http://dx.doi.org/10.22187/rfd2017n2a4


El ideal de autonomía moral

The Ideal of Moral Autonomy

O ideal de autonomia moral


Ricardo Marquisio Aguirre1


1Profesor Adjunto de Filosofía y Teoría General del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de la República, Uruguay. Profesor Adjunto de Filosofía y Teoría General del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de la República, Uruguay. Doctor de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Correo Electrónico: rmarquisio@gmail.com


Artículo elaborado en el marco del proyecto "La teoría del derecho contemporánea y el problema de la objetividad de los valores" financiado por CSIC.


Resumen:

En este ensayo planteo algunos elementos constitutivos del ideal de autonomía moral, que resulta un presupuesto central de las prácticas sociales centradas en la imputación normativa, fundamentalmente la moral y el derecho. Parto de una concepción constructivista de la normatividad, tomando como elemento esencial y no reductible a las razones, y me centro en los rasgos conceptuales que caracterizan a las razones morales dentro del dominio normativo. Posteriormente, desarrollo una idea de la autonomía moral basada en la auto-constitución que incluye tres propiedades fundamentales: la posibilidad de responder a razones fundadas en expectativas sociales compartidas; la responsabilidad por cierto ámbito de acciones, según el conjunto de razones de que dispone el sujeto y hasta el punto en que pueda ampliarlas, y la necesidad de conservar la autonomía como finalidad que unifica el conjunto de acciones autónomas de los agentes morales.

Palabras clave: autonomía moral, razones morales, moral y derecho, constructivismo


Abstract:

Some elements of the ideal of moral autonomy are discussed in this paper. Such ideal is a key assumption in social practices focused on normative imputation, particularly morality and law. First, a constructivist conception of normativity is introduced, taking reasons as an essential and non-reducible element, and focused on the conceptual features of moral reasons within the normative domain. Then, an idea of moral autonomy based on the self-constitution is developed including three key features: the possibility of responding to reasons based on shared social expectations; the responsibility for certain scope of actions, according to a set of reasons available to the individual and to their maximum extent of expansion; and the need to preserve autonomy as a purpose unifying the set of autonomous actions of moral agents.

Keywords: Moral autonomy, moral reasons, morality and law,constructivism


Resumo:

Neste ensaio apresento alguns elementos constitutivos do ideal de autonomia moral, que é um pressuposto central das práticas sociais com foco na imputação normativa, fundamentalmente na moral e no direito. Partindo de uma conceição construtivista da normatividade, tomo como elemento essencial e não redutível às razões, e focalizo-me nos aspectos conceituais que caracterizam as razões morais dentro do domínio normativo.

Posteriormente, desenvolvo uma idéia da autonomia moral baseada na auto-constituição que inclui três propriedades fundamentais: a possibilidade de responder a razões fundadas em expectativas sociais compartilhadas; a responsabilidade por determinado âmbito de ações, segundo o conjunto de razões que dispõe o sujeito e até o ponto em que ele possa ampliá-las, e a necessidade de preservar a autonomia como finalidade que unifica o conjunto de ações autônomas dos agentes morais.

Palavras-chave: autonomia moral, razões morais, moral e direito, construtivismo.


Recibido: 20170214

Aceptado: 20170418


Introducción


La atribución a los seres humanos de la condición de agentes morales autónomos es esencial para la propia inteligibilidad de un vasto número de prácticas sociales. Considerarnos unos a otros agentes autónomos es relevante para ser destinatarios de evaluaciones morales en las relaciones interpersonales, en tanto las expectativas recíprocas constitutivas de vínculos tales como los filiales, de pareja o amistad presuponen esa condición. También resulta un presupuesto de las instituciones sociales que reconocemos como fundamentales, tanto políticas (la democracia implica que los ciudadanos, precisamente por estar dotados de autonomía moral, tienen derecho a decidir cuestiones que afectan las vidas de sí mismos y de otros) como jurídicas (el ideal del imperio del derecho tiene entre sus componentes fundamentales la necesidad de que las normas puedan justificarse para destinatarios considerados como seres racionales y dotados de la capacidad de determinarse moralmente). Por tanto, resulta de innegable relevancia explorar las condiciones bajo las cuales alguien puede ser considerado un agente moral autónomo.

A continuación voy a plantear algunos rasgos centrales del ideal de autonomía moral a partir de una concepción constructivista de la razón práctica. El constructivismo constituye una vía para sostener la objetividad práctica y moral aunque, a diferencia del realismo moral, sin asumir la existencia de hechos morales. Se trata, en esencia, de una visión sobre la normatividad y el valor entendidos como no independientes de las posturas de los agentes prácticos y morales. A las preguntas “¿qué es el valor?” y “¿cómo ingresa el valor al mundo?”, el constructivismo da las siguientes respuestas: el valor es algo que confieren al mundo las criaturas que valoran y, por tanto, ingresa y desaparece junto con ellas (Street, 2012).

En términos generales, puede caracterizarse al constructivismo como la postura según la cual, en tanto hay verdades normativas, éstas están determinadas por un proceso idealizado de deliberación, acuerdo o elección racional (Bagnoli 2011)(Van Roojen, 2015) o, siguiendo a Street –que considera inadecuada la caracterización procedimental- a partir de la tesis de que la verdad de una afirmación normativa consiste en que sea implicada (lógica o instrumentalmente) desde el punto de vista práctico –que incluye los valores, deseos, planes, intenciones y, en general, todos los juicios evaluativos que pueda realizar un agente- que proporciona la totalidad del material para la “construcción” normativa (Street 2010)

(i) La versión más ambiciosa e influyente del constructivismo contemporáneo es la concepción kantiana de Korsgaard (Korsgaard, 1996a) (Korsgaard, 1996b) (Korsgaard, 2008) (Korsgaard, 2009).De acuerdo con dicha autora, la existencia de estándares objetivos en la moral puede explicarse a partir de lo que denomina realismo procedimental (por oposición al realismo sustantivo, según el cual hay respuestas correctas a las cuestiones morales porque hay “hechos” morales). El realismo sustantivo, que transforma a la ética en una disciplina cognoscitiva (el conocimiento de una parte del mundo, la normativa, constituida por los hechos morales), no puede dar cuenta de la autoridad práctica inherente de la moral. En contraste, el rasgo definitorio del constructivismo es, para Korsgaard, que la cuestión normativa surge únicamente ante la necesidad de la acción. En tanto agentes prácticos, tenemos la necesidad de actuar y, también desde esa condición, necesitamos saber cómo y por qué debemos hacerlo. Nuestras múltiples disposiciones nos dan motivos e impulsos para actuar, pero ellos deben someterse a un test (que no es cognoscitivo ni teórico), antes de que podamos considerarlos razones para la acción, lo que Korsgaard denomina “apoyo reflexivo”. Una razón puede considerarse, desde el constructivismo, un éxito reflexivo: cuando mi deseo es una razón para actuar es porque decidí reflexivamente apoyar ese deseo. El rasgo fundamental de la mente autoconsciente es, por tanto, una estructura reflexiva que nos obliga a tener una concepción de nosotros y a constituirnos en algo que está por encima de nuestros propios deseos.

Desde una concepción constructivista de la racionalidad práctica, la autonomía moral se puede entender como el punto de vista del sujeto que posee una disposición normativa constitutiva a actuar de acuerdo con ciertas razones, identificando acciones por las que puede ser responsabilizado y asumiendo ciertos fines necesarios para el conjunto de sus acciones. Se trata de una postura ideal: para saber realmente si alguien en particular se comporta como un agente moral autónomo habría que tener acceso a su set global de compromisos normativos, esto es, a la totalidad de su mente. Sin embargo, la reconstrucción de una postura ideal de autonomía moral es relevante pues permite comprender cuáles son las exigencias que subyacen a las prácticas sociales y hasta qué punto los destinatarios de las normas que las regulan tienen éxito o fracasan en satisfacerlas.


El problema de la normatividad


Una parte importante de los debates de la filosofía de la práctica(ii) contemporánea gira en torno a la idea de normatividad que engloba las razones para la acción y la creencia y, en general, todas las actitudes que pueden ser reconocidas como reclamando razones.

Las razones son el elemento fundamental del dominio normativo y es en términos de ellas que podemos analizar las restantes nociones como bien o deber (Scanlon, 2014). Consideramos típica de los seres humanos la capacidad de identificar razones y creer, actuar o desear de acuerdo con ellas. La Razón puede ser caracterizada como la capacidad de reconocer y responder (apropiadamente) al conjunto de las razones que se nos aplican. En particular, es una capacidad que permite a los agentes, actuando de forma reflexiva o deliberativa, reconocer que determinados hechos constituyen argumentos a favor de ciertas cosas. Lo que no quiere decir que ese reconocimiento involucre siempre reflexión actual, puesto que puede basarse en la experiencia (y hacerse por ejemplo de forma “mecánica” o “instintiva”) pero de modo tal que presupone la reflexión pasada y la disponibilidad de mecanismos racionales de control y corrección de las identificaciones erróneas (Raz, 2011).

Es casi imposible establecer un concepto de razón pues se trata de uno de los términos básicos a que puede reducirse la actividad de pensar: una razón para creer, desear o hacer algo es un hecho que cuenta en algún sentido a favor de ese algo. La circularidad parece imposible de evadir si no tomamos la razón como una idea primitiva: si preguntamos cómo algo puede contar a favor de otra cosa, la única respuesta disponible parece ser “porque es una razón para ello”. Es por ello que las razones tienen peso relativo unas respecto de otras y, en función de los hechos relevantes para cada agente en una situación determinada, algunas desplazan por completo a las restantes competidoras. Sin embargo, hay situaciones donde no es posible determinar razones concluyentes para adoptar o no una creencia o un curso de acción (Scanlon, 1998)(Parfit, 2011).

Por ejemplo, si un juez debe decidir la culpabilidad o inocencia de una persona acusada de homicidio sopesará los distintos elementos que tienen relevancia en el caso (por ejemplo, testimonios contradictorios) pero es posible que alguno de ellos tenga fuerza concluyente, como una filmación de excelente calidad que muestre al acusado cometiendo el delito. Esta razón tendrá un peso decisivo para que el juez crea que el acusado es culpable. Del mismo modo, al evaluar si debo levantarme a las 6 y 30 a.m. puedo tener razones contradictorias (por un lado, tengo sueño, por otro, podría aprovechar mejor el día si me levanto temprano) pero si una de ellas es que tengo que llevar a la escuela a mi hijo esa razón (en circunstancias normales) desplazará a todas las demás. Esa es una razón decisiva para mi acción bajo esas circunstancias. En cambio, si quiero comer cereales en la mañana y puedo elegir entre dos marcas que cuestan lo mismo, tienen sabores que me gustan de igual manera y no presentan diferencias relevantes en su información nutricional, no dispongo de ninguna razón decisiva para elegir entre una u otra.

La asunción de un punto de vista normativo es una condición constitutiva de la agencia racional y también de lo que consideramos como la propia idea de humanidad. No se puede actuar inteligiblemente si no se identifican razones que estén en condiciones de determinar lo que debe ser del caso ni si se está imposibilitado de orientar la propia conducta de acuerdo con ellas. Nos concebimos a nosotros mismos como agentes normativos y la negación de este supuesto, esto es, la asunción del escepticismo tour court (la duda de que realmente alguna cosa pueda contar en favor de otra) supone un compromiso con concebir las propias acciones como meros acontecimientos y evitar cualquier pensamiento sobre lo que podría decirse a favor o en contra de realizarlas (Scanlon, 1998).

Si el genuino escepticismo práctico normativo significa que es imposible argumentar sobre la racionalidad de las acciones tal postura no parece disponible para cualquier ser profundamente reflexivo y social como el humano que continuamente necesita involucrarse en valoraciones sobre la racionalidad de sus acciones, asumiendo una postura comprometida con los hechos que cuentan a favor o en contra de sus objetivos (Korsgaard, 1996a).

Esto tiene consecuencias en el tipo de escepticismo frente al cual tiene sentido discutir para quienes afirman que hay verdades normativas. En tal sentido, Dworkin argumenta contra lo que denomina teorías arquimedianas (archimedean theories) de la normatividad, es decir, aquellas que se ubican por fuera de cualquier cuerpo de creencias normativas y lo juzgan como un todo, desde premisas y actitudes completamente externas. Estas teorías intentan asumir un punto de vista externo al dominio normativo. El escéptico arquimediano adopta como punto de partida premisas que no son evaluativas como por ejemplo, la clase de propiedades que existen en el universo o cuáles son las fuentes de conocimiento en que podemos confiar.

De acuerdo con Dworkin, cualquier argumento sobre la falsedad o verdad de las proposiciones normativas tiene que ser interno al dominio evaluativo. Es decir, debe ser contrastado con el escepticismo interno (aquel que acepta la pertinencia del punto de vista normativo pero niega la verdad de algún juicio normativo particular) y no con el escepticismo externo (aquel que no acepta la verdad de ningún juicio normativo). Una postura escéptica interna niega algún grupo de afirmaciones normativas y al mismo tiempo realiza las afirmaciones opuestas. Por ejemplo, dentro del dominio de argumentación moral, algunas personas rechazan ciertas normas de la moral sexual convencional porque creen que, en tanto dañar a otros es la única cosa inherentemente mala, los comportamientos sexuales de las personas (que no involucren determinados elementos adicionales) carecen de aptitud para ser inmorales. Esto tiene implicancias en las posturas afirmativas sostenibles: por ejemplo, que los comportamientos sexuales de las personas (en cuanto no causen daño a otros) no deberían ser censurados ni objeto de regulación jurídica o coerción estatal. El escepticismo interno puede ser local, como en el ejemplo anterior, o global como en el caso de alguien que afirma que toda la moral es un discurso vacío porque presupone un Dios benevolente incompatible con la explicación naturalista del mundo. Un escéptico global de este tipo no lo es acerca de la posibilidad de que haya razones normativas, sino de que algunas que se afirman como tales (las razones morales) lo sean realmente. (Dworkin, 1986) (Dworkin, 1996).

Dentro del dominio normativo, las razones son razones para alguien; alguien que adopta un cierto punto de vista particular, el punto de vista de la primera persona. Ello implica que es incompatible con el dominio normativo lo que se ha denominado concepción impersonal del mundo. El problema fue planteado por Nagel en los siguientes términos: si fuera posible una concepción impersonal del mundo que incluyese a todos los individuos y a todas las propiedades, ella proporcionaría la totalidad de los hechos relevantes. Si eso es así, cómo es posible que haya lugar para hechos acerca de una persona particular como yo (Nagel, 1983) (Nagel, 1986). Los programas filosóficos que asumen el naturalismo duro (que defienden autores como Sellars o Quine) implican que no hay tales hechos, en cuanto la ciencia natural requiere tomar al mundo como impersonal. La adopción del punto de vista normativo supone que la perspectiva de la primera persona, la agencia, es irreductible e imposible de eliminar: no todo es expresable sin referencia a la primera persona. Yo soy X y eso implica no solo que soy quien piensa mis pensamientos y sostiene mis creencias sino también que soy el objeto de mi propio pensamiento, algo solo concebible desde la primera persona. Cualquiera con la capacidad de tener pensamientos (creencias, deseos, actitudes) y poder considerarlos como propios, ejemplifica una propiedad disposicional de la primera persona, irreductible e imposible de eliminar (Baker, 2013).

Las razones juegan un papel decisivo en la agencia práctica en cuanto son indispensables para que los agentes racionales formulen criterios de decisión, así como de explicación y justificación de sus acciones. Una propiedad de las razones prácticas es, entonces, su carácter relacional: un hecho constituye una razón para actuar para un determinado agente con respecto al cual se puede convertir en un motivo de la acción (Scanlon, 2014) (Parfit, 2011). En un mundo donde no existieran seres humanos u otros capaces de actuar motivados por razones no tendría sentido hablar de alternativas de acción disponibles (es absurdo invocar “razones” cuando nos referimos a acontecimientos donde no es posible la intervención humana como por ejemplo los fenómenos naturales).

La racionalidad de un agente tiene que ver con considerar sus actitudes como un sistema cuyas partes deben enlazarse de un modo no accidental o fortuito. Aunque los agentes puedan tener razones para actuar de los cuales no son conscientes y que por tanto no pueden determinar motivacionalmente su conducta (por ejemplo, tengo una razón para no beber un vaso de refresco que contiene veneno aunque no lo sepa) las decisiones y justificaciones de la conducta futura que nos son disponibles se basan en las creencias que consideramos actualmente justificadas y que, por tanto, podemos tener en cuenta en el momento de la deliberación.

Cuando una persona cree que debería hacer algo, sus creencias tienden a impulsarla a hacerlo. El problema de cómo eso sucede es lo que Broome denomina la cuestión de la motivación. Una explicación sencilla (y esencialmente correcta) es que, como resultado de la selección natural somos, en general, seres que han evolucionado para tener la disposición a hacer lo que creen que deben hacer (enkratic disposition) o que alguna persona en particular ha sido condicionada causalmente (por su educación, por ejemplo) para ello. La racionalidad requiere que las personas intenten hacer aquello que creen que deben hacer y por tanto impone que estén motivadas a ello. Una criatura que cuenta como racional debe estar causalmente dispuesta a actuar en los sentidos en que piensa debería actuar o es deseable que actúe. La habilidad para razonar constituye parte de la disposición enkrática, en tanto el razonamiento puede lograr que alguien, respondiendo a razones, llegue a hacer aquello que cree que debería hacer (Broome, 2013).

Por tanto, se puede hablar de irracionalidad de la acción en sentido estricto cuando un agente reconoce que ciertas razones se le aplican pero es incapaz de motivarse por ellas, esto es, sostiene determinadas creencias cuya verdad le proporcionaría una razón con fuerza decisiva para actuar de modo contrario al que lo hace (Parfit, 2011) (Scanlon, 1998). Una vez que un agente ha dejado de reconocer la relevancia de sus creencias sobre las razones que tiene para actuar, la propia idea de crítica normativa a su conducta carece de sentido. En ese extremo, puede decirse que ha dejado de ser realmente un agente al carecer de la posibilidad de responder a razones.

En el polo opuesto a la pura irracionalidad estaría la plena racionalidad. De acuerdo con Scanlon formular una concepción completa de lo que haría un agente plenamente racional supone tener en cuenta tres niveles de idealización. Se requeriría: 1) plena información sobre la propia situación y las consecuencias de los diversos cursos de acción posibles; 2) plena consciencia de la gama de razones válidas para alguien en tal situación; 3) adecuación completa de la conclusión del razonamiento a las razones que lo apoyan.

Dada la vastedad de razones posibles para creer y actuar no parece probable la posibilidad de formular una teoría ideal sobre lo que resulta racional hacer: el curso de acción respaldado por todas las razones pertinentes, según la comprensión más completa y precisa de la situación del agente. Sin embargo, podemos utilizar un criterio débil o mínimo pero plausible a la hora de evaluar lo que decide hacer un agente en particular.

En este sentido, Scanlon emplea el término razonabilidad para referir a los juicios relativos a un determinado conjunto de informaciones y un cierto ámbito de razones de los que se dispone, que pueden ser incompletos pero susceptibles de ampliación cuando más razones e información adicional estén a disposición del agente. Así, podemos considerar como razonable aquello que, considerando la información y el rango de razones disponibles aparece en determinado momento como racional. Por ejemplo, resulta no razonable una decisión que no tuvo en cuenta cierta evidencia disponible o que ignoró determinados intereses que potencialmente podían haber motivado la acción (Scanlon, 1998)(iii).

Los agentes racionales tienen un número virtualmente ilimitado de razones potenciales para la acción, en cuanto casi cualquier cosa que alguien haga puede concebirse como afectando a alguna otra cosa para bien o mal, para mejor o peor. Pero una distinción es especialmente relevante. A la hora de decidir qué hacer entre diferentes cursos posibles de acción (y también de justificar lo que uno ha hecho o evaluar lo que otros han hecho) podemos identificar razones auto-interesadas (que no son necesariamente egoístas pues hasta un santo podría necesitar preocuparse en algún sentido por su propio bienestar) y altruistas (que pueden ser relativas a ciertos otros o imparciales). Así, tenemos razones para preocuparnos por nuestro propio bienestar(iv), por el de las personas que están relacionadas especialmente con nosotros (aquellas por las que sentimos amor, cariño, compasión, etc.) o, desde un punto de vista imparcial, por el de cualquiera (Sapontzis, 1987)(v).

De acuerdo con lo precedente, puede caracterizarse a la moral como una parte de un dominio más amplio, la razón práctica y, a su vez, a ésta como una parte de un ámbito aún más general, lo normativo.

Las razones morales son entonces un tipo de razones prácticas. De modo muy básico, son aquellas que se conectan con el punto de vista de la imparcialidad y con los intereses de los otros con independencia de cualquier relación especial que puedan tener con nosotros. ¿Pero cómo es que a partir de la pura racionalidad, como noción normativa básica, es decir, la idea de que un agente racional responde a razones, podemos llegar a la idea de que las razones morales son relevantes para ciertos agentes?


El punto de vista moral


Cuando nos involucramos en la empresa de argumentar sobre qué debe hacerse ingresamos en el ámbito de lo que se denomina ética normativa. Así, intentamos decidir o justificar nuestras decisiones sobre lo que los filósofos han denominados cuestiones de primer orden, utilizando un tipo de discurso que incluye términos como bueno, correcto, obligación y deber. Las cuestiones de ética normativa son virtualmente ilimitadas en tanto incluyen potencialmente todos los aspectos a que puedan dar lugar las interacciones humanas. Las discusiones de ética normativa no buscan únicamente responder a la pregunta sobre el curso de acción correcto en determinadas circunstancias sino, al mismo tiempo, descubrir los principios generales que subyacen a la propia práctica moral tal como la reconocemos y que aparecen como ineludibles al intentar responder las preguntas concretas (Miller, 2013).

Por ejemplo, a la pregunta sobre si deberíamos propender a erradicar el hambre en el mundo un utilitarista de acto podría justificar su respuesta afirmativa argumentando que ese es el curso de acción que producirá la mayor felicidad para el mayor número posible, siendo éste el principio justificativo último de las acciones humanas. En tanto un kantiano igualitarista podría argumentar que de no mejorar la condición de los peor favorecidos en las sociedades humanas podríamos incurrir en algún tipo de inconsistencia fundamental, siendo alguna variante del principio de universalidad el criterio justificativo último de la moral. Mientras tanto, otro kantiano pero libertarista podría justificar su respuesta negativa argumentando que, aunque pueda ser bueno que cada individuo ayude a quienes padecen hambre, la erradicación de ésta no puede constituir un deber moral porque su cumplimiento implicaría la existencia de instituciones como el Estado intervencionista que vulnerarían derechos naturales al tratar a algunas personas como meros medios para los fines de otros. El lenguaje moral, que en la superficie de las cosas tiene una pretensión de objetividad similar a la del discurso descriptivo típico de la ciencia, nos remite a la evaluación de los posibles cursos de acción abiertos para los agentes desde una postura imparcial (Baier, 1958)(vi).

Este es el punto de vista moral, que resulta una clase especial dentro del punto de vista práctico. La agencia moral, sea cual sea la forma en que puede entenderse vinculada con la agencia práctica (necesaria u opcional) se caracteriza conceptualmente por el tipo de razones a las que puede responder.

Mientras que un agente práctico es cualquier ser racional capaz de responder a razones para la acción, identificarlas y motivarse por ellas, el agente moral es un agente práctico que identifica cierto tipo de razones –morales- y puede motivarse apropiadamente por ellas. Esto supone que las exigencias de la agencia práctica son escasas, en cuanto, desde el punto de vista conceptual(vii) le basta ser capaz de valorar (cualquier cosa) que le proporcione razones para la acción, las del agente moral son mucho más intensas. Alguien que, como caso extremo, valore por encima de todo su propia destrucción es ya un agente práctico (aunque probablemente no destinado a perdurar demasiado), lo mismo que alguien que valore exclusivamente su propia supervivencia y bienestar.

Un agente moral, en cambio, valora, además de sus propios intereses (la condición de posibilidad de su continuidad como agente), los intereses de aquellos que se encuentran en relación especial o particular con él y también los de los otros imparcialmente considerados. (Nielsen, 1999)(Street, 2012).


Razones morales


¿Cómo pueden motivarlas razones morales y cómo es posible caracterizarlas conceptualmente dentro de la clase de las razones prácticas? Estas preguntas pueden denominarse como analíticas o metaéticas por oposición a las preguntas sustantivas sobre cuáles razones morales efectivamente existen (Markovitz, 2014)(viii).

La respuesta a la primera pregunta, está marcada por el debate acerca de las razones normativas o justificativas planteado entre internalistas y externalistas. Se trata primariamente de una disputa sobre dónde ubicamos la autoridad moral, (Falk, 1948). Para los internalistas ésta se encuentra necesariamente en el individuo que actúa, que dispone de alguna razón acompañando al deber pues, aunque las demandas de la moral puedan tener un origen histórico en circunstancias sociales propias de la comunidad a la que pertenece, un agente racional será capaz de negar validez a cualquier demanda externa de deber que no tenga razón o motivo para satisfacer. El internalista sobre las razones sostiene que el hecho de que un agente tenga una razón debe basarse en algún motivo del que ya disponga. Por su parte, el externalista niega esta conexión interna entre razones y motivos.

Ambas posturas tienen un atractivo inicial. Mientras que el internalismo parece dar mejor cuenta de la vinculación inherente de la razones morales con la acción (¿puede hablarse de razones que no tengan la aptitud para motivar a alguien a actuar?), el externalismo se ajustaría más a la idea de que tener una razón para la acción importa el reconocimiento de algo como valioso o digno de ser realizado, valor que no tiene mucho sentido circunscribir a los motivos actuales del agente. Desde esta perspectiva, decir que alguien tiene una razón moral para hacer algo aparece como el reflejo de ciertas propiedades de una situación que reclama del agente una cierta clase de acción. La ausencia de motivación de un agente para responder a esa situación permitiría que lo critiquemos (moralmente) por insensible pero no afectaría su deber de dar la respuesta apropiada. El debate entre ambas posturas es acerca del modo en que las razones morales son normativas, esto es, cómo justifican el comportamiento en el sentido de constituir consideraciones a favor de cierto curso de acción que el agente debería seguir bajo un determinado set de circunstancias. Pero también se debe tener en cuenta el modo en que las razones explican (en sentido biográfico) la conducta del agente, en función de sus reales motivaciones para la acción. Una razón justificativa también motiva, cuando el agente la reconoce y actúa de acuerdo con ella. De ahí que tanto los internalistas como los externalistas pretendan que sus teorías sean compatibles con explicaciones plausibles de cómo las personas, en tanto agentes prácticos, pueden ser motivadas ante el reconocimiento de tales razones (Wong, 2006).

Reconstruir la polémica entre internalistas y externalistas es complejo en tanto hay diferentes variantes del internalismo y también distintas estrategias externalistas para rechazarlo. Una distinción importante es la que ubica en un extremo a las teorías internalistas que toman en cuenta exclusivamente las motivaciones reales del agente, siendo la más características la teoría humeana de las razones según la cual si alguien tiene una razón para hacer algo, entonces debe tener algún deseo que sería servido por el hecho de hacerlo. Por otro lado, están las teorías contrafácticas según las cuales si alguien tiene una razón para hacer X, se sigue necesariamente que esa persona estará motivada en algún grado a hacer X (o desearía hacer X) en las circunstancias apropiadas. El constructivismo kantiano de Korsgaard es un ejemplo de teoría internalista de este tipo.

Algunas versiones contrafácticas del internalismo son tan extremas que resultan conciliables con el absolutismo y el realismo moral. Por ejemplo, la versión de Michael Smith según la cual dada una circunstancia particular, cualquier agente actuaría en el mismo sentido que cualquier otro si se fueran satisfechas las condiciones contrafácticas relevantes. Bajo estas condiciones, afirma Smith, no importa con que deseos encontremos inicialmente a los agentes: si cada uno pudiera resolver los conflictos entre sus propios deseos bajo condiciones de plena información todos convergirían en el mismo set de deseos (Para una exposición detallada de este debate ver Finlay y Schroeder, 2012).

Con independencia del vínculo entre las razones morales y los motivos de los agentes prácticos, podemos preguntarnos si existen características conceptuales de dichas razones que permitan identificarlas en el razonamiento práctico. Desde luego, cualquier caracterización es controversial porque las diversas teorías morales también difieren en los modos en que conciben las razones. Aquí voy a referirme a cuatro características cuya relevancia parece muy difícil de cuestionar. Las razones morales son intersubjetivas, neutrales al agente, implican el reconocimiento de los intereses otros, y se hacen explícitas a través del razonamiento práctico.

Las razones morales son intersubjetivas en cuanto son válidas interpersonalmente como criterios de justificación de las acciones y son concebidas, para un set determinado de circunstancias, como aquellas que plantean la mejor justificación del curso de acción a elegir o validar. Aunque ello no quiere decir que, desde otra óptica, no sean también subjetivas en cuando son siempre razones para personas individuales (autores y destinatarios de sus pretensiones de validez). Las razones morales no pueden estar reducidas a deseos personales y por ello la acción sólo se justifica moralmente si la reflexión práctica del agente se orienta por razones que los demás podrían razonablemente anticipar como justificativos de la acción. Las razones morales deben poder responder la cuestión sobre el porqué de una acción de un modo que no sólo la explique sino que también la legitime (Forst, 2002).

En función de su relatividad a un determinado agente, si a una razón puede dársele una forma que no incluya una referencia a la persona que la tiene puede caracterizarse como neutral al agente. En cambio, si incluye una referencia esencial a un determinado agente, se trata de una razón relativa a ese agente (Nagel, 1986).

Por ejemplo, si una razón para que Juan haga algo (trabaje para ganar dinero) es que resulta en su propio interés, se trata de una razón relativa a Juan. En cambio, una razón para otra acción de Juan (por ejemplo, ayudar a alguien en extrema necesidad) que no incluya ninguna referencia esencial a su persona (se concibe como aplicable a cualquiera que esté en situación de poder ayudar a alguien en extrema necesidad) será una razón neutral al agente. Aunque las razones relativas al agente pueden tomarse como objetivas, si son comprensibles y pueden ser sustentadas también desde un punto de vista externo al propio agente(ix), solo las razones neutrales al agente son defendibles desde una óptica ajena a los intereses de éste.

También las razones morales se caracterizan a partir de la idea de altruismo. Se trata de la voluntad de actuar en consideración del interés de otros sin necesidad de motivos ulteriores: la pura creencia de que el acto beneficiará a alguien más puede motivar por el solo hecho de que el agente quiere el bien de ese otro. El altruismo no puede ser confundido con el auto-sacrificio (no impone que el agente ignore sus propios intereses a cualquier costo)(x) ni tampoco con el mero hecho de actuar en beneficio de otros (es posible hacerlo por amor o benevolencia en algunas ocasiones y en beneficio de ciertas personas pero ello no implica una disposición a actuar en general por pura consideración del interés de otros). El reconocimiento de la realidad de otros y la posibilidad de ponerse en su lugar son esenciales para el altruismo que implica percibir las situaciones particulares como si se ajustaran a un esquema más general donde los papeles podrían intercambiarse. La actitud de un agente hacia su propio caso, sus necesidades, acciones y deseos, a los que atribuye un cierto interés objetivo, y el reconocimiento de los otros como seres semejantes al propio agente, permiten la extensión de ese interés objetivo (como los intereses de alguien) a las necesidades y deseo de las personas en general o de quienes están siendo considerados (Nagel, 1970)(xi).

Constituirse en un agente moral exitoso implica adoptar una actitud de buena voluntad hacia otras personas tomando en cuenta sus intereses y deseando su bien, lo que no quiere decir que esta disposición nos determine siempre cursos obvios o evidentes de acción (Hare, 2013).

La articulación de las razones morales y las restantes razones del agente constituye una de las cuestiones fundamentales de la filosofía moral, aquella que Parfit denomina “el problema más profundo”. Sucede que muchas personas aceptan simultáneamente dos tesis que (salvo que se sostenga la creencia en un Dios benévolo que indefectiblemente recompensa las acciones motivadas por el deber moral) en ocasiones coliden entre sí. Una es el racionalismo moral según el cual siempre tenemos razones para cumplir con nuestro deber: no puede ser racional actuar a sabiendas de modo incorrecto. La otra es el egoísmo moral según el cual tenemos las razones de mayor peso para hacer aquello que es mejor para nosotros: no podría ser racional actuar en contra de lo que creemos son nuestros mejores intereses. Parece claro que si el deber y el auto-interés en muchas ocasiones entran en conflicto, ambas visiones no pueden ser igualmente verdaderas: no podemos tener las mejores razones para actuar de dos modos contradictorios.

Cuando estamos considerando qué hacer podemos enfrentarnos con dos cuestiones: 1) ¿qué curso de acción tengo mejores razones para seguir? 2) ¿qué debería moralmente hacer? Como afirma Parfit, la primera cuestión sobre las razones aparece como la más amplia y fundamental. Por eso, en tanto estas cuestiones a menudo entran en conflicto, para que la moral realmente importe, tengo que disponer de razones para preocuparme por ella y evitar actuar incorrectamente.

Por tanto, los requerimientos de la moral no pueden concebirse como demandantes al extremo de ignorar lo que Sidgwick denominaba common sense morality, es decir, la idea de que, a la hora de decidir cómo actuar, está moralmente permitido dar una prioridad fuerte al propio bienestar. Ello no supone que la moral no requiera sacrificar con frecuencia nuestro auto-interés (esto es, que la obligación moral no sea categórica) sino que no podemos tener deberes morales que exijan determinado tipo de sacrificio (por ejemplo, sacrificar la propia vida para salvar, según algún principio consecuencialista del acto, la de varios extraños). La incorporación de un criterio de este tipo disminuye los casos potenciales donde estaría justificado racionalmente actuar de manera moralmente incorrecta (Parfit, 2011)(xii).

Las personas actúan con frecuencia por razones morales sin un ejercicio previo de deliberación, por ejemplo, a través del simple cumplimiento con el derecho de las fuentes sociales o una norma ética que se acepta por costumbre(xiii). Sin embargo, aunque no toda decisión sobre qué hacer reclama una deliberación (puede ser racional no deliberar en circunstancias que exigen acción inmediata), la enorme complejidad y variabilidad de las cuestiones morales implica que quien pretenda ser un agente moral consistente tiene, en general, un deber de razonar. La agencia moral implica la responsabilidad de guiar el pensamiento, evaluando las razones aplicables al caso y respetando los requerimientos de racionalidad que sean aplicables en procura alcanzar respuestas fundadas a cuestiones bien definidas (Richardson, 2014).

Aunque es posible concebir un ejercicio puramente teórico del razonamiento moral (en el sentido de que siempre se puede dar una mirada externa a cualquier práctica evaluativa), se trata de una actividad típicamente práctica (de la cual la otra variante es el razonamiento prudencial). Es el tipo de razonamiento explicito que desarrollamos cuando nos preguntamos qué debemos hacer y cuando, para justificar nuestros juicios sobre valores y principios de acción, buscamos razones intersubjetivas, neutrales al agente y sensibles a los intereses de los otros. Este razonamiento nos permite identificar los aspectos propiamente morales de la situación concreta(xiv), determinar las consideraciones más relevantes, lo que significa evaluar el peso relativo de las razones potencialmente aplicables al caso.(Nussbaum, 2000) (Dancy, 2004)(xv) y proponer argumentos justificativos que resuelvan entre criterios de acción conflictivos (Rawls, 1971) (Ross, 2000)(xvi).


El ideal de autonomía moral


El ideal de autonomía moral es complejo pues involucra dimensiones que aparecen como mutuamente problemáticas. Por un lado, la idea de autenticidad (ser el propio yo), esto es, la capacidad de determinarse exclusivamente por influencias “internas”. Por otro, la necesidad de adoptar principios de acción objetivamente fundados que guíen el comportamiento futuro. La noción de responsabilidad, por otra parte, está íntimamente asociada con la de autonomía moral -un sujeto autónomo necesita decidir y actuar en un ámbito de cuestiones por las que puede ser considerado responsable- aunque una concepción excesivamente exigente de la autonomía -que excluya la posibilidad de cualquier influencia externa- resulta incompatible con la propia idea de agencia responsable.

La idea básica de autonomía supone entenderla como auto-dirección y el problema fundamental de su caracterización refiere a su compatibilidad con las influencias externas que necesariamente todos los sujetos tienen.

Por influencias externas hay que entender aquellas que, en principio, están fuera del control directo del agente. Entre ellas se puede mencionar a las convicciones religiosas (que pretenden guiar la conducta de acuerdo con una doctrina cuyo contenido no es establecido por el propio agente), los deseos orientados a ciertos objetos y estados de cosas cuya presencia o falta no depende de la voluntad del agente, las obligaciones jurídicas que suponen la necesidad de cumplir con los requerimientos de una autoridad identificados a partir de las denominadas fuentes sociales del derecho (sentencia, ley, costumbre) y, por supuesto, las obligaciones morales que requieren acciones de acuerdo con los requerimientos de alguna teoría o concepción de la moral (May, 1998).

Para gobernarse a uno mismo, la persona debe estar en condiciones de actuar a partir de deseos, valores, condiciones, etc, que en algún sentido relevante sean los propios. Esto da lugar a dos tipos de condiciones fundamentales de la autonomía: de autenticidad (capacidad de reflexionar y sostener o identificarse con los propios deseos y valores) y de competencia (lo que supone que el agente debe tener ciertas capacidades como pensamiento racional, autocontrol y auto-comprensión, y debe ser libre de ejercerlas sin coerción externa o interna) (Christman y Anderson, 2005).

La conexión entre la autonomía personal y la moral no es conceptualmente necesaria. La primera, que consiste en la capacidad de los individuos de controlar distintos aspectos de sus vidas, requiere tan solo que el sujeto sea capaz de dirigirse a sí mismo (no atado a las normas impuestas por otros, ni a las circunstancias del mundo ajenas a la voluntad humana, ni a los puros impulsos irracionales como los que pueden controlar la conducta de un bebé). La segunda, que refiere a la capacidad del individuo de sujetarse a principios morales objetivos, exige que los agentes se involucren en procesos de deliberación acerca de la permisibilidad moral de sus diferentes opciones de acción (Sneddon, 2013).


La auto-constitución del sujeto autónomo


Un rasgo definitorio de la metodología constructivista es que el paso que va de la agencia práctica a la autonomía moral puede caracterizarse como una forma de auto-constitución(xvii), aunque esta idea también es defendida por otros autores no constructivistas como Taylor, Frankfurt y Bratman (Velleman, 2006).

Una objeción plausible a la idea de auto-constitución es que asumiría la “realidad” del yo como una especie de supervisión central sobre el conjunto de nuestros deseos, un hipotético “centro de gravedad narrativo” que, en verdad, parece ser tan solo una abstracción, una especie de paradoja cartesiana. En tal sentido, Dennet argumenta que no solo el supuesto yo es un objeto ficticio sino que su sentido es, precisamente, ser una ficción. Al hablar de nuestro yo, los seres humanos actuamos como si fuésemos novelistas. Creamos como mecanismo de auto-defensa y auto-control, (una estrategia que nos ha proporcionado la evolución tal como, por ejemplo, ha dado a las arañas la disposición a tejer redes para los mismos propósitos) una historia, al tiempo que la presentamos a nosotros mismos y a los demás bajo la forma de una autobiografía. Esa historia requiere ser narrada como si fuera un material coherente y unificado. Pretender saber lo que el agente unificado realmente es, constituye un error categorial, pues no hay más propio uno mismo que el principal personaje de ficción de esta autobiografía que cada uno de nosotros presenta a sí mismo y a los demás (Dennett, 1988) (Dennett, 1992).

Sin embargo, una unidad como la que postula la idea de auto-constitución no es incompatible con que el yo pueda ser considerado, en cierto sentido, ficticio.

Cuando describimos al agente narrador como un sí mismo unificado no nos referimos a la unidad temporal que vincula a la persona con sus sí mismos pasados y futuros. Nos referimos a una unidad de agencia en virtud de la cual la persona pretende autogobernarse. Si consideramos al agente como reducido a los innumerables episodios mínimos en que puede dividirse su vida (cortar el pan, atender el teléfono, caminar unos pasos para tomar un libro), carece de sentido concebirlo como algo unitario. Pero cuando pretendemos constituirnos en alguien que decide por razones, pensamos a nuestras acciones como fluyendo desde ciertas descripciones de nosotros mismos que construimos. En el modelo de la auto-constitución, el protagonista es al mismo tiempo ficticio, porque su rol es “inventado” por el agente que actúa (al atribuirse a sí mismo la condición de agente) y real, porque la adopción de la postura de agencia implica la visión unificada desde el rol de alguien que inventa y actúa su propio rol (Velleman, 2006).

Dado que el agente moral autónomo es alguien que se concibe a sí mismo como desempeñando un cierto rol –adoptar decisiones y actuar de acuerdo con razones morales- entonces cabe la pregunta de cuáles son las responsabilidades propias de ese rol. La noción de agente autónomo no puede dejar de vincularse con la de agente responsable, que a su vez es uno de los sentidos básico (aunque no el único) en que se es persona, es decir, miembro de la comunidad moral.

Si, como afirma Korsgaard, la agencia moral es una especie de identidad práctica, puede decirse que el modo en que se desenvuelve esa identidad depende de las opciones que pueda tomar y condicionan el conjunto de responsabilidades que pueda asumir. La conexión entre la autonomía moral y un cierto conjunto de acciones disponibles, es decir, un ámbito de responsabilidades aparece intuitivamente como necesaria. Quien carece de la posibilidad de actuar en ningún sentido o que solo dispone de un curso de acción como posible no puede considerarse un agente autónomo ni, en consecuencia ser responsabilizado por realizar una acción moralmente significativa o dejar de hacerla.


Autonomía moral y expectativas sociales


Un aspecto problemático para la idea de una autonomía moral como auto-constitución en torno a la identificación de un ámbito de responsabilidad, es el propio significado de la responsabilidad moral cuando la idea de voluntad libre (que Aristóteles identificaba como condición de la acción y que es clave en los presupuestos metafísicos de la libertad para Kant) es severamente cuestionada por la visión naturalista del mundo que trasmite la ciencia contemporánea, donde el determinismo causal es ampliamente aceptado.

El determinismo científico es la idea según la cual todo lo que existe es causado a partir de un set de condiciones antecedentes suficientes (estados previos del universo combinados con las leyes de la naturaleza) lo que haría imposible que lo que ha llegado a ser de cierto modo pudiera haber sido de otro diferente. Esto ha dado lugar a una ardua disputa entre quienes piensa que la responsabilidad moral es compatible con el determinismo (compatibilistas) y quienes creen que ello es imposible (no compatibilistas), posiciones que pueden trazarse hasta la antigüedad, representadas por los estoicos y epicúreos respectivamente (Eslehman, 2014).

La atribución de responsabilidad presupone la posibilidad de un control inteligente sobre el propio comportamiento y sus objetivos, lo que permite asumir aquello que alguien hace como fruto de una voluntad efectiva e informada y por tanto indicativa del propio yo del agente.

Sin embargo, esta condición no es suficiente, como plantea Susan Wolf, pues existen casos donde es evidente que la fuente del contenido de la voluntad efectiva del agente es externa a él que, antes que un verdadero “iniciador” de una modificación en el mundo, resulta un mero vehículo de ésta. Un ejemplo extremo es el caso de alguien que actúa motivado de modo inteligente y efectivo aunque lo hace por deseos que le han sido inculcados a través de un proceso de hipnosis. Rechazamos la hipótesis del ejemplo como una situación donde el agente pueda ser responsabilizado por lo que hace porque, intuitivamente, la autonomía parece requerir que la voluntad no esté determinada por un factor ajeno al propio agente (condición “kantiana” de autonomía).

El problema es que esa condición no solo deja de cumplirse en ejemplos extremos como el de la hipnosis sino que difícilmente puede considerarse plenamente cumplida respecto de deseo alguno. Mi deseo por ir a comprar comida surge de la visión de mi heladera vacía; mi deseo por asistir a un concierto se origina en la escucha de una cierta música en la radio. Si se reconoce en los seres humanos la condición de criaturas que desean, y que los deseos son motivos de las acciones, parece difícil compatibilizar esta noción con las de autonomía y responsabilidad moral cuando cualquier set actual de deseos de un agente es, en definitiva, el resultado de una combinación de factores externos a su control: la herencia y el ambiente.

La noción de un yo más profundo (deeper self) no resuelve el problema porque si postulamos que éste controla al yo “superficial”, tendríamos que postular un yo aún más profundo controlando el nivel inferior siguiente y así hasta el infinito. Desde esta visión metafísica del agente autónomo parece requerirse una especie de yo primer motor que, a su vez, no sea impulsado por nada más. Si esta condición de autonomía es esencial para la responsabilidad moral entonces la idea parece ser de imposible realización (Wolf, 1990).

La forma de evitar este dilema es centrarnos en las condiciones constitutivas de ciertas prácticas sociales que presuponen e implican atribuciones de responsabilidad moral a los participantes. Se requiere abandonar, por tanto, el ideal de absoluta autenticidad que subyace a la visión metafísica de la autonomía como autarkeia (autosuficiencia) y su exigencia de completa ausencia de influencias externas al autor de la acción, por cuanto es demasiado rigurosa para cualquier propósito de aplicación práctica, es decir, la determinación de alguna acción concreta (May, 1998).

En el marco de una visión desde las prácticas sociales de los requisitos de la responsabilidad moral, las condiciones más apropiadas para plantearla son a partir de las ideas de reacción y de respuesta a razones(xviii).

En “Freedom and Resentment” Strawson presenta una visión de la responsabilidad moral que resulta compatible con la (hipotética) verdad del determinismo, esto es sin asumir una metafísica libertarista. Strawson propone una vía de reconciliación entre las posturas que denomina pesimismo (el determinismo excluye la posibilidad de que conceptos como responsabilidad y obligación moral tengan alguna aplicación real) y optimismo (tales conceptos no perderían razón de ser aunque el determinismo fuera cierto).

Para el autor, tanto el pesimista como el optimista incurren en el error de construir en forma inadecuada los hechos relevantes acerca de las actitudes humanas que dan lugar a que hablemos de responsabilidad y obligación moral. Ser moralmente responsable depende, en esta visión, fundamentalmente de la posibilidad de ser el destinatario apropiado de un cierto de tipo de actitudes que Strawson denomina reactivas (amor, gratitud, respeto, odio y resentimiento).

Pero lo que hace apropiadas a esas actitudes no depende de que su destinatario cumpla con ciertas condiciones teóricas acerca de lo que cuenta como alguien responsable (como la libertad metafísica) ni tampoco de que en el mundo se den determinadas circunstancias específicas (como la falsedad del determinismo causal). Las actitudes que se expresan al considerar responsable a alguien cumplen una función que da cuenta de una característica esencial a nuestra forma de vida: expresar lo mucho que nos importa si las acciones de otras personas (especialmente algunas otras personas) reflejan actitudes hacia nosotros de buena voluntad, afección o estima o, por el contrario, expresan desprecio, indiferencia o malevolencia.

Para entender adecuadamente la naturaleza de esas actitudes, debemos considerarlas como propias de participantes (sostenidas desde el punto de vista de quien está involucrado en relaciones interpersonales y considera a su vez al destinatario como también participando en esas relaciones) y prestar atención a dos maneras en que dichas actitudes pueden ser modificadas o canceladas.

Un primer caso es aquel donde, pese a lo que puede resultar aparente en primera instancia, el destinatario no vulneró las expectativas de buena voluntad o afección hacia los coparticipantes en la relación social de que se trate. Por ejemplo, alguien puede realizar una acción (como empujarme al correr por la vereda) que me afecta negativamente sin que eso signifique desprecio o carencia de preocupación por mí (porque corría al enterarse que su familia estaba en un serio peligro).

Un segundo caso refiere a situaciones donde, respecto del destinatario de la actitud reactiva, adoptamos un punto de vista objetivo en tanto dejamos de considerarlo un genuino participante en relaciones sociales (lo que puede ocurrir por diversos motivos como enfermedades mentales o ausencia del desarrollo mínimo requerido). Ese individuo está fuera de los límites de la comunidad moral, lo que puede ser temporal o permanente.

El punto central de Strawson es que la caracterización de la responsabilidad moral no requiere ni permite una justificación racional externa a las propias prácticas sociales en que se desarrolla y que reclaman respuestas a preguntas tales como “¿es el comportamiento de X candidato a ser considerado una genuina expresión de mala voluntad?”. O “¿puede ser considerado X como participante genuino de relaciones que incluyan una dimensión moral? (Strawson, 1962).

Una visión como la de Strawson puede denominarse “compatibilismo por defecto” por cuanto considera que el problema del determinismo-libertad-responsabilidad no necesita ser resuelto con la prueba de que las condiciones objetivas para que alguien sea responsable moralmente son consistentes con el determinismo sino que puede ser disuelto con la evidencia de que la práctica de considerar a alguien responsable no necesita sustentarse en esas condiciones en tanto no requiere justificación externa (Eshleman, 2014).

En todo caso, el único tipo de libertad que parece requerir una caracterización de la responsabilidad como inherente a la participación en relaciones sociales es lo que Fisher y Ravizza denominan guidance control y que significa la posibilidad de responder moderadamente a razones: debe existir algún posible escenario en el cual (1) hay una razón suficiente para actuar de manera diferente a la que el agente podría estar en principio inclinado a actuar de modo que (2) cuando los mecanismos apropiados del agente operan, éste puede efectivamente actuar de esa manera alternativa. Si el mecanismo puede operar para guiar mis acciones, entonces yo soy responsable de esas acciones. Si mi comportamiento es independiente de esos mecanismos o carezco de ellos (si soy víctima de un ataque de epilepsia, actúo bajo sonambulismo o presa de un trastorno mental) no lo soy (Fisher y Ravizza, 1993).

La teoría de Strawson pone énfasis en la relevancia de poder atribuir responsabilidad a los agentes morales.

Una forma de calibrar esa relevancia es preguntarnos cómo sería la vida si careciéramos de sentimientos reactivos hacia la conducta de los demás, lo que implicaría dejar de tener expectativas que puedan ser violadas y también de sentir algún tipo de culpa al vulnerar las expectativas ajenas. ¿Podríamos adoptar esa clase de actitud objetiva hacia todo el mundo? Vivir de esa forma implicaría dejar de lado la totalidad de las relaciones que consideramos parte central de nuestras vidas. Basta imaginar relaciones de pareja, de amistad, de padre a hijo o incluso de conciudadanos sin un conjunto robusto de expectativas compartidas para advertir que serían completamente irreconocibles, con respecto al modo en que las concebimos y valoramos.

En tal sentido, R. Jay Wallace sugiere que la noción de expectativas debe incorporarse a una caracterización strawsoniana de la responsabilidad. Las actitudes reactivas de resentimiento, indignación y culpa son emociones que se conectan con lo que alguien ha hecho. Para dar cuenta adecuadamente de esta condición tenemos que suponer que poseen una dimensión cognitiva. Una persona sujeta a una emoción reactiva debe tener alguna clase de creencia evaluativa que pueda explicar su estado emocional: cada particular estado emocional reactivo se explica por la creencia de que alguna expectativa se ha vulnerado.

La dimensión cognitiva de las emociones reactivas permite distinguir entre actitudes reactivas morales y no morales en función de la clase de creencia que las origina. En el caso de las actitudes reactivas morales, la creencia es la que conecta la actitud con una obligación moral, aquella sobre la cual el agente reactivo está en condiciones de proveer una justificación moral. Una justificación moral necesariamente incluirá razones que explican el esfuerzo del propio agente reactivo por cumplir con la obligación en cuestión y que proporcionan los términos que éste puede usar para reclamar su cumplimiento de parte de otros, que se encuentran obligados hacia él (Wallace, 1994).


El alcance de la responsabilidad moral


Todo agente práctico actúa en condiciones de parcial incertidumbre sobre las propiedades relevantes de sus acciones y las consecuencias futuras de las acciones entre las que puede optar. ¿Teniendo en cuenta estas limitaciones cognitivas, hasta dónde alcanza la responsabilidad de un agente moral?

Una de las condiciones de éxito o fracaso de la agencia moral es la posibilidad de identificar los cursos de acción correctos: la forma en que el mundo debería ser modificado por las acciones sobre las que tiene control. Eso depende: 1) de la información a la que el agente esté en condiciones de acceder; 2) de que se haya procurado esa información; 3) de un mecanismo complejo de interacción entre sus numerosos deseos, creencias, actitudes y disposiciones, muchas de las cuales son inconscientes, cuya importancia radica en que lo hacen el individuo que realmente es.

Una visión simple del alcance de la responsabilidad moral consistiría en que el agente solo es responsable cuando actúa de acuerdo con la información que realmente posee. Sin embargo, esto exoneraría de toda responsabilidad a los agentes culpablemente ignorantes, es decir, aquellos que tienen la posibilidad de acceder a la información relevante pero eligen permanecer en la ignorancia. Con un criterio así, bastaría decidir no informarse para que la conducta para lograr que la propia conducta resultara inmune al reproche moral.

Por ese motivo, Sher propone un criterio sobre el alcance de la responsabilidad según el cual un agente puede ser considerado responsable por un acto (u omisión) del cual no es consciente (en el sentido de carecer de la información relevante) si (1) su fracaso en reconocer la acción como errónea implica incumplir con algún estándar que le es aplicable y (2) puede darse cuenta del incumplimiento de ese estándar según una combinación de las actitudes y características constitutivas del agente (Sher, 2009).

La asunción del punto de vista moral implica, entonces, la aceptación de que se puede ser responsable por responder a razones que requieran la alteración o conservación de determinados estados de cosas e inclusive por fallar (culpablemente) en identificar las razones aplicables al no procurarse información adicional cuando se estaba en condiciones de hacerlo.


La autonomía diacrónica


Para cumplir con su responsabilidad el agente necesita reconocer las razones relevantes, identificar sus obligaciones y encontrar la respuesta apropiada entre las disponibles. Necesita decidir qué hacer: sus decisiones tienen que tener la aptitud de impactar en sentido correcto en el mundo. Pero al mismo tiempo necesita poder seguir siendo un agente práctico, esto es, que sus decisiones sean compatibles con la preservación de la propia autonomía. Esto significa que ciertos cursos de acción que serían moralmente defendibles bajo un cierto set de circunstancias pueden no serlo si se consideran también las condiciones futuras del ejercicio de la agencia autónoma.

Tal como plantea Velleman (2000) el punto de vista de la agencia práctica plantea el problema de decidir cómo decidir que refiere al modo en que la razón práctica puede regular las propias condiciones temporales de su ejercicio. ¿Cómo puede asegurar un agente práctico la autonomía sobre sus acciones futuras?

La autonomía sobre acciones futuras requiere, por un lado, que el agente tenga el poder de tomar decisiones orientadas hacia el futuro que sean efectivas y así determinar lo que va a hacer. Por otro lado, el control agencial sobre el comportamiento futuro se tiene que realizar de forma tal que el agente no pierda autonomía sobre las acciones a realizar.

La única manera de cumplir simultáneamente con tales condiciones es, para el agente actual, adoptar decisiones que él mismo, como agente futuro, esté motivado a ejecutar por su propia volición, esto es, que tenga razones para hacerlo. A menos que el agente pueda comprometerse hoy de modo tal que pueda generar razones para actuar mañana, sus actos futuros pueden considerarse desde el presente como totalmente exentos de control por lo decidido actualmente o como un mero instrumento de ello, lo que deja al agente futuro carente por completo de autonomía.

La concepción maximizadora de la racionalidad no garantiza (ni hace probable) que las decisiones que tomemos hoy constituyan razones para mañana. La razón práctica del maximizador directo puede aconsejarle descartar cualquier intención previa si supone que esta estrategia lleva a incrementar su beneficio presente.

Nuestra autonomía sobre las acciones futuras requiere, de acuerdo con Velleman, que tengamos el poder de adoptar decisiones dirigidas hacia el futuro que sean efectivas del modo apropiado, es decir, que determinen hoy lo que vayamos a hacer mañana, pero no causando meros movimientos corporales sino a través de un control de agencia. Eso requiere que el agente actual proporcione al agente futuro razones para actuar de determinadas maneras. Compatibilizar la agencia presente con la autonomía futura, que Velleman denomina autonomía diacrónica, es la capacidad de realizar elecciones que el futuro agente aceptará pero que, quizás, de otro modo no hubiera hecho, si fueran contrarias a una estrategia de maximización directa.

La solución de Velleman a este problema es que se requiere un criterio de éxito de las acciones que sea diferenciable de los propósitos perseguidos por el agente con cada acción particular. De este modo, el agente siempre tendrá razones para tomar en cuenta decisiones pasadas que le permitieron desarrollar con éxito una cierta acción y le posibilitarán continuar actuando como agente en el futuro.

Para Velleman, la razón que regula las condiciones de la agencia práctica se comporta del mismo modo que la razón teórica en el sentido de que su criterio de éxito no se determina por un juicio normativo del agente sino que está dado por la meta interna de la propia decisión. Una analogía con la creencia es ilustrativa. Está en la propia naturaleza de las creencias la pretensión de ser verdaderas. Una creencia que no pretende la verdad simplemente no es tal. Por tanto, ser verdaderas es lo que las creencias requieren para ser exitosas en sus propios términos. Y esta afirmación no es un juicio normativo (al que arribamos por la razón práctica) sino un hecho acerca de las creencias, dada su naturaleza.

La razón práctica puede ser concebida de modo similar. Si la deliberación es constitutiva del ejercicio de la razón práctica: ¿cómo podemos encontrar principios que tengan autoridad como normas de la razón práctica y no puedan ser desobedecidos cada vez que lo aconseje una estrategia de maximización directa?

La respuesta está en encontrar un fin interno con relación al cual las acciones puedan considerarse un éxito o fracaso en sus propios términos, esto es, como acciones, más allá de los fines contingentes que el agente persiga con cualquier acción en particular. Si las acciones tienen un propósito constitutivo, entonces este criterio estará determinado “por su naturaleza” y no por la propia razón práctica.

Velleman concluye que el propósito que hace que un mero comportamiento se convierta en acción es la conservación de la propia autonomía. Si la autonomía es la meta constitutiva de la acción, entonces las razones para actuar serán consideraciones relevantes respecto de la preservación de la autonomía, antes que consideraciones relevantes para la utilidad o el bien. Si tales razones son generadas por las decisiones orientadas hacia el futuro, entonces dichas decisiones pueden gobernar el futuro racionalmente (están dotadas de peso racional), es decir, hacer la autonomía diacrónica posible. La acción es una clase de cosas sobre las cuales los agentes racionales tienen autonomía diacrónica y por tanto no puede ser algo cuyo éxito o fracaso sea evaluado exclusivamente por consideraciones de utilidad o beneficio directo.

Cuando un agente práctico(xix) se pregunta qué hacer y, tras un proceso de deliberación, decide adoptar un curso de acción determinado, se plantean dos propósitos involucrados: el fin que busca el agente a través de la acción de que se trata y el objetivo de preservar la autonomía (la medida de éxito de las acciones del agente en general). Por tanto, las consideraciones sobre la preservación de la propia autonomía futura están presupuestas en las acciones racionales de los agentes autónomos.

Un agente puede deliberar hoy si realizar o no un comportamiento que maximice sus fines actuales pero al precio de cancelar su autonomía futura. Por ejemplo, ingerir una droga que aumentará su capacidad intelectual exponencialmente en el presente, maximizando sus posibilidades de hacer las cosas que desea hacer, pero que arruinará su cerebro en poco tiempo(xx). Ese comportamiento no puede, en principio(xxi), contar como la acción autónoma exitosa de un agente racional porque es incompatible con el ejercicio de su autonomía futura. Ahora supongamos que el agente ya decidió en el pasado no ingerir esa droga y en el presente se le plantea la oportunidad de hacerlo. La decisión pasada proporcionó una razón para que el agente presente no ingiera la droga (aunque tenga deseos de hacerlo porque le permitiría obtener valiosos fines de corto plazo) y conserve la posibilidad de seguir actuando autónomamente en el futuro.


Conclusiones


Cuando consideramos a alguien como destinatario de una norma moral o jurídica (Raz, 2009) (Dworkin, 2011) (Finnis, 2011)(xxii)- la atribución de la condición de autonomía moral es un presupuesto de dicho juicio. La condición de agencia moral autónoma puede ser entendida como una forma de auto-constitución: el punto de vista de alguien que, en primera persona, se pregunta qué debe hacer y para decidir cómo actuar realiza un juicio evaluativo en función de las razones que se le aplican y un ámbito de responsabilidad que reconoce como propio. La disposición a auto-constituirse en agente moral implica: a) la capacidad de identificar razones morales y motivarse a actuar por ellas, dejando de lado (hasta cierto punto) el auto-interés en aras de intereses de otros que resultan más relevantes para establecer el curso de acción correcto bajo determinadas circunstancias; b) la capacidad de dar respuesta a expectativas sociales compartidas que son obligatorias desde el punto de vista del agente por considerarse parte comprometida en diferentes vínculos con otros; c) adoptar como finalidad en cada acción –además de las metas contingentes del caso- la conservación de la propia autonomía, esto es, la posibilidad de seguir actuando como agente moral en el futuro.


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i()Street plantea que en las construcciones de Rawls o Korsgaard, el procedimiento es, en última instancia, un mero dispositivo heurístico, siendo lo central la idea de punto de vista práctico y aquello que se sigue de éste. Por ejemplo, la mejor forma de entender la posición original de Rawls es como un dispositivo heurístico para mostrar lo que se sigue de un punto de vista práctico particular: el de quienes aceptan los valores liberales de igualdad y libertad como fundamentales para la justicia de las instituciones.

ii() Este campo incluye a la filosofía moral, política y del derecho.

iii() En sentido similar, Parfit utiliza la expresión menos que plenamente racional para referirse a las decisiones de un agente que actúa de acuerdo con las creencias que tiene y considera justificadas pero que, sin embargo, pueden ser falsas (Parfit, 2011).

iv() Uso el término bienestar en sentido amplio como el conjunto de los intereses o las cosas que pueden beneficiar a alguien o ser buenas para él/ella.

v() Lo habitual sería decir “por el bienestar de cualquier persona”. Sin embargo, tal como se entiende en términos corrientes la noción normativa de “persona”, como coextensiva de “ser humano”, esto significaría presuponer que solo los intereses humanos cuenta desde la perspectiva moral, algo que resulta por los menos discutible (Sapontzis, 1987).

vi() Una influyente caracterización del punto de vista moral se encuentra en Baier (Baier, 1958).

vii() Sobre si existen valoraciones prácticas necesarias, lo que implicaría que algunos agentes que no valoran ciertas cosas incurrirían en una especie de error normativo, existe un marcado contraste entre las teorías realistas y anti-realistas. Para un realista (y también para un constructivista kantiano) existen verdades morales que todos los seres racionales (en condiciones ideales) deberían reconocer por lo que, normativamente, todos los agentes prácticos son, por su condición de tales, agentes morales pues por su sola racionalidad se les aplican las razones morales. Desde estas visiones, el punto de vista moral es una necesidad de la agencia práctica. Para los anti-realistas, no existen valoraciones prácticas necesarias (el agente que no asume los compromisos constitutivos de la moral ilustrada no incurre en un error normativo: simplemente no es un agente moral).

viii() Las disputas sobre qué requiere la moral (ética normativa) son tomadas por la filosofía como un discurso de primer orden y analizadas en un discurso de segundo orden al que se denomina metaética. La discusión metaética contemporánea abarca cuestiones de significado, metafísicas, epistemológicas, fenomenológicas y de psicología moral (Miller, A., 2013). La distinción no implica, sin embargo, que no haya relaciones entre ambos discursos pues la contestación a la pregunta “¿qué son las razones morales?” tendrá implicancias para establecer qué razones morales realmente existen. Incluso algunos filósofos –los internalistas- niegan que sea pertinente distinguir entre ambas preguntas (Markovitz, 2014). Para el constructivismo, en general, existe una continuidad entre los propósitos de la metaética y de la ética normativa.

ix() Aunque el hecho de tener que Juan tenga que ganar dinero es una razón para Juan exclusivamente, su objetividad radica en que cualquiera que comprenda las necesidades que motivan ordinariamente a las personas a hacer ciertas cosas la entenderá como una explicación suficiente de su conducta.

x() Por el contrario, si la posibilidad de reconocer razones morales requiere adoptar la postura de agencia racional en general (ser la clase de ser que responde a razones), las razones morales presuponen la existencia de razones prudenciales, por ejemplo, la posibilidad de considerar los propios intereses futuros, al menos en cierto grado (Scanlon, 1998).

xi() En The Possibility of Altruism, Nagel defendió la tesis de que todo agente práctico debía aceptar razones neutrales so pena de recaer en una suerte de solipsismo práctico que implicaba la imposibilidad de reconocer su propia realidad desde una perspectiva práctica. En The View From Nowhere deja de lado esta pretensión, aunque mantiene que la integración de los dos puntos de vista (el del propio interés y el neutral al agente, que posibilita el altruismo) y el pleno reconocimiento de que uno es solamente una persona entre otras “son las fuerzas esenciales detrás del desarrollo de una posición moral” (Nagel, 1986).

xii() Por supuesto, tal prioridad no puede concebirse de modo tan fuerte que trivialice las exigencias de la moral. Aunque, de acuerdo con el propio bienestar, pudiera ser racional preferir evitar una pequeña molestia en el dedo a la desaparición del universo (en el famoso ejemplo de Hume) se trata de una elección inconcebible como moralmente correcta.

xiii()Para la distinción entre el pensamiento normativo –que identifica leyes o normas morales- y el pensamiento racional –que se basa exclusivamente en razones– (Parfit, 2011).

xiv() Existe un umbral de importancia para que consideremos un hecho moralmente relevante. Parece indiscutible que las cuestiones vinculadas a la justicia social son moralmente relevantes. Sin embargo existen otras que son objeto de gran controversia. Por ejemplo, para algunas personas el amor a la patria es un sentimiento de la mayor relevancia moral y para otras carece por completo de importancia.

xv() Si bien parece inescapable atribuir algún nivel de generalidad a las razones morales, la relevancia de la generalización en reglas o principios para el razonamiento moral es objeto de debate entre generalistas como los kantianos y utilitaristas, que postulan diversos principios –que son objeto de explicitación y desarrollo por cada una de esas teorías- cuya aplicación a los casos concretos permite subsumir los aspectos morales de la situación y decidir la acción correcta y particularistas, quienes postulan la irrelevancia, en términos de justificación de las acciones, de las generalización de ese tipo. Una defensa sistemática del particularismo puede encontrarse en Dancy (Dancy, 2004). Algunas objeciones importantes a ese proyecto pueden verse en Nussbaum (Nussbaum, 2000).

xvi() La necesidad de formular argumentos justificativos teniendo en cuenta consideraciones morales competitivas está siempre presente en el razonamiento moral porque, aunque no se acepte el particularismo y se busque una justificación por principios o reglas, frecuentemente éstos entran en conflicto. Existen diversas estrategias de resolución entre principios competitivos. Una es la utilitarista que afirma la existencia de un principio supremo de acción (el de utilidad) que permite valorar directamente todas las situaciones (utilitarismo de acto) o justificar indirectamente los criterios de actuación que surgen de las reglas que debe seguir el agente (utilitarismo de las reglas). Otras estrategias son la ideas de deberes prima facie introducida por W.D. Ross (Ross, 2002), equilibrio reflexivo defendida por Rawls (Rawls, 1971) y razones excluyentes que ha desarrollado Raz (Raz, 1990).

xvii() Para el constructivismo kantiano ese paso es normativamente necesario (deriva de la propia racionalidad) y para el constructivismo humeano es contingente (requiere que el agente práctico tenga entre sus compromisos normativos profundos la disposición a constituirse como agente moral) (Street, 2012). Si se toma a la moral (y a cualquier de set de valores) como contingente desde el punto de vista práctico, la autonomía también aparece como una opción. Solo un agente que valora ciertas cosas –entre ellas la posibilidad de seguir actuando como agente en el futuro- necesita constituirse en lo que (metafóricamente) podemos llamar su propia persona.

xviii() Thomas May caracteriza a esta visión de la responsabilidad moral como la aplicación de las evaluaciones que podrían hacerse desde la tercera persona a la racionalidad de las acciones de la primera persona (agente moral) (May, 1998).

xix() De acuerdo con el constructivismo humeano, el argumento se aplica a todos los agentes prácticos pero pueden distinguirse criterios de éxito distintos, según sean agentes morales o no morales. En el caso de los agentes morales el criterio de éxito de la acción será poder seguir decidiendo en el futuro de acuerdo con razones morales. En el caso de los agentes prácticos que deciden no guiarse por razones morales la meta interna de la acción será seguir decidiendo en el futuro de acuerdo con razones vinculadas exclusivamente a su propio auto-interés. Para el constructivismo kantiano está diferencia no es aceptable y solo puede concebirse a la constitución y conservación de la autonomía moral como criterios de éxito para las acciones de los agentes prácticos.

xx() Como el protagonista de la película Limitless

xxi() Algunos agentes morales (santos, mártires), en función de los compromisos profundos de su propio punto de vista práctico, pueden tener razones para el auto-sacrificio, es decir para dejar de lado por completo sus intereses por un objetivo altruista. En ese caso, un determinado fin muy valioso para el agente podría justificar sacrificar la propia autonomía por razones morales (por ejemplo, salvar la vida de un gran número de personas u otros logros de justicia o bienestar para los demás, al precio de la propia muerte o la incapacidad para actuar como agente racional en el futuro). Esa no es la postura típicamente constitutiva de la agencia moral que, en la articulación del interés moral y el prudencial no impone el auto-sacrificio(sobre la implausibilidad del ideal de santidad para caracterizar la agencia moral autónoma, ver Wolf, 1982). Para la generalidad de los agentes morales, por tanto, la conservación de la propia autonomía constituye una obligación implicada por la asunción del punto de vista moral

xxii() Las razones para la acción que pueden proporcionan las normas jurídicas no son otra cosa que razones morales que se crean e identifican en ciertos contextos institucionalizados a los que, en general, se denomina “sistemas jurídicos”. Sobre este punto coinciden los autores más influyentes de la filosofía del derecho contemporánea (Ver Raz, 2009; Dworkin, 2011 y Finnis, 2011).