafísica. Esta exclusión va de la mano y encuentra su punto neurálgico en el principio de Hume, en su fundamentación positivista, en términos estrictamente filosóficos y no jurídicos, en cuanto toma las ciencias experimentales como modelo del conocimiento, en el que todo conocimiento tiene que estar basado única y exclusivamente en la experiencia. Además, a lo largo de su última obra iusfilosófica se retracta en reiteradas ocasiones de su empresa metafísica, a tal punto que señala explícitamente: “Lo repito hasta el aburrimiento: no hay partículas morales…” (Dworkin, 2014, 154). A partir de ahora, únicamente pretende describir un método que nos permita alcanzar la verdad moral por medio de la epistemología integral. De hecho, él mismo ridiculiza a la metafísica al denominar las propiedades: “morones”, aludiendo a ella burlescamente como fuerzas morales con poderes causales (Dworkin, 2014, 94).

El requisito práctico del principio de Hume, para poder buscar la verdad sobre la moral, nos exige una coherencia respaldada por nuestras convicciones, de manera que para poder acceder o descubrir la verdad debemos adoptar una teoría sustantiva de la responsabilidad moral. Dicha teoría alude a la virtud de exigirse interpretar críticamente las convicciones que al principio parecen más atractivas o naturales: buscar concepciones y especificaciones de esas convicciones inicialmente atractivas (Dworkin, 2014, 140). Teniendo en cuenta que todos en principio tenemos convicciones morales espontáneas desde el comienzo de nuestras vidas y las vamos forjando por medio de una interpretación de conceptos abstractos que principal y naturalmente no es reflexiva. Nosotros sucesivamente, desde nuestra niñez y en el desarrollo de nuestro acontecer diario, interpretamos irreflexivamente cada uno de ellos a la luz de otros. Entonces nuestra interpretación va entrelazando nuestros diversos valores, y así van alcanzando una integridad global, de manera que cada una respalda a las demás en una red conjunta de valores (Dworkin, 2014, 132).

Tal como vemos, la reflexión filosófica-jurídica de Dworkin sigue perseverando en una lectura interpretativa del Derecho bajo el principio de Hume, cuyo ejercicio de este fundamento sustantivo moral se expresa por medio de la interpretación de una formación social y división del trabajo acerca de los conceptos y de los hechos morales. Cuando un individuo alega que un juicio de valor es verdadero, lo será únicamente porque hay una serie de razones fundadas y no simplemente porque sí o por mero capricho (Dworkin, 2014, 147). Pese a que no tenemos la seguridad absoluta de poseer la verdad, pero en la medida que nuestros conceptos son constantemente reutilizados nosotros vamos adquiriendo mayor precisión del contenido de estos (Dworkin, 2014, 153), razón por la cual el mérito de la interpretación moral va a residir en la responsabilidad y la coherencia de nuestras convicciones, que vamos interpretando día a día, por ejemplo: las ideas de bondad y crueldad; gracias y dada esta práctica interpretativa actualmente ya hemos superado y nadie en su sano juicio está a favor de la esclavitud, la discriminación a personas con discapacidad, la segregación racial, el machismo y otros tantos más.

La tesis dworkiniana no se detiene en sus argumentos de obligaciones jurídico-morales vinculadas al realismo, pues, además sostiene que tenemos obligaciones políticas porque simplemente convivimos en sociedad, lo que significa que tenemos una relación especial y de responsabilidad en cuanto al respeto de la dignidad de otras personas. El hecho de vivir en sociedad es un fenómeno sobreviniente, que es independiente de cualquier consentimiento o voluntad de cada uno de nosotros, lo que implica que tenemos responsabilidades morales que no son voluntarias: “no tengo otra alternativa más que rescatar a la persona que se está ahogando si es que yo puedo hacerlo” (Dworkin, 2014, 389). Por tanto, conforme a nuestra responsabilidad moral, estamos constreñidos a respetar nuestras obligaciones legales con otros y exigir de ellos mismos que también las respeten, quien, por cierto, lo denominará el “principio de Kant”.

Conforme a este principio kantiano ya se van aceptando determinadas ideas como absolutas o verdades objetivas, y se cierra la práctica constante de argumentación, es decir, se trunca o bien se absolutiza y condiciona el desarrollo constante de la novela en cadena. Lo precedentemente expuesto nos lleva necesariamente a reafirmar y consolidar su famosa tesis de la única respuesta correcta. Porque si afirmara lo contrario ―esto es, que no hay una verdad objetiva― entonces le concede el favor al escepticismo, dando pie a una confusión y amenazando su teoría de la justicia sustentada en la unidad del valor.

 Redefiniendo el concepto de Derecho de Dworkin. Hume al rescate


 Llegados a este punto, es posible identificar en la globalidad de la literatura jurídica de Dworkin una lectura interpretativista del Derecho que comienza desde sus inicios en Los derechos en serio, continuándose enseguida a la luz de su concepto de Derecho esbozado en El imperio de la Justicia y finalmente en su teoría moral de la justicia en Justicia para erizos, al alero del principio de Hume, debiendo todos los conceptos ser interpretados y de esta manera se va modelando lo que nos parece justo. En esta línea, la epistemología o teoría del conocimiento dworkiniano es coherente y conexo con toda su tesis de la decisión judicial, lo que nos muestra claramente que resulta ser una teoría holística. Pero lamentablemente Dworkin no ha detallado ni explicado su relación con Hume, en específico con lo que él denomina el “principio de Hume”. Por qué y en base a que parámetros ha formulado, tal como él mismo señala, su propia versión de lo que entiende por dicho principio. Sin embargo, ya hemos dado algunas luces de ella, entendiendo que se formula en base a la experiencia, conforme a una metodología de los hechos y en contradicciones que tiene la vida misma, así nos vamos dando cuenta de lo que es correcto o incorrecto. Es decir, conforme al principio de causalidad y el problema de la inducción de David Hume.

Pero, a final de cuenta toda esta teoría de la interpretación incurrirá en una contradicción en sus argumentos si se admite el desarrollo ininterrumpido de la novela en cadena, porque es inadmisible lógicamente y atenta a la regla de reconocimiento dworkiniana obstinarse en seguir argumentando que un padre que viola a su hija de un año y medio no es una conducta reprochable. De esta forma, se van incorporando determinadas ideas como objetivas que funcionan como principios presupuestos o como condiciones que permiten el desarrollo literario de la interpretación legal.

El proceso de determinación de estas verdades o ideas objetivamente correctas o incorrectas se configurarán en virtud de la aceptación social de ciertos conceptos y hechos morales, que se van reconociendo y, desde luego, se llega a una determinación fija en todos estos casos comunes. No necesitamos insistir en argumentar sobre la superioridad racial del blanco por sobre los negros porque ya se ha argumentado lo suficiente para entender que dicha idea es equivocada. Estos argumentos argüidos hoy en día parecen evidentes para los hombres, casi por instinto y predisposición natural, de modo que no exige ningún razonamiento adicional, e incluso siempre damos por supuesto que los demás entienden y asumen los argumentos que hay detrás. En este sentido, podemos hablar de una racionalidad (moral) compartida entre los miembros de una sociedad.

Lo anterior es defendido hasta por uno de los intelectuales más escéptico de la literatura filosófica, hablamos de David Hume. Este filósofo escocés, padre del empirismo, para quien el problema de la inducción únicamente podía ser justificada por medio de la observación y de la experimentación, esto es que la predicción o previsión no es posible asegurarla de manera tajante, sino únicamente por la probabilidad (contingente) que surge de la regularidad empírica y de la costumbre. La idea de lo probable nos dice que no se puede garantizar una verdad absoluta, pero es lo más probable que ocurra, es decir, no puede demostrarse a priori la verdad de la experiencia. Por lo tanto, esta idea de puede no ser, es al mismo tiempo una afirmación que “ninguna negación de hecho implica una contradicción” (Hume, 2015, 238). De este modo, todo lo que entendemos por conocimiento se basa en nuestra interpretación moderna de la ciencia.

Similar reflexión sobre el problema de la inducción, de hecho, toda su reflexión filosófica se basa en ella, será su interpretación acerca del escepticismo, tal como los presenta en la sección XII de la Investigación sobre el conocimiento humano. La similitud arranca con el modo de comprender la filosofía, como “reflexiones sistematizadas y corregidas, de la vida diaria. Pero nunca estarán tentados de ir más allá de la vida común, mientras tengan en cuenta la imperfección de las facultades que emplean, su estrecho alcance y la imprecisión de sus operaciones” (Hume, 2015, 237).

El escepticismo de Hume, para quien la moral también concierne a cuestiones de hecho y existencia, en virtud del cual a partir de la experiencia podremos inferir el fundamento del razonamiento moral, es el razonamiento que emplea Dworkin al referirse al principio de Hume: conforme a nuestras vivencias vamos deliberando, formulando y desarrollando nuestros juicios morales y, en la medida de más experiencias de hechos generales o a hechos particulares, mayor abundancia de argumentos nos permitirán precisar aún más nuestros razonamientos morales.

El escepticismo humeano es denominado y definido por él mismo como “escepticismo mitigado” o “filosofía académica”. Esta particular interpretación es para contrarrestar la popular visión de un “escepticismo pirrónico”, quienes son los que profesan los límites del entendimiento humano y nuestras contradicciones discursivas, por lo que nuestros sentidos y la razón no nos permiten alcanzar ni la certeza ni la verdad. Frente a ello desarrolla su propia versión, pero siempre escéptica, que resulta ser una consecuencia de este escepticismo excesivo, al interpelarlos y despertarlos de su “sueño” confesándoles que sus dudas desmesuradas se corrigen y, algunas se esfuman con el sentido común y la reflexión coherente de nuestras ideas.

La respuesta de Hume frente al relativismo imperante de su época y común en la historia de la humanidad es similar a la crítica de Dworkin quién también reacciona en su última obra como réplica al escepticismo colectivo y de moda que se encuentra actualmente en la sociedad. Con ello, vemos que los arquimédicos, quienes afirman la indeterminación de la moral, se asemejan a los pirrónicos que niegan que los sentidos y la razón puedan detectar con claridad y regularidad el mundo sensible porque los sentidos y la razón son fácilmente engañables. En este punto apreciamos que el cometido del filósofo legal se asemeja y se alía al propósito de las investigaciones de David Hume, pero con la diferencia que en Justicia para Erizos se emprenderá principalmente en el ámbito de la moralidad, que se vincula directamente con la política y el derecho.

 En razón de lo dicho, se conecta el escepticismo “académico” de Hume con la tesis de la incertidumbre dworkiniana; los primeros como respuesta reaccionaria a los pirrónicos y los segundos atacando el escepticismo moral de nuestros días. Pues el enfoque de la indeterminación, el elemento en común que comparten los enemigos, consiste en que carecemos de verdades o nociones seguras o estables que nos permitan identificar una verdad dado que estamos en una incerteza permanente, por lo que nunca sabemos si una proposición o afirmación en cuestión sea verdadero o falso (Dworkin, 2014, 120), entonces nunca obtendremos una respuesta correcta. Cuestión distinta es la incertidumbre que en sí misma es una posición por defecto en el que no se adopta ninguna postura por desconocimiento o por falta de argumento, es decir, se opta por no emitir ninguna afirmación como verdadero o falso simplemente por no saber. Dworkin lo expresa de la siguiente manera: “si no tengo una convicción firme ni en uno ni en otro sentido, entonces tengo incertidumbre” (Dworkin, 2014, 54). En cambio, la indeterminación para poder afirmar que carecemos de verdades o captación coherente y regular de la realidad se requiere de argumentos sólidos y propios de una teoría filosófica. Entonces el camino que debemos emprender para solucionar nuestra incertidumbre, a riesgo de ser reiterativo, es el método del razonamiento interpretativo exigido por la responsabilidad moral para así alcanzar la verdad, pues depende necesariamente de nosotros. Pese a las afirmaciones metafísica ya explicitadas.

Entonces, nuestra práctica cotidiana es la que va forjando nuestros razonamientos morales, en esto aplicamos el modelo de la novela en cadena de Dworkin, que construye de manera constante el contenido sustantivo del derecho por medio de la práctica argumentativa del derecho. Conforme a la epistemología integral, que básicamente es la propuesta del problema de la inducción humeana, que consiste en que nos apoyemos en nuestras percepciones sensoriales para confirmar los dogmas de la biología, la física y la química para convalidar la percepción sensorial (Dworkin, 2014, 112). Por medio de nuestra experiencia vamos fortaleciendo y consolidando nuestros conceptos morales. El elemento en común del razonamiento moral de ambos autores es que no se puede hacer filosofía desde cero.

Nuestra interpretación de las normas va muy arraigada con la moralidad imperante de la época en contexto que se está interpretando. Esto se ilustra con la traducción que se ha hecho de la decimocuarta enmienda, en particular del principio constitucional de “igual protección de la ley” en los Estados Unidos. En ella vemos una evolución de la lectura moral de la constitución, estando vigente dicha enmienda hasta pasados de la segunda mitad del siglo XX se seguía interpretando de modo segregador en contra de la raza negra, a diferencia de hoy en día que se comprende que el gobierno debe tratar a todos y cada uno de los ciudadanos con igual estatus y consideración (Dworkin, 2004, 109).

Con ello, los preceptos morales amparados en la constitución no son estándares imprecisos y no cabe hablar de una falta de racionalización, puesto que se van consolidando conforme a la epistemología integral y al principio de Hume. Por ende, no es admisible la crítica que afirma que los contenidos morales son verdades auto-evidentes, ya que hemos visto que el razonamiento se va desarrollando con el tiempo, como el caso de la igual protección de la ley que recientemente analizamos. En este sentido, los valores morales no son detectados de manera clara e irrefutable, por ello que no cabe hablar de verdades auto-evidentes porque es propio de otras categorías que no son relativas al carácter moral, como lo es hablar o comer para sobrevivir, cuyas ideas son definiciones naturales de la especie humana.

Teniendo en cuenta que las decisiones colectivas a diferencia de las individuales siempre son mucho más complicadas, ya que los individuos suelen tener opiniones diferentes sobre lo que es deseable, sin embargo, Dworkin reconoce una moral “social” u “objetiva” en cuanto los individuos sostienen una misma opinión y la consideran un mandato imperativo o exigible normativamente, por lo que la moral es siempre una cuestión pública y no se reduce a un ámbito exclusivamente individual.

En ella encontramos como ejemplo el cuidado del medio ambiente, recientemente reconocido en la legislación chilena a través del derecho real de conservación en la ley n.° 20.930 (que, por cierto, es enormemente inusual la creación de un nuevo derecho real). Esta preocupación por la sustentabilidad y calidad de vida de las personas es reconocida y aceptada como fundamental en el libre desarrollo de la personalidad por la mayoría de la ciudadanía, pudiendo ejercerse en contra de una minoría, como aquellos que les gusta calefaccionar con estufas de leñas o el asesinato de animales en peligro de extinción. En esta misma línea va el argumento de la “tragedia de los comunes” de Garret Hardin, en virtud de la interacción de los individuos en el mercado cuyas ganancias son privadas, pero las pérdidas son comunes. Con ello, Hardin plantea una teoría objetiva de la moral como respuesta frente a la tradicional concepción liberal clásica de Adam Smith: que los individuos toman mejores decisiones que la sociedad en su conjunto. Ante ello propone una expansión del sentido y alcance de las reglas de inalienabilidad (en términos de Calabresi), que se traduce en mayores protecciones en asuntos relativos a la contaminación, protección de los animales y árboles en peligros de extinción (Hardin, 1968).

Después de todo, se va admitiendo que hay un contenido mínimo de la moralidad, desde verdades autoevidentes que rehúsan los pirrónicos, los relativistas y algunos escépticos para luego ir elevando los pisos del edificio argumentativo. Con los ejemplos mencionados y a la luz de la teoría de la tragedia de los comunes de Hardin, hemos visto últimamente un aumento de prescripciones morales: desde la protección de los animales en peligro de extinción, la contaminación ambiental, la prohibición de la tortura en animales, la tala de árboles que también están en riesgo de aniquilación y el reproche de conductas inmorales y anti-éticas como la venta de niños y mujeres, la producción, almacenamiento y distribución de pornografía infantil, la discriminación a personas con discapacidad, la esclavitud; por otro lado, en el ámbito económico: la colusión, los oligopolios; en materia gubernamental encontramos la corrupción política; y entre tantos otros temas más. Esta lista no pretende agotar las prescripciones morales desarrolladas, sino únicamente destacar aquellas más relevantes de la práctica.

Más ejemplos recientes acerca del reconocimiento y expansión del ámbito moral lo encontramos en los movimientos feministas en Chile, que recorre desde la lucha de los derechos civiles y políticos de la mujer, que pertenece a la primera ola feminista en los años 1913-1949; hasta hoy en día, en recientes fallos jurisprudenciales concernientes a la igualdad de derechos en materias de custodia de los hijos entre hombres y mujeres; en materias de ordenanzas municipales en contra del acoso y abuso callejero. De esta manera se ilustra que vamos construyendo y cincelando una idea del progreso moral.


Evolución de la tesis de la única respuesta correcta


De lo afirmado se ve claramente la crítica de Dworkin al positivismo jurídico que sostiene la discrecionalidad de los jueces frente a la “textura abierta” del Derecho que propone H. L. A. Hart. Dicha tesis sostiene la inexistencia de casos regulados por no haber norma jurídica que solucione un caso en particular, mostrando que el Derecho se encuentra en muchas ocasiones indeterminado, por lo que se tendrá que aplicar criterios extrajurídicos. Frente a ello, el filósofo erizo defiende su tesis de la única respuesta correcta, con ella elimina la aplicación binaria de las reglas que supone el positivismo legal, dado que propone los principios y estas no valen sólo por razones formales sustentadas en las reglas de reconocimiento, que son prácticas sociales compartidas tanto por los operadores jurídicos y los ciudadanos, sino que además por razones sustantivas. Como ha subrayado José Juan Moreso, en la teoría dworkiniana los jueces siempre han de tener en cuenta dos dimensiones para resolver los casos: I) la adecuación, en el cual deben reconstruir el caso que resulten compatibles y coherentes con la historia legislativa y jurisprudencial de la jurisdicción; y II) la moralidad política o la unidad del valor, para la resolución de un caso en particular se debe argumentar o fundamentar conforme a la mejor teoría político-moral del derecho existente (Moreso y Queralt, 2014, 6).

Dworkin ofrece una respuesta remediadora a la textura abierta de Hart al ofrecer los principios. A la tesis de Hart la denomina la discreción fuerte y a la suya la discreción en sentido débil, que será un estándar de aplicación no susceptible de aplicarse mecánicamente, pero que se encuentran en nuestra racionalidad compartida y la respuesta será aquella que se formule con los mejores argumentos. Esta tesis propia de su etapa temprana del razonamiento jurídico: “El modelo de las normas (I)” de Los Derechos en serio demanda una teoría de la interpretación judicial que resuelva los conflictos, pero que no exige una sola y única posibilidad de decisión al caso en particular porque las condiciones para la aplicación de la discreción están compuestas tanto por reglas como por los principios, pudiendo haber varios principios y que colisionen entre sí, debiendo el juez ponderar el peso o la importancia de cada uno de ellos (Dworkin, 1989, 76-77).

Ante todo debe observarse que la mayor preocupación de Dworkin es la idea de igualdad (Dworkin, 1984); por esto la crítica dworkiniana hacia el iuspositivismo hartiano se basa principalmente en entender que el derecho no se reduce únicamente al ámbito jurídico, pues también se extiende su aplicación y operación al ámbito político y moral. Esta es la visión denominada: “integridad”, de modo que la descripción del derecho positivo requiere de los juicios morales, es decir, la ciencia jurídica no debe limitarse sólo a la tarea de describir desde fuera, sino que debe transformarse en una “teoría constructiva que se ocupe tanto del ser como del deber ser” (Grajales y Negri, 2018, 257). El modelo dworkiniano, entonces, rechaza que el derecho deba conducirse solamente por medio de las reglas, porque a veces estas nos llevan a cometer injusticias y producir desigualdades, así lo demuestra con el caso Riggs y Henningsen. Por ello, se exige resolver los desacuerdos teóricos utilizando las reglas y los principios, que, si bien no provienen de manera explícita de las fuentes positivas, se reconstruyen fundándose en las prácticas sociales y en la moral. De esta manera, los principios jurídicos contribuyen a colmar las lagunas legales (Ramos, 1992, 272).

Es menester entender que los principios siempre se encuentran presente, son preexistentes al momento de la discreción del juez, a diferencia de las reglas que son condicionales y de aplicación mecánica. De un modo más preciso, conforme a la ponderación de principios la discrecionalidad judicial no puede ser aplicación mecánica puesto que necesariamente exige discernimiento. Bajo esta perspectiva, la discreción en sentido débil, puede que no exista una regla para el caso particular pero no por ella está exenta de Derecho. Como puede verse, hay una comprensión diferente en la regla de reconocimiento entre Hart y Dworkin. Para los positivistas la regla de reconocimiento es bastante clara, es una justificación absoluta y estable que se encuentra en una regla maestra que lo especifica. En cambio, Dworkin se opone al criterio de la regla maestra puesto que los principios se encuentran siempre presentes. Tal como diría Carlos Nino: “El derecho, como el aire, se encuentra en todas partes”.

Entonces para Dworkin, lo que en realidad hacen los jueces no es crear derecho ex post, que intrínsecamente es un razonamiento moral a la luz de la lógica de Hume, ya se entiende dado por la experiencia, es decir, los jueces llevan a cabo un reconocimiento de la realidad, ya que se entiende que hay una obligatoriedad dado que la determinación de un principio, como el de la buena fe, es una obligación que se entiende implícita y conocida por las partes.

Llegados a este punto, vemos una evolución de la tesis de la respuesta correcta desde Los Derechos enserio hasta Justicia para erizos. En la primera obra, el autor señala que la decisión judicial es compleja porque: “los principios son discutibles, su peso es importante, son innumerables principios, varían y cambian con tal rapidez que el comienzo de nuestra lista estaría anticuado antes de que hubiésemos llegado a la mitad” (Dworkin, 1989, 99). En este sentido, Dworkin en sus inicios adscribe a la idea de unos principios que facilitan la tarea del juez al reducir la baraja de opciones para la resolución judicial y, a su vez, dichos principios van mutando con el transcurso del tiempo, por lo que el juez debe estar constantemente reinterpretándolos. En cambio, en su última obra postula una teoría objetiva de la moral, donde admite mayores afirmaciones y prescripciones morales que funcionan como condiciones básicas e indispensables para una sociedad. Entre ellos los conceptos de igualdad (de recursos, protección), libertad (de expresión, de propiedades, religiosas) y democracia (pueblo, autogobierno, control de constitucionalidad, igualdad política, entre otros). En esta etapa madura del razonamiento jurídico identificamos un Dworkin que ha definido definitivamente varios conceptos jurídicos, como los recientemente mencionados. Entrelazado el derecho como parte de la moral, conectando todos los principios al establecer el derecho como la institucionalización de la moralidad política. Dejando atrás una teoría dualista de lo moral y lo jurídico, transitando hacia una tesis monista. Entonces el giro radical es que todo es interpretable y vinculable entre sí.

Sin embargo, como se podrá comprender en detalle más adelante, su propio concepto de la ‘dignidad humana’ será esencial en el propósito de la unificación del valor. El mismo Dworkin afirma que los elementos que componen dicha definición son imprescindible e innegociables. Es decir, impone una interpretación conceptual de carácter moral y universal, que debe ser aceptado por todos los miembros de la sociedad. A partir de ello, podemos afirmar que Dworkin se aparta de una concepción contractualista y centra el fundamento esencial de una sociedad en la dignidad humana. Es en este sentido, precisamente, que se inicia la idea de una verdad objetiva. Que, si bien es interpretativa, en el sentido que es producto de una deliberación y desarrollo de las convicciones que han sido compartidas por las personas de una comunidad, pero que, sin embargo, Dworkin desentraña argumentativamente el término y la concluye resolviendo que únicamente con esta acepción del término: es la única vida que merece ser vivida.

En este nivel de abstracción y en razón de lo dicho, finalmente Dworkin considera que hay un solo modo posible de escribir la novela en cadena; claro está, cualquier nueva interpretación debe estar en coherencia y conforme a los conceptos políticos mencionados y en especial respeto y vinculación a favor de la dignidad humana definida por este. Es decir, toda teoría jurídica permitida es aquella que elabore interpretaciones en virtud de los conceptos de libertad, igualdad y dignidad humana propuesto por Dworkin; no pudiendo reclamarse una continuación de la novela en cadena sin estos presupuestos conceptuales.

La importancia objetiva de vivir bien: la dignidad humana


Para la objetivación de la moral se requiere necesariamente que recaiga en una responsabilidad moral, que es el pegamento o la bisagra que entrelaza la dimensión moral con la jurídica (Otero Parga, 2016, 456); y sabiendo que llegar a un acuerdo en la especie humana es bastante complejo, este filósofo legal está convencido de lograr una armonía social si nos exigimos dicha responsabilidad moral. Con ella, encontraremos el valor de vivir éticamente: vivir bien. A partir de esto último manifiesta los dos principios de la dignidad humana: el autorrespeto y la autenticidad; que a su vez son las condiciones indispensables del vivir bien (Dworkin, 2014, 254). Antes de explicar estos principios es necesario entender que describen una sola perspectiva en la que la persona debe situarse para ser éticamente responsable, y no son condiciones negociables.

En primer lugar, el principio del autorrespeto lo define como el compromiso de cada persona de tomar en serio su propia vida: debe aceptar que es importante que su vida se ejecute de manera exitosa y no sea una oportunidad desperdiciada (Dworkin, 2014, 254). Este principio no es en sí mismo una afirmación moral, sino que describe una actitud que la gente debiera tener respecto de su propia vida. De esta idea se desprende la importancia que le asigna el filósofo del derecho a la teoría del reconocimiento. La razón que usted tiene para considerar objetivamente importante cómo va su vida es también una razón que usted tiene para considerar importante cómo va la vida de cualquier otra persona (Dworkin, 2014, 321). Avanzando en este principio se desencadena la envergadura de la actitud crítica, que se traba en la protesta de cómo vivir bien. Entonces si le encontramos sentido a esto último, lo que hacemos con nuestra vida es objetiva y no solo subjetivamente importante (Dworkin, 2014, 259).

El segundo principio de la dignidad es la autenticidad, consiste en que cada individuo tiene la responsabilidad personal de identificar lo que representa un éxito en su vida; es una exigencia personal de crear la vida que queremos. Así, la autenticidad dice relación tanto al carácter como a la existencia de obstáculos a elección (Dworkin, 2014, 264). En este sentido, las personas que culpan a sus padres, a otros o a la sociedad en general por sus propios errores, o que alegan alguna forma de determinismo genético para exculparse o eximirse de toda responsabilidad por sus acciones, carecen de dignidad porque esta concepción exige hacerse cargo de lo que uno ha hecho.

La dignidad nos exige salir del hábito irreflexivo, aunque por el otro extremo Dworkin nos dice que una vida bajo constante autoexamen es narcisista; es una vida pobre (Dworkin, 2014, 264). Esta idea nos llama a forjar nuestra identidad, a ser nosotros mismos, a desarrollar nuestro estilo y creatividad, pero con aprecio y respeto a los demás. Es el mismo llamado kantiano de abandonar nuestra minoría de edad: Sapere aude; y tomar las riendas de nuestras vidas. La base del valor moral que subyace de las convenciones de los derechos humanos es el respeto irrestricto a la dignidad humana. Entendiendo que la ley es un mecanismo de expresión de la voluntad de los ciudadanos, el Estado tiene el deber de garantizarlo y al mismo tiempo de proveer el libre desarrollo de la personalidad, es decir, hay una obligación estatal de comprometerse con la protección de la dignidad humana. De este modo, queda patente que estos principios, el deber de crear nuestra vida y el respeto por nuestra propia vida, entra en consonancia con la obligación moral de reclamar estas leyes injustas que socavan nuestra dignidad, puesto que debemos vivir conforme a los dos principios: autorrespeto y autenticidad, con independencia de las normas jurídicas, debiendo el Estado estar siempre al servicio de la dignidad humana.

Lo afirmado es la base de la construcción de la teoría de la justicia, que enuncia en Justicia para erizos, constituyendo como punto de partida el concepto de dignidad humana y los demás conceptos políticos que se derivan de ella. Es precisamente, un giro radical de su teoría de la interpretación, que exige que el derecho deba estar condicionado a la práctica jurídica, y más que eso, a la condición humana del sujeto centrado en la ética: a pensar por nosotros mismos en cómo queremos y debemos vivir nuestras propias vidas, conducido de manera responsable por nosotros mismos. Así, la dignidad humana determinará el contenido moral de los demás conceptos e interpretaciones de la práctica jurídica.

En este punto vemos un nexo común, social y nuclear en la vida política de las sociedades, en que la dignidad humana se impone ante todas las disputas argumentativas y se encumbra en este mar de Doxa, logrando superar el subjetivismo, llegando incluso a sostener que es lo esencial para la comunicación y desarrollo de nuestra civilización. La dignidad humana entonces es un concepto político que termina por entenderse como una verdad objetiva. En este sentido puede ser interpretado a Dworkin como un constructivista kantiano. Quien reconoce que no hay hechos morales, negando toda interacción causal entre una verdad moral y la opinión moral (Dworkin, 2014, 94-95).

En definitiva, la dignidad humana es la carta más alta del mazo del triunfo. Esto significa un quiebre en el desarrollo literario de la novela en cadena, exigiéndose que el desarrollo de la sociedad política se supedite incondicionalmente a las cartas de triunfos más poderosas. En suma, en la teoría madura del razonamiento jurídico que propone Dworkin todos los conceptos políticos como la libertad, la igualdad y la democracia se derivan de la dignidad humana. Esto significa que de ahora en adelante las interpretaciones argumentativas deben estar sujetos a las cartas de triunfo más fuertes, es decir, ya no es posible escribir de cualquier forma la historia de la novela en cadena.


El último Dworkin: la fractura de la novela en cadena


La conclusión del apartado anterior se sigue naturalmente de una lectura atenta de las contribuciones de Dworkin sobre la teoría política, moral y jurídica. La instauración de la “dignidad humana” se convierte, entonces, en la piedra fundadora que permite enseguida la
narración interpretativa de la “novela en cadena” y la construcción fenomenológica del “principio de Hume”. Esto significa que la dignidad humana es el término absoluto que se convierte en el contenido esencial de todos los derechos fundamentales. Desde esta óptica, supeditada a la filosofía moral, Dworkin pretende resolver todos los desacuerdos teóricos (Aldao y Clérico, 2019, 69). Sin embargo, esta conclusión ha sido resistida en gran parte del medio académico, planteando el modelo dworkiniano bajo una concepción metafísica antirrealista. En esta línea, Grajales y Negri recientemente han descrito la visión de Dworkin de la siguiente manera:

[Se] sustenta en una concepción cognitivista y no escéptica de la interpretación; una posición de acuerdo con la cual los enunciados interpretativos son susceptibles de ser discutidos en términos de verdad/falsedad. No obstante esto último, cabe apuntar que la concepción cognitivista de Dworkin puede ser considerada en última instancia como relativista, fundada en un mero consenso, producto del liberalismo ético (Grajales y Negri, 2018, 259-260)

Ante eso, debemos reparar que hay una expansión del ideal de “integridad” desde su teoría temprana (Los derechos en serio), entendida bajo una estructura coherentista, y es cierto que “relativista”, pero en cuanto a los mejores argumentos, y así lo reafirma en El imperio de la justicia. Pero, de ahí a concluir que la teoría dworkiniana se sustenta en un relativismo jurídico-moral sería la mayor traición que se podría cometer en contra del filósofo erizo. Es verdad que la tesis de la única respuesta correcta se plantea dentro del contexto de una determinada práctica social y, en un principio, “admite la posibilidad de una pluralidad de respuestas sostenibles y correctas” (Zaccaria, 2016, 215); por eso algunos critican severamente la denominación de la “única respuesta correcta” cuando en realidad quiere decir que se admiten sólo algunas pocas. Esto le ha costado caro, recibiendo grandes críticas, principalmente: ser incoherente (Rentería, 2017).

Sin embargo, para Dworkin el modelo de justicia basado en el mejor argumento conduce a disminuir, por poco que sea, los desacuerdos teóricos. De manera importante es notar que estos desacuerdos, que se forman a través de proposiciones jurídicas, poseen un valor o condición de verdad, estos son los fundamentos del derecho (Macedo, 2019, 45). En estos términos, la dignidad humana goza de una primacía por sobre las demás cartas de triunfos, teniendo ella la pretensión de ser verdadera, incluso, en la eventualidad de que esta reconstrucción no sea compartida por los demás. Aquí la idea de dignidad humana es un movimiento argumentativo que no admite refutación, es la carta de triunfo que se encumbra en este mar de doxa: la dignidad humana es un fundamento innegociable, que decide la construcción teórica del derecho desde el punto de vista del sujeto en particular: desde la responsabilidad individual del sujeto hacia la estructura total del sistema jurídico. Para reforzar la tesis de la objetividad moral en el legado de Ronald Dworkin concluiré con una última y breve referencia a Donald Davidson.

A la luz de la tesis de la única respuesta correcta de Dworkin, Giuseppe Zaccaria afirma que dentro de las teorías hermenéuticas postheideriana (desde Gadamer hasta Pareyson) jamás se ha suscrito una idea similar de una y solo una respuesta correcta (Zaccaria, 2016, 215). Sin embargo, podemos encontrar en la otra vereda hermenéutica, de la tradición post-analítica, a Donald Davidson. Este filósofo del lenguaje elabora una concepción objetiva de la verdad, similar a la de Dworkin, conforme a una teoría de la coherencia. Es un método socrático, que lo recoge del Filebo de Platón, que nos permite identificar nuestras creencias erróneas al ir eliminando las contradicciones lógicas y de este modo vamos progresando en el diálogo. Es una metodología de descartes, por lo tanto, no nos asegura que las demás creencias sean verdaderas (Davidson, 2005, 242). Así, Davidson cree que avanzando en esta línea metodológica nos permitirá dispersar los conceptos que empleamos, dando cuenta que necesitamos conceptos mejores o diferentes. Esto se ilustra claramente en el Filebo en cuanto a la discusión del placer: comienza Protarco con una posición del hedonismo burdo del placer compitiendo contra el conocimiento que defiende en un principio Sócrates, pero luego este último reprocha que está la posibilidad de que el placer sea falso. Luego, en la medida que van desarrollando las ideas Sócrates le señala que existen supuestos placeres que lo sean en lo inmediato, pero que finalmente no lo son (36c-41b).

Esta propiedad distintiva de la refutación socrática de la teoría de Davidson es bastante similar a la del catedrático de Oxford. Ambos comparten la idea de la argumentación, en consecuencia, versa de una experiencia argumentativa que se sustenta en un diseño coherente y unitario. Con esto, la concepción integral del derecho exige que la interpretación de los materiales normativos se realice, en primer lugar, a la luz de la dignidad humana. Esta es la premisa básica de un individualismo ético que se universaliza como valor objetivo para toda la sociedad. Con el término absoluto de la dignidad humana sienta la mayor carta de triunfo; de esta manera se convierte en una metodología de carácter deontológico que ayuda a evitar que fracase esta constante práctica argumentativa. En virtud del reconocimiento de este valor absoluto es que nos permite reforzar, eliminar las inconsistencias lógicas y sostener otros valores como el de la “igualdad”, “libertad” o “democracia”.


Conclusiones


Por todas las razones esgrimidas a lo largo del trabajo afirmamos que Dworkin finalmente modifica sustancialmente su concepción integral del Derecho, migrando desde una posición de permanente discusión y transformación de los juicios interpretativos hacia la consolidación y congelación de los conceptos. La propuesta teórica de la justicia dworkiniana se funda en la dignidad humana como carta de triunfo invencible e inderrotable, por sobre cualquier otra carta. En este sentido, vemos que Dworkin trunca la novela en cadena o la absolutiza, de la manera que no admite otra concepción de la dignidad humana que no sea aquella que consista en su propia definición: I) autorrespeto; y II) autenticidad.

También hemos apreciado una evolución en su tratamiento de la justicia. En Los derechos en serio era partidario de una tesis de la respuesta correcta que no significaba llegar exclusivamente a una sola decisión o valor para la decisión judicial. Funcionando los principios no en su carácter condicional, sino que orientadores y conductores de las normas. Sin embargo, el desarrollo y la contingencia de la realidad vuelve obsoletos a los principios, de modo que obligadamente se van transformando o renovando. Dicha postura se ve fuertemente reforzada en El imperio de la Justicia al plantear su concepción integral del Derecho. Luego en Objetividad y verdad: más vale que lo crea ofrecerá, en contraste con lo anterior, una visión de la jurisprudencia orientada hacia un realismo metafísico. Cuyo proyecto filosófico es desechado enseguida en Justicia para erizos, pese a ello mantiene su finalidad o propósito último de su teoría de la justicia: La independencia metafísica del valor, tal como él la denominó en su última obra. De donde se infiere claramente su pretensión de delimitar aún más la discreción judicial, colaborando al esclarecimiento y discernimiento de los jueces, para que ellos puedan llegar a detectar la unidad del valor.

La clave está en detectar que la independencia del valor comprende que los diversos conceptos están directamente interconectados y se respaldan entre sí. Es una concepción de la filosofía que niega absolutamente alguna miga o partícula de escepticismo. Así como consolida y objetiva los conceptos políticos, que son interpretativos, necesariamente los demás conceptos deben ser tratados con igual consideración.


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Notas:

1Hay autores que rechazan las definiciones escépticas propuestas por Dworkin, señalando que se equivoca gravemente en sus conceptualizaciones. Véase artículo enfocado en eso Kramer, Matthew, “Working on the Inside: Ronald Dworkin´s Moral Philosophy”, Derecho y Humanidades, Chile, n.° 22, pp. 145-159.

2Las cursivas son mías, no del texto original.