http://dx.doi.org/10.22187/rfd2017n2a6


Acción de amparo sobre el acceso a los servicios de comunicación audiovisual de personas con discapacidad auditiva

Writ of mandamus” on the access to the audiovisual communication services of people with hearing impairment

Ação de amparo sobre o acesso aos serviços de comunicação audiovisual das pessoas portadoras de deficiência auditiva


Martín Risso Ferrand1


1Director del Departamento de Derecho Constitucional y Derechos Humanos de la Universidad Católica del Uruguay, Uruguay. Correo electrónico: mrisso@ucu.edu.uy


Resumen:

El principio de separación de poderes, y el temor de ingresar en temas políticos o afectar las competencias de otros poderes, siguen siendo algunos de los motivos más frecuentes para el rechazo de acciones de amparo contra el Estado. En este trabajo, partiendo de un caso real, se analizan los errores de dichos motivos y se concluye en cuál es la solución correcta desde el punto de vista del Derecho Constitucional vigente.

Palabras clave: acción de amparo, principio de separación de poderes, rol del juez, protección de derechos humanos.


Abstract:

The principle of separation of powers and the fear of entering into political issues or affecting the powers of other Powers of Government, remain as one of the most frequent reasons for the rejection of the writs of mandamus against the Government. In this piece, starting from a real case, the errors of those motives are analyzed and it concludes in the correct solution from the point of view of the Constitutional Law in force.

Key Words: writ of mandamus, separation of powers, role of the judge, protection of human rights.


Resumo:

O principio da separação de poderes e o temor de ingressar em temas políticos, ou afetar as competências de outros poderes, continuam sendo alguns dos motivos mais freqüentes para a recusa de ações de amparo contra o Estado. Neste trabalho, partindo de um caso real, são analisados os erros dos referidos motivos e conclui-se qual é a solução correta desde o ponto de vista do Direito Constitucional vigente.

Palavras chave: ação da amparo, princípio da separação de poderes, o papel do juiz, proteção dos direitos humanos.


Recibido: 20170705

Aceptado: 20170720


El caso


El artículo 36 de la ley 19.307 dispuso:

(Accesibilidad de personas con discapacidad auditiva y visual).- Los servicios de televisión abierta, los servicios de televisión para abonados en sus señales propias, y las señales de televisión establecidas en Uruguay que sean distribuidas por servicios para abonados, deberán brindar parte de su programación acompañada de sistemas de subtitulado, lengua de señas o audiodescripción, en especial los contenidos de interés general como informativos, educativos, culturales y acontecimientos relevantes.

El Poder Ejecutivo, asesorado por el Consejo de Comunicación Audiovisual, fijará la aplicación progresiva y los mínimos de calidad y cobertura exigibles para el cumplimiento de esta obligación.

A su vez, el artículo 202 de dicha ley dispuso:

Reglamentación).- El Poder Ejecutivo reglamentará la presente ley dentro del plazo de ciento veinte días contados desde el siguiente a su publicación en el Diario Oficial.

La ley 19.307, fue promulgada por el Poder Ejecutivo el 29 de diciembre de 2014 y se publicó en el Diario Oficial el 14 de enero de 2015. Hasta el presente, no ha sido reglamentada.

La Asociación de Sordos del Uruguay (ASUR), luego de sucesivas peticiones realizadas ante el Poder Ejecutivo, promovió acción de amparo a los efectos de lograr la reglamentación correspondiente al artículo 36. Insólitamente el Estado contestó la demanda oponiéndose a ella, en lugar de cumplir con su deber de reglamentar.

En sentencia de primera Instancia, dictada por el Juez Letrado de Primera Instancia de lo Contencioso Administrativo de Primer Turno, Nº. 19/17, se hizo lugar al amparo y se condenó al Poder Ejecutivo a reglamentar el artículo 36 de la ley 19.307, dentro de los noventa días siguientes, bajo apercibimiento de astreintes.

Es de destacar la generosidad del plazo otorgado por el magistrado, sin duda más que suficiente para la reglamentación de un único artículo de la ley 19.307.

Esta sentencia fue revocada por el Tribunal de Apelaciones en lo Civil de Cuarto Turno (sentencia de 21 de abril de 2017)1, que en esta nota se comenta.


La sentencia en estudio


El Tribunal de Apelaciones revocó la sentencia y rechazó el amparo en razón de que:

A) Habría caducado el plazo de 30 días, previsto en el artículo 4 de la ley 16.011, para la promoción del amparo. A juicio del tribunal la acción debió promoverse dentro de los treinta días siguientes a la denegatoria ficta recaída respecto a la petición administrativa realizada por la actora.

B) Desestima, como causal de rechazo del amparo, la no interposición de recursos administrativos contra la denegatoria ficta mencionada.

C) Considera que el amparo es “manifiestamente improcedente” pues exorbita la vía jurisdiccional del amparo y por no presentarse los requisitos exigidos en el artículo 1 de la ley 16.011.

D) Sostiene que, si el tribunal incursionara en el tema de la reglamentación, competencia del Poder Ejecutivo, se realizaría una superposición con la actividad reglamentaria que es propia del Poder Ejecutivo.

E) Sostiene incluso que, si el tribunal se inmiscuyera en la cuestión, se estaría lesionando el principio de separación de poderes pues un poder no puede tener injerencia en la competencia de otro.

F) Entiende que no hay un daño actual o inminente de derechos constitucionales.


Plan de análisis


El caso planteado presente múltiples cuestiones, todas muy interesantes, pero no todas podrán ser analizadas e, incluso, variará la profundidad del análisis que se realice según la importancia, a juicio del autor, de cada cuestión.

En primer lugar, a modo de introducción, se analizará el alcance del deber de reglamentar del Poder Ejecutivo y de los derechos que una eventual omisión puede aparejar.

En segundo término, se hará referencia hasta dónde debe llegar un tribunal ante una acción de amparo (los distintos tipos de amparo que existen y su fuente normativa), la cuestión de las competencias “superpuestas” y cuál es el rol del Poder Judicial.

A continuación, me detendré en el principio de separación de poderes, piedra angular de nuestro sistema constitucional, pero que presenta problemas muy serios a la hora de aplicarlo.

Por último, procederé a analizar, brevemente, el fundamento de la revocación señalado en el capítulo anterior con letra “A” y luego con mayor detenimiento, los fundamentos señalados con letras “C” a “E” inclusive. No abordaré las cuestiones señaladas con letras “B” y “F”, ni ingresaré en la problemática de la legitimación activa de ASUR en este amparo.


Deber de reglamentar del Ejecutivo y derechos eventualmente lesionados por la omisión


El Poder Ejecutivo no tiene una facultad de reglamentar las leyes, sino una deber, como inequívocamente surge del artículo 168 numeral 4 de la Constitución.

A su vez, el transcripto artículo 36 de la ley, al utilizar el verbo fijar en imperativo (fijará), refuerza que estamos frente a un deber, que se confirma cuando el artículo 202 agrega un plazo para la reglamentación (ciento veinte días desde la publicación de la ley). Es incuestionable, entonces, que la reglamentación que debe expedir el Ejecutivo en el término indicado, no es un acto discrecional ni contiene una facultad que se puede ejercer o no. Se trata de un deber, de un acto debido. La discrecionalidad (nunca total y siempre acotada) se limita al contenido de la reglamentación, pero no en cuanto a la obligación de su expedición ni en cuanto a ciertos contenidos que surgen de la ley: en este caso la aplicación progresiva y los mínimos de calidad y cobertura exigibles para la accesibilidad de personas con discapacidad auditiva y visual a los servicios de comunicación.

De lo anterior surge algo evidente que no fue advertido en la sentencia que se comenta: si el Poder Ejecutivo no cumple dentro del plazo legal con su deber de reglamentar, o si reglamenta en un sentido que no permite la accesibilidad progresiva de las personas con discapacidad auditiva, la omisión o acción del Poder Ejecutivo será contraria a derecho.

Ahora la pregunta cambia: ¿cuáles son los derechos violados por la omisión del Ejecutivo? En primer lugar, el derecho de todo sujeto, dentro de un Estado de Derecho, a que las autoridades públicas cumplan con sus deberes y no actúen contra o fuera del derecho. En este caso, además, y sin perjuicio de haber anunciado que no ingresaría en la cuestión de la legitimación activa, asumamos que la omisión irregular del Ejecutivo, impide a los socios de ASUR, acceder a un derecho que surge claramente de la ley como lo es el acceso a los servicios de comunicación.

En tercer lugar, la omisión, lesiona el derecho de igualdad, en la medida que las personas sordas siguen estando excluidas del acceso a los servicios de comunicación (solo tienen acceso si hay subtítulos o lenguaje por señas).

Es claro, en consecuencia, que la omisión del Ejecutivo en cumplir con el artículo 36 de la ley y, en general, con el deber de reglamentar toda la ley, es contraria a derecho. Asimismo, es muy claro que esa omisión, afecta derechos de las personas con discapacidad auditiva a que: a) las autoridades cumplan con sus obligaciones (todos, incluyendo el Ejecutivo, están sometidos al derecho), b) no se les excluya de un beneficio que les confiere la ley y c) se tutele su derecho a la igualdad, creando las condiciones de accesibilidad a los servicios de comunicación audiovisual igualitarias para personas con y sin discapacidad auditiva.


El rol del Poder Judicial como garante de los derechos humanos frente a las autoridades públicas


Los jueces son la última garantía de los derechos humanos, la última instancia a donde los sujetos pueden ir cuando consideran que se están lesionando sus derechos. Esto significa, entre otras cosas, que cuando el Poder Judicial actúa en este ámbito, se está moviendo dentro de su competencia de tutela y, especialmente, en los aspectos más esenciales de su función. Si falla el juez, la situación de violación del derecho quedará sin solución.

Dentro de los caminos judiciales se advierte que nuestra Constitución, así como el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH), prevé la existencia de procesos rápidos, sumarios y especialmente efectivos para la protección de los derechos humanos. En general, el juez deberá rechazar, salvo casos muy acotados y especiales, todo aquello que lo limite o directamente le impida cumplir con su función básica de garantía de los derechos de las personas.

En nuestro país existen tres tipos de amparo superpuestos (Risso, 2015).

A) La regulación internacional

Un rápido repaso de las principales normas internacionales de derechos humanos nos permite constatar la existencia de lo que podríamos llamar acción de amparo internacional. Esta garantía la encontramos en el artículo 8 de la Declaración Universal de Derechos Humanos2, el artículo XVIII de la Declaración Americana de Derechos Humanos3, el artículo 25 de la Convención Americana (que debe interpretarse en el marco de los artículos 1 y 2 de la CADH), etc.

La existencia de un amparo de rango internacional, para garantía de las personas contra las violaciones de sus derechos fundamentales, no puede cuestionarse. Así como las exigencias del proceso en cuanto a que sea sencillo, rápido y efectivo.

B) Amparo constitucional

Nuestra doctrina no ha sido unánime en cuanto a cuál es la base constitucional del amparo, aunque sí ha existido una cierta unanimidad en reconocerle rango constitucional.

Así, algunos autores como Cassinelli Muñoz (1998), han señalado que la base del amparo se encuentra en el artículo 7º de la Constitución, cuando se consagra el derecho de los habitantes a ser protegidos en el goce de los derechos preexistentes (Ochs, 2013). Es obvio que proteger es sinónimo de amparar, e incluso puede mencionarse que el derecho chileno denomina al amparo como acción de protección. Otros, en cambio, señalaron el rango constitucional de la acción de amparo pero con base en el artículo 72 de la Constitución ya que, advirtiendo su condición de garantía inherente a la persona humana, fácilmente la norma referida da pie para admitir dicho instituto en nuestra Carta (Korzeniak, 1987) (Real, 1963).

En realidad, parece claro que a ambas posiciones doctrinales –no coincidentes– les asiste razón y son susceptibles de armonización total. En efecto, no puede ignorar el intérprete que asiste razón a Cassinelli Muñoz cuando destaca el derecho a ser protegido en el goce de los derechos preexistentes como fundamento claro del amparo, pero también es obvio que el amparo aparece incuestionablemente como una garantía inherente a la personalidad humana.

La jurisprudencia nacional, basándose en los artículos 7, 72 y 332 de la Constitución, sin texto legal reglamentario del instituto, admitió la procedencia de la acción de amparo4 (Esteva Gallicchio, 1985).

C) Coordinación de la regulación internacional y la constitucional

En el pasado la doble regulación generaba problemas jurídicos importantes siendo claro que no son similares. Así aparecía el problema de si debían preferirse las disposiciones de fuente constitucional (con base principal en el principio de soberanía nacional) o si primaban las normas internacionales (con los argumentos habituales del Derecho Internacional Público). También se discutía, y todavía algunos siguen haciéndolo, sobre cuál era el nivel normativo de la regulación internacional (supraconstitucional, constitucional o infraconstitucional) y, determinado esto, aplicaban el principio de jerarquía para resolver eventuales conflictos normativos entre la Constitución y el DIDH.

En nuestros días se admite la “existencia de un bloque de derechos integrado por los derechos asegurados explícitamente en el texto constitucional, los derechos contenidos en los instrumentos internacionales de derechos humanos y los derechos implícitos, donde el operador jurídico debe interpretar los derechos buscando preferir aquella fuente que mejor protege y garantiza los derechos de la persona humana” (Nogueira, 2003) (Nogueira, 2007) (Cea Egaña, 2004) (Chantebout, 1999). A esta técnica interpretativa se le suele denominar “directriz (o criterio) de preferencia de normas” y permite eliminar todo desajuste entre la regulación internacional y constitucional de los derechos humanos, siempre en beneficio del derecho o garantía de que se trate.

No puedo analizar ahora la compatibilidad del bloque de los derechos humanos con la Constitución uruguaya por lo que corresponde remitir a lo dicho en otros trabajos y en especial a la sentencia de la Suprema Corte de Justicia N° 365/2009. (Risso, 2010a) (Risso, 2010b).

D) El amparo legal

La ley 16.011, de 19 de diciembre de 1988, realizó una regulación global del amparo. Pero advirtiendo que el legislador ha limitado indebidamente el amparo constitucional e internacional, cabe preguntarse cómo se resuelven estas contradicciones o desajustes.

La solución tradicional implicaría razonar en clave de “principio de jerarquía” y concluir que toda disposición de la ley en contradicción con la Carta será inconstitucional. Este camino conduce a algo incompatible con la acción de amparo pues, la necesidad de suspender el proceso de amparo y esperar que la Suprema Corte de Justicia se pronuncie acerca de la inconstitucionalidad, lo que puede llevar varios meses o más de un año, desnaturalizaría el amparo. Es cierto que el inciso 2 del artículo 12 de la ley de amparo prevé la existencia de excepciones de inconstitucionalidad y prevé que se adopten medidas provisorias, pero no es lo mismo una sentencia que resuelva el amparo a medidas provisionales que pueden extenderse por períodos superiores al año.

Otra posibilidad sostenida en nuestro país5, siguiendo opiniones provenientes de Argentina, consistía en considerar que existen y conviven dos acciones de amparo: la de rango constitucional (complementada con la internacional conforme la directriz de preferencia de normas) y la legal. Serían independientes y el actor podría elegir por una u otra. Adviértase que la ley 16.011 no dice que el amparo solo es posible según esta norma ni que no pueda ejercerse la acción de amparo fuera de los casos previstos en la ley. Si se dijera esto último el único camino sería la acción de inconstitucionalidad. Pero el texto da pie para sostener la doble regulación.

La ventaja de esta distinción radica en que, si el sujeto lesionado en un derecho fundamental no puede accionar conforme al amparo legal por impedirlo dicha norma, siempre podría recurrir al amparo constitucional, que no tiene los límites legales conforme los artículos 7, 72 y 332 de la Constitución.

La opción anterior, la única que permitiría no perjudicar y desnaturalizar el amparo para los casos excluidos indebidamente, era sin duda la mejor. Pero en la actualidad las dudas que se puedan haber tenido en la materia han desaparecido utilizando, una vez más, la directriz de preferencia de normas. Así, y siendo incompatible con la Constitución que la ley pueda afectar la acción de amparo dejando sin protección a determinados sujetos, la no utilización de las normas legales que limitan indebidamente el amparo y la aplicación directa de las constitucionales e internacionales, no presenta ningún obstáculo.

O sea, cuando un sujeto se encuentre en una situación en la cual se está lesionando un derecho fundamental del que es titular, con ilegitimidad manifiesta, pero ha pasado más de treinta días desde el dictado del acto lesivo, por ejemplo, igualmente podrá promover la acción de amparo basado exclusivamente en las normas internacionales y constitucionales. Otro ejemplo, un individuo que se vea lesionado en sus derechos en forma manifiestamente ilegítima por un acto administrativo de la Corte Electoral (excluida del amparo legal conforme el artículo 1 de la ley) igualmente podrá promover una acción de amparo basándose directamente en la Constitución y en el DIDH.


Continuación


Montesquieu (1999) dijo que “los jueces de la nación, como es sabido, no son más ni menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza y rigor de la ley misma”. Antes había definido al poder de juzgar como casi nulo e invisible. Pero esta figura judicial, que se aproxima a la metáfora del umpire o del juez de fútbol (Risso, 2016), seguramente nunca fue cierta en los hechos. Los jueces siempre fueron más que seres inanimados.

Es cierto que durante el predominio de la cultura jurídica de lo que algunos llaman Estado “legislativo” de Derecho (en el que solo -o prácticamente en forma exclusiva- se aplicaba la ley, concebida como un conjunto de reglas –disposiciones que definían un supuesto de hecho al que se atribuía una consecuencia jurídica- y que se interpretaban y aplicaban conforme las técnicas de la subsunción), se pudo haber generado la imagen del juez definido por Montesquieu. Pero el juez inanimado nunca existió. Y en la actualidad, con la decadencia del Estado “legislativo” y lo que parece ser la consolidación del Estado “constitucional” de Derecho (en que además de la ley juega un rol básico la Constitución –con sus normas de principio-, los derechos humanos y el caso a resolver, y en que se deben aplicar complejas técnicas de armonización y ponderación) esa visión del Juez como mero aplicador de la ley no parece posible.

El principal rol de los tribunales es la protección de los derechos humanos. Son la garantía última en los casos de violaciones de derechos y no pueden renunciar a esta finalidad básica. Y si las sentencias tradicionales no son suficientes deberán buscar nuevas estrategias.

Pero aun aceptado un nuevo rol de los Jueces frente a las lesiones de derechos humanos, esto no quitaría que el Poder Judicial no debe inmiscuirse en temas políticos, en temas reservados a la decisión de los otros poderes de gobierno. ¿Pero realmente existen estos temas en que por razones de contenido se transforman en cuestiones políticas que quedan en todos los casos, y sin excepción alguna, fuera del contralor judicial? Vanossi (2000) ha efectuado un paralelismo entre esta noción de “cuestiones políticas” y la noción del Derecho Administrativo de “acto de gobierno”, entendiéndose este último como no procesable ante los órganos jurisdiccionales. Así como la teoría de los “actos de gobierno” parece estar hoy en retroceso (no puede confundirse la clasificación jurídica –acto legislativo, administrativo y jurisdiccional– con la política –acto de gobierno y de administración–) y en general gana terreno la posición que rechaza la improcesabilidad de los actos de gobierno, sustituyendo el límite por la noción de discrecionalidad, lo mismo está ocurriendo con la noción de cuestiones políticas6 (Ziulu, 1997).

Si se comparte lo anterior el problema no radicaría en si existe un tipo de acto o actividad jurídica exento del contralor jurisdiccional, sino que en todo acto jurídico podremos encontrar aspectos de la máxima discrecionalidad en los que la Justicia no podrá ingresar en su consideración con el pretexto de su control, pues dicha discrecionalidad excede la posibilidad de infracción de tipo jurídico. Supongamos una ley que establece como pena máxima de privación de libertad para determinado delito de homicidio los veinte años de reclusión; en este caso la Corte no podrá revisar la decisión del legislador, pero no por cuestión política, sino por entrar dentro de la discrecionalidad política del legislativo. Distinto sería que el legislador estableciera la prisión perpetua o una pena que en términos reales diera el mismo resultado (por ejemplo, ciento cincuenta años de privación de libertad), ya que en este caso, si la Corte comparte la posición doctrinal que postula que nuestra Constitución prohíbe la pena de reclusión perpetua, el legislador se habría excedido en el ejercicio de su discrecionalidad política. Otro ejemplo podría darse cuando el Parlamento censura los actos de uno o varios ministros o cuando se rompen relaciones diplomáticas. En estos casos sería difícil encontrar aspectos que no estén dentro del marco de discrecionalidad política y por ende no sean controlables, pero aun así siempre habrá un mínimo de contralor jurisdiccional posible (por razones de forma, por ejemplo).

Parece bastante claro a esta altura que el contenido en sí mismo de una norma o actividad no es determinante para excluir el control jurisdiccional. Sostener esto sería abrir una puerta a la arbitrariedad, reconociendo que hay actos o actividades exentos de contralor jurisdiccional, con lo que se trastocaría totalmente las bases más elementales del Estado de Derecho.

También se ha recurrido a una distinción basada en la noción de no intervención judicial frente a “facultades de otros poderes”. Este concepto puede presentarse con dos variantes:

(a) Una postularía que cuando una competencia ha sido atribuida en forma privativa a un órgano legislativo o administrativo no podría haber una intervención judicial. Esta posición pese a ser claramente equivocada (nadie puede invocar la titularidad de sus competencias para vulnerar derechos humanos) ha sido muchas veces utilizada en Uruguay en materia de amparo (para negar medicamentos a enfermos que no pueden pagar por ellos por ejemplo). Esto es inaceptable. También la discrecionalidad política puede ejercerse en forma inconstitucional y en ese caso debe intervenir el Juez.

Además, existen elementos claros en sentido contrario: las normas constitucionales que refieren al contralor de la regularidad constitucional de las leyes, por ejemplo, coexisten con las que atribuyen el ejercicio de la función legislativa al Poder Legislativo.

(b) La segunda apuntaría fundamentalmente a las competencias que implican discrecionalidad a cargo del titular de ellas. Se podría controlar fuera del ámbito de discrecionalidad.

Analizando esta segunda variante: ¿Puede haber contralor sobre la discrecionalidad? ¿Puede un juez ordenar algo cuya decisión forma parte de la discrecionalidad de un órgano legislativo o administrativo? No cabe duda que si una autoridad omite el dictado de un acto debido (actividad reglada), o no realiza una actividad a la que está obligada o hace algo que tiene prohibido, el Juez podrá dar órdenes precisas para que dicte el acto debido, cumpla la actividad superando la omisión o cese sus conductas ilícitas. ¿Pero si la autoridad está dentro de la discrecionalidad puede el Juez meterse y adoptar decisiones que impliquen tomar partido por algunas opciones dentro de un elenco de posibilidades discrecionales? La respuesta completa al tema de la discrecionalidad excede el objeto de este trabajo (Risso, 2016).

Por último, en estos temas siempre es útil recordar a quien quizás haya sido el Juez más famoso de la historia, John Marshall, y su caso más recordado, “Marbury v. Madison”. Si la Corte Suprema no se hubiera declarado incompetente en Marbury, se hubiera visto en la situación de expedir una orden concreta (un “writ”7) contra el Secretario de Estado James Madison, ordenándole que completara el proceso de designación para que Marbury pudiera tomar posesión de su cargo de juez. Aunque de la lectura de la sentencia surge que esta hubiera sido la solución correcta, debemos reconocer que hubiera sido extraordinariamente difícil a principios del siglo XIX. La reacción contra la sentencia que se habría metido en la competencia del Presidente de los Estados Unidos habría sido muy fuerte. Aun declarándose incompetente la sentencia fue fuertemente criticada. Pero, en nuestros tiempos nadie duda que cuando se lesiona un derecho por la omisión de realizar una actividad “debida” (sin margen de discrecionalidad) por la Administración, el juez debe intervenir y ordenar la conducta concreta que sea conforme a derecho y que proteja el derecho violado (¿qué otra alternativa puede haber para la protección del derecho?). El razonamiento debe ser el mismo de Marshall: el tribunal debe resolver la situación de violación de un derecho y no puede escudarse en consideraciones formales para tolerar la violación de derechos humanos ni en otro tipo de dudas o excusas (Cohen v. Virginia).

Es más, si fuera correcta la tesis que impide la superposición de atribuciones de los jueces con los otros poderes, sería imposible la declaración de inconstitucionalidad (incuestionable superposición entre la actividad jurisdiccional y la legislativa), todos los amparos contra el Estado, e incluso los casos de responsabilidad del Estado que implican cuestionar y desautorizar lo decidido o actuado por un poder ajeno al judicial.

No cabe la más mínima duda que el hecho de que cierta atribución sea asignada a otro poder, es irrelevante para cuestionar la competencia judicial para ordenar la actuación (si se trata de actividad debida), la no actuación (cuando es contraria a derecho) o la corrección de la actuación u omisión (de forma de no afectar derechos). Esto ya no puede cuestionarse.


El principio de separación de poderes


Desde el siglo XVIII, y especialmente en el XIX y primera mitad del XX, dos grandes modelos se establecieron en esta materia. El europeo y el estadounidense, sin perjuicio de aproximaciones en las últimas décadas.

El modelo europeo, a veces llamado modelo francés revolucionario, se estableció sobre la base de la sobrevaloración del parlamento y desconfianza respecto a los jueces. La formulación teórica más clara de la soberanía popular, basada en la noción de “contrato social”, fue formulada por Rousseau en el sentido de que cada sujeto pone su poder bajo la suprema dirección de la “voluntad general” que se transforma en soberana8. (Rousseau, 1965). Cada ciudadano es titular de una cuota parte de la soberanía, por lo que es claro que en esta concepción el poder supremo debe emanar, necesariamente, del Parlamento por ser el órgano representativo por excelencia.

En esta visión se asocia a 1) la ley como expresión de la voluntad general (expresamente establecido en el artículo 6 de la Declaración de Derechos Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789: “la ley es la expresión de la voluntad general”9(Rousseau, 1965) y 2) el Parlamento como encargado lógico de establecer las leyes y expresar la referida voluntad general. Esta concepción preferente de la ley y del Parlamento se mantuvo casi inalterada hasta la reforma constitucional de 1958 en la que, con la “zona de reserva reglamentaria”, se amplió significativamente el rol e importancia de la rama ejecutiva. Y es esta concepción una de las causas de la tendencia a buscar todas las respuestas en la ley, en un enfoque positivista que no deja casi espacio a los principios generales (salvo en un rol supletorio, para los casos de vacíos o dudas) y a los valores, entre ellos nada menos que el valor justicia (la justicia se “hacía” en la ley).

Otra característica del sistema francés puede expresarse en dos ideas: rigidez en la concepción y aplicación del principio de separación de poderes y rol absolutamente secundario del Juez. Montesquieu (1999), con su claro objetivo de alejar los peligros de los excesos del hombre con poder (que tiende a abusar del mismo), si bien diferencia en tres centros de poder (a los que llama Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial), comienza refiriéndose al último como “poder ejecutivo en los asuntos del derecho civil” aunque después utilizará la denominación que se mantiene hasta nuestros días. Pero luego, una vez definidos los tres poderes y después de realizar su célebre afirmación de que todo estará perdido si el mismo hombre, la misma corporación o la misma asamblea del pueblo ejerce los tres poderes, atribuye al Judicial un rol claramente inferior a los otros. Así señala que el poder de juzgar es casi nulo e invisible y que el poder judicial no debe recaer en una clase o profesión sino en personas salidas del pueblo y que ejerzan la función jurisdiccional en forma periódica (por poco tiempo) y no permanente. Esta visión, en cierta forma, se ha mantenido en Francia, ya que no hay que olvidar que recién en el año 2008 (doscientos cinco años después de Marbury v. Madison) se admitió en Francia el control de constitucionalidad sobre las leyes perfectas.

Fernández Segado (2007) señala un elemento de notable influencia en Francia y fuera de dicho país, que está marcado por la edición, en 1921, de la obra “El gobierno de los jueces y la lucha contra la legislación social en los Estados Unidos”, del famoso jurista Edouard Lambert. Este autor criticó fuertemente el sistema estadounidense destacando: 1) que el sistema de contralor de la regularidad constitucionalidad de las leyes se transformó en un instrumento de vigilancia del poder judicial sobre la rama ejecutiva y legislativa, desnaturalizando, a juicio de este autor, su versión original; y 2) que la Suprema Corte ha desempeñado un rol criticable y criticado frente a la legislación social. A partir de estas consideraciones se desarrolló lo que se ha dado en llamar el “mito del gobierno de los jueces” y que se usa para referir a situaciones patológicas en las relaciones del poder judicial con los restantes poderes. La expresión “gobierno de los jueces” (asociada luego con la noción poco precisa de “activismo judicial”) ha sido utilizada invariablemente para criticar supuestos excesos de los jueces que, excediéndose en sus competencias jurisdiccionales, incursionan en temas políticos. Es interesante ver como este concepto mítico (pues su contenido no responde exclusivamente a consideraciones racionales) se utiliza a veces para criticar a los jueces que actuarían como freno frente a los avances sociales (como fue la crítica de Lambert) y otras veces exactamente para lo contrario, para criticar los excesos de ciertos jueces que ante una invocada pasividad o inoperancia de los poderes políticos, se habrían atribuido competencias de las que carecerían (en general se basaría esto último en la defensa de los derechos humanos). En los Estados Unidos, en el siglo XX, el caso Lochner sería buen ejemplo de la crítica a la Corte por constituir un freno a la legislación social, mientras que “Brown v. Board of Education sería buen ejemplo de lo contrario.

Corresponde por último señalar que el modelo francés no se ajusta a las previsiones de la Constitución uruguaya.

El sistema norteamericano, a diferencia del francés no parte del primado de la ley sino que reconoce a los derechos fundamentales como anteriores al orden jurídico y por supuesto superiores a la ley. Esto se explica básicamente por dos razones. Primero, por el distinto papel (como opresores o libertadores) que jugaban el Parlamento y los jueces en los dos países (casi opuestos). La segunda explicación deriva directamente del sistema inglés y refiere obviamente al “common law” y al diferente rol histórico del juez inglés no atado originalmente por normas generales previas sino buscando en el caso la solución más apropiada, aunque limitado por la autoridad del precedente obligatorio (“stare decisis”).

Lo anterior, entre otras cosas, condujo a que, a diferencia de Francia, en los Estados Unidos se estableciera un principio de separación de poderes debidamente equilibrado y balanceado, en el que más que separación de poderes se produce una mezcla de poderes que se entrelazan y se controlan entre sí con competencias vinculadas (Aragón, 1995). Esto puede sintetizarse diciendo que 1) quien establece las reglas generales no las ejecuta ni resuelve los conflictos entre particulares con autoridad de cosa juzgada; 2) quien ejecuta las reglas generales no las establece ni resuelve los conflictos con autoridad de cosa juzgada; y 3) quien resuelve los litigios con autoridad de cosa juzgada (y sólo para el caso en que dicta la sentencia), no establece las reglas generales ni las ejecuta10 (Hoffman-Riem, 2007) (Cea Egaña, 2007) (Sagués, 2007). A su vez, y sin perjuicio de una opinión personal de 1780 en la Corte Suprema, del juez James Iredell (Sullivan y Gunther, 2004), fue en el año 1803, con el pronunciamiento judicial en el caso “Marbury v. Madison, cuando el Juez John Marshall, estableció la opinión de la Corte Suprema de los Estados Unidos comenzando la evolución jurisprudencial del “judicial review”. Se aprecia la diferente orientación histórica y filosófica, así como el muy distinto rol de los jueces que hace que, en cierta forma, el sistema estadounidense aparezca como opuesto al francés que fue el más influyente en Europa.

Esta visión del principio de separación implica un equilibrio o tensión dinámica entre los tres poderes, que se controlarán recíprocamente y se coordinarán y complementarán. En el envío de un individuo a prisión para que cumpla una condena, actúan, se controlan y coordinan los tres poderes: el legislativo estableciendo el delito y la pena, las normas procesales, etc.; el ejecutivo en las investigaciones (en especial a través de la policía y Ministerio Público) y el judicial al que compete la decisión final.

Por último, como hace más de setenta años enseñaba Jiménez de Aréchaga, el principio de separación de poderes nunca afecta la competencia de control jurisdiccional sobre los otros poderes (Jiménez de Aréchaga, 1983) (Cassinelli, 1999) (Risso, 2015b).


El plazo de caducidad en el caso en estudio


El Tribunal considera que los treinta días de caducidad deben computarse desde que se produjo la denegatoria ficta a la petición formulada. Esto me genera algunas dudas, pues con dicho criterio un sordo que no formuló petición alguna estaría hoy en tiempo de accionar por amparo (es más, si no presentó la petición no le correría el plazo).

También podría haberse considerado para el inicio del plazo de caducidad, la fecha de presentación de la petición, pues ese día el amparista consideró exigible la obligación. O, incluso, podría computarse desde el día que venció el plazo que la ley dio al Poder Ejecutivo para reglamentar.

De todas formas, hay otra alternativa que sería entender que cada día sin reglamentación se produce una nueva omisión que perjudica los derechos del amparista. Esto se ha utilizado muchas veces en los amparos médicos: la conducta ilegítima se mantiene y renace cada día en que se mantiene la omisión. La tutela del derecho sigue siendo invocable aun luego de los treinta días.

La aplicación estricta del plazo, desafortunadamente introducido por el legislador, no es aceptable: imagínese que se estableciera un plazo de caducidad para el hábeas corpus y que una vez vencido no se aceptara el recurso; sería inaceptable ya que la prisión indebida se mantiene cada día hasta que se corrige. Lo mismo pasa con el amparo, el derecho a la tutela judicial se mantiene cada día en que se mantenga la situación lesiva.

Por último, no debe olvidarse que el plazo de caducidad está solo en el amparo legal, por lo que siempre tiene el amparista y el propio tribunal la posibilidad de optar por usar el amparo constitucional o el internacional que no tienen plazo de caducidad.


¿El amparo es improponible, invade competencias del Ejecutivo o lesiona el principio de separación de poderes?


El Tribunal ha dicho que a) el amparo es “manifiestamente improcedente” pues exorbita la vía jurisdiccional del amparo y por no presentarse los requisitos exigidos en el artículo 1 de la ley 16.011; b) si el tribunal incursionara en el tema de la reglamentación, competencia del Poder Ejecutivo, se realizaría una superposición con la actividad reglamentaria que es propia del Poder Ejecutivo, y c) si el tribunal se inmiscuyera en la cuestión, se estaría lesionando el principio de separación de poderes pues un poder no puede tener injerencia en la competencia de otro.

No tengo el gusto de compartir estos argumentos.

El amparo responde a una situación típica, en la que se considera que el accionar administrativo del Estado (una omisión en este caso), lesiona derechos de los promotores (los ya señalados al inicio de este trabajo). No cabe duda que las personas con discapacidad auditiva se encuentran excluidos del acceso a varios servicios de comunicación, lesionándose en forma actual sus derechos a que las autoridades ajusten su actuación a derecho, a que se les reconozcan derechos legales de los que están excluidos y a que se proteja su derecho a la igualdad poniéndose punto final a la situación de desigualdad actual.

El juez de primera instancia, lejos estuvo de entrometerse indebidamente en la actividad administrativa (reglamentaria), sino que se limitó a constatar una omisión indebida del Ejecutivo y ordenó que se pusiera punto final a ella con un plazo más que generoso con el Estado. Es la solución implícita en Marbury: todo derecho tiene que tener, en caso de violación, se correctivo judicial y la orden de actuar frente a omisiones o actuaciones indebidas es incuestionablemente válida. El propio nombre de “writ o mandamus”, lo demuestra: el Juez ordena hacer algo concreto.

En el mismo sentido, no hay una invasión de la potestad reglamentaria del Ejecutivo pues solo se ordena que cumpla con la Constitución y la ley y dicte la reglamentación debida. Incluso, aunque el Juez hubiera ido más allá indicando algún contenido que podría considerarse de resorte discrecional del Ejecutivo, tampoco sería un tema sencillo concluir si hubo o no exceso judicial, como lo pone de manifiesto el moderno tema de las sentencias estructurales (Risso, 2016). Pero esto es un tema ajeno a este trabajo.

Por último, tampoco existió violación al principio de separación de poderes pues el Juez actuó dentro de su competencia, controlando la actuación (omisión en el caso en estudio) del Ejecutivo, advirtiendo su ilegitimidad, comprobando que lesiona derechos de particulares y ordenando la corrección de la situación. El Juez no incursionó en política, sino que se limitó a contralar la regularidad jurídica de la omisión del Estado y ordenar que cese dicha ilicitud.


Conclusión


En los tiempos que corren, en todo el mundo occidental, cada vez son más frecuentes las invocaciones directas de la Constitución y de los derechos humanos ante el Poder Judicial, reclamando la efectiva protección de las personas. Esto obedece a muchas cosas: la sustitución del Estado legislativo de Derecho por el Estado constitucional de Derecho; la incapacidad (por falta de idoneidad y a veces por falta de recursos) de la Administración de satisfacer los derechos humanos, etc. La desprotección de los derechos humanos lleva a que la gente deba recurrir con más frecuencia que antes a la garantía última, el Poder Judicial.

No deja ser interesante ver cómo en las sociedades democráticas modernas (estoy hablando de democracias plenas en los términos del Democracy Index)11, las viejas garantías, como el hábeas corpus, la protección de la censura previa, etc., cada vez se usan menos pues menos son las violaciones de los derechos tutelados por estos instrumentos. Pero al mismo tiempo, y en general por la vía del amparo, aparecen reclamos nuevos, igualmente importantes, y que requieren la actuación decidida del Poder Judicial.

Quizás, al igual que ocurre con el hábeas corpus, algún día veamos que no se promueven más amparos médicos, en razón de que las autoridades sanitarias no niegan medicamentos que son recomendados por la FDA de Estados Unidos, la Ema de Europa y las cátedras de la Facultad de Medicina de la UdelaR. O que el Poder Ejecutivo cumpla sus deberes de reglamentar en tiempo y forma. Esperemos que las sentencias judiciales tengan un valor docente y su eficacia se vea más allá del caso concreto.


Referencias:

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Jurisprudencia

Uruguay. Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 4 Turno, sentencia de 21 de abril de 2017, “Asociación de sordos del Uruguay c/ Estado. Acción de Amparo”. Disponible en http://bjn.poderjudicial.gub.uy/BJNPUBLICA/hojaInsumo2.seam?cid=44028

1Notas:

 Disponible en http://bjn.poderjudicial.gub.uy/BJNPUBLICA/hojaInsumo2.seam?cid=44028

2 Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución o por la ley.

3 Toda persona puede ocurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos. Asimismo debe disponer de un procedimiento sencillo y breve por el cual la justicia lo ampare contra actos de la autoridad que violen, en perjuicio suyo, alguno de los derechos fundamentales consagrados constitucionalmente.

4 Ver sentencias en: “Revista Urug. de Derecho Constitucional y Político”, tomo II, Nº 10-11; tomo III, Nº 13 y 14, pág. 75 y ss. y pág. 79 y ss.; tomo III, Nº 16-17, pág. 406 y ss. Nº 19-20, pág. 73 y ss., pág. 84 y ss., pág. 93 y ss. LJU caso 10.819, caso 10.939, etc.

5 Aunque no conozco desarrollos completos del tema.

6 En Argentina, Ziulu, A. (1997), menciona tres tendencias doctrinales: a) quienes se afilian a la concepción amplia de la Corte Suprema (Bidegain, Bianchi, etc.); b) quienes la aceptan, pero postulan su limitación (Vanossi, Marienhoff, etc.); y c) quienes se oponen a la misma (Bidart Campos, Sagüés, el propio Ziulu, etc.).

7 El writ y en especial el writ of mandamus, que fue el solicitado por Marbury, es uno de los antecedentes directos de la acción de amparo.

8 Rousseau, señala que “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección general; y recibimos en corporación a cada miembro como parte indivisible de un todo.” (Rousseau, J., 1965).

9 Rousseau, señala que la voluntad general es la del cuerpo del pueblo y esa voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley (Rousseau, J., 1965, 79). Más adelante distingue la voluntad general (que refiere al interés común), de la voluntad de todos (que responde a un interés privado) y no es más que la suma de voluntades particulares (Rousseau, J., 1965, 82). Luego agregaba que lo que generaliza a la voluntad general no es tanto el número de los votos sino el interés común que los une (Rousseau, J., 1965, 87) para pasar luego a hablar de los límites que no puede rebasar el soberano. Luego de destacar las extraordinarias cualidades que debe tener el legislador, señala que el legislador “prudente” no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que primero examina si el pueblo al que las mismas se destinan está en condiciones de soportarlas (Rousseau, J., 1965, 104).

10 Por supuesto que la formulación moderna del principio de separación de poderes es mucho más compleja. Por ejemplo, la colaboración e interacción entre los poderes políticos es mucho mayor y, además, han aparecido órganos extrapoderes (piénsese en los bancos centrales contemporáneos) y se reconoce una necesidad de evitar la concentración del poder (para asegurar la libertad y los derechos humanos) también a nivel de la sociedad civil. Al respecto: Hoffman- Riem, W. (2007, 211) Cea Egaña, J. (2007). Sagués, N. (2007).

11 https://www.documentcloud.org/documents/3673454-Democracy-Index-2016.html