Teoría del Derecho y Filosofía Moral

Legal Theory and Moral Philosophy


Ricardo Marquisio Aguirre

Docente (G2) de Filosofía y Teoría General del Derecho (Facultad de Derecho-UdelaR) Magister en Ciencias Humanas-Filosofía Contemporánea (FHCE-UdelaR).
çrmarquisio@gmail.com

Recepción: 11/11/2014

Aceptación: 11/04/2015


Resumen: El objeto de este trabajo es plantear la hipótesis de que en el estado actual de la teoría jurídica, en función de los presupuestos metaéticos que, de modo explícito o implícito, integran cualquier concepción interesante sobre el derecho, la filosofía jurídica puede ser concebida como (una parte de la) filosofía moral. La hipótesis planteada surge a partir de dos preguntas que es pertinente formular a todos los teóricos del derecho: 1) ¿Hay una moral objetiva? 2) ¿Cómo incide la respuesta a la preguntar anterior en los modos conceptuales y normativos a través de los cuales es posible dar cuenta del derecho como una práctica social?

Palabras clave: derecho, moral, objetividad, teoría, normatividad

Abstract The aim of this paper is to raise the hypothesis that, in its current state, according to the metaethical grounds that explicitly or implicitly sustain any interesting conception of the law, legal theory can be conceived as (a part of) moral philosophy. This hypothesis is inferred from two questions that is worth asking to any legal theorist: 1) Is there an objective morality? 2) Which is the relevance of the answer to the preceding question for the conceptual and normative ways through which it is possible to provide an account of law as a social practice?


Keywords: Law, morality, objectivity, theory, normativity.

Introducción

El paradigma (atribuido con frecuencia al positivismo jurídico y en ocasiones asumido por éste) de evitación de la metaética o de compromiso conceptual con el escepticismo moral, que dominó la teoría analítica del derecho hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, ya no es útil para dar cuenta de los debates contemporáneos sobre el vínculo entre el derecho y la moral. Ello por cuanto, en el estado actual de la discusión, la virtual unanimidad de las posturas “normativistas”, y como tales entiendo a aquellas que intentan dar cuenta del derecho como fenómeno normativo, es decir como creador de obligaciones y razones para la acción 1, sostienen un vínculo conceptualmente necesario o, de hecho, inevitable (en los órdenes jurídicos tales como los conocemos) entre el derecho y la moral.
O bien, se sostiene, el derecho presupone la moral y se inserta en ella (y, por tanto, su única justificación normativa posible es de tipo moral), o bien la incorpora en numerosas e inevitables instancias institucionales (siendo las más visibles las declaraciones de derechos contenidas en constituciones y pactos supranacionales), o bien sólo puede concebirse estando al servicio de una cierta moral objetiva, que opera como parámetro evaluativo de las normas que contiene y constituye un límite a la obligatoriedad de éstas.
La imposibilidad de dar cuenta de la normatividad del derecho sin acudir a la moral –fenómeno al que, parafraseando a Putnam (2002), puede denominarse el colapso de la dicotomía derecho-moral–tiene consecuencias teóricas, metateóricas y prácticas. Si el derecho, en su dimensión normativa, debe ser entendido como inseparable de la moral, entonces la cuestión de la objetividad de los valores forma parte de los problemas centrales que requiere su comprensión teórica. Asimismo, si la justificación de obligaciones y razones es inherente al objeto teórico “derecho”, entonces la teoría jurídica no puede ser considerada una disciplina autónoma, sino una parte de la filosofía moral o de la filosofía política, disciplinas que abordan las cuestiones de justificación de acciones e instituciones. Y, si en la retórica propia de las distintos ámbitos de la práctica jurídica (legislativa, judicial, administrativa y dogmática) se introducen innumerables referencias, fundamentos y presupuestos morales, a las que se considera como formando parte del derecho, la indagación del tipo de objetividad que presupone dicha retórica es un requisito básico de la comprensión (y autocomprensión) de la propia práctica.

El problema de la objetividad en el derecho y la moral

La posibilidad de formular juicios morales –aquellos que, en determinados contextos y bajo ciertos propósitos, contienen términos como “bueno” o “malo”; “correcto” o “incorrecto”; “deber” u “obligación”–constituye una capacidad asociada constitutivamente con la condición de humanidad. La práctica de valorar diferentes estados de cosas (acciones, instituciones, reglas) hace suponer algún grado de objetividad en los juicios respectivos. Por ejemplo, si alguien formula un juicio del tipo “la tortura es mala”, parece estar remitiendo a algún criterio intersubjetivamente válido, según el cual puede establecerse la verdad de ese juicio, con independencia de la opinión de cualquier individuo en particular sobre el punto. Así, la objetividad se plantea como un presupuesto fundamental del discurso moral. Sin embargo, es notorio que, virtualmente en todas las cuestiones de relevancia, existen desacuerdos morales fundamentales, que resultan más evidentes hoy que en cualquier otra época de la historia, dado el carácter irremediablemente pluralista de las sociedades contemporáneas. Piénsese, por ejemplo, en cuestiones tales como el aborto, la eutanasia, el uso de drogas, el control de armas, la sexualidad, la justicia tributaria, etc.
La posibilidad de que, pese a los desacuerdos, exista una moral objetiva, es decir, que haya criterios justificativos independientes por completo de las opiniones particulares, que operen como autoridad para determinar cuáles son los valores correctos, es materia de una de las discusiones filosóficas más antiguas, estando el problema planteado en el Eutifrón de Platón bajo la siguiente forma “¿son los principios morales válidos porque los quieren los dioses o los dioses los quieren porque son válidos?” (Sayre-McCord, G., 2014).
Existen diversas formas de plantear los requisitos de una objetividad moral. Para algunos, se requiere que nuestro discurso refiera “al modo en que las cosas realmente son” de modo independiente “a como pensamos que son”, es decir, la objetividad moral (normativa) se plantea en cuanto a sus exigencias, en términos metafísicos y epistemológicos, de modo similar a la objetividad del discurso científico u otros discursos descriptivos (Leiter, B., 2001, Pettit, P., 2001), Para otros, en cambio, la objetividad de la moral –y, en general, de las cuestiones normativas– es específica a la práctica argumentativa interna y no puede ser traducida a categorías metafísicas o epistemológicas (Dworkin, R., 1986, Raz, J., 2001).
Las disputas sobre lo que requiere la moral (ética normativa) son tomadas por la filosofía como un discurso de primer orden y analizadas en un discurso de segundo orden al que se denomina metaética. Aunque las cuestiones sobre la objetividad de la moral datan –como ya se dijo– de muy antiguo, la constitución de la metaética como disciplina filosófica autónoma puede fecharse en 1903 con la publicación de Principia Ethicade Moore (Moore, G. E., 1995). Hasta el último cuarto del siglo XX la metaética era básicamente filosofía del lenguaje pues sus discusiones se restringían casi en exclusividad al significado de los términos morales (Hare, R. M., 1999), lo que acotaba de modo drástico el análisis sobre la objetividad moral. La discusión contemporánea es mucho más rica y diversa, abarcando cuestiones no sólo de significado sino también metafísicas, epistemológicas, fenomenológicas, y de psicología moral (Miller, A., 2013, Sayre-McCord, G., 2014).
El derecho como práctica social también parece presuponer un alto grado de objetividad. Cuando los jueces resuelven los casos suponemos que lo hacen conforme a un cierto conjunto de razones “jurídicas”, que pueden identificarse en función de criterios intersubjetivos y que arrojan resultados que –al menos en la generalidad de los casos– deberían estar previamente determinados, de modo tal que se pueda hablar con sentido de soluciones correctas e incorrectas. La propia necesidad de parámetros para la crítica racional de las decisiones judiciales y afirmaciones dogmáticas lleva a presuponer que hay alguna forma objetiva de evaluar cuál es la mejor opinión sobre una cuestión jurídica.
El vínculo entre los requerimientos de objetividad moral y jurídica aparece tan complejo como inevitable. Tanto en el discurso ordinario, como en los contextos institucionales relevantes (el Parlamento, el Foro, la Academia) solemos tomar al derecho como diferente (o diferenciable) de la moral pero, al mismo tiempo, le atribuimos una condición normativa, es decir, lo consideramos creador de derechos y obligaciones; suministrador y justificador de razones específicas para la acción. Esto resulta en apariencia paradójico: ¿si la moral es el discurso sobre lo qué debe hacerse, cómo es que el derecho podría proporcionar respuestas autónomas a esa clase de cuestiones? Surgen, por tanto, las siguientes interrogantes teóricas: ¿Existe una clase de razones jurídicas normativas, diferente (o diferenciable) de la clase de las razones morales? ¿Puede afirmarse la objetividad del derecho prescindiendo al mismo tiempo de dar respuesta al problema de la objetividad moral?
Y, también, una pregunta metateórica: ¿Puede considerarse a la teoría del derecho una disciplina filosófica autónoma respecto de la filosofía moral?

La discusión contemporánea sobre la objetividad moral

¿Pueden los juicios morales ser considerados correctos o incorrectos? ¿Hay verdades morales? ¿Si es que las hay, cómo se justifican y cómo se accede a ellas? La principal división en la metaética es entre cognitivistas, que afirman que nuestros juicios morales expresan creencias (del mismo tipo que las del discurso científico) susceptibles de verdad o falsedad, y no-cognitivistas, que afirman que dichos juicios expresan estados de conciencia diferentes a la creencia. Dentro del cognitivismo existen diversas versiones como el no-naturalismo, que afirma que las propiedades morales no son idénticas o reducibles a propiedades naturales y el naturalismo, que afirma que las propiedades que hacen a una acción moralmente valiosa son estados de cosas del tipo de los que pueden ser estudiados por las ciencias naturales y la psicología. Dentro del no-cognitivismo, a su vez, existen diversas versiones como el emotivismo, el cuasi-realismo y el expresivismo de normas (Miller, A., 2013).
Hasta mediados de la década de 1970, todos los cognitivistas asumían alguna forma de realismo moral, es decir, aceptaban la existencia de “propiedades” o “hechos morales” (naturales o no) que determinaban la verdad o falsedad de las proposiciones morales. Entonces, L. Mackie mostró que era posible separar conceptualmente el cognitivismo del realismo moral, al sostener que nuestros juicios morales expresan creencias, pero éstas son irremediablemente falsas, pues no existen los hechos que el lenguaje moral presupone y que podrían ser aptos para verificarlas. Por eso la teoría antirrealista de Mackie se denomina “teoría del error”, en tanto su conclusión es que nuestro lenguaje moral es cognitivo (expresa creencias) pero está sistemáticamente equivocado (Mackie, L., 1977), lo que abre camino al “ficcionalismo”, que sostiene que hay que entender a la moral como un mito o un relato análogo a la ficción literaria (Joyce, R., 2001).
A partir de Mackie, la discusión sobre la objetividad de la moral se centró menos en cuestiones lingüísticas de significado estricto (a lo que prácticamente se había reducido hasta entonces) para pasar a abordar directamente problemas metafísicos y epistemológicos. Así surgieron, entre otras, nuevas teorías proyectivistas que atacaban el cognitivismo de la teoría del error (Gibbard, A., 1990); intentos de reformular el realismo para superar las objeciones de Mackie –basadas en lo “extraños”
que resultan los supuestos “hechos morales” si los comparamos con los hechos del mundo físico– (Shafer-Landeau, R., 2003, Smith, M., 1994), y de recuperar la idea de verdad moral en términos no realistas, como el constructivismo, según el cual puede hablarse de verdad moral pero ésta no deriva de la existencia de “hechos morales”, sino del propio punto de vista práctico o de algún tipo de procedimiento ideal de razonamiento (Korsgaard, C., 1996, Street, S., 2010).

El paradigma positivista: la evitación del problema y el escepticismo sobre la objetividad moral

Existen diversas formas de caracterizar al positivismo jurídico y también numerosos mitos que se disfrazan como caracterizaciones. Por ejemplo, la atribución a los positivistas de tesis absurdas como la necesidad de una interpretación exclusivamente textual de las normas jurídicas o de que no existe conexión necesaria alguna entre el derecho y la moral (Gardner, J., 2012).
En su presentación más simple, puede entenderse al positivismo jurídico a partir de la tesis según la cual la existencia y el contenido del derecho dependen exclusivamentede hechos sociales y no de consideraciones acerca de su mérito moral. El derecho es una construcción social que depende de que, en circunstancias concretas de tiempo y lugar, determinados estándares de conducta sean tomados como autoritativos por las personas relevantes. Esa tesis no implica que la moral carezca de importancia, constituya un sinsentido o que sus pretensiones sean ininteligibles (Green, L., 2003) o, inclusive, que no existan fines morales socialmente inobjetables de cuya realización el derecho es condición necesaria (Hart, H. L. A., 2012).
Conviene diferencias dos posturas metodológicas que ha asumido históricamente el positivismo jurídico y que con frecuencia se confunden. La primera es lo que podría denominarse “método de evitación” o “agnosticismo moral”. Se trata de la tesis según la cual la naturaleza (condiciones de existencia, identificación y normatividad) del derecho puede explicarse o describirse sin ingresar al debate sobre la objetividad moral. La segunda es el escepticismo moral, lo que significa asumir una posición sustantiva negativa sobre la objetividad moral (no cognitivismo, subjetivismo, relativismo, expresivismo, teoría del error, ficcionalismo, etc).
Los críticos del positivismo jurídico tienden a tomar a la segunda postura como típica de la tradición positivista (Atienza, M. y Ruiz Manero, J., 2006) y algunos positivistas contemporáneos también aceptan esa identificación. Quizás el caso más evidente es Bulygin (1987) que considera al escepticismo como una característica definitoria del positivismo jurídico, asumiendo la distinción tajante entre proposiciones prescriptivas y descriptivas, junto con la “tesis no cognocitivista de las normas” (jurídicas y morales), que no constituyen entidades del tipo de las que podemos considerar verdaderas ni falsas. Desde esta visión, el positivismo jurídico es contradictorio no sólo con cualquier variante del iusnaturalismo, sino también con cualquier teoría que afirme que hay genuino conocimiento moral. Es interesante la conclusión que Bulygin extrae del escepticismo moral como nota constitutiva del positivismo jurídico: la necesidad de que la teoría del derecho se ocupe exclusivamente de lo que denomina “validez jurídica” o “aplicabilidad” y abandone por completo la cuestión de la normatividad, es decir, renuncie a la pretensión de pronunciarse sobre si el derecho es realmente obligatorio o si proporciona razones concluyentes para la acción (Bulygin, E., 2008)
La postura “evitacionista” o “agnóstica” parece, sin embargo, más cercana a los propósitos instrumentalistas que ha asumido el discurso positivismo desde sus orígenes. Al concebir al derecho como una mera construcción social, cuya validez es independiente de los requisitos sustantivos de alguna moral particular, se pone énfasis en su condición de instrumento al servicio de diferentes propósitos sociales, especialmente los reformistas y se insiste en que esa función puede ser cumplida en en un contexto de diversidad de valores y desacuerdo moral. Concebido como un intento de explicar la validez y la normatividad del derecho sin pronunciarse sobre el problema de la objetividad de los valores, el positivismo no resulta teóricamente incompatible ni con la teoría del derecho natural –al menos no con la “tradición clásica” aristotélico-tomista (Finnis, J., 2011) ni con las posturas cognitivistas en metaética (Green, L., 2013, Marmor, A., 2001).
Siendo la tesis característica del positivismo jurídico en apariencia tan clara, a poco que se reflexione sobre ella resulta, sin embargo, problemática. Si hay algo a lo que denominamos “derecho” es antes que nada a una práctica social, que tiene un vínculo esencial con la acción humana. El sentido del derecho es guíar conductas y si no es capaz de hacerlo, entonces no podemos entender siquiera lo que significa. ¿Pero cómo es esto posible en el marco de la fórmula positivista moralmente neutra? Que exista en el mundo social un cierto hecho –la sanción de una ley, el dictado de una sentencia, la constatación de una costumbre– no da, por sí, razón para acción humana alguna. Parece evidente que el positivismo no puede detenerse en afirmar la tesis descriptiva sobre la diferencia entre la existencia del derecho y sus méritos morales, sino que tiene que mostrar cómo es posible la normatividad de éste sin acudir a ningún criterio de mérito moral. En otros términos, ¿cómo es posible conectar al hecho –constatable o verificable empíricamente pero en sí mismo “neutro” acerca de la posibilidad de que un agente cualquiera deba hacer tal o cual cosa–con la norma que, como estándar de conducta, pretende decirme con autoridad lo que tengo que hacer o lo que –si reconozco las razones relevantes– debería hacer.
De modo que hechos sociales y normatividad aparecen ligados desde la constitución del paradigma positivista, dando lugar a un dilema que ha sido caracterizado por Scott Shapiro como el la “posibilidad del derecho”. Por un lado, resulta obvio que, en algún punto de la historia, surgieron las instituciones que caracterizan lo que denominamos un “orden jurídico”, a las que atribuimos el poder de crear obligaciones, y que en las sociedades complejas tales instituciones son inevitables, en cuanto hacen posible la propia existencia de la civilización. Por otro lado, cuando se pretende dar cuenta de su normatividad, la pregunta acerca de cómoes posible que surja el derecho parece conceptualmente insoluble. Para que existan normas jurídicas es necesario que alguien tenga el poder de dictar estándares obligatorios de conducta, aplicables a las personas que integran una comunidad. Empero, para que eso sea posible, se necesita alguna norma previa que atribuya ese poder a una persona o grupo (Shapiro, S., 2011).
Es por eso que el paradigma positivista puede ser ubicado a partir de diversas historias conjeturales sobre el surgimiento del derecho, que a lo largo del siglo XX se fueron haciendo cada vez sofisticadas, hasta que resultó evidente que la normatividad jurídica no podía considerarse autónoma de la moral en ningún sentido interesante.
Una solución al problema de la normatividad planteada por diversos autores positivistas fue centrarse en el derecho como institución coercitiva, lo que resulta uno de sus rasgos perennes. Esa fue la solución de Hobbes, Bentham y Austin, y en cierto modo de Kelsen. Los positivistas del siglo XX, al menos claramente desde Hart en adelante, suelen rechazar esa caracterización, afirmando que la coerción no es una nota conceptual esencial del derecho ni tampoco una de sus funciones necesarias (Marmor, A., 2011).
Aunque la tradición positivista de caracterización de lo normativo desde la autoridad de facto tiene antecedentes controversiales, es Hobbes quien plantea el punto en los términos más claros y extremos. Para Hobbes, la autoridad de facto es constitutiva no sólo del derecho sino también de la propia moral. La moral no existe en el estado de naturaleza, donde los individuos siguen su autointerés y, al abordar sus objetivos, adolecen de problemas fundamentales de coordinación que sólo una autoridad superior y absoluta puede remediar. Ante el riesgo de una vida breve y brutal, la propia razón (ley natural) obliga a las personas a someterse a cualquiera capaz de mantener el orden, aun cuando ejerza el poder como el más despótico tirano.
El caso de Hobbes muestra cómo, aun en una caracterización extrema del derecho, la moral juega un papel relevante, pero esta circunstancia pasa inadvertida por el carácter de puro artificio que dicho autor le atribuye. El soberano hobbesiano es una autoridad jurídica porque (lógicamente) es antes una autoridad moral. Su justificación es moral: el autointerés de los sujetos racionales, que pretenden preservar aquellos bienes que les importan, requiere la construcción colectiva de la moralidad para evitar los problemas que plantean las acciones de todos sin reglas comunes. El derecho hobbesiano no puede ser identificado a partir de criterios de contenido morales porque estos no existen con independencia de los mandatos de autoridad soberana que las instituciones hacen posibles y que crean una moral colectiva (Hobbes, T., 2010).
El desafío de construir un sistema normativo a partir de premisas puramente descriptivas –referidas a la constatación de los hechos sociales relevantes– expone al positivismo jurídico al problema de la Ley de Hume, según la cual de premisas puramente descriptivas no pueden derivarse conclusiones valorativas. A lo largo del siglo XX se plantean distintas respuestas a este problema y la forma en que caracterizan la moral se vincula directamente con el modo en que encuentran la normatividad en los hechos sociales constitutivos del derecho: a mayor confianza en que es posible una explicación puramente fáctica de las razones que da el derecho para hacer obligatoria la conducta, menor es la atención que se presta a la moral o más rudimentaria es la respuesta al problema de su objetividad.
Una forma simple de dar cuenta de la normatividad jurídica prescindiendo por completo de la moral es la concepción, derivada de Bentham, que plantea Austin (1995) del derecho como conjunto de mandatos generales emitidos por un soberano, obedecidos por hábito y respaldados por amenazas. Este planteo tiene múltiples carencias explicativas pero una destacable es su incapacidad para dar cuenta de la existencia de una postura ante el derecho que podemos catalogar como la del “buen ciudadano”. Algunas personas se comprometen con la existencia de un derecho moral del soberano a gobernar y piensan que las normas jurídicas generan obligaciones que estaría moralmente mal desobedecer y no meramente la necesidad de actuar para evitar ser afectados por un mal que quien detenta el poder está en condiciones de producir (Shapiro, S., 2011, 77).
La teoría pura del derecho de Kelsen constituye un intento de resolver el problema a través de la presuposiciónde la normatividad del derecho, de acuerdo con un argumento de forma trascendental: para explicar por qué el derecho obliga necesitamos, en última instancia, suponer una norma hipotética fundante cuyo contenido es un mandato de obediencia al sistema. La norma hipotética fundante pretende dar cuenta de que hay deberes jurídicos objetivos (que pueden identificarse a partir de las fuentes sociales) aunque no haya una moral objetiva o absoluta. Kelsen afirma que “el derecho, según su esencia, es moral” (Kelsen, H., 2011, 115) lo que debe interpretarse en términos relativistas: al identificar como debidas algunas conductas humanas, el derecho cumple un propósito al servicio de cualquier moral posible y por tanto realiza incondicionalmente un valor moral formal, pero no está al servicio necesario de ningún valor moral sustantivo.
A partir de Hart, el programa positivista se vuelve mucho más sofisticado en su manera de entender la moral. En la historia conjetural de The Concept of Law, centrada en la perspectiva del participante y el papel de las reglas en la dirección de la conducta humana, el derecho es imposible de diferenciar de la moral hasta cierto estadio de evolución de los sistemas jurídicos, caracterizados por la introducción de las reglas secundarias. Por otra parte, Hart –en marcada diferencia con Kelsen–refiere a un conjunto de valores morales sustantivos a los que el derecho positivo tiene que servir y a los que denomina “contenido mínimo del derecho natural”, aunque hubiera sido más adecuada (pero más problemática para el programa positivista) la denominación “contenido mínimo del derecho positivo” (Finnis, J., 2011)
La apertura de Hart (en su respuesta a Dworkin) a dejar de lado la tesis social de las fuentes en su versión “fuerte”, y a aceptar criterios morales sustantivos para la identificación de la existencia y contenido del derecho (Hart, H. L. A., 2012), lo ubica en una postura teórica (el positivismo “suave” o “inclusivo”) que ya no parece estar en condiciones –aunque esta sea la intención de Hart–de prescindir del involucramiento en los problemas que plantea la objetividad moral. Si entendemos, por ejemplo, que cuando una disposición como el art. 72 de la Constitución uruguaya establece que hay que entender incluidos en la Constitución todos los derechos inherentes a la persona humana, constituye una diferencia jurídica crucial que haya una respuesta moral objetiva a la pregunta sobre cuáles son los derechos de la persona humana, para saber lo que efectivamente se está incorporando 2.

El estado actual de la teoría: la vuelta del problema moral

La pretensión positivista de explicar la normatividad exclusivamente a partir de hechos sociales presenta algunas dificultades conceptuales que se hacen evidentes cuando se advierte una llamativa convergencia entre programas de investigación habitualmente percibidos como opuestos. La idea de una normatividad específicamente jurídica presupone que hay un punto de vista jurídico desde el cual evaluar las acciones humanas y las decisiones sobre qué hacer, que resulta diferente –o conceptualmente diferenciable– del punto de vista moral. Esta idea – que no sostenía Hobbes, aunque sí Austin y Kelsen, y probablemente Hart– resulta para Raz, Dworkin y Finnis (los autores más relevantes de la teoría del derecho al inicio del siglo XXI) falsa.
Raz sustenta la tesis de que el punto de vista jurídico está incluido en el punto de vista moral y ella opera como premisa de su versión fuerte de la tesis de las fuentes sociales: sólo una autoridad que pretenda ser legítima para proporcionar un criterio de actuación a un sujeto dotado de autonomía moral, destinado a reemplazar el propio criterio de éste, puede conceptualmente ser considerada derecho. No hay, de acuerdo con Raz, un punto moral y un punto de vista jurídico, sino que la división fundamental es entre el punto de vista moral y el punto de vista del autointerés. La moral es mucho más vasta y constitutiva de la condición humana que el derecho. El punto de vista jurídico sólo es inteligible, por tanto, formando parte del punto de vista moral y las razones jurídicas son necesariamente razones morales, caracterizadas por rasgos que sólo surgen institucionalmente y que hacen posibles ciertos fines que se identifican según la moral (como por ejemplo, la vida en civilización bajo ciertas condiciones que hacen posibles la autonomía personal y la libertad de todos). (Raz, J., 2009 b).
La identificación por las fuentes sociales es, para Raz, un requerimiento conceptual del derecho que surge a partir de la necesidad de que, para prestar un servicio al obligado por sus normas, deba ser entendido como pretendiendo autoridad legítima. Aunque la pretensión de legitimidad del derecho como autoridad de facto es una cuestión conceptual, la legitimidad efectiva del derecho, su real justificación normativa, es una pregunta abierta, que requiere una respuesta moral. La autoridad jurídica es instrumental y, aunque la identificación de los cursos de acción que ordena es formal, las razones para su aceptación son necesariamente sustanciales. Aunque el derecho debe ser comprendido como proporcionándome un criterio para actuar –aun contra mi propio criterio– el hecho de que lo acepte o no depende de que seguirlo sea la mejor vía para cumplir con las razones que ya se me aplicaban, de acuerdo con alguna idea de lo bueno, correcto o valioso.
Como es fácil de apreciar, la visión de Raz que considera al derecho como incluido en la moral es francamente contraria a la imagen del positivismo comprometido con el escepticismo ético o con el mito de la indiferencia de la tradición hacia el discurso moral. De hecho, muchas críticas reiteradas se basan en atribuciones erróneas de estas ideas, al punto que ni siquiera tiene sentido una defensa del positivismo qua positivismo. Raz es explícito sobre esto cuando contesta el denominado “argumento de la injusticia”, según el cual la injusticia extrema socava por completo la validez jurídica, planteado en sus términos originales por Radbruch y reformulado por Alexy (1994). Este argumento no funciona porque, en los términos en que Raz ubica la normatividad jurídica, el hecho de que algún estándar de conducta pueda ser reconocido como derecho de las fuentes sociales no implica ninguna obligatoriedad (ni siquiera prima facie) moral de obedecerlo, la que sólo puede surgir como resultado de un razonamiento moral autónomo del agente al que va dirigido el estándar. El positivismo normativo no se conecta conceptualmente con la obligatoriedad moral de obedecer al derecho que, en definitiva es, desde el punto de vista del razonamiento práctico, lo que realmente importa. Al mostrar lo inexacto de la crítica central no positivista, Raz advierte que la etiqueta “positivismo” ha dejado de ser una categoría iluminadora para la discusión sobre la naturaleza del derecho y sus relaciones con la moral, y debería ser abandonada para dar paso directo a la discusión de las tesis de cada autor (Raz, J., 2009 a).
La coincidencia en este punto del antipositivista Dworkin con Raz puede parecer sorprendente. Como criterio general de interpretación, hay que advertir que las posturas de Dworkin son complejas, han ido variando con el correr del tiempo y – según el propio actor, que acepta haber dado pie a lecturas erróneas– es frecuentemente malinterpretado 3. Sin embargo, el último Dworkin es muy claro en afirmar “el derecho como moral” y sostener que es equivocada la pintura tradicional –que atribuye a casi todos los filósofos del derecho, incluido él mismo– según la cual la moral y el derecho describen “diferentes colecciones de normas”. La forma canónica de confrontar el problema entre ambos tipos de normas sería preguntar “¿Cómo estas diferentes colecciones de normas se conectan?” El positivismo, tal como lo concibe Dworkin, declara la completa independencia de los dos sistemas. El interpretativismo (la doctrina que dicho autor defendió en Law’s Empire) niega que exista una completa independencia entre ambos sistemas y por eso afirma que los jueces no están obligados al decidir los casos jurídicos únicamentepor las reglas que provienen de las fuentes sociales sino también por los principios que constituyen la mejor justificación de esas prácticas. Pero el interpretativismo dworkiniano original parte del mismo error en que, según Dworkin, había incurrido el positivismo: considerar a la moral y el derecho como órdenes separados y a partir de ese supuesto explorar sus posibilidades de intercomunicación.
La pintura tradicional debe ser reemplazada por otra que considere al derecho y la moral como formando parte de un único sistema donde, por tanto, no tiene sentido hablar de “comunicación” entre ambos. El derecho forma parte de la moral política y el problema consiste en cómo distinguirlo dentro de ella. La respuesta, para Dworkin, se centra también en el fenómeno de la institucionalización. Las comunidades construyen una cierta moral institucional que gobierna el uso de la autoridad coercitiva y da origen a los “derechos jurídicos”. Se trata de una moral dinámica que se transforma según los diferentes pronunciamientos institucionales en que se expresa. Cada vez que se plantean problemas para determinar el contenido de esta moral emergen dos cuestiones, que dan cuenta de la distinción tradicional positivista entre lo que “el derecho es” y lo que “el derecho debe ser”: ¿Cuáles son las condiciones actuales para el uso de la autoridad coercitiva dentro de la comunidad dada su distintiva historia? ¿Qué condiciones hubiera producido una mejor historia comunitaria (por ejemplo, una donde, en algunas ocasiones, se hubiera respondido mejor por parte de sus instituciones relevantes, la pregunta anterior?) (Dworkin, R., 2011).
Por su parte, John Finnis, el gran revitalizador contemporáneo de la teoría del derecho natural, plantea también la necesidad de modificar la visión del derecho y la moral como órdenes regulatorios de la conducta separados. Para Finnis el derecho es necesario porque hay ciertos bienes humanos objetivos, que sólo pueden ser asegurados a través de la ley humana, y requerimientos de la razón práctica que sólo las instituciones pueden satisfacer. En la medida que satisfacen esos bienes, las instituciones jurídicas están justificadas y cuando no lo hacen son defectuosas, en distinto grado, hasta el punto que pueden llegar a carecer por completo de justificación.
En esta pintura, la teoría del derecho natural no sólo no desconoce la idea de validez jurídica (derivada de las fuentes sociales) sino que se compromete con la necesidad de identificar al derecho por criterios fácticos (algo imprescindible, no sólo para cumpla su papel al servicio de los bienes humanos básicos sino también para que sepamos cuando no lo hace y podamos determinar el alcance de nuestra obligación de obedecerlo). Para Finnis, al igual que para el positivismo hartiano, la teoría del derecho es descriptiva, sólo que lo que describe es el ejercicio institucional de la razón práctica y lo que cuenta como derecho para el propósito de esa descripción no puede limitarse a las prescripciones autoritativas que derivan de las normas dictadas por la autoridad humana sino también a las razones para la acción que surgen de la necesidad de alcanzar los bienes humanos básicos y que son las que legitiman (o permiten cuestionar la legitimidad de) dichas normas.
Aquí tampoco hay incompatibilidad básica con el positivismo, entendido como la tesis que diferencia lo que el derecho es de lo que el derecho debe ser (por el contrario, Finnis reivindica a Aquino como uno de los primeros en articular con claridad esta distinción). Para la teoría del derecho natural el positivismo no es falso sino insuficiente; su error fundamental sería, más que teórico, metateórico: asumir un ámbito muy estrecho para la teoría del derecho, donde se podría evitar discutir sobre la objetividad de la moral (o aceptar el escepticismo moral como requisito metodológico), trasladando ese problema a la filosofía moral, y sobre el problema de la obligatoriedad moral del derecho, dejándolo para la filosofía política (Finnis, J., 2011).
Vemos que, más allá de las etiquetas habituales (positivismo, antipositivismo, jusnaturalismo), estos autores comparten cuatro ideas centrales: I) el enfoque normativo del derecho sólo tiene sentido si éste se analiza como parte de la moral; II) las razones jurídicas son un cierto tipo de razones morales que se identifican en contextos institucionales; III) existe una continuidad de propósitos entre la filosofía moral (incluyendo la filosofía política) y la teoría del derecho; IV) el problema de la objetividad de los valores resulta relevante para la normatividad del derecho.
Virtualmente la totalidad de los enfoques normativos contemporáneos que se presentan dentro de las categorías tradicionales (el positivismo y sus oponentes) plantean la relevancia de la moral para la identificación, obligatoriedad o justificación del derecho, desde distintos abordajes que plantean la necesidad de incorporar el problema de la objetividad de los valores y que excluyen la posibilidad de que la teoría jurídica asuma el escepticismo o el “agnosticismo” moral. El positivismo inclusivo atribuye un papel (inevitable en los sistemas jurídicos existentes) al razonamiento moral sustantivo en la identificación del derecho (Kramer, M., 2009, Shapiro, S., 2009), el no positivismo asume como necesaria para el derecho, la perspectiva del participante que se pregunta cuál es la respuesta (moralmente) correcta a una cuestión jurídica (Alexy, R., 1994); el post-positivismo centra su atención en el fenómeno de la indeterminación del derecho y en la necesidad de un enfoque explícitamente moral como respuesta (Calsamiglia, A., 1998) y, específicamente, en los modos como los Estados constitucionales contemporáneos se comprometen con determinados estándares morales (Atienza, M. y Ruiz Manero, J., 2006).
Otros autores han abandonado las categorías tradicionales (ligadas al positivismo y su crítica) para construir teorías normativas novedosas, que se enfocan en la necesidad del derecho para el cumplimiento de propósitos morales como la planificación del resultado de las acciones humanas (Shapiro, S., 2011), la creación de derechos morales (Darwall, S., 2013) o la continua rearticulación de las demandas cambiantes de la moralidad y la prudencia (Delacroix, S., 2011).

Conclusión: la relevancia del problema de la objetividad moral para la teoría y la práctica del derecho

Como queda de manifiesto, al abordar el estado actual de la teoría jurídica, la objetividad de los valores morales ha pasado a ser un problema conectado necesariamente con la comprensión normativa del derecho: no se puede elaborar una concepción interesante del derecho sin responder qué lugar ocupa dentro de la moral, lo que presupone una concepción de la objetividad moral. Lo que, a su vez, obliga a replantearse el problema de la autonomía y los límites de la teoría del derecho, que parece imposible si se la concibe como un proyecto puramente descriptivo, entendiendo “descripción” como una tarea completamente desligada de la valoración, (Dickson, J., 2001) y de las discusiones de filosofía moral y política sobre la objetividad de los valores que invocamos para justificar nuestras acciones en las sociedades pluralistas contemporáneas.
Pero otro aspecto relevante que implica el colapso de la dicotomía derechomoral, es la necesidad de incorporar la discusión filosófica sobre la objetividad moral a la comprensión teórica y la autocomprensión (la conciencia efectiva de los propios actores jurídicos del alcance y los presupuestos de su discurso) de la práctica jurídica. La moral se asume como parte del derecho cada vez más en las leyes y actos administrativos; en los pactos internacionales que se reconocen como fuente de derecho con jerarquía superior a las leyes nacionales (Blengio, M.,2011); en las sentencias judiciales, donde los jueces invocan principios morales para interpretar, desaplicar o aun desconocer el derecho de las fuentes sociales (Zagrebelsky, G., 2011); en la dogmática contemporánea que, bajo una marcada influencia del neoconstitucionalismo, arriba a soluciones fundadas directamente en la Constitución, a la que suele interpretarse como reflejando o constituyendo un cierto orden moral objetivo, que determina, a su vez, criterios jurídicos también presuntamente objetivos que limitan severamente la discrecionalidad judicial (para una interpretación canónica en este sentido ver Risso, M., 2006)4.
En todos estos ámbitos los principios morales se suelen asumir como objetivos (de un modo que podríamos llamar naif) pero sin que la cuestión de su objetividad se tematice siquiera. Si se tienen en cuenta los problemas teóricos antes mencionados, que plantea la existencia de una verdad moral, cuando lo que es evidente es un amplio desacuerdo sobre las cuestiones de valor fundamentales, cualquier invocación práctico jurídica de la moral debería estar precedida de una concepción filosófica sobre la objetividad moral que justifique que dicha invocación no sea mera retórica o el puro disfraz de las preferencias valorativas personales de una autoridad (legislador, administrador, juez, organismo internacional) que impone sus propios criterios éticos como si fueran “la moral”.

Referencias

Alexy, R. (1994). El concepto y la validez del derecho. Barcelona: Gedisa.

Atienza, M. y Ruiz Manero, J. (2006). Dejemos atrás el positivismo jurídico. En Ramos Pascua, J.A. y Rodilla González, M.A. El positivismo jurídico a exámen. Estudios en homenaje a José Salgado Pintos (765-780). Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.

Austin, J. (1995). [1832]. The Province of Jurisprudence Determined. Cambridge: Cambridge University Press.

Bulygin, E. (1987). Sobre el estatus ontológico de los derechos humanos.Doxa 4, 79-84.

Bulygin, E. (2008). ¿Está parte de la filosofía del Derecho basada en un error? Doxa 27, 15-26.

Blengio, M. (2011). Los tratados de derechos humanos y su proyección en el ordenamiento uruguayo. En Estudios Constitucionales en honor a Hector Gros Espiell(29-72). Montevideo: La Ley Uruguay.

Calsamiglia, A. (1998). Postpositivismo. Doxa 21-I., 209-220.

Darwall, S. (2013). Morality, Authority and Law. Essays in Second-Personal Ethics. Oxford: Oxford University Press.

Dickson, J. (2001). Evaluation and Legal Theory. Potland: Hart.

Delacroix, S. (2011). Making Law Bind: Legal Normativity as a Dinamic Concept. En Del Mar, M. (ed.). New Waves in Philosophy of Law (147-160). New York: Palgrave Macmillan.

Dworkin, R. (1986) Law’s Empire. Cambridge: Belknap Press.

Dworkin, R. (2011). Justice for Hedgehogs. Cambridge: Belknap Press.

Finnis, J. (2011). Natural Law and Natural Rights (2º ed.). New York: Oxford University Press.

Finnis, A. (1990). Wise Choices, Apt Fellings: A Theory of Normative Judgement. Cambridge: Harvard University Press.

Guastini, R. (2012). Juristenrecht. Inventando derechos, obligaciones y poderes. En Ferrer Beltran, J., Moreso, J.J. y Papayanis, D. Neutralidad y teoría del derecho (206-222). Madrid: Marcial Pons.

Gardner, J. (2012). Law as a leap of faith. Oxford: Oxford University Press.

Green, L. (2009). Legal Positivism, The Stanford Encyclopedia of Philosophy Disponible en <http://plato.stanford.edu/archives/fall2009/entries/legal-positivism/>.

Hart, H. L. A. (2012). The Concept of Law (3º ed.). New York: Oxford University Press.

Hare, R. M. (1999). Ordenando la ética. Barcelona: Ariel.

Hobbes, T. Leviathan. (2010) [1651]. New Haven: Yale University Press.

Joyce, R. (2001). The Myth of Morality. Cambridge: Cambridge University Press.

Kelsen, H. (2011) Teoría pura del derecho. Buenos Aires: Colihue.

Korsgaard, C. (1996). The Sources of Normativity. Cambridge: Cambridge University Press.

Kramer, M. (2009). Moral Principles and Legal Validity. Ratio Juris,(22)1, 44-61.

Leiter, B. Naturalizing Jurisprudence. Essays on American Legal Realism and Legal Philosophy. New York: Oxford University Press.

Mackie, L. Inventing Right and Wrong. London: Pinguin Books.

Marmor, A. (2001). Positive Law and Objetive Values. New York: Oxford University Press.

Marmor, A. (2011). The Nature of Law.En Zalta, E. N. (ed.) The Stanford Encyclopedia of Philosophy. Disponible en <http://plato.stanford.edu/archives/win2011/entries/lawphil-nature/>

Miller, A. (2013). Contemporary Metaethics. An Introduction. Malden: Polity.

Moore, G.E. (1993) [1903]. Principia Ethica. Cambridge: Cambridge University Press.

Pettit, P. (2001). Embracing Objetivity in Ethics. En Leiter, B. (ed) Objetivity in Law and Morals. (234-286). Cambridge: Cambridge University Press.

Pintore, A. (2011). Derechos insaciables. En Pozzolo, S. (ed.). Neoconstitucionalismo, Derecho y derechos(215-247). Lima: Palestra.

Putnam, H. (2002). The Collapse of the Fact/Value Dichotomy and other essays. Cambridge: Harvard University Press.

Raz, J. (2001). Notes on Value and Objetivity. En Leiter, B. (ed.) Objetivity in Law and Morals(194-233). Cambridge: Cambridge University Press.

Raz, J.(2009a). The Authority of Law(2º ed.). New York: Oxford University Press.

Raz, J. (2009b). Between Authority and Interpretation. New York: Oxford University Press.

Risso Ferrand, M. (2006). Derecho Constitucional (2º ed.). Montevideo: FCU.

Sayre-McCord, G. (2014). Metaethics. En Zalta E. N. (ed.)The Stanford Encyclopedia of Philosophy. Disponible en <http://plato.stanford.edu/archives/sum2014/entries/metaethics/>

Shafer Landeau, R. (2003). Moral Realism: A Defence. Oxford: Oxford University Press.

Shapiro, S. (2009). Was Inclusive Legal Positivism Founded on a Mistake. Ratio Juris, (22)3, 326-338.

Shapiro, S. (2011) Legality. Cambridge: Belknap Press.

Smith, M. (1994).The Moral Problem. Oxford: Blackwell.

Street, S. (2010). What is Constructivism in Ethics and Metaethics?. Philosophy Compass, 5, 363-84.

Zagreblesky, G. (2011) El derecho ductil. Ley, derechos, justicia. Madrid: Trotta.

1  La teoría del derecho es una provincia de límites difusos e inestables, pues es muy difícil pensar en la relevancia de lo jurídico sin conectarlo con algún propósito ulterior. Hay en realidad muchas teorías del derecho, quizás tantas como autores puedan mencionarse y cualquier intento de clasificación es en sí mismo una controversia teórica. Pero, para los fines de este trabajo, me parece suficiente una distinción simple y tripartita. Por un lado, existe una teoría del derecho “para juristas”, cuyo propósito es proporcionar herramientas para mejorar la calidad del razonamiento jurídico, la dogmática y la decisión judicial. Este tipo de teoría se dedica principalmente a cuestiones lingüísticas, de argumentación, interpretación y análisis lógico. Otra clase de teoría es la que, en una generalización muy gruesa, puede denominarse “crítica” y que aborda al fenómeno jurídico desde la afirmación de su conexión con determinados intereses (políticos, institucionales, raciales, de género, etc.), cuestionando la idea de “neutralidad” del derecho y, muchas veces, propugnando que las decisiones judiciales atiendan a alguna agenda de justicia sustantiva (derechos humanos, derechos sociales, medio ambiente, justicia distributiva). Finalmente, hay una teoría que podría denominar específicamente “filosófica” (conceptual, descriptiva y normativa) y cuyo objeto es el análisis de la naturaleza del derecho como práctica social, centrándose en la explicación, delimitación y justificación del “punto de vista jurídico”, que incluye o pretende incluir una dimensión de normatividad. Los argumentos que aquí se desarrollan deben ser entendidos como referidos a esta última línea de investigación.

2 Prescindir por completo de la pregunta sobre la objetividad moral al analizar disposiciones jurídicas como esa nos lleva al siguiente dilema: o bien las tomamos como remitiendo a las posturas de la moral convencional sobre los principios que mencionan (y excluimos su genuina relevancia moral) o por el contrario las entendemos como la consagración absoluta de la discrecionalidad judicial fuerte. En la primera opción, todos los casos constitucionales estarían resueltos de antemano, según las opiniones morales prevalentes en la sociedad, y los jueces no tendrían ningún papel real en la protección de los derechos de los ciudadanos. Y si tomamos la segunda opción, ningún caso constitucional tendría una solución racionalmente discutible y todo quedaría librado a las preferencias injustificables del juez de la causa.

3 Por ejemplo, Dworkin afirma en su última obra (2011) que nunca quiso sugerir la existencia de dos entidades separadas, reglas y principios, lo que significa que la mala lectura que alentó dio lugar a una de las más monumentales confusiones filosóficas de todos los tiempos y a hijos nada deseados por el propio Dworkin como el positivismo inclusivo y algunas formas de no positivismo.

4 La tendencia de aceptar la posibilidad teórica y la deseabilidad de la obtención de soluciones jurídicas directamente de la moral, o de la Constitución entendida como estableciendo un orden moral, de donde surgirían “derechos” que no requieren normas de las fuentes sociales (ley, costumbre, sentencia) para considerarse ya establecidos, es cada vez más extendida e influyente, en particular en el ámbito latino. Existen, sin embargos, puntos de vista que cuestionan este fenómeno, por argumentos tanto conceptuales como prescriptivos. En el primer sentido, un ejemplo es la tesis de Guastini sobre la elaboración dogmática de normas implícitas, supuestamente derivadas de principios morales o constitucionales, como “legislación apócrifa” que inventa (parafraseando a Mackie) derechos (Guastini, 2012). En el segundo sentido, pueden mencionarse las críticas de Pintore a lo que considera la tendencia a hacer de los derechos constitucionales “un instrumento insaciable, devorador de la democracia, del espacio político y, a fin de cuentas, de la misma autonomía moral de la que los hacemos surgir” (Pintore, 2011, 215)