La norma consuetudinaria internacional y el consentimiento de los Estados
Customary
international ruleand the consent of the States
Rodrigo Díaz Inverso
Doctor
en Derecho y Ciencias Sociales por la Facultad de Derecho de la
Universidad de la República.
Maestrando en Derecho - Orientación Derecho Internacional
Público (Facultad de Derecho
de la Universidad de la República). Aspirante a Profesor
Adscripto en Derecho Administrativa (Facultad
de Derecho de la Universidad de la República)
rodrigodiazinverso@hotmail.com
Recepción:
17/03/2015
Aceptación:
11/04/2015
Resumen: El presente trabajo analiza la relación existente entre una de las principales fuentes del Derecho Internacional Público, la costumbre y el consentimiento de los Estados. En particular, se repasarán las dos grandes respuestas que los autores han intentado ensayar al respecto, agrupándose a los mismos entre los consensualistas y aquellos que niegan la necesidad de contar con el consentimiento del Estado al cual se pretende obligar mediante la norma consuetudinaria. Finalmente, se concluye adoptando la posición doctrinal según la cual la norma consuetudinaria internacional es únicamente obligatoria para aquellos Estados que, en forma expresa o tácita, la han consentido.
Palabras clave: fuentes del Derecho Internacional Público, costumbre, consentimiento de los estados
Abstract This paper analyzes the relationship between custom, one of the main sources of public international law, and the need of consent of the State to which the customary rule should apply. The two main answers that the authors gave in connection to that relationship are reviewed: on the one hand, the authors who require consent as a condition for enforceability of the customary law and, on the other hand, the authors who deny the need of such consent. We adopt the doctrinal opinion that international customary law is compulsory only for those States that had, expressly or tacitly, consented to it.
Keywords: sources of Public International Law, customary law, state’s consent
Introducción
A pesar de algunas
opiniones que vaticinaban la pérdida de protagonismo de la
costumbre en virtud del desarrollo del Derecho Internacional Público
de fuente convencional, la evolución de este ha demostrado que
la norma consuetudinaria mantiene plena vigencia. En efecto, grandes
sectores continúan rigiéndose, total o parcialmente,
por la costumbre: la responsabilidad internacional, la protección
diplomática, la sucesión de Estados, la nacionalidad,
entre otros.
Por ello, el estudio
de la norma consuetudinaria y de cuando resulta obligatoria para los
sujetos de Derecho Internacional mantiene absoluta actualidad.
A título
introductorio, y sin perjuicio de no existir unanimidad al respecto,
es posible sostener -con apoyo de la doctrina y jurisprudencia
mayoritaria- que la costumbre requiere para su configuración
de la existencia de dos elementos:
I) el elemento
material, a partir de la existencia de prácticas y actos
realizados por los Estados, en forma uniforme;
II) el elemento
psicológico (“opinio juris sive necesitatis”),
referido a la convicción acerca de la obligatoriedad jurídica
de la práctica.
Por su parte, el
artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia
(en adelante denominada la “CIJ” o la “Corte”),
en lo que a nosotros interesa dispone:
1. La Corte, cuya
función es decidir conforme al derecho internacional las
controversias que le sean sometidas, deberá aplicar: (…)
b. la costumbre internacional como prueba de una práctica
generalmente aceptada como derecho;
En base a este
artículo, debe diferenciarse la práctica de la norma
jurídica, en tanto, “la práctica es lo que ven
los ojos, es la conducta que se da en el mundo de los hechos, o si se
quiere, el sustrato de la norma que en ella se origina. La norma
consuetudinaria es entonces la que surge de una práctica
cuando esta es aceptada como derecho.” (Barboza, J., 2008, 93).
La idea sobre la
cual se construye el derecho consuetudinario es que debemos
conducirnos de la manera en que los miembros de nuestro grupo se
comportan habitualmente y desde hace un determinado período de
tiempo (Kelsen, H., 1965, 263).
A continuación,
analizaremos si resulta indispensable contar con el consentimiento
del Estado contra el cual se pretende hacer valer la norma
consuetudinaria o si, por el contario, la misma -cumplidas ciertas
condiciones- deviene obligatoria para todos los Estados, sin importar
su consentimiento.
Desarrollo
Las doctrinas del consentimiento
A grandes rasgos,
podemos sostener que dentro de esta posición se encuentran
aquellos autores que entienden que para que una norma consuetudinaria
de Derecho Internacional Público le sea oponible a un Estado,
es necesario que éste la haya aceptado como obligatoria
(expresa o tácitamente) o haya contribuido o participado en la
práctica que determinó su formación.
Existen diferencias
dentro de estas concepciones, por lo que las que pasaremos a exponer
en términos resumidos.
Por razones
metodológicas, dividiremos a este grupo de autores en dos
subgrupos: los consensualistas y los partidarios del acuerdo tácito.
Corresponde dejar constancia que las denominaciones suponen un
convencionalismo a efectos de brindarle mayor claridad al planteo;
sin embargo, en doctrina se podrán encontrar tantas
denominaciones como autores han escrito sobre el tema. A su vez, no
debe confundirse nuestro planteo con el uso de la expresión
“acuerdo tácito” en los denominados “autores
voluntaristas”, que la utilizan como fundamento del Derecho
Internacional.
Consensualistas
Los autores
consensualistas, al decir de Arbuet-Vignali, “exigen una
manifestación precisa y expresa del consentimiento de los
Estados: aquella que se manifiesta cuando ese Estado ha contribuido
con su práctica a configurar la regla consuetudinaria”
(Arbuet-Vignali, H., 2005, 186). No bastaría entonces el mero
silencio o aquiescencia de un Estado para poder oponerle la norma
consuetudinaria; es necesario acreditar que con sus actos y sus
prácticas internacionales ha respaldado la construcción
de la costumbre que se le quiere hacer cumplir; el Estado debe ser
partícipe activo del elemento material determinante.
Por ejemplo, si un
Estado “A” argumenta la existencia del derecho de paso
inocente en el mar territorial del Estado “B”, fundándose
en la obligatoriedad de una norma consuetudinaria que consagra tal
derecho (en el entendido de que entre ambos Estados no existe norma
convencional que consagre el derecho de paso inocente y sin
considerar si tal norma es o no de jus cogens), deberá
acreditar que el Estado “B” realizó actos que
contribuyeron a erigir a esa práctica como una regla
consuetudinaria; por ejemplo, que “B” ha ejercido el
derecho de paso inocente por el mar territorial de “A” o
incluso de un tercer Estado “C”. En caso contrario, “B”
no estaría obligado por dicha norma, pues no realizó
actos que llevaran a consolidar la práctica que da origen a la
costumbre.
Es esta, por
ejemplo, la posición de Oppenheim, quien identifica a las
fuentes del Derecho Internacional en: (i) los tratados (como
manifestación del consentimiento expreso de los Estados) y
(ii) la costumbre adoptada por los Estados al someterse a ciertas
reglas de comportamiento en su relacionamiento con los otros Estados
(apud Jiménez de Aréchaga, E., 2005, 187). Tanto
Oppenheim como Jiménez de Aréchaga (al comentar la
opinión de aquel autor), hablan de “consentimiento
tácito”. Sin embargo, como explica Arbuet-Vignali en la
actualización de la obra, hoy se utiliza para individualizar a
estas posiciones como “consentimiento expreso expresado a
través de los hechos”.
En posición
similar se encuentra Anzilotti, para quien la costumbre surgiría
de la voluntad de los Estados de obligarse recíprocamente a
tener un determinado comportamiento. Pero ese acuerdo se manifiesta
en hechos del Estado en el campo de las relaciones internacionales,
de los cuales se deduce la existencia del consentimiento (Anzilotti,
D., 1955, 71-76).
Acuerdo tácito
Estos autores, sin
abandonar la exigencia del consentimiento del Estado contra el cual
se invoca la regla consuetudinaria, establecen un requisito más
laxo que los autores antes referidos. En esta postura, se entiende
que la norma consuetudinaria podrá reputarse aceptada por un
Estado cuando:
a) el Estado
contribuyó con su práctica al nacimiento o
consolidación de la costumbre (“consentimiento expreso
de hecho”), la cual, como vimos, es la única hipótesis
de obligatoriedad para los consensualistas;
b) cuando el Estado,
estando en conocimiento de una determinada práctica por parte
de otros Estados que puede cristalizar en una costumbre jurídica,
expresamente se manifiesta a favor de la misma, aun cuando no realice
actos positivos que configuren la práctica;
c) cuando el Estado,
estando en conocimiento de una determinada práctica por parte
de otros Estados que puede cristalizar en una costumbre jurídica,
guarda silencio respecto a la misma, no pronunciándose ni a
favor ni en contra (“consentimiento tácito de hecho”).
Desde la doctrina
soviética, Tunkin hacía referencia al acuerdo tácito
para fundamentar la obligatoriedad de la norma consuetudinaria, en el
entendido de que la misma surge de ese acuerdo y sólo se podrá
aplicar a los Estados que forman parte de él, en tanto han
aceptado en su relacionamiento la aplicación de la costumbre
(Tunkin, G. I., 1961, 423).
Diez de Velasco
parece adoptar una tesis dentro de esta línea, a pesar de no
pronunciarse a texto expreso en este punto (Diez de Velasco, M.,
1988, 85 y ss.). Jiménez de Aréchaga, si bien rechaza
expresamente la idea del acuerdo tácito, lo hace en relación
a lo que hemos denominado anteriormente como “consensualistas”.
En efecto, como sostiene Arbuet-Vignali, la tesis del referido autor
nacional –analizada en su globalidad–parece estar más
próxima a la de este grupo de autores, que a la de los
negadores de la necesidad del consentimiento (Arbuet Vignali, H.,
1996, 39 a 41). En tal sentido, Jiménez de Aréchaga
utilizó la expresión “consenso firme” de
los Estados para referirse a la fuente del Derecho Internacional
consuetudinario, a partir de un análisis de la jurisprudencia
de la CIJ. Y más adelante, al analizar el punto de la
modificación y derogación de las normas
consuetudinarias, hace referencia al retiro del “asentimiento”
de unos o varios Estados, todo lo cual respaldaría la
interpretación de Arbuet-Vignali (Jiménez de Aréchaga,
E., 1979, 387).
En relación a
este vínculo entre norma consuetudinaria y consentimiento del
Estado no podemos dejar de citar a la antecesora de la CIJ en el
famoso “Caso del Lotus”, cuando afirmaba: “International
law governs relations between independent States. The rules of law
binding upon States therefore emanate from their own free will as
expressed in conventions or by usages generally accepted as
expressing principles of lawand established in order toregulate the
relations between these co-existing independent communities or with a
view tothe achievement ofcommon aims. Restrictions upon the
independence ofStates cannot therefore be presumed.” (Corte
Permanente de Justicia Internacional. Serie A. Nº 10. Caso del
Lotus. Pág. 18. Destacado nuestro).
Entre autores más
contemporáneos que adhieren a esta tesis podemos citar a Byers
(1999, 7), Andaluz (2005, 169) y Baker (2010, 176). También
Sánchez, quien categóricamente afirma que el “acuerdo
de voluntades está en el origen de los dos procedimientos más
importantes de creación de normas internacionales: los
tratados y la costumbre internacional”. (Sánchez, V. M.,
2010, 17).
Las doctrinas que niegan la necesidad del consentimiento.
Esta tesis puede
resumirse de la siguiente forma: cuando una determinada práctica
se realiza en forma uniforme y con la conciencia de su obligatoriedad
jurídica por la generalidad de los Estados, la misma deviene
obligatoria para todos los Estados que integran la comunidad
internacional, independientemente de su consentimiento o de si
participaron o no en la creación y consolidación de la
práctica.
Kelsen no comparte
lo doctrina del consentimiento, criticando fundamentalmente lo que
aquí hemos denominado “postura consensualista”.
Entiende que de aceptarse esa postura, debería probarse que
todos los Estados han participado con su conducta en la formación
de la costumbre, lo cual no sucede en ninguna de las instancias en
que el derecho internacional se aplica (Kelsen, H., 1965, 267). Y
pone como ejemplos dos ejemplos clásicos en la literatura que
se ocupa del tema: el Estado mediterráneo que adquiere una
salida al mar y el del nacimiento de un nuevo Estado.
Por su parte,
Verdross, criticando lo que denomina la doctrina del “pacto
tácito” sostiene que se ve refutada “por el hecho
de que los Estados invocan con frecuencia reglas que ellos mismos, o
el Estado del que exigen algo, no han practicado todavía.
Tampoco los tribunales arbitrales, al verse ante normas del derecho
consuetudinario, se han preguntado, por lo general, si las partes en
litigio las habrían observado ya; lo que, en cambio, les
interesaba era saber si la norma en cuestión se apoyaba en la
conciencia jurídica general y fue aplicada por los Estados que
hasta entonces estuvieron en situación de aplicarla. Aboga en
favor de esta doctrina el citado artículo 38, apartado b), del
Estatuto del TIJ, que a diferencia de lo que ocurre en el apartado
a), que exige de las normas contractuales que hayan sido reconocidas
expresamente por las partes, se limita, para las normas
consuetudinarias, a que haya una práctica general fundada en
la conciencia de su obligatoriedad (…). Por eso el DIP
consuetudinario vincula también los Estados que al surgir no
existían todavía” (Verdross, A., 1957, 119).
Hasta ahí la
opinión de Verdross puede considerarse en sí misma
coherente, independientemente de compartirla o no. Ahora bien, esta
argumentación parece perder fuerza cuando inmediatamente
agrega: “…si el nacimiento de una norma consuetudinaria
general no presupone que todos los Estados la hayan practicado, no
puede nacer un derecho consuetudinario general en contra de la
conciencia jurídica de un país civilizado.”
(Verdross, A., 1957, 119). En otras palabras, mientras por un lado
descarta la necesidad del consentimiento estatal, por el otro lado
afirma la imposibilidad de que nazca la norma consuetudinaria contra
la conciencia jurídica de un Estado, dando entrada a la teoría
del objetor persistente, y citando en su apoyo diversos fallos
internacionales, entre los cuales se encuentra el de las Aguas
Territoriales noruegas (Verdross, A., 1957, 119).
En este grupo,
también se encuentra el argentino Barboza, quien sostiene“que
el poder legislativo del derecho de gentes reside en la comunidad
internacional, pero que se trata de un poder difuso, por cuanto dicha
comunidad carece de órganos centrales que lo ejerciten.
Entendemos que, sin embargo, ciertos órganos son tácitamente
reconocidos por la comunidad entera como voceros: la Corte
Internacional de Justicia es uno de ellos, la Asamblea General de
Naciones Unidas es otro, acaso también la doctrina. (…)
Cuando la costumbre llega a esa etapa, los Estados que no
participaron en su formación la deben aceptar
obligatoriamente. Prueba de ello es lo sucedido con los Estados
surgidos de la descolonización, que debieron aceptar la
generalidad de las costumbres ya establecidas, aunque consiguieron la
revisión de algunas de ellas invocando razones importantes.
Esta aceptación no implica un consentimiento libremente
otorgado; acaso aquí exista la convicción entre los
nuevos obligados de que se está actuando de acuerdo con una
norma de derecho obligatoria, a través del sentimiento de que
se debe obedecer lo que acepta la generalidad de los Estados miembros
de la comunidad internacional.” (Barboza, J., 2008, 104).
Nótese que
este autor entonces refiere a cómo Estados que no participaron
en la formación de la costumbre, luego resultan obligados por
ella, contrariando así lo que sostenían los
consensualistas.
Petersen es otro de
los autores que acepta la posibilidad de que la norma consuetudinaria
obligue al Estado, independientemente de que haya prestado o no su
consentimiento. En especial, en áreas como la de los bienes
comunes (“common goods”) o de los valores éticos
(“ethical values”), en donde la oposición del
Estado es, a su criterio, prácticamente intrascendente
(Petersen, N., 2011, 1 a 16).
Nuestra opinión
Consideramos que
asiste razón a los autores que exigen el consentimiento del
Estado para que una norma de origen consuetudinario le sea oponible,
pero en su variante del “acuerdo tácito”, y no en
la de los consensualistas. Respecto a éstos últimos,
entendemos que su tesis lleva a la excesiva reducción del
ámbito de aplicación del Derecho Internacional
consuetudinario, en la medida en que habrá que probar en cada
caso que el Estado ha participado en la costumbre que se le intenta
imponer como obligatoria. Por otra parte, la práctica de la
CIJ y de los tribunales arbitrales no se encamina en ese sentido. En
este punto, compartimos las ideas de Kelsen y Verdross (transcriptas
más arriba) al criticar a los consensualistas.
Por tanto,
corresponde acotar el alcance que se le debe atribuir a la expresión
“consentimiento”. No se requiere que el Estado participe
activamente en la práctica que da lugar a la costumbre; basta
que exista un consentimiento expreso (de hecho o de derecho) o
tácito. Por ejemplo, una norma consuetudinaria en relación
al Derecho del Espacio Exterior, puede surgir de la práctica
de unos pocos Estados (los Estados Espacialistas) y contar con la
aquiescencia del resto (silencio e inactividad), quienes –si no
se oponen– quedarán obligados por ella, aunque no exista
por parte de estos Estados una práctica que contribuya
efectivamente a construir la norma consuetudinaria.
Analizaremos a
continuación los argumentos que consideramos respaldan nuestra
postura a favor del “acuerdo tácito”. Corresponde
advertir que el razonamiento que expondremos, en cuanto al
consentimiento del Estado que resulta obligado por la norma
consuetudinaria, no debe extenderse a las reglas de jus cogens
(normas imperativas de Derecho Internacional general), que, como es
sabido, por su propia naturaleza nunca admiten pacto en contrario y
sólo pueden ser derogadas por normas posteriores de igual
jerarquía.
a) Las
características del DIP como sistema de coordinación.
Los sistemas
jurídicos pueden ser de coordinación o de
subordinación. En los sistemas de coordinación, los
sujetos no están subordinados a un poder supremo; por el
contrario, se encuentran directamente involucrados en la creación
de las normas, son sus destinatarios, vigilan su cumplimiento y
participan del castigo a los apartamientos.
El Derecho
Internacional es un sistema de coordinación, en donde los
Estados producen, aplican y ejecutan el Derecho Internacional. De
esta forma, los Estados logran regular las relaciones que se traban
entre ellos, pero sin renunciar al atributo de la soberanía.
Las doctrinas que
niegan la necesidad de exigir el consentimiento del Estado no logran
explicar satisfactoriamente cómo la costumbre les deviene
obligatoria a los Estados sin que estos pierdan su calidad de
soberanos y por ende, pongan en riesgo las bases sobre la que se
construye el sistema.
En tal sentido, no
es posible compartir la tesis de Barboza, en cuanto a la existencia
de un poder legislativo internacional que puede imponer su voluntad a
todos los Estados, independientemente de su consentimiento o
aquiescencia; los Estados sonel poder legislativo internacional, y
por lo tanto, todas las fuentes del Derecho Internacional reposarán
en el consentimiento de aquellos, sin que la mayoría pueda
imponerse a la minoría. Eso sucedería en un sistema
jurídico de subordinación que se basara en principios
democráticos, etapa en la cual el Derecho Internacional
Público no se encuentra, y para algunos, nunca se podrá
encontrar por sus propias características de sistema jurídico
de coordinación. En un enfoque distinto, se ha planteado que
“la aceptación de la regla de la mayoría en los
órganos asamblearios de las organizaciones internacionales
representa un avance en el proceso de progresiva centralización
de las funciones normativas del derecho. Debe tenerse presente que el
grado de centralización de una función normativa
influye en la eficacia del derecho”. (Andaluz, H., 2005,170).
En el marco del
actual Derecho Internacional Público, resulta evidente que los
Estados no han renunciado al atributo de la soberanía en
beneficio de nadie. Por eso, no podemos aceptar la tesis de los
autores que no exigen el consentimiento, pues ella supone admitir que
los Estados han aceptado la cesión parcial de su soberanía
a la comunidad internacional de Estados, de forma tal que cuando una
práctica fuera adoptada por la generalidad, ésta
devendría obligatoria para todos, independientemente de su
consentimiento.
La aceptación
de la afirmación anterior supondría romper con el
modelo de sistema de coordinación del Derecho Internacional
Público. La existencia de ese legislador que puede imponer una
determinada norma consuetudinaria a todos los Estados, en tanto la
misma sea aceptada por “la generalidad” supone afirmar la
existencia de una autoridad superior que manda a los sujetos Estados,
algo incompatible con un sistema de coordinación
(Arbuet-Vignali, H., 1996, 42).
Consideramos que tal
restricción a la soberanía no ha sido adoptada por los
Estados, y por tanto debe ser rechazada (Arbuet-Vignali, H., 1996,
41).
En esa línea,
recordemos que uno de los principios fundantes de este sistema
jurídico de coordinación es el de igualdad soberana de
los Estados, recogido por el artículo 2 inciso 1 de la Carta
de las Naciones Unidas en los siguientes términos: “La
Organización está basada en el principio de la igualdad
soberana de todos sus Miembros. Aceptar la tesis que venimos
criticando, supondría contrariar ese principio, en tanto hace
primar a unos Estados por sobre otros en el proceso de elaboración
de la norma internacional (Tunkin, G. I., 1961, 427).
Es verdad que, en
los hechos, los Estados no son iguales; el poder real se reparte
entre los distintos Estados en proporciones bien desiguales,
dependiendo de muchos factores de diversa naturaleza. Pero eso, que
es una diferencia de facto, no debe confundirse con la igualdad de
jure, que el Derecho Internacional reconoce y garantiza (Tunkin, G.
I., 1961, 428).
Como apreciación
final respecto a este punto, podemos sostener que existe una tríada
de principios que vienen a favorecer y garantizar el consentimiento
estatal como base de las fuentes del Derecho Internacional:
(I) el principio de
igualdad soberana de los Estados, que sería el antecedente
necesario del libre consentimiento;
(II) el principio de
prohibición del uso y amenaza de la fuerza, que prohíbe
acudir a esos medios como sustitutivos del consentimiento; y
(III) el principio
de no injerencia en los asuntos internos de otros Estados, que
garantizaría el ámbito de autonomía suficiente
para que estos presten libremente su consentimiento (Blanc Altemir,
A., 1992, 5485).
b) El “objector
persistente”
Tradicionalmente se
acepta que la “oposición expresa por parte de un Estado
a una norma consuetudinaria en formación -in fierí o in
statu nascendi- significará, (…) que, dado el estado
precario de su positivación como regla de derecho en el orden
internacional, no es posible afirmar, respecto de dicho Estado
recalcitrante, la existencia y menos la obligatoriedad de tal
costumbre.” (Toledo Tapia, F.,1991).
Así, la
protesta por parte del Estado que la realiza sirve para romper - por
lo menos, a su respecto- con el proceso de legitimización de
la conducta que vienen desarrollando los otros Estados (Shaw, M. N.,
2012, 90).
Este fenómeno,
que normalmente la doctrina denomina como “Estado
recalcitrante” u “objetor persistente”, exige desde
el punto de vista del Derecho Internacional que el Estado en cuestión
exprese su oposición a la norma consuetudinaria de forma
indubitable, sistemática y pública.
La propia aceptación
de la figura del “objetor persistente” supone admitir que
los Estados pueden, cumpliendo ciertos requisitos, sustraerse de la
obligatoriedad de las normas consuetudinarias y evitar que le sean
oponibles.
El repaso por la
literatura jurídica internacionalista demuestra que, en
general, todos los autores aceptan este instituto, a lo que se suma
la jurisprudencia de la CIJ (como excepción en contra:
Conforti, B. apud Barboza, J., 2008, 198).
Ahora bien, esto es
particularmente interesante en aquellos doctrinos que sostienen que
no se requiere el consentimiento estatal para la formación de
la regla consuetudinaria. Consideramos que, en tales casos, incurren
en contradicciones
lógicas insalvables,
que vienen a refutar su propia teoría, pues ¿cómo
se puede sostener que la norma consuetudinaria no exige el
consentimiento estatal, y que se puede oponer a todos los Estados
independientemente de si prestaron o no su consentimiento, y al mismo
tiempo admitir la existencia del “objetor persistente”,
al cual no se la aplica dicha norma? ¿Cómo es que ese
Estado logra “escaparse” de la obligatoriedad de la norma
consuetudinaria, si la misma ha sido aceptada por la generalidad de
Estados, independientemente del consentimiento de los otros?En la posición
que venimos defendiendo la respuesta es sencilla y coherente: ese
Estado no ha prestado su consentimiento ni en forma expresa ni
tácita, ni de jure ni de facto, sino que, por el contrario, ha
manifestado en forma temprana y sistemática, su objeción
a la regla consuetudinaria en cuestión. Esa oposición
(en tanto cumpla con los requisitos que en general se exige)
determinará que, a su respecto, la norma consuetudinaria no le
sea aplicable. ¿Por qué? Porque no ha prestado para
ello su consentimiento y así lo ha hecho saber a la Comunidad
Internacional (Petersen, N., 2011, 1). Petersen sostiene que sólo
desde un enfoque de la norma consuetudinaria basada en el
consentimiento, es posible defender la figura del objetor
persistente. Cabe recordar que este autor rechaza la exigencia del
consentimiento estatal para la obligatoriedad de la norma
consuetudinaria; sin embargo, entiende que, de aceptarse la figura
del objetor recalcitrante, sólo se puede hacer en base a dicha
exigencia
Como sostiene
Andaluz, “la categoría del objetor persistente demuestra
que la costumbre exige, como método de producción del
derecho, que participen en ella tantos sujetos como son los
destinatarios de sus normas, (1) actuando cada uno como órgano
del derecho y sujeto del mismo, y (2) formulando la regla de que el
Estado que no objeta en la formación de una norma
consuetudinaria, le presta su asentimiento.” (Andaluz, H.,
2005, 169).
La norma
consuetudinaria nacerá a la vida jurídica
internacional, pero a ese Estado que se ha opuesto en debida forma,
no le resultará aplicable. Esto ha llevado a sostener que
existe en estos casos un doble sistema: el del Estado objetor (al que
la norma no obliga) y el otro, configurado por la práctica
constante y uniforme más la opinio juris, dentro de cual se
ubicaría el resto de los Estados (Weil apud Toledo Tapia, F.
E., 1990, 500).
Cierto es que la
existencia de objetores persistentes es excepcional, ya que dicha
actitud puede llevar a la exclusión de ese Estado de un cierto
sector de las relaciones internacionales o incluso al aislamiento
(Arbuet-Vignali, H., 1996, 49); pero en todo caso serán
decisiones que deberá adoptar el Estado en ejercicio de su
soberanía.
Como dice Weil, la
admisión del objetor persistente “permite al que objeta
mantenerse fuera de la norma, sin por ello constituir obstáculo
a su creación. Sólo de esta manera puede ser mantenido
el equilibrio entre las exigencias contradictorias de la evolución
del derecho consuetudinario y del respeto a la soberanía de
los Estados minoritarios.” (apud Toledo Tapia, F. E., 1990,
500).
c) El principio de
buena fe y no contradicción
El principio general
de buena fe resulta pilar fundamental y estructurante de la
obligatoriedad de la costumbre y su relación con el
consentimiento estatal.
El Estado que guarda
silencio, cuando debería hablar, acepta la costumbre; lo
contrario sería admitir actitudes de mala fe por parte de los
sujetos del Derecho Internacional y es sabido que todo sistema
jurídico (sea de subordinación, sea de coordinación)
reposa en el principio general de buena fe. También la
necesidad de evitar las contradicciones con conductas propias previas
juega un rol importante en las relaciones jurídicas.
En este punto,
entendemos aplicable las afirmaciones de Pastor Ridruejo respecto del
acto unilateral denominado aquiescencia –y su estrecha relación
con la buena fe–, que puede encontrarse vinculado a otros
actos, entre ellos, los actos materiales que dan origen a la norma
consuetudinaria:
“Al tratar de
este interesante problema la doctrina parte comúnmente del
principio qui tacet consentire videtur si loqui debuisset ac
potuisset (“El que calla parece que consiente si pudiera y
debiera hablar”). La aquiescencia o el silencio aparecen así
como una especie de inacción calificada desde el punto de
vista jurídico, de la que se derivan efectos en el plano del
Derecho Internacional. Se entiende, en efecto, que el Estado que
calla ante una reclamación o comportamiento de otro Estado
normalmente merecedor de protesta o de otra forma de acción
tendente a la preservación de los derechos impugnados,
consiente la situación; y se presume por ende que ésta
le es oponible.” (Pastor Ridruejo, J.A., 1994, 172).
Las palabras del
profesor español son trasladables al tema que venimos
estudiando: el Estado tiene la carga de pronunciarse respecto de
prácticas que puedan derivar en la formación de normas
consuetudinarias; si no lo hace, crea en los otros Estados la
legítima expectativa de que está prestando su
aquiescencia con dicha práctica, y que por lo tanto, la
estaría aceptando como norma de conducta jurídicamente
obligatoria. Tal obligatoriedad se configurará siempre que,
como enseña Pastor Ridruejo (a partir de la sentencia de las
pesquerías noruegas) las prácticas que formaron la
costumbre hayan sido (a) notorias, (b) toleradas por la comunidad
internacional y (c) la abstención en protestar (aquiescencia)
provenga del Estado particularmente interesado (Pastor Ridruejo,J.A.,
1994, 172).
La falta de protesta
estaría determinando la aceptación en cuanto a la
legitimidad del comportamiento (Shaw, 2012, 89). También la
doctrina soviética destacó la importancia del silencio
o falta de protesta, como forma de reconocimiento tácito de la
obligatoriedad de una determinada práctica. (Lukanshuk apud
Arbuet-Vignali, H., 1996, 46).
Complementariamente,
resulta interesante destacar que esta posición es adoptada por
el Restate ment (Third) of the Foreign Relations Law of the United
States (1987), (sección 102, comentario d) (Baker, R. B.,
2010, 176).
d) El enfoque
procesal
Algunos autores
argumentan que la CIJ –y, en general, los tribunales
internacionales llamados a aplicar el Derecho Internacional–nunca
exige la prueba del consentimiento del Estado contra el cual se
pretende hacer valer una costumbre. Hasta ahí no tenemos
discrepancias, pues de la lectura de los fallos de la Corte es
posible extraer esa conclusión.
Sin embargo, existe
una diferencia entre afirmar eso y afirmar -a renglón seguido
- que eso demuestra que el consentimiento del Estado no es exigido.
Creemos que se trata de un tema procesal estrechamente vinculado a la
distribución de la carga de la prueba: el Estado que alega la
existencia de una norma consuetudinaria, debe probar que la misma
cumple con las características exigidas por el artículo
38 literal b del Estatuto de la CIJ, sin que sea necesario demostrar
que su contraparte (v. gr. el Estado contra el cual se quiere hacer
valer la costumbre.) la aceptó. Por su parte, el Estado que
alega que una determinada norma consuetudinaria no lo alcanza, debe
probar que, no prestó su consentimiento expreso de hecho ni
tácito. ¿Y cómo prueba tal extremo? Demostrando
que se constituyó en un objetor persistente.
En tal sentido, se
ha dicho que “tratándose de costumbres generales,
obligan a todos los Estados, hayan o no contribuido a su formación,
mientras que no se establezca que éstos la han rechazado de
modo expreso en su período de gestación. Así,
por ejemplo, cuando en el caso Interhandel el Tribunal de La Haya
aplica la regla del aCortegotamiento de los recursos internos –cuyo
carácter consuetudinario reconoce expresamente–en las
relaciones entre Estados Unidos y Suizano se pregunta ni le interesa
en absoluto si alguno de los dos Estados ha participado en su
formación; se contenta con la inexistencia de alegación
y prueba de que haya sido rechazada por alguno de ellos en el período
de formación de la costumbre.” (Pastor Ridruejo, J. A.,
1994, 92).
Sería una
cuestión procesal: el Estado que alega una costumbre, debe
probarla; pero no tiene la carga de probar que el Estado demandado
efectivamente aceptó esa costumbre. Este último debe,
en todo caso, acreditar que no sólo no prestó su
consentimiento expreso o tácito, sino que expresamente se
convirtió en objetor persistente y por lo tanto la regla le
resulta inaplicable (Arbuet-Vignali, H., 1996, 45, Andaluz, H., 2005,
169). Al decir de Jiménez de Aréchaga, “no hace
falta probar el asentimiento específico del Estado demandado;
lo que la Corte tiene que determinar es sí, como dice el
artículo38 del Estatuto, cierta práctica es
“generalmente aceptada como derecho” (Jiménez de
Aréchaga, E., 2005, 217).
Cabe destacar que
estas afirmaciones están hechas para la costumbre general. La
doctrina en forma unánime entiende que cuando se alega la
existencia de costumbres regionales o bilaterales debe probarse la
existencia de la costumbre y el asentimiento del Estado contra el
cual se intenta hacer valer (Jiménez de Aréchaga, E.,
1979, 397; Pastor Ridruejo, J. A., 1994, 93; Barboza, J., 2008,
101102; Shaw, M. N., 2012, 92).
e) La situación
de los Estados que alcanzan la independencia
Es frecuente que los
autores que critican a las doctrinas que exigen el consentimiento del
Estado como fundamento de la obligatoriedad de la norma
consuetudinaria, coloquen como ejemplo a favor de su argumentación,
el caso de los nuevos Estados que surgen a la vida independiente y
que adoptan las normas internacionales qué han sido elaboradas
con anterioridad y sin su participación.
Consideramos que el
planteo no resulta correcto, y que el enfoque debe plantearse desde
el punto de vista del instituto del reconocimiento de Estados.
Siguiendo a Arbuet-Vignali podemos sostener que el reconocimiento de
un nuevo Estado es un acto de naturaleza declarativa y no
constitutiva, exigiéndose desde el punto de vista del Derecho
Internacional que se den los siguientes elementos: territorio,
población y organización política. Una vez que
existen esos tres elementos, el Estado ya se constituyó como
tal, sin necesidad de ningún reconocimiento (Arbuet-Vignali,
H., 2012, 1 a 35).
A partir de ese
momento se abren para el nuevo Estados dos opciones (al menos desde
un punto de vista teórico): mantenerse aislado y sin
relacionarse con los otros Estados o bien iniciar tal
relacionamiento.
Si opta por
mantenerse aislado, ese Estado (dotado del atributo de la soberanía)
no estará obligado por las normas de Derecho Internacional, en
la medida en que no participa del sistema de coordinación y
por lo tanto no ha dado su consentimiento para sujetarse a sus
reglas.
Ahora bien, la
realidad demuestra que un Estado que alcanza la vida independiente,
lo primero que desea es entablar relaciones con sus pares, a efectos
de que su calidad de Estado le sea reconocido por otros,
reafirmándose el nuevo estado de cosas. Y ahí ingresa
el Derecho Internacional Público exigiendo que, a los tres
requisitos ya referidos, se sumen otros tres: que su organización
política sea estable, que se comprometa a cumplir las normas
jurídicas internacionales y que tenga capacidad para hacerlo
(Arbuet-Vignali, H., 2012, 15).
Es en esa segunda
instancia entonces es donde encontraremos la base de la
obligatoriedad para los Estados que surgen a la vida independiente
del Derecho Internacional consuetudinario anterior: a efectos de
obtener el reconocimiento de los otros Estados y entablar relaciones,
consentirá las normas internacionales consuetudinarias que
existían con anterioridad a su configuración como
Estado independiente; podrá hacerlo en forma expresa o podrá
hacerlo en forma tácita, simplemente entablando relaciones con
otros Estados sin pronunciarse expresamente sobre las normas
consuetudinarias; el nuevo Estados al entrar en relaciones con los
otros sin hacer reservas, acepta la totalidad de las normas
consuetudinarias internacionales (Shaw, M. N., 2012, 91)
Incluso se ha
sostenido que al proclamarse como Estado de jure, el ente que realiza
tal autoproclamación implícitamente acepta las reglas
consuetudinarias previas, en tanto está declarando su
pertenencia al orden jurídico internacional (Sánchez,
V. M., 2010, 35).
Lo anterior será
sin perjuicio de la posibilidad –especialmente en los Estados
que surgen como resultado de un proceso de descolonización–
de impugnar las normas consuetudinarias anteriores que resulten
notoriamente contrarias a sus intereses (Pastor Ridruejo, J. A.,
1994, 93, Mesa Garrido, R., 1978, 235 y ss., en contra Baker, R. B.,
2010, 177).
f) El peligro de la
tesis que no exige el consentimiento
Este peligro,
advertido por Tunkin en la época de la Unión Soviética
y del proceso descolonizador en Asia y África (Tunkin, G. I.,
1961, 429) pero que puede ser válida hoy para tantos otros
Estados, consiste en que los Estados que ejercen el poder en el
concierto internacional, terminen imponiendo mediante sus prácticas
creadoras de normas consuetudinarias, su voluntad a los Estados
menores. Es cierto que, conforme a la tesis del objetor persistente,
estos Estados menos poderosos podrían resguardar sus intereses
rechazando en forma sistemática la obligatoriedad de la
costumbre que está naciendo. Ahora bien, conforme a las
desigualdades fácticas y desequilibrios de poder entre los
Estados, esto puede no ser tan sencillo como parece.
Conclusiones
D’amato afirma, que una teoría general que explique el surgimiento de la norma consuetudinaria internacional debe ser: (a) consistente en sí misma; (b) expresa en forma general, pero sin por ello ser vaga; (c) acorde con toda la evidencia que surja por inducción, siendo objetivamente demostrable; (d) simple; y (e) orientada hacia el litigio (D’amato, A., 1970, 8).
Consideramos que la
tesis aquí defendida, cumple con las características
que describe el citado autor:
a) es coherente en
sí misma, en tanto permite explicar los distintos casos en que
la norma consuetudinaria obliga y cuando no;
b) explica la
costumbre en términos generales, pero precisos;
c) es posible
demostrarla con la práctica de los Estados y también de
la jurisprudencia, al tiempo que encuadra en el artículo 38
literal b del Estatuto de la CIJ;
d) no es rebuscada,
ni difícil de exponer o explicar;
e) tiene un enfoque
procesal o litigioso claro.
Es cierto que la
idea de “pacto” o “acuerdo” puede resultar
excesiva o forzada en la argumentación; sin embargo, no por
eso se apela a una ficción como algunos han criticado.
La posición
que sustentamos exige el consentimiento, pero es flexible en cuanto a
la forma en el cual el Estado lo otorga: puede ser mediante actos
positivos (el elemento material de la costumbre) pero también
mediante declaraciones (aceptando la costumbre, aun cuando no la haya
efectivamente practicado) o simplemente guardando silencio y
tolerando la práctica uniforme y sostenida en el tiempo de
otros Estados. No hay allí ficción alguna; sería
una constatación de una determinada forma de actuación
del sujeto de Derecho Internacional por excelencia, creador y
destinatario de la norma.
Consideramos que es
este el alcance que en el grado actual de evolución del
Derecho Internacional Público, tiene la fuente
consuetudinaria.
Asimismo, permite
lograr un adecuado equilibro entre soberanía estatal (sin caer
en planteos soberanísticos exacerbados) y eficacia del Derecho
Internacional Público y sus fuentes. Es por tanto, un enfoque
que contempla las características del proceso de creación
del derecho (law making process) de fuente consuetudinaria –que
sin duda es más flexible que el de fuente convencional–sin
menoscabar la soberanía de los Estados: la norma
consuetudinaria nace cuando ha sido aceptada por la generalidad de
los Estados, pero para que resulte obligatoria para un Estado en
concreto, este debe haberla aceptado en forma expresa o tácita,
es decir, integrar tal generalidad.
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