http://dx.doi.org/10.22187/rfd2018n44a11
El derecho humano a la educación: proyección en el libre desarrollo de la personalidad
María Candelaria del Pino Padrón1
1Doctora en Derecho por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España. Email: calutroule@gmail.com
Resumen:
La educación se constituye en parte fundamental de esa esencia interna del individuo que conforma su personalidad. Así, el libre desarrollo de la personalidad del sujeto se instituye en derecho inalienable vinculado a conocimientos adquiridos y vivencias asimiladas.
El ejercicio del derecho a la educación alcanza un indudable valor como coadyuvante del crecimiento intelectual y personal del individuo. Una educación en valores no solamente promueve el libre desarrollo de la personalidad, sino también la autonomía de individuo.
Palabras clave: derechos humanos, derecho de educación, libre desarrollo de la personalidad, autonomía personal.
Abstract:
Education is a vital part of the inner essence of the individual that makes up your personality. As well, the free development of the personality of the subject is instituted in inalienable right linked to knowledge and experiences.
The exercise of the right to education reaches a certain value as an adjunct of the intellectual and personal growth of the individual. An education in values not only promotes the free development of the personality, but also of the autonomy of the individual.
Keywords: human rights, right to education, free personality development, personal autonomy.
Resumo:
A educação é uma parte vital da essência interior do indivíduo que faz de sua personalidade. Assim, o livre desenvolvimento da personalidade do sujeito é instituído de direito inalienável ligado ao conhecimento e experiências.
O exercício do direito à educação atinge um certo valor como um adjunto do intelectual e crescimento pessoal do indivíduo. Uma educação em valores não só promove o livre desenvolvimento da personalidade, mas também da autonomia do indivíduo.
Palavras-chave: direitos humanos, direito à educação, livre desenvolvimento da personalidade, autonomia pessoal.
Recibido: 20170803
Aceptado: 20180225
Los derechos humanos constituyen parte fundamental del engranaje básico del crecimiento de las distintas comunidades que conforman la humanidad. Así, el derecho a la educación se muestra cómo base necesaria para el crecimiento personal de los miembros de esa comunidad general. Por su parte, la delincuencia ocupa cotas de la personalidad de determinados individuos que la hacen su modo de vida y se establece como forma de enfrentamiento de éste con el resto de la sociedad. Los delitos o faltas del delincuente son valoraciones que la sociedad hace de un comportamiento o una situación empírica en un momento de su coyuntura social y política (Christie, 2004, 3) (Aas, 2007, 21 y ss.) (Bauman, 2002).
La educación en general y en particular el derecho a la educación y su ejercicio, funcionan como coadyuvante del crecimiento intelectual y personal del sujeto. Capacitándolo para una toma de decisión lo más libre y autónoma posible. Así, la educación tiene también un valor social en cuanto permite a la comunidad trasladar su cultura y recrearla, ligando los valores de los derechos humanos a la propia cultura trasmitida. En este sentido, la comunidad se transforma y se desarrolla a través de ámbitos educativos. El derecho humano a la educación tiene su refrendo universal en este traslado de conocimiento y de cultura.
Encontrar la sede de esa traslación debe dar comienzo atendiendo al significado mismo de lo que son derechos humanos y su aplicación fáctica. De inicio hay que indicar que esto no resulta del todo claro ni unívoco. Pues, en este sentido, la búsqueda de conceptos que clarifiquen y establezcan el auténtico valor de las palabras hace que de forma casi automática se intente conceptualizar el término a utilizar y así mantener, de este modo, acotado el significado accional del vocablo en una determinada materia o ámbito temático específico.
Es por ello, que autores como Francisco Laporta (1987, 23) reconocen que “existen dificultades teóricas y complejidades conceptuales para encontrar la noción misma del concepto ‘derechos humanos‛, aunque no es menos cierto que todos tenemos al menos una leve idea acerca del significado del concepto derechos humanos” y lo que representa en la sociedad actual y muy en especial, para el propio ser humano.
Puede afirmarse también que el concepto “derecho humano” viene concebido de forma plurívoca, pues depende de quién lo invoque adquiere uno u otro significado, por lo cual puede inferirse que aunque posee una significación determinada, ésta adquiere matices diferenciados, dando lugar a desiguales versiones de un mismo concepto.
En este sentido, para conceptualizar el término derecho humano se utilizan diferentes nomenclaturas e incluso, el término puede proyectarse desde diferentes esferas. Así se constata cuando se utilizan expresiones como “derechos del hombre”, “derechos naturales”, “derechos subjetivos”, “derechos morales”, “derechos fundamentales” o “libertades públicas”, para defender la aproximación conceptual de los mismos ya que en principio, el propio término derechos humanos pueden adquirir distintos significados (Peces Barba, 1991, 20).
A entender de otros autores, el concepto derecho humano ha ido adquiriendo diferentes formas y fórmulas de interpretación; así, en un primer momento adquieren la forma de derechos subjetivos, por cuanto se conciben como afirmación progresiva de la individualidad del ser humano (De Castro Cid, 2003, 5-6). De entre otro tipo de nomenclaturas adquiridas por los derechos humanos encontramos, derechos naturales, libertades públicas (Fioravanti, 2000, 55-57), otros entienden que solo se consideran derechos humanos, los que coinciden con los derechos naturales del hombre, como los derechos básicos del hombre (García López, 1990, 27). Así y tras cualquier concepto aplicable al término derechos humanos, puede constatarse cómo la persona es el fundamento primero de los derechos humanos, naturales, subjetivos y libertades públicas, pues de facto, todos ellos tienen su campo de acción en el ser humano mismo.
Incluso, algunos teóricos del derecho, defienden que en:
el contenido mismo del derecho a la educación se pueden incorporar otros derechos, como el derecho a cursar la enseñanza que en cada momento sea considerada básica por la legislación ordinaria, el derecho a un control objetivo y racional del saber que posibilite el acceso a cualquier titulación del sistema educativo en función de la capacidad escolar, el derecho al acceso a los centros, de enseñanza sin más limitaciones que las establecidas por razones de interés público mediante el instrumento normativo adecuado, el derecho a una educación impartida si discriminación alguna, en especial el derecho a recibir la enseñanza en la lengua propia del escolar, el derecho a un tratamiento disciplinario exento de arbitrariedades y a la existencia de garantías procedimentales en la imposición de sanciones y finalmente el derecho a la participación responsable en los órganos de gobierno de la escuela con relación a la edad del alumno (Embid Irujo, 1981, 654 y ss.).
En esa misma línea, autores como García López afirma que:
los derechos propiamente humanos serán los contenidos en los dictámenes inferidos por el ejercicio de la razón práctica a partir de la misma ley natural, bien de manera fácil y pronta. Y del mismo modo, esos derechos humanos no harán referencia a los fines primarios de la naturaleza humana, tanto en lo que tiene de sensitiva como en lo que tiene de racional, pues estos fines se apetecen necesariamente y pertenecen a la “voluntas ut natura”, sino que harán referencia a los medios principales, inmediatos y más convenientes para la obtención de dichos fines; los cuales, aunque tengan que ser todavía apetecidos con cierta necesidad, que no es absoluta, sino condicionada, pertenecen a la “voluntas ut ratio” (1990, 27).
Por lo que tratando de aproximarnos al concepto “derecho”, explica el profesor Gil Colomer, que “el término derecho proviene del latín directum, que significa recto, bien dirigido, sin torcerse ni a un lado ni a otro”, e indica la “facultad natural del hombre para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida”, o la “facultad de hacer o exigir todo aquello que la ley o la autoridad establece en nuestro favor, o que el dueño de una cosa nos permite en ella” (2000, 119), o también como el “conjunto de principios, preceptos y reglas a que están sometidas las relaciones humanas en toda sociedad civil, y a cuya observación pueden ser compelidos los individuos por la fuerza” (Gil Colomer, 2000, 119).
Por lo que unido al término humano, y de forma amplia y general, nos llevaría a afirmar que los derechos humanos constituyen privilegios y facultades propias de todos y cada uno de los miembros de la humanidad.
Estos privilegios o exigencias vienen entendidos por el profesor Laporta como “los derechos humanos como “derechos”, son algo que, por así decirlo, está antes que las acciones, pretensiones o exigencias, antes que los poderes normativos, antes que las libertades normativas y antes que las inmunidades de status” (1987, 27).
Por lo cual, existen y causan estado antes incluso de ser reconocidos, exigidos por los titulares y tutelados por las leyes. Característica fundamental de los derechos humanos, por cuanto existen y son exigibles desde que nace el individuo, estén o no reconocidos en su entorno jurídico.
Así, a lo largo de la historia los derechos humanos han asumido diferentes nomenclaturas, sin perder un ápice de su espíritu. En este sentido, diferentes autores han utilizado múltiples nombres para hablar de los derechos humanos. Les han denominado “Derechos naturales, Derechos Fundamentales, Derechos morales, Derechos públicos subjetivos, Libertades públicas” (Castro, 2003, 6 y Pérez Luño, 2001, 131).
Desde la Organización de las Naciones Unidas se afirma que “los derechos humanos son derechos inherentes a todos los seres humanos, sin distinción alguna de nacionalidad, lugar de residencia, sexo, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, o cualquier otra condición. Todos tenemos los mismos derechos humanos, sin discriminación alguna. Estos derechos son interrelacionados, interdependientes e indivisibles”.
Tras su reconocimiento, han ido positivizándose en la legislación de los Estados, constituyendo en muchas ocasiones, parte integrante de las leyes fundamentales de las naciones y de las instituciones internacionales. Así, se reconoce desde la Organización de las Naciones Unidas que los derechos humanos universales están a menudo contemplados en la ley y garantizados por ella, a través de los tratados, el derecho internacional consuetudinario, los principios generales y otras fuentes del derecho internacional. El derecho internacional de los derechos humanos establece las obligaciones que tienen los gobiernos de tomar medidas en determinadas situaciones, o de abstenerse de actuar de determinada forma en otras, a fin de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales de los individuos o grupos.
Por su parte, defiende Almenar Ibarra que “estos derechos humanos son innatos al hombre y la sociedad les debe el reconocimiento, sin que los poderes políticos o jurídicos puedan anularlos”. Esto adquiere una significación tal que la autora reconoce que es un hito que se constituye en “la primera internacionalización de los derechos humanos” (2000, 271).
En este sentido afirma que:
desde este momento se reconoce que toda persona es digna de unos derechos, no sólo dentro de las Leyes de un Estado del que es ciudadana, ni frente a otros Estados, ni a las legislaciones emanadas por los poderes legislativos, sino en cualquier lugar en que se encuentre e independientemente de las leyes dadas. Los derechos humanos, inherentes e inexcusables a la condición humana, deben ser reconocidos, garantizados y protegidos por las leyes positivas (Almenar, 2000, 271).
Así, el derecho humano a la educación es un “todo” que se manifiesta como instrumento conformador del pleno desarrollo de la personalidad del individuo, herramienta básica constituyente de las actitudes y aptitudes que a futuro influyen de manera evidente en las elecciones que éste haga.
De ahí la influencia manifiesta que el derecho a la educación demuestra en el libre desarrollo de la personalidad, pues coadyuva a una libre elección del individuo frente a los retos que la vida le marca y en pro de esos derechos vinculados a la dignidad del individuo.
La base argumental que afirma que los derechos humanos constituyen parte fundamental del valor de la dignidad del individuo y que en este sentido, confluye con el libre desarrollo de la personalidad del sujeto en igualdad de condiciones, está reconociendo que la esencia que alimenta el alma de cada ser humano se conforma, entre otros, por diferentes derechos y obligaciones.
En este sentido, puede afirmarse que aunque finalmente no se cumplan de modo pleno los derechos humanos en determinados Estados, es notorio cómo cada vez más se reclama de forma inminente el cumplimiento de una base mínima de derechos humanos en todos los Estados del mundo.
Por todo ello puede considerarse que los valores que han definido el espíritu mismo de los derechos humanos, han horadado de forma paulatina las estructuras sociopolíticas y han ido afirmándolos como realidades objetivas nacidas con el ser humano.
Por cuanto el respeto de los valores derivados de los derechos humanos adquiere relevancia en los valores que la sociedad entiende aceptables y necesarios.
El artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cristaliza en:
toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos (ONU, 1948).
De la génesis misma del derecho humano a la educación puede inferirse varias conclusiones, entre ellas sobresale el hecho de que es un derecho compuesto, pues tiene en cuenta innumerables condiciones de cumplimiento, y porque asume la responsabilidad de trasladar valores y conocimientos del resto de derechos humanos.
A la vista de este enunciado, y tratando de aproximarnos a una definición del derecho a la educación, autores como Martínez López-Muñiz defienden que el derecho a la educación, “no solo entraña las facultades de una libertad de hacer o de no hacer o de cómo hacer, sino también y sobre todo un poder de exigir a otros unas prestaciones positivas dirigidas a producir el resultado de la instrucción educativa” (1979, 37).
Así, la educación viene concebida como un proceso que debe permitir alcanzar la soberanía personal y la posibilidad de que el individuo pueda dirigir su vida de acuerdo con sus propias reflexiones, sin actuar al dictado de inspiración externa alguna (Mayor, 2001, 15). De ahí que se defienda que la educación significa enriquecer y mantener nuestra identidad cultural, mediante una constante interacción con otras culturas (Mayor, 2001, 16).
El enfoque que desde este trabajo se pretende encontrar es aquel que afirma que el derecho humano a la educación persigue asegurar un crecimiento personal del individuo y la adquisición del pleno desarrollo de su personalidad. Pues no obstante a afirmar la autonomía del individuo en cuanto a su libre elección y potestad frente al desarrollo de su propia personalidad, es notorio cómo el derecho a la educación y su significación más amplia, conlleva que esa labor autónoma y biológica adquiera un carácter de mayor perfección, por cuanto provee al individuo de herramientas válidas para un mejor desarrollo de su personalidad.
De hecho, es esta última ratio la que la educación en libertad busca, así la transmisión de conocimientos no debe marcar un camino lineal del educando, sino debe permitirle adquirir conocimientos y criterios propios que le hagan concebir autonomía de decisión en libertad y con responsabilidad. Metas todas ellas posibles y deseables en Estados de Derecho, democráticos y sociales.
Porque el derecho a la educación en un contexto libre es, además de un derecho humano, un derecho social. Así la educación desde una visión social es un derecho útil, tangible, la sociedad lo valora positivamente. Es un bien colectivo que se adquiere individualmente. Una necesidad social que se cubre mediante el proceso educativo establecido en la colectividad.
La idea de que la educación es un bien socialmente apreciado es defendida ampliamente en las sociedades actuales. Lo que en el debate de la filosofía moral y política de los últimos tiempos se denomina bien primario, desde la perspectiva de la confección de los planes individuales de vida, o bien público, si atendemos a su repercusión sobre el progreso moral y el desarrollo de la sociedad (Martínez de Pisón, 2003, 65).
En este sentido, “todas las personas tienen derecho a la educación. Esto implica el derecho que el individuo tiene a desarrollar todas sus posibilidades y la obligación de la sociedad de transformar estas posibilidades en relaciones efectivas y útiles” (Pérez Serrano, 2000, 48).
En la línea de nuestro trabajo, hemos de reseñar que según la profesora Laura Requena “una de las aportaciones más relevantes de la perspectiva evolutiva en criminología es el estudio de los factores de riesgo asociados a la génesis y desarrollo de delincuencia, así como otros eventos vitales que influyen sobre tal actividad” (2004, 21).
Por ello, puede deducirse que la delincuencia se rodea de unos factores previos que hacen que sea lo que es, una vulneración continuada en el tiempo de las leyes penales aplicables en ese Estado y en ese momento.
En este sentido, Farrington (2003, 221-256) reconoce el factor de riesgo como un elemento que predice una probabilidad relativamente alta de delinquir con posterioridad siendo precisamente relevante su identificación para implementar estrategias de prevención acordes a cada uno de ellos.
Tras estudios en materia delincuencial, Farrington establece “factores de riesgo que generan que el desarrollo de la delincuencia varíe individualmente” (1985, 335-356). Así, según ese estudio, existirían cuatro tipos de factores de riesgo,
a) Factores individuales que no pueden ser manipulados, como por ejemplo, la edad.
b) Factores que varían entre individuos y tampoco pueden ser manipulados, como por ejemplo, la pertenencia al sexo femenino o masculino.
c) Factores individuales que varían continuamente, como por ejemplo, el consumo de alcohol o droga.
d) Factores individuales que ocurren en un momento particular de la vida, por ejemplo, el fallecimiento de un ser querido, grave desengaño, etc.
Cuando se habla del ámbito educativo y más específicamente de su uso para tratar de controlar esos inicios de actitudes que puedan derivar en acciones delincuenciales a futuro, se está afirmando que la educación puede colaborar a que en esas etapas tempranas el niño, el joven, conforme su personalidad y acciones alejadas de ideas delincuenciales.
Por su parte, José Miguel de la Rosa afirma que “pocos fenómenos traen consigo una alteración más aguda de la convivencia que el fenómeno delincuencial y, especialmente dentro de la delincuencia, la cometida por menores de edad. Ante estos supuestos la sociedad se siente en ocasiones inerme, impotente e indefensa” (2009, 1).
En este sentido, también se podría hablar de conductas pre-delincuenciales, al respecto de aquellas actividades consideradas inaceptables en términos de normas convencionales y de las costumbres propias de una comunidad (Castellano, 1998, 16).
De acuerdo a ello, la sociedad rechaza este tipo de conductas, por resultar molestas y lesivas. Muchos autores las denominan, conductas desviadas, pues lo son respecto de las habituales costumbres y maneras de actuar de los individuos en una concreta comunidad.
De entre esos autores, resulta una propuesta interesante en este sentido, la idea clasificatoria que recogen en su obra Martha Frías y Víctor Corral (2009). Así, por su parte, afirman que las conductas podrían estar divididas en conductas menos serias, serias y delitos.
Por lo que “las conductas desviadas menos serias incluirían actos como fumar, tener relaciones sexuales a temprana edad, la insolencia, la impertinencia, las acciones villanas y la mezquindad, a las cuales también se les reconoce como conductas excesivas” (Frías y Corral, 2009, 15).
Hay que hacer notar que no siempre esas actitudes que generalmente hemos tenido alguno de nosotros en algún momento de la etapa infantojuvenil pueden derivar en actitud delincuencial a futuro. Pero hay muchas connotaciones apriorísticas al respecto de que los delincuentes juveniles han pasado etapas anteriores en su íter madurativo con ese tipo de actitudes.
Siguiendo las pautas de esta teoría, “las conductas desviadas serias se manifestarían como el ausentismo de la escuela, el consumo de alcohol y drogas y la prostitución, que son denominadas también conductas problema” (Frías y Corral, 2009, 15).
Como puede constatarse, este tipo de actitudes ya refrendan un carácter del joven de mayor lesividad para sí mismo y para su entorno cercano, familia y escuela.
Por lo que el paso siguiente a este tipo de conductas desviadas de la norma pudiera ser la falta o el delito penal.
Así, el último escalón que los autores afirman coincide con la gestión delincuencial de los actos del sujeto es la falta o el delito, siendo definido como “como aquella conducta problema que es castigada por la ley (Frías y Corral, 2009, 16)”.
De este modo, los jóvenes involucrados en lo que los autores denominan conducta desviada, pueden, incluso y “con frecuencia presentar otro tipo de conductas; o paulatinamente todas ellas, por lo que a este patrón comportamental se le denomina síndrome de desviación”. En este sentido, afirman, “este síndrome de desviación puede manifestar en niños al poco tiempo de nacer, llevando a lo que se conoce como desviación temprana” (Frías y Corral, 2009, 16).
Por su parte, Rodríguez-Manzanera indica que la delincuencia juvenil concierne también a la corrupción moral de los menores. Por lo que los menores pueden cometer tres tipos de infracciones: a) los hechos que están comprendidos como delitos dentro de las leyes penales; b) los hechos que violan las disposiciones reglamentarias de policía y buen gobierno; y, c) los hechos que no se encuentran indicados como delitos dentro de los códigos penales(1997, 332-336).
Así, la aplicación coordinada del derecho humano a la educación y la educación en libertad puede entenderse “es uno de los conceptos más amplios y con más posibilidades de propiciar y generar una convivencia armónica en sociedades que se encuentran debatiéndose entre el equilibrio y el terror. Pues, tal y como manifiesta Wells “la historia humana se está convirtiendo cada vez más en una carrera entre la educación y la catástrofe” (López y Ruiz, 2000, 44).
Siguiendo a Rodríguez Manzanera (2009, 371), en las categorías delincuenciales básicas, que en principio no estarían recogidas por código penal, sino por normas administrativas, se ubicarían dos tipos de hechos:
1) Los que se consideran vicios y perversiones.
2) Las desobediencias sistemáticas, que son las rebeldías constantes, las faltas a la escuela y el incumplimiento de deberes.
No obstante a ello, todas ellas han ser acometidas seriamente por las políticas públicas aplicables a la sazón en materia preventiva. En particular ha de tenerse en cuenta que los menores constituyen la fuente inicial de la prevención primaria, sin dejar de lado que son ellos la primera meta a cubrir en el camino de la prevención de la delincuencia.
Cuando se habla de una educación que permita la libertad del individuo en las elecciones que ha de realizar en su estadío vital, se está consintiendo que éste adquiera la suficiente autonomía que le permita mejorar individualmente su vida y la de la sociedad en la que convive, pues con ello, la educación se configura como ese factor de armonía social que la libertad consigue en las sociedades mundiales.
La búsqueda de la definición más plausible de desarrollo de la personalidad el individuo, nos acerca a su importancia y relevancia, pues es aquella que la define como la forma en que el ser humano “niño” va haciendo su camino psicosocial hacia el ser humano “adulto”. Con ello se quiere hacer una representación objetiva de la importancia que para la naturaleza humana tiene el pleno desarrollo de la personalidad del individuo. Como se constata adquiere una preeminencia indudable en el desarrollo del intelecto personal y social del individuo y fundamentalmente en su reconocimiento como derecho humano a tutelar. Así, el pleno desarrollo de la personalidad, y las diferentes formas que adquiere normativamente hablando, quedan vinculados a la educación y al crecimiento personal del sujeto.
En este sentido, la profesora Santana Ramos (2014, 99) defiende que “la fórmula del libre desarrollo de la personalidad se encuentra habitualmente incorporada en los textos constitucionales y en las Declaraciones de derechos”. Es por ello, que defiende “la necesidad de conjugar su reconocimiento jurídico con el del pleno desarrollo de la personalidad, comúnmente considerado como objetivo de la educación” (Santana, 2014, 99).
De este modo, vincula indefectiblemente el derecho humano a la educación con el pleno desarrollo de la personalidad del individuo.
Existe total sintonía entre el pleno desarrollo de la personalidad y la educación, así “una interpretación sistemática obliga a considerar a ambas expresiones como sinónimas. El libre desarrollo de la personalidad representa la consagración jurídica del principio de autonomía individual. Como tal, impone el establecimiento de unas políticas públicas orientadas a la eliminación de los condicionamientos económicos y sociales y a la reducción en lo posible de los condicionamientos culturales” (Santana, 2014, 99).
Dando como resultado que esa vinculación, por proximidad, del derecho a la educación y la conformación del pleno desarrollo de la personalidad del individuo, vincula notablemente al Estado que para ello, se proceda a estructurar y calibrar las diferentes políticas que a ese respecto se apliquen y gestionen en busca de la meta correspondiente.
El libre desarrollo de la personalidad del individuo se define así como una meta personal del individuo y de crecimiento intelectual y psicológico que le permita adquirir una personalidad propia y suficiente que le identifica irrefutablemente, y que estructura sus ideales, pensamientos, sentimientos entre otros. Permitiendo con ello, elegir entre las diferentes opciones que le da la vida. Siendo en este sentido, una fuente de decisión y materialización de la salida de actitudes delincuenciales, principalmente en las etapas infanto-adolescentes, en la denominada prevención primaria.
Los valores morales constituyen base fundamental del comportamiento humano. Cada sociedad establece su propio sistema de valores mediante la traslación de esos valores a los miembros de la comunidad que los asumen como propios. Este proceso se nos muestra de modo similar, incluso, de manera más inquisitiva, si cabe, en el entorno más cercano del individuo.
Así, mediante una escala de valores y conocimientos, el individuo adquiere una determinación propia y desarrolla su personalidad, mediante lo que podría entenderse un turno de elección en la vida sobre determinadas alternativas valoradas mediante razonamientos lógico-intelectuales, acerca de por qué este y no aquel otro valor o norma moral es más o menos aceptable para sí.
Tras ese recorrido que provoca un crecimiento personal del individuo y al que colaboran los valores que asuma, resultando en ocasiones sumamente determinantes, para la conformación de la personalidad del sujeto.
El sujeto, educado en determinados valores ético-morales, no accede de forma automática a elegir y decidir, sus limitaciones son más biológicas que de cualquier otra índole. De modo que,
la formación moral también atraviesa fases diferentes en los distintos estadios evolutivos del ser humano. En la primera etapa el niño/niña tiene lo que se denomina una moral pre-convencional por lo que tiende a obrar tomando como referencia el beneficio propio o por la voluntad de evitar un castigo. En los años siguientes se forma una conciencia moral convencional, que comienza a manifestarse a partir de aproximadamente, los diez años y tiene en cuenta las normas sociales; en la adolescencia y durante la vida adulta se forma la conciencia moral post convencional (Giménez, 2009, 60).
Esta moral denominada convencional “se caracteriza por dar lugar a la formación de la opinión propia, acontece gradualmente, según se desarrollen diferentes capacidades intelectuales, como la capacidad abstracción, el verse como uno más, el pensamiento dialéctico, que le permite ser capaz de conciliar y entender múltiples puntos de vista, y el pensamiento lógico-formal, que permite organizar y jerarquizar los valores” (Giménez, 2009, 62).
Afirma Ernesto Rodríguez (2001, 255) que “la moral no es tema para elucubraciones teóricas, sino cuestión de actitudes y de conductas prácticas”. Lo que realmente importa del deber, según ya señalara Marco Aurelio (1954, 179) es asumirlo y cumplirlo pues “no se trata de discernir lo que debe ser el hombre de bien, sino de serlo”.
Desde ese enfoque, muchos pensadores, afirman que los derechos humanos, tal como han sido proclamados por la comunidad internacional, dan contenido a una ética global, por cuanto constituyen un conjunto de principios jurídicos ideales o un sistema de valores reconocidos universalmente.
Por lo que la propia dimensión ética de la educación en valores, entraña ser consciente del entorno, de sus necesidades y de sus limitaciones, para crear progresivamente un sistema de valores propio y comportarse en coherencia a ellos al afrontar una decisión o un conflicto. Y, puede suponer que no toda posición personal pueda ser calificada como ética, si no está basada en los valores morales que encierra la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Derivado de la esencia misma de los derechos humanos, la dignidad se configura como la base máxima y cota límite de los derechos de personalidad. Así, al hablar de dignidad humana, se puede decir que es inherente al ser humano, a su esencia y naturaleza. Por lo cual y derivado de ello, el valor supremo que se le supone a la dignidad, le hace fundamento de los derechos humanos en cuanto explicitan y satisface necesidades básicas de las personas en la esfera moral, adquiriendo capacidad como sede fundamental para que el hombre desarrolle su personalidad de forma íntegra e integral.
Por su parte, la carta magna española de 1978, en su artículo 10.1, cristaliza “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.
En este sentido, el profesor Peces Barba, afirma que “el desarrollo de esta dignidad humana ha puesto de relieve en la historia moderna la existencia de dos grandes valores, la libertad y la igualdad, imprescindibles en la vida social para que el hombre pueda desarrollar su moralidad” (1993, 340).
Puede por tanto afirmarse que aunque no resulte sencillo ni siempre confluya en cotas lógicas de eficacia, se ha de tener en cuenta el valor que infunden los derechos humanos al desarrollo personal del individuo. Así, valores y derechos como la igualdad, la autonomía, la equidad entre otros, construyen el camino que la humanidad ha de recorrer.
Por su parte, afirma Ernesto Rodríguez que:
no basta una educación en valores emergentes o de moda; es preciso reivindicar, recuperar, promover, programar y desarrollar una auténtica educación moral que permita a todos los hombres, tal como se señala en el propio Preámbulo del texto de la Declaración de 1948, identificarse con su propia dignidad y caminar hacia el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad, se respeten mutuamente y se sientan miembros de la familia universal (2001, 257).
En este sentido, defiende Juan Caralos la tesis que el propio Tribunal Constitucional español (Sentencia 53/1985, en su Fundamento Jurídico 5º y Sentencia 192/2003, en su Fundamento Jurídico 7º) reafirma “el planteamiento del principio del libre desarrollo de la personalidad como derecho implica que se considere como modelo estructural de todos los derechos de libertad, ya que en su contenido se puede incluir la constatación de la libertad como capacidad de autodeterminación y como pretensión de abstención frente a cualquier intervención del poder público que carezca de fundamentación jurídica” (2011, 136).
Resulta también destacable cómo nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia 93/1992, Fundamento Jurídico 8º) reconoce que el principio al libre desarrollo de la personalidad conlleva un principio general de libertad que consagran los artículos 1.1 y 10.1 de la Constitución española de 1978 y que autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo todas aquellas actividades que la ley no prohíba o cuyo ejercicio no subordine a requisitos o condiciones determinadas.
Pero, “con independencia de su tratamiento como principio objetivo o derecho que, en todo caso, es significativo sobre la existencia de acciones directas para su protección jurídica, lo cierto es que las manifestaciones del agere licere pueden eventualmente ser objeto de protección". En este sentido, una muestra evidente de ello es que el Tribunal Constitucional ha admitido que la vida de una persona es un bien de la persona que se integra en su libertad, pudiendo disponer de hecho de la propia muerte, pero no como protección jurídica, sino como hecho material, es decir, la privación de la vida propia es un acto que la ley no prohíbe (excepto el auxilio) y no un derecho que implique la posibilidad de movilizar al poder público frente a la resistencia de oponerse a la voluntad de morir (Sentencia TC 93/192, Fundamento Jurídico 7º),
Por lo que en definitiva, “el principio del libre desarrollo de la personalidad es susceptible de ser protegido como derecho o como principio, pero las consecuencias a nivel de acciones de protección y de articulación de su contenido, dependen de su configuración en el sistema constitucional concreto en el que se aplique” (Caralos, 2011, 140).
Para obtener un resultado favorable en torno al desarrollo de la personalidad de un sujeto, se ha de tener en cuenta qué causas y efectos puedan incidir en ello.
En este sentido, la doctora Carmen Grimaldi afirma que:
las teorías que hablan sobre el desarrollo de la personalidad se dividen en tres: endógenas, exógenas e interaccionistas. Para las teorías endógenas, la personalidad viene determinadas por características innatas de esa persona, en cambio para las teorías exógenas, el ambiente social y cultural, va a ser el factor determinante en el desarrollo de la personalidad. Las teorías interaccionistas consideran que el ambiente determina la manera de comportarse y la personalidad que cada persona desarrolla y viceversa, es decir la personalidad de cada uno va a ejercer una influencia en el ambiente que lo rodea (2009, 1).
Aunque el libre desarrollo de la personalidad se conforma como un derecho ad personam del individuo, está influido notoriamente por lo que se denominan causas exógenas además de interaccionar con otros seres humanos y con el entorno por lo que influye y es influido constantemente. Sobra decir que las causas endógenas (las causas internas del individuo) constituyen también uno de las bases que alimenta el pleno desarrollo de la personalidad del individuo.
De entre las causas externas, destaca notablemente la educación que el sujeto recibe, tanto la formal como la denominada informal y la cultural.
Es por ello que el valor de la educación como conformadora de la personalidad del individuo adquiere cotas de indudable relevancia, por cuanto el sujeto puede adquirir con ella conocimientos que le permiten poder aceptarse y conocerse y elegir cambiar determinadas estructuras mentales y culturales asumidas o reconocidas como desfavorables.
La educación se conforma como base necesaria para el libre desarrollo de la personalidad del individuo, de modo que puede afirmarse que un sujeto formado adquiere un quantum de conocimientos que le permiten formar mejor su convicción sobre las decisiones a tomar y que le afectan, así como a asimilar y reconocer valores que elige asumir.
En este sentido, afirma Ernesto Rodríguez que “la conducta humana parece ser un proceloso mar de contradicciones y su estudio una tarea profundamente complicada. Tanto si se realiza el análisis del obrar desde perspectivas éticas, cuanto si se hace desde horizontes estéticos, filosóficos o científicos, individuales o colectivos, racionales o emotivos, siempre la conclusión final es complejidad, paradoja, conflicto y perplejidad” (2001, 253).
La meta a conseguir en este proceso es una maduración correcta del sujeto y un pleno y satisfactorio desarrollo de su personalidad, o dicho de otro modo, se trata de promover una educación integral, que comprenda diferentes aspectos de la personalidad del sujeto, tanto aspectos cognoscitivos, afectivos, psicomotores, entre otros, por lo que la formación en valores no puede estar ausente, máxime si el objetivo final es la formación de una auténtica personalidad moral.
Entre los objetivos marcados, está la premisa que reconoce la libertad que el estudiante puede marcarse, al menos en ese mínimum de libertad que formulaba Kelsen (1979, 56-57) y que existe aún en ámbitos autoritarios y reconocer para sí determinados valores éticos y morales que él mismo haya elegido y puede imponerse también a sí mismo, unos límites y medios suficientes para llevarlos a cabo en cada actuación de su vida presente y futura. De modo que pueda hablarse de una conformación libre y plena de la personalidad del individuo a través de la educación y las herramientas que aporta al sujeto en su quehacer de crecimiento personal.
La educación es una mirada que va desde que el ser humano nace hasta que se conforma como un adulto con plena capacidad de asumir su personalidad y en ese camino todas las ayudas resultan insuficientes. Si se acepta la proposición contraria, la inexistencia de la educación significaría una lesión previa a la propia conformación del pleno desarrollo de la personalidad del sujeto. Es por ello que queda suficientemente demostrada la vigencia, valor y extrema necesidad de que la educación y la educación en valores confluya en el entorno psicosocial del sujeto.
La sociedad, el Estado como garante de la paz social y del desarrollo de las individualidades de cada miembro de su comunidad, ha de aplicarse a la gestión adecuada del entorno y derechos necesarios para esa meta común que es el libre desarrollo de la personalidad del individuo.
De este modo “el libre desarrollo de la personalidad se presenta como un principio clave de la organización social, y, como tal, ha de estar al servicio de la realización de los derechos de los individuos que la integran. La libertad asume, en cierto modo, la condición de valor objetivo, cuyo ejercicio permitirá modelar de la mejor manera posible la regulación establecida por el sistema jurídico” (Santana, 2014, 108).
La relación entre la organización social y el pleno desarrollo de la personalidad del individuo resulta del todo notoria, por cuanto la sociedad y sus estructuras conforman formas y culturas que el individuo asimila y generan en él valoraciones precisas sobre determinadas cuestiones.
Desde el enfoque más pedagógico, pueden valorarse distintos sistemas o condiciones de base de transmisión de conocimientos a niños y jóvenes, que permitan conformar de forma adecuada una visión positiva para su crecimiento intelectual y personal.
En esa línea, la educación en valores adquiere una relevancia notoria, por cuanto consigue mediante métodos educativos, la adquisición por el educando de posiciones actitudinales y aptitudinales que coadyuvan a éste a elegir adecuadamente de entre las opciones que la vida le ofrece.
Acercar a los niños y jóvenes a la cultura social aceptada por la comunidad en la que viven, obliga a esa sociedad a establecer una cultura propia que muestre al joven el camino a seguir ante planteamientos reales.
Es por ello que la educación en valores y la trasmisión de éstos a través de la cultura social conforman hábito necesario para que los niños y jóvenes puedan atisbar un camino certero en la vía hacia su madurez.
Así, la trasmisión de valores como la libertad, la igualdad, el respeto, la solidaridad, entre otros; todos ellos, derivados de la dignidad humana, como se constata, han de asumirse plenamente y confluir virtualmente con todas las condiciones y situaciones humanas posibles, haciendo de este modo que la asunción del menor de estos derechos sea una realidad palmaria.
Pues, en esa línea se estaría buscando lo que Salguero denominara “compromiso por una cultura de los derechos humanos” (Salguero, 1999, 441).
Pero, en este compromiso, no hay que olvidar son muchos los implicados. Por lo que habrá que intentar que la gestión de la delincuencia a través del ámbito educativo se conforme como “una cuestión de Estado” donde todos los entes y responsables aporten ideas y gestionen adecuadamente la búsqueda de una solución fructífera a la delincuencia, y por supuesto, tomadas estas medidas y soluciones desde los inicios, en el niño, en el joven, en definitiva en el menor, con el ánimo de una prevención primaria básica.
La libertad que esa sociedad asume, admita y gestione estimula al sujeto a crecer en ideales y autonomía para con ello, desarrollar plenamente su personalidad.
Por su parte, Elías Díaz ha expresado ese carácter objetivo de la libertad cuando, preguntándose acerca de la posibilidad de identificar si hay algo objetivo que permita discernir acerca de la justicia o injusticia de las situaciones, se contesta a sí mismo:
en mi opinión sí lo hay. Lo que pasa es que lo objetivo (eso que en rigor llamamos justicia, es en muy buena y amplia medida, lo mismo que sirve de base y justificación a ese reconocimiento de lo objetivo. Quiero decir lo objetivo (que puede servir para juzgar y valorar) es, a mi juicio, la libertad individual, la de todos y cada uno; y, por de pronto, la libertad de expresarse en libertad y de participar activamente en la decisión colectiva, lo que supone reconocimiento de la conciencia y la voluntad individual (y la vida humana) como base de toda la construcción (1984, 61-62).
Con ello se concluye en que la personalidad del sujeto se alimenta cada día de los conocimientos que adquiere y asimila, de la libertad que le permite discernir y ser libre; y de la justicia, equidad, igualdad y resto de valores y derechos que a los humanos nos hacen ser lo que somos, una categoría excepcional de seres vivos inteligentes.
La adquisición de conocimientos válidos que estimulen al individuo a un crecimiento personal interior y a un desarrollo de su personalidad acorde a sus valores y planteamientos intelectuales, puede perfectamente actuar desde el enfoque de la enseñanza y la educación.
Determinar el objetivo de la educación y establecer pautas de adquisición de las condiciones precisas para un pleno desarrollo de la personalidad es una ardua labor.
Afirma, en este sentido, el profesor Ara Pinilla que “el análisis del objetivo de la educación presenta una doble faceta, descriptiva y normativa en sentido estricto. No basta en efecto con comprobar cuáles son los objetivos reconocidos a la educación. Es pertinente realizar también una evaluación crítica de los mismos que, no por tener un carácter inevitablemente subjetivo, debiera dejar de resultar convenientemente fundamentada” (2014, 13).
De forma general, reconocidos autores convienen en que “la educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe favorecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales” (Ara Pinilla, 2014, 13).
En esta misma línea “la educación debe capacitar a todas las personas para participar efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y entre todos los grupos raciales, étnicos o religiosos, y promover las actividades de las Naciones Unidas en pro del mantenimiento de la paz”( Ara Pinilla, 2014, 13).
En definitiva, el ser humano ha de andar un camino con objetivos vitales básicos entre los que se encuentra el pleno desarrollo de su personalidad. La dignidad que sirve de base a los derechos humanos y por ende a los derechos fundamentales es el alimento de derechos como la educación, que forma y traslada al individuo las herramientas básicas para conseguir las metas marcadas por el recorrido de su propia humanidad.
Pues hay que tener en cuenta que “el libre desarrollo de la personalidad no es un mero ideal social jurídicamente irrelevante. Constituye una fórmula jurídica reconocida habitualmente a nivel constitucional que como tal, irradia el conjunto del ordenamiento jurídico, proyectando su acción sobre las diferentes ramas del derecho” (Santana Ramos, 2014, 100).
En este sentido, “habría que entender que desarrollar la personalidad es desarrollar las condiciones de ser humano, las notas que definen precisamente su condición. De esta manera, existiría una íntima conexión entre las ideas que representan los conceptos constitucionales de dignidad personal, de derechos humanos y de libre desarrollo de la personalidad” (La Torre, 1995, 81).
Por otro lado, en el ámbito educativo, se ha de asumir la existencia de esos valores o capacidades morales que justifiquen las implicaciones éticas en la práctica educativa en general, y en particular, tomando referencia de éstos en la docencia en materia de derechos humanos.
Hacer referencia a la dimensión axiológica de la educación en derechos humanos, significa pues, explicitar qué sistema valorativo marco se ha de asumir en un entorno de enseñanza, de adquisición de conocimientos intelectuales y espirituales, que hagan del educando un ser lo más libre posible y con el nivel de autonomía suficiente y necesaria en su futura vida.
Pues derivado de esta libertad y este crecimiento personal adecuado puede confluir en actitudes de progreso que impidan el acceso a una gestión vital delincuencial.
Conclusiones
Desde
este trabajo se plantea una más que lógica asunción
por el derecho a la educación de una labor primordial y
substancial en cuanto a la adquisición del sujeto de la
libertad necesaria para el pleno desarrollo de su personalidad. En
este sentido, la educación participa notoria y
estructuralmente de la conformación de la personalidad de los
individuos.
La importancia de esta afirmación estriba en que de ello se difiere la obligación que adquiere el Estado en la capacidad de hacer posible que el individuo acceda a la educación con una finalidad básica de desarrollo personal y por la influencia de esta educación en una toma libre de decisiones. En este sentido, la génesis del derecho a la educación y su carácter integrador en cuanto a actitudes y aptitudes personales de los individuos da razón de la importancia que adquiere frente al pleno desarrollo de la personalidad del individuo.
El derecho a la educación se constituye en derecho básico de la conformación intelectual en el propósito vital que significa el libre desarrollo de la personalidad del sujeto. Desde ese punto de vista, el libre desarrollo de la personalidad del individuo se alimenta de distintas disciplinas y enfoques que el sujeto va haciendo suyas a medida que la conciencia de sí mismo aumenta. Derivado de ese argumento se afirma que la educación puede ser una de las bases necesarias para el desarrollo de la personalidad del individuo.
La meta a conseguir en el proceso educativo es una maduración correcta del sujeto y un pleno y satisfactorio desarrollo de su personalidad, o dicho de otro modo, se trata de promover una educación integral, que comprenda diferentes aspectos de la personalidad del sujeto, tanto aspectos cognoscitivos, afectivos, psicomotores, entre otros, por lo que la formación en valores no puede estar ausente, máxime si el objetivo final es la formación de una auténtica personalidad libre.
En definitiva, la dignidad que sirve de base a los derechos humanos y por ende a los derechos fundamentales es el alimento de derechos como la educación, que forma y traslada al individuo las herramientas básicas para conseguir las metas marcadas por el recorrido de su propia humanidad.
Referencias